Henry Lewis era un hombre de 42 años que lo tenía todo: dinero, poder y estatus. Pero esa noche, se dio cuenta de que, a pesar de todo el lujo que lo rodeaba, había algo que su dinero no había comprado: un heredero. Necesitaba un hijo, pero Henry no quería una familia en el sentido tradicional. Lo había intentado dos veces, y ambos matrimonios terminaron en fracaso y decepción. Pensaba que el amor era una ilusión, algo que solo traía problemas, pero un hijo era diferente. Era una inversión, una continuación de todo lo que había construido.
Y ahora estaba decidido a no buscar una relación para esto. Necesitaba un acuerdo claro, sin ataduras emocionales, solo un contrato. Sabía que con sus recursos, podría encontrar a alguien dispuesta a llevar adelante el embarazo sin preguntas ni ataduras emocionales.
Para Henry, esto era una transacción. Y como todas sus transacciones, tendría el control total. Ahora, solo necesitaba encontrar a alguien que aceptara el trato.
A la mañana siguiente, Henry Lewis conducía su deportivo por las calles de la ciudad. Sin embargo, su mente estaba centrada en encontrar a alguien que aceptara el contrato. Y mientras se detenía en un semáforo cerca del centro, algo le llamó la atención.
En la esquina de la acera, una joven sentada en el suelo dibujaba en un papel sucio. Tenía el pelo castaño y desordenado que le caía sobre la cara, y sus ojos azules brillaban, a pesar de su aspecto de cabello cansado. Parecía invisible para los demás, pero algo en ella llamó la atención de Henry.
Intentó ignorarla, pero cuando el semáforo se puso en verde, volvió a mirar y pensó: ¿quién dibuja en la acera como si nada más existiera? Molesto consigo mismo, aceleró, dejándola atrás. Pero a unas cuadras de distancia, algo lo inquietó. Se detuvo en un estacionamiento y se quedó allí, mirando el volante, cuando se le ocurrió una idea.
«Es ridículo», se dijo, pero su instinto lo frenó. A regañadientes, dio la vuelta y regresó a donde la había visto. Allí estaba, igual, ahora apoyando el periódico contra la pared.
Se detuvo junto a la acera y bajó la ventanilla, con un tono directo y frío. Oye, tú, ven aquí. La joven lo miró con recelo, entrecerrando los ojos, evaluando al hombre elegante del deportivo.
Ella dudó. «No te lo pregunto. Anda, no tengo todo el día», insistió, sin cambiar el tono.
Lenta y reticente, se acercó. Cuando por fin se paró junto al coche, su delgadez y el desgaste de su aspecto eran aún más evidentes. A pesar de ello, había algo en su postura, en su forma de mirarlo.
¿Qué quieres? —preguntó en voz baja pero firme. Henry la observó un momento antes de responder—. Entra.
—Te llevaré a un lugar donde podamos hablar —rió secamente—. No soy de esas, si es lo que piensas. Frunció el ceño, visiblemente irritado por la suposición.
No seas absurdo. No tengo tiempo para eso. Solo quiero hablar.
Ahora sube al coche, o puedes seguir viviendo en esa acera. La vacilación seguía ahí, pero algo en su tono autoritario la dejaba sin lugar a dudas. Finalmente, abrió la puerta y subió.
El silencio entre ellos y el coche era denso, pero a Henry no pareció importarle. Condujo hasta un café tranquilo, lejos del ruido de la ciudad, y aparcó. “¿Cómo te llamas?”, preguntó mientras se sentaban en una mesa en la esquina.
Layla Parker, ¿pero qué importa? —replicó con una mirada de sospecha—. Porque necesito saber con quién estoy tratando. Dime, Layla.
¿Por qué te sientas en la acera, dibujando como si nada más importara? Se encogió de hombros, evitando su mirada. ¿Qué más puedo hacer? No tengo adónde ir. Lo perdí todo.
Pero eso no es asunto tuyo. Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en la mesa. Bueno, voy directo al grano.
Quiero hacerte una oferta. Algo que puede cambiarte la vida. Entrecerró los ojos.
¿Y qué sería eso? Quiero que tengas un hijo para mí. Layla parpadeó, como si no hubiera oído bien. Estás bromeando, ¿verdad? No, es una oferta seria.
