Un Coronel abusaba de ella frente a su madre — Hasta que Pancho Villa lo hizo desaparecer

Vas a conocer la historia que hará que tu sangre hierva de coraje, compadre. Cuando Pancho Villa se enteró de lo que este coronel maldito le hacía a una jovencita inocente delante de su propia madre, juró por la Virgen de Guadalupe que ese cabrón conocería el verdadero significado del infierno en la tierra.

Órale, compadre, prepárate porque esta historia te va a poner los pelos de punta. Lo que vas a escuchar hoy es tan cabrón que no lo vas a creer, pero así mero pasó en tierras mexicanas cuando la justicia tenía nombre y apellido. Pancho Villa. Corría el año de 1915 y el sol del desierto chihuahüense caía como plomo derretido sobre las calles polvorientas de San Pedro de las Colonias.

 Era una de esas tardes que parecían eternas, donde el calor se metía hasta los huesos y la sed se volvía una maldición que no se quitaba ni con todo el agua del mundo. En este pueblo olvidado de Dios, donde las casas de adobe se desmoronaban como los sueños de sus habitantes, vivía la familia Herrera. Doña Carmen, una mujer que había conocido mejores días, trabajaba desde antes del amanecer lavando ropa ajena para mantener a su hija esperanza.

una muchacha de apenas 17 años que tenía la belleza de la mismísima Virgen María y el corazón más puro que había pisado esta tierra Pero en este pueblo, como en tantos otros durante esos años de revolución, había un hijo de la chingada que creía que todo le pertenecía por derecho divino. Se llamaba coronel Eugenio Maldonado, un militar federal que había llegado con sus soldados hacía 6 meses, estableciendo su cuartel en la casa más grande del pueblo, que había pertenecido al ascendado más rico antes de que la

revolución lo mandara al otro mundo. Este cabrón de Maldonado era la peor calaña que había parido esta tierra. Tenía la cara picada de viruelas, los ojos como dos carbones apagados y una sonrisa que helaba la sangre de cualquier cristiano. Usaba un uniforme lleno de condecoraciones que se había robado de los muertos y se paseaba por el pueblo como si fuera el mismísimo emperador de México.

 Todos los días este desgraciado se levantaba con una sola obsesión: hacer sufrir a la gente honrada. Cobraba impuestos que no existían. Se quedaba con la comida de las familias. Y lo peor de todo, tenía la costumbre de inspeccionar las casas donde vivían muchachas jóvenes. Los hombres del pueblo querían hacer algo, pero ¿qué chingados podían hacer contra 30 soldados armados hasta los dientes? La casa de los Herrera estaba al final de la calle principal, una construcción humilde con paredes de adobe y un patio pequeño donde doña Carmen tendía la

ropa. Tenía una sola ventana que daba a la calle y por ahí se podía ver el interior cuando el sol pegaba de cierto modo. Maldonado había notado esto y también había notado a esperanza. Era un martes cuando todo comenzó. Maldonado llegó cabalgando en su caballo negro, seguido por dos de sus soldados más sanguinarios.

El ruido de los cascos resonaba en el silencio mortal del pueblo, porque cuando este hijo de la chingada andaba por ahí, hasta los perros se escondían. Se bajó del caballo con esa arrogancia que caracteriza a los cobardes cuando tienen poder y se dirigió directamente a la casa de los Herrera. Doña Carmen estaba en el patio y al verlo llegar sintió que el corazón se le salía por la boca.

 Esperanza estaba adentro ayudando a doblar la ropa limpia. Buenas tardes, señora, dijo Maldonado con esa voz pastosa que daba asco. Vengo a hacer una inspección de rutina. He sabido que en esta casa se pueden estar escondiendo armas revolucionarias. Doña Carmen sabía que era mentira, pero también sabía que contradecir a este animal significaba la muerte.

 No tenemos nada que esconder, mi coronel”, respondió con la voz temblándole como hoja en el viento. “Eso lo voy a decidir yo,” gruñó Maldonado y sin más ceremonia entró a la casa seguido por sus soldados. Esperanza estaba en la habitación principal y cuando vio entrar a estos hombres se le el heló la sangre en las venas.

 Lo que pasó después fue el comienzo de una pesadilla que duraría meses. Maldonado encontró cualquier pretexto para regresar día tras día. siempre con la misma excusa de inspecciones. Y cada vez que venía, sus ojos se clavaban en esperanza, como si fuera un pedazo de carne colgando en el mercado. Pero lo peor estaba por venir, porque cuando un animal como Maldonado pone los ojos en una víctima, no para hasta destrozarla completamente.

 A los pocos días las inspecciones se volvieron más frecuentes y más largas. Maldonado comenzó a quedarse horas en la casa, registrando cada rincón, moviendo las pocas pertenencias de la familia y siempre, siempre, pidiendo que Esperanza estuviera presente para que no diga que escondimos algo.

 Doña Carmen veía lo que estaba pasando, pero estaba atrapada como un ratón en una jaula. Si decía algo, si se quejaba, si trataba de proteger a su hija, este desgraciado las mataría a las dos sin pensarlo dos veces. Así que solo podía quedarse ahí. viendo como este hijo de la chingada se acercaba cada día más a su niña. Y entonces, una tarde que nunca olvidaría, Maldonado decidió que ya era tiempo de tomar lo que creía que le pertenecía.

 El horror comenzó un jueves por la tarde, cuando el sol empezaba a ponerse y las sombras se alargaban como dedos de muerte sobre el pueblo. Maldonado llegó solo esta vez, pero eso no lo hacía menos peligroso. Al contrario, cuando este cabrón venía sin sus soldados significaba que tenía algo muy específico en mente.

 Entró a la casa sin pedir permiso, como era su costumbre, y encontró a doña Carmen y a Esperanza sentadas en la mesa de la cocina cenando sus frijoles con tortillas. Era todo lo que tenían, porque este desgraciado les había quitado hasta el último centavo con sus impuestos. “Señora Carmen”, dijo con esa sonrisa que daba náuseas, “neito que usted se quede aquí sentadita y no se mueva.

 Tengo que hablar con su hija sobre un asunto muy importante.” Esperanza sintió que la sangre se le congelaba en las venas, pero doña Carmen se levantó como impulsada por un resorte. Mi coronel, si tiene algo que decirle a mi hija, puede decírmelo a mí. Ella es menor de edad. Y siéntese, gritó Maldonado con una voz que hizo temblar las paredes de adobe.

 Siéntese y no abra la boca o las mato a las dos aquí mismo. Doña Carmen no tuvo más remedio que obedecer, pero sus ojos se llenaron de lágrimas de impotencia. sabía lo que estaba a punto de pasar y no podía hacer nada para impedirlo. Lo que siguió fue el comienzo de un calvario que duraría meses.

 Maldonado, con la tranquilidad del que sabe que nadie puede detenerlo, comenzó a humillar a esperanza delante de su propia madre. Primero fueron tocamientos accidentales, luego órdenes de que se quitara la ropa para buscar armas escondidas y finalmente lo peor de todo, cada vez que este animal venía a la casa, doña Carmen tenía que quedarse sentada viendo como su hija sufría lo indecible.

 Si cerraba los ojos, Maldonado la golpeaba. Si lloraba, le pegaba más fuerte. Si trataba de voltear la cara, le gritaba que mirara, que aprendiera lo que les pasaba a las familias que no cooperaban con el ejército federal. Esto es lo que pasa cuando no respetan a la autoridad, le decía a doña Carmen mientras abusaba de su hija.

 Esto es lo que les pasa a las familias que apoyan a los revolucionarios y si dicen una sola palabra de lo que pasa aquí, las voy a matar a las dos, pero antes se van a arrepentir de haber nacido. Esperanza. La pobrecita trataba de ser fuerte, pero cada día que pasaba se veía más demacrada, más pálida, más quebrada. Sus ojos, que antes brillaban como estrellas, ahora parecían dos pozos vacíos.