Cubriré todos tus gastos, te daré todo el apoyo durante el embarazo y, al final, recibirás una cantidad que te asegurará que nunca más tengas que preocuparte por el dinero. Soltó una risa nerviosa, cruzándose de brazos. Es una broma, ¿verdad? ¿Qué clase de hombre le hace una oferta así a una desconocida? El tipo de hombre que sabe lo que quiere y no pierde el tiempo.
No quiero una relación, Layla. No quiero drama emocional. Solo un niño.
Así de simple. Layla miró a Henry como si hubiera perdido la cabeza. Sus palabras resonaron en su mente.
Quiero que tengas a mi hijo. Por mucho que quisiera descartar su propuesta como absurda, algo en la mirada de Henry le decía que iba totalmente en serio. Su fría lógica la golpeó con fuerza, dejándola dividida entre su dignidad y la dura realidad de su vida.
Esto es una locura —Layla finalmente rompió el silencio—. Ninguna mujer en su sano juicio aceptaría algo así. Henry no apartó la mirada, manteniendo la postura calculada que le resultaba tan natural.
Ninguna mujer en tu posición se negaría —respondió sin rodeos—. Te ofrezco una salida, comodidad, estabilidad y una nueva vida a cambio de algo que ya tienes: la capacidad de tener un hijo. Layla se cruzó de brazos, intentando mantener una fachada de resistencia, pero en el fondo sabía que él tenía razón.
Estaba en una situación donde cada día era una lucha por sobrevivir. Aun así, la idea de renunciar a algo tan personal por dinero le revolvía el estómago. ¿Y luego qué?, preguntó con voz cargada de escepticismo.
¿Qué pasa después de que nazca el bebé? Henry se relajó un poco en su silla, como si hubiera anticipado la pregunta. Después de que nazca el bebé, recibirás una suma considerable para empezar de nuevo tu vida. Sin condiciones, serás libre de hacer lo que quieras.
¿Sin compromiso? Soltó una risa sin humor. ¿Y cómo sé que no cambiarás de opinión y me llevarás a juicio más tarde? La observó atentamente antes de responder. Layla, soy un hombre de negocios.
No firmo acuerdos sin asegurarme de que todas las partes se beneficien. Tendrás un contrato legalmente vinculante. Ninguno de nosotros podrá modificar los términos posteriormente.
Ahora, vamos a divertirnos un poco con quienes solo leen los comentarios. Escriban “batido” en los comentarios; solo quienes hayan leído hasta aquí lo entenderán. Volvamos a la historia.
Layla guardó silencio, absorbiendo sus palabras. La promesa de seguridad, aunque fuera temporal, era tentadora. No tenía nada ahora, ni siquiera un lugar donde dormir esa noche.
Pero también sabía que estaba a punto de tomar una decisión que le cambiaría la vida. ¿Y si digo que no?, la desafió, inclinándose ligeramente hacia adelante. Henry esbozó una leve sonrisa.
Entonces regresas a las calles donde sigues luchando, enfrentando el frío y el hambre. La decisión es tuya. Sus palabras fueron como un golpe.
Quería odiarlo por ser tan directo. Pero odiaba aún más la verdad que contenían. La había acorralado, y ella lo sabía.
Pero había una cosa más que necesitaba preguntar. ¿Por qué haces esto?, exigió. Un hombre como tú, con todo tu dinero, ¿por qué no adopta un niño? ¿O busca a una de esas mujeres adineradas que adoran presumir de sus hijos perfectos? Henry respiró hondo antes de responder, con un tono más serio que antes.
Porque quiero algo que sea mío. Un heredero de mi propia sangre. Y porque adoptar o involucrarme con alguien de mi círculo social trae complicaciones que no estoy dispuesta a afrontar.
Quiero el control, Layla. Nada más. Nada menos.
La frialdad de sus palabras la hizo apartar la mirada, inquieta. Sabía que estaba siendo sincero, lo que solo la hacía sentir más vulnerable. «Necesito tiempo para pensar», dijo finalmente, intentando recuperar el control de la situación.
Henry asintió como si esperara esta respuesta. Tienes 24 horas. Después, no te molestes en contactarme.