 Ya no hablaba, ya no sonreía, ya no era la misma muchacha que había sido. Y doña Carmen, la pobre mujer, se estaba volviendo loca de dolor e impotencia. veía como su hija se desvanecía como una flor marchita y no podía hacer nada para salvarla. Cada noche, cuando Maldonado se iba, abrazaba a Esperanza y las dos lloraban en silencio, sin atreverse a hacer ruido por miedo a que este maldito regresara.

 Pero el pueblo entero sabía lo que estaba pasando. Aunque doña Carmen y Esperanza no habían dicho ni una palabra, los gritos, los llantos, los ruidos que salían de esa casa eran suficientes para que todos entendieran. Y la impotencia era general. Los hombres apretaban los puños hasta hacerse sangre. Las mujeres lloraban en la iglesia y los niños preguntaban por ya no veían a Esperanza en la calle.

 Don Aurelio, el herrero del pueblo, un hombre que había conocido a Esperanza desde que era una niña, no podía dormir por las noches. Alguien tiene que hacer algo, le decía a su mujer. No podemos quedarnos aquí viendo como este hijo de la chingada destroza a esa muchacha. Pero, ¿qué podían hacer? Maldonado tenía 30 soldados, armas y el respaldo del gobierno federal.

 Cualquier intento de rebelión terminaría en una masacre. Fue entonces cuando don Aurelio recordó las historias que se contaban por todo el norte de México. Historias de un hombre que aparecía donde había injusticia, que protegía a los débiles y castigaba a los malvados. Un hombre que se había vuelto leyenda en vida, Francisco Villa, Pancho Villa, el centauro del norte.

 Don Aurelio sabía que Villa andaba por la región porque había noticias de que sus hombres habían atacado una guarnición federal a dos días de camino. Si pudiera encontrarlo, si pudiera contarle lo que estaba pasando. Sin decirle nada a nadie, don Aurelio ensilló su caballo una madrugada y se fue del pueblo. Cabalgó durante horas bajo el sol implacable, preguntando en cada rancho, en cada poblado, hasta que finalmente, cuando ya estaba a punto de darse por vencido, encontró a un grupo de villistas acampados cerca de un río.

“Busco al general Villa”, les dijo. “Traigo noticias de una injusticia que solo él puede remediar”. Los villistas lo miraron con desconfianza, pero algo en los ojos de don Aurelio les dijo que este hombre decía la verdad. Lo llevaron ante Villa y ahí, temblando de emoción y de miedo, don Aurelio le contó todo lo que estaba pasando en San Pedro de las Colonias.

 Cuando terminó de hablar, Villa se quedó callado por un momento que pareció eterno. Sus ojos, que normalmente brillaban con una luz alegre, se habían vuelto fríos como el hielo. Sus manos, que descansaban sobre sus rodillas, se habían cerrado en puños. ¿Cómo se llama ese hijo de la chingada?, preguntó con una voz que era apenas un susurro, pero que daba más miedo que cualquier grito.

 Coronel Eugenio Maldonado respondió don Aurelio. Villa asintió lentamente y entonces gritó a sus hombres, encillen los caballos. Nos vamos a San Pedro de las colonias. Hay un perro que necesita conocer la justicia. Villa y sus hombres cabalgaron durante toda la noche y parte del día siguiente. Eran 50 jinetes montados en los mejores caballos del norte, armados hasta los dientes y con el corazón lleno de una justa indignación.

 Porque si algo no podía soportar Francisco Villa, era que un cabrón con poder abusara de una muchacha inocente. Llegaron a las afueras de San Pedro de las colonias cuando el sol estaba en su punto más alto. Villa ordenó a ser alto y reunió a sus hombres bajo la sombra de unos mezquites. Tenía que planear esto muy bien porque no se trataba solo de matar a Maldonado, se trataba de mandar un mensaje que llegara hasta el mismísimo infierno. Escúchenme bien, muchachos.

dijo Villa con esa voz que podía ser suave como la seda o dura como el acero. Ese pueblo tiene 30 soldados federales, pero no vamos a entrar disparando como locos. Vamos a ser más inteligentes que esos cabrones. Mandó a dos de sus hombres más confiables, Rodolfo y Crescencio, para que se metieran al pueblo disfrazados de arrieros.