Se levantó y caminó hacia la puerta sin decir una palabra más. Layla lo vio desaparecer, sintiéndose como si la arrastrara un torbellino del que tal vez nunca escaparía. Caminando por las calles, los pensamientos de Layla corrían.
Las palabras de Henry resonaron en su mente. Consuelo. Estabilidad.
Una nueva vida. Sabía muy bien lo que significaba no tener nada. El frío intenso de la noche le quemaba la piel, un recordatorio de que mañana traería las mismas dificultades.
La lucha por la comida. El miedo constante. Y la humillación de ser invisible para el mundo.
Se sentó en un banco del parque, contemplando el cielo nublado. Su madre solía decir que las oportunidades solo llaman una vez, y que depende de ti decidir si aprovecharlas o dejarlas escapar. Pero ¿a qué precio?, se preguntaba.
Tener un hijo, incluso como parte de un acuerdo, era una decisión monumental. Pero ¿y si era su única oportunidad de escapar del interminable ciclo de miseria? Mientras tanto, Henry, sentado en su sala, revisaba un contrato que sus abogados habían preparado meticulosamente. Odiaba esperar, pero sabía que Layla no tenía muchas opciones.
De todas formas, ya había calculado los riesgos. Si ella se negaba, buscaría a otra persona. Así de simple.
El sonido del intercomunicador interrumpió sus pensamientos. Contestó y oyó la voz de su recepcionista informarle que Layla había llegado. «Que suba», respondió con tono neutral.
Minutos después, la puerta se abrió y entró Layla. Su mirada estaba cansada, pero decidida. «Acepto», dijo sin rodeos, antes de que Henry pudiera decir nada.
Se puso de pie, observándola atentamente. No había vacilación en su expresión, solo una decisión firme. Genial, hagámoslo oficial.
Le indicó que se sentara mientras recogía el contrato de la mesa. Layla examinó el documento y leyó los términos con atención. Las condiciones eran claras.
La cuidarían durante todo el embarazo, con todos sus gastos cubiertos, y al final, recibiría una cantidad considerable para reiniciar su vida. A cambio, renunciaría a cualquier derecho sobre el niño. «Esto parece… definitivo», murmuró mientras leía.
Eso es exactamente lo que quiero. Henry respondió: «Y espero que sea lo que tú también quieras». Layla respiró hondo y, tras un momento de vacilación, cogió el bolígrafo.
Con un gesto rápido, firmó, sellando el acuerdo que cambiaría sus vidas para siempre. La firma del contrato selló más que un simple trato. Marcó una nueva etapa en la vida de Layla Parker.
Ese mismo día, Stephanie, la asistente de Henry, la acompañó hasta un coche negro que la esperaba en la entrada del edificio. Al mirar por la ventanilla, la ciudad, que antes la había abrumado, ahora parecía ofrecerle algo diferente, una oportunidad para empezar de cero. Layla no habló mucho durante el trayecto a la mansión de Henry, pero Stephanie intentó romper el silencio.
Te gustará el lugar. Es tranquilo, espacioso y, sobre todo, cómodo. El tono amable contrastaba con el ambiente frío del contrato que acababa de firmar.
Layla asintió, aún procesando todo lo sucedido en las últimas horas. Cuando el coche finalmente llegó a la mansión, abrió los ojos de par en par. La monumental puerta de hierro se abrió, revelando una propiedad rodeada de jardines impecablemente cuidados.
En el centro se encontraba la mansión, una imponente estructura de mármol y cristal que parecía tan fría y calculadora como su dueño. Stephanie la condujo al interior, y Layla apenas tuvo tiempo de apreciar los extravagantes detalles. Lámparas de araña de cristal, amplias escaleras de mármol y muebles que parecían sacados de una revista de diseño la incomodaban.
Este no era su mundo, pero por ahora sería su nueva realidad. «Te mostraré tu habitación», dijo Stephanie con una sonrisa. «Es una de las mejores suites de la casa», siguió Layla en silencio.
Al entrar en la habitación, la recibió una cama enorme con sábanas de lino, ventanales de piso a techo y un baño más grande que cualquier apartamento en el que hubiera vivido. «Si necesitas algo, llámame. Estamos aquí para cuidarte», añadió Stephanie antes de dejarla sola.