 Tenían que averiguar dónde estaba el cuartel, cuántos soldados había exactamente y sobre todo dónde estaba Maldonado en ese momento. Los dos villistas regresaron al atardecer con información completa. Maldonado estaba en el cuartel que había establecido en la casa del ascendado muerto.

 Tenía 28 soldados porque dos habían desertado la semana anterior. Y lo más importante, tenía la costumbre de ir a la casa de los Herrera todas las tardes, siempre a la misma hora, siempre solo. Perfecto, murmuró Villa y una sonrisa feroz se dibujó en su rostro. Ese hijo de la chingada va a conocer lo que es el miedo de verdad.

 El plan era simple, pero brillante. Villa y 10 de sus hombres se meterían al pueblo por la noche, disfrazados de peones. Se esconderían en las casas de familias que conocían la situación y que estaban dispuestas a ayudar. El resto de los villistas se quedarían en las afueras, listos para atacar el cuartel si era necesario.

 Pero Villa tenía algo muy específico en mente para Maldonado. No lo iba a matar de un balazo como a cualquier animal. No, este cabrón iba a sufrir lo que había hecho sufrir a esa muchacha inocente. Cuando cayó la noche, Villa y sus hombres se metieron al pueblo como fantasmas. Don Aurelio los esperaba en su herrería y otros vecinos que ya no podían soportar más la situación los recibieron en sus casas.

Todos estaban dispuestos a jugársela porque ya no podían vivir con la vergüenza de lo que estaba pasando. Villa se escondió en la casa de don Aurelio, que quedaba exactamente enfrente de la casa de los Herrera. Desde la ventana podía ver la puerta principal y el patio donde doña Carmen lavaba la ropa.

 Era la posición perfecta para ver cuando llegara Maldonado. ¿A qué hora viene ese desgraciado?, preguntó Villa. Siempre a las 6 de la tarde, respondió don Aurelio. Puntual como un reloj. Es lo único puntual que hace el hijo de la chingada. Villa revisó su reloj. Eran las 5:30. Perfecto. Cuando llegue voy a entrar por la puerta trasera.

 Ustedes se quedan aquí y no se muevan hasta que yo salga. Pero don Aurelio lo detuvo. General, tengo que decirle algo más. Ese animal siempre obliga a la señora Carmen a que se quede en la habitación viendo lo que le hace a su hija. Es parte de su maldad. Los ojos de Villa se encendieron como carbones. ¿Qué dijiste? Que la madre tiene que ver todo, general.

 Si cierra los ojos, la golpea. Si trata de voltear la cara, la golpea más fuerte. Dice que es para que aprenda lo que les pasa a las familias que no cooperan. Villa no dijo nada, pero sus manos se cerraron en puños tan fuertes que los nudillos se le pusieron blancos. En sus muchos años de revolución había visto toda clase de maldades, pero esto era lo peor que había escuchado en su vida.

“Ese hijo de la chingada va a rogar por la muerte antes de que yo termine con él”, murmuró. A las 6 en punto, como había dicho don Aurelio, se escuchó el ruido de cascos en la calle. era Maldonado, montado en su caballo negro, con esa arrogancia que caracterizaba a los cobardes cuando se creían intocables.

 Villa lo vio bajarse del caballo y dirigirse a la puerta principal de la casa de los Herrera. Esperó hasta que el maldito entrara y entonces se movió como una sombra hacia la parte trasera de la casa. Conocía bien estas construcciones de adobe. Todas tenían una puerta trasera que daba al patio donde se lavaba la ropa. Llegó hasta la puerta trasera y pegó el oído.

Podía escuchar la voz pastosa de Maldonado diciendo sus usuales amenazas y también el llanto ahogado de doña Carmen, pero no podía escuchar la voz de esperanza. La muchacha ya ni siquiera lloraba, ya no le quedaban lágrimas. Villa respiró profundo, se persignó como hacía antes de cada batalla y entonces, con un movimiento rápido y silencioso, abrió la puerta trasera y se metió a la casa. Era el momento de la justicia.

Villa entró a la casa como un fantasma vengador. Sus botas no hicieron ruido sobre el piso de tierra y se movió por el pequeño corredor que llevaba a la habitación principal con la precisión de un cazador que ha encontrado a su presa. Cuando llegó al umbral de la puerta, vio la escena que le heló la sangre en las venas.

 Maldonado estaba ahí cometiendo su maldad de siempre, mientras doña Carmen permanecía sentada en una silla con los ojos llenos de lágrimas, pero obligada a mirar. Esperanza estaba tirada en el petate con la mirada perdida en el techo, como si su alma ya hubiera abandonado su cuerpo. Villa sacó su pistola y apuntó directamente a la cabeza de Maldonado.

 Aléjate de ella, hijo de la chingada. Maldonado se volteó como si le hubieran metido un hierro caliente en el culo. Cuando vio a Villa parado en la puerta, armado y con los ojos echando fuego, se le salió el alma por la boca. Trató de alcanzar su pistola, pero Villa ya se había movido y le puso el cañón de su arma directamente en la frente.

 Ni se te ocurra moverte, cabrón. Un solo movimiento y te vuelo los esos. Maldonado comenzó a temblar como una hoja. Este hombre que había aterrorizado a todo un pueblo durante meses, que se había creído el rey del mundo, ahora estaba temblando como un niño asustado. ¿Quién? ¿Quién es usted? Tartamudeó. Soy Francisco Villa, el hombre que va a enseñarte lo que es la justicia de verdad.

 Al escuchar ese nombre, Maldonado se orinó en los pantalones. Todos en el norte de México conocían las historias de Villa y todos sabían que cuando este hombre llegaba para hacer justicia, no había poder humano que lo detuviera. General Villa, Balbuceo, Yo, yo no sabía. Estas mujeres son espías revolucionarias. Yo solo estaba interrogándolas.

Cállate la boca. Mentiroso hijo de la chingada”, rugió Villa. “Creo que me voy a creer tus pinches mentiras”. Villa se dirigió a doña Carmen y a Esperanza con una voz completamente diferente, suave y paternal. “Señoras, vístanse y salgan de aquí. Vayan a la casa de don Aurelio, el herrero.

 Él las va a cuidar mientras yo me hago cargo de este animal.” Doña Carmen ayudó a su hija a levantarse y a vestirse. Esperanza parecía no entender lo que estaba pasando, como si todo fuera un sueño. Cuando pasaron junto a Villa para salir, doña Carmen se detuvo un momento. “Gracias, general”, susurró. “Gracias por salvar a mi niña. No me agradezca todavía, señora.

 Esto apenas está comenzando. Cuando las mujeres salieron, Villa cerró la puerta y se volteó hacia Maldonado. El militar federal estaba acurrucado en un rincón, temblando como un perro mojado. “Ahora sí, hijo de la chingada. Tú y yo vamos a platicar como hombres”, dijo Villa. “Pero primero te voy a enseñar lo que se siente ser la víctima”.

 Lo que siguió fue una lección de justicia que Maldonado jamás olvidaría. Villa lo amarró de pies y manos, lo cargó como un costal de frijoles y lo llevó hasta la plaza principal del pueblo. Ahí, con la ayuda de sus hombres, que ya habían tomado control del cuartel sin disparar un solo tiro, construyó una orca improvisada.

 Pero antes de ejecutarlo, Villa tenía algo más que hacer. Mandó tocar las campanas de la iglesia para que todo el pueblo se reuniera. Quería que todos vieran lo que les pasaba a los cabrones que abusaban de las mujeres. Cuando todo el pueblo estuvo reunido, Villa subió a Maldonado a la orca, pero no le puso la soga al cuello.

 En lugar de eso, comenzó a contar con voz fuerte y clara todas las maldades que este animal había cometido. Este hijo de la chingada ha abusado de una muchacha inocente delante de su propia madre. gritó Villa. Ha robado su dinero, ha golpeado a sus hombres, ha aterrorizado a sus familias y creyó que nunca pagaría por sus crímenes.

 La gente del pueblo comenzó a gritar, a pedir justicia. Algunas mujeres lloraban de alivio. Algunos hombres gritaban que lo mataran. Pero Villa levantó la mano para pedir silencio. “La justicia no se hace con gritos,” dijo. La justicia se hace con hechos. Y este cabrón va a pagar por todo lo que ha hecho. Entonces, con la tranquilidad de un hombre que ha visto demasiada maldad en su vida, Villa le puso la soga al cuello a Maldonado.

 El militar federal comenzó a llorar, a rogar, a prometer que cambiaría. “Ahora sí tienes miedo, ¿verdad, cabrón?”, le dijo Villa. “Ahora si sabes lo que es sentirse indefenso. Ahora sí entiendes lo que sintió esa muchacha cuando la obligabas a hacer lo que querías. Maldonado lloraba como un niño, pero Villa no sentía ni una pisca de compasión.

 Había visto demasiado sufrimiento causado por animales como este. Eugenio Maldonado, dijo Villa con voz solemne, por los crímenes que has cometido contra la familia Herrera y contra el pueblo de San Pedro de las colonias, te condeno a muerte. Que Dios tenga misericordia de tu alma, porque yo no la tengo. Y entonces, sin más ceremonia, Villa jaló la palanca.

Maldonado cayó, la soga se tensó y su cuello se quebró con un ruido seco que resonó en toda la plaza. Su cuerpo se balanceó un momento y luego quedó inmóvil. El pueblo entero gritó de alegría. Algunos hombres se abrazaron, las mujeres lloraron de alivio y los niños corrieron para contarles a sus madres que el hombre malo ya no los iba a asustar nunca más.

 Pero Villa no había terminado. Ordenó que el cuerpo de Maldonado se quedara colgando hasta el día siguiente para que todos pudieran verlo. Luego reunió a los 28 soldados federales que habían sido capturados sin resistencia. “Ustedes tienen dos opciones”, les dijo, “se un a la revolución y pelean por la justicia o se largan de aquí y no regresan jamás.

 Pero si vuelvo a saber que alguno de ustedes está abusando de la gente inocente, van a terminar igual que su coronel. 20 de los soldados decidieron unirse a Villa. Los otros ocho prefirieron irse y Villa les dio caballos y provisiones para que se largaran. Finalmente, Villa fue a buscar a doña Carmen y a Esperanza.

 Las encontró en la casa de don Aurelio, abrazadas y llorando, pero esta vez eran lágrimas de alivio. “Señora Carmen,” dijo Villa, “he recuperado todo el dinero que este cabrón les robó. Está en el cuartel junto con las cosas de todas las familias del pueblo. Esperanza, muchachita, sé que va a tomar tiempo, pero vas a estar bien.

 Tienes una madre que te ama y un pueblo que te cuida.” Villa les entregó una bolsa llena de monedas de oro. Esto es para que puedan empezar una nueva vida. Vayan a Chihuahua, busquen a mi compadre Rodolfo Fierro y díganle que van de mi parte. Él las va a ayudar a establecerse. Al día siguiente, cuando el sol comenzó a salir, Villa y sus hombres se prepararon para partir.

 El pueblo entero salió a despedirlos y don Aurelio se acercó a Villa con lágrimas en los ojos. General, ¿cómo podemos agradecerle lo que hizo por nosotros? Villa se acomodó el sombrero y sonrió. No me agradezcan nada, compadre. Esto es lo que hace cualquier hombre decente cuando ve una injusticia. Pero recuerden, si vuelve a llegar algún cabrón como Maldonado, manden a buscarme.

 Francisco Villa siempre va a estar aquí para defender a la gente honrada. Compadre, haz clic en el video que te aparece aquí al lado, porque cada semana te traigo historias como esta que te van a poner los pelos de punta, historias de cuando los hombres de verdad hacían justicia con sus propias manos. Dale like si te gustó esta historia, compártela con tus amigos y cuéntame en los comentarios qué te pareció.

 Y recuerda, mientras haya injusticia en este mundo, siempre va a haber alguien dispuesto a pararla. M.