Layla se sentó en el borde de la cama, acariciando la suave tela de las sábanas con las manos. Era extraño, hasta ayer había estado durmiendo en aceras frías, y ahora estaba rodeada de lujo. Pero, por muy cómodo que fuera, todavía había algo pesado en el aire.
Sabía que no era una invitada, sino parte de un acuerdo comercial. En los días siguientes, Layla intentó adaptarse a la nueva rutina. Las comidas se servían puntualmente y se contrató a un equipo médico para realizar los exámenes iniciales.
Como era de esperar, Henry mantuvo la distancia. Estaba concentrado en el trabajo y rara vez aparecía por la casa, salvo para revisar los informes que Stephanie le daba sobre el progreso de Layla. En una de esas raras ocasiones, se cruzaron en el pasillo.
Layla salía de una cita médica cuando vio a Henry caminando hacia ella, con su habitual postura impecable y mirada seria. “¿Estás bien?”, preguntó, con un tono más de obligación que de preocupación. Layla dudó antes de responder.
Supongo que todo es como se esperaba. Él asintió, sin profundizar en la conversación. Sin embargo, antes de irse, la miró por última vez.
Si necesitas algo, pídeselo a Stephanie. Quiero que estés bien. No supo qué pensar de ese comentario.
¿Era amabilidad genuina o simplemente una forma de asegurar que el acuerdo saliera bien? De cualquier manera, ese breve encuentro persistió en su mente. Aunque la trataban como a una reina, Layla no podía ignorar los dilemas que comenzaban a surgir en su interior. Durante una noche silenciosa, salió al balcón de su habitación y contempló el vasto jardín iluminado por la luz de la luna.
Todo estaba tan tranquilo, tan lejos de la realidad que conocía. ¿Estoy haciendo lo correcto?, pensó, abrazándose para protegerse del viento frío. La idea de gestar un hijo y luego darlo en adopción le parecía cada vez más compleja.
Y aunque el contrato dejaba claro que no tendría ningún derecho sobre la niña, no sabía cómo lo manejaría emocionalmente. Mientras tanto, Henry observaba todo desde la distancia. Sabía que Layla era resiliente, pero también reconocía que soportaba un gran peso emocional.
A pesar de su frialdad, sintió una leve punzada de curiosidad por ella. ¿Quién era esta mujer que había aceptado una propuesta tan inusual? ¿Y por qué no podía quitarse por completo la sensación de que tal vez era más que solo parte de un plan? Una noche, Layla estaba en la sala, hojeando un libro de la estantería. No era aficionada a la literatura clásica, pero había algo reconfortante en la tranquilidad de la casa y el aroma a libros antiguos.
Henry entró, sorprendiéndola. Parecía distraído, con una carpeta en la mano. «No esperaba encontrarte aquí», dijo, deteniéndose en medio de la habitación.
—No esperaba que me hablaras —respondió ella con una sonrisa sarcástica. Él frunció el ceño, pero no respondió de inmediato. En cambio, dejó la carpeta sobre la mesa y se sentó en un sillón cercano.
¿Te estás acomodando?, preguntó, cruzándose de brazos. Creo que sí, respondió ella vacilante. Pero aún se siente extraño.
No parece real. Henry se inclinó ligeramente hacia adelante. No tiene por qué sentirse extraño.
Esto es un contrato, Layla. Un acuerdo. Te aseguro que todo se cumplirá exactamente como lo planeamos.
Eso es lo que haces, ¿no? —dijo con un dejo de desafío—. Planificarlo todo. Calcularlo todo.
No dejes lugar a errores. La miró atentamente, como si decidiera si valía la pena continuar la conversación. Así es como he construido todo lo que tengo.
Planificar previene el fracaso, respondió finalmente. Layla soltó una breve carcajada y negó con la cabeza. A veces el fracaso es inevitable.
Puedes planearlo todo, pero no puedes controlar cómo te sientes, Henry. Sus palabras lo golpearon como un puñetazo. Se recostó en la silla sin responder.
Layla notó su reacción, pero no insistió más. Simplemente tomó el libro del estante y se dirigió a su habitación, dejando a Henry solo, sumido en sus pensamientos. Los días transcurrieron y Layla Parker comenzó a adaptarse a la vida en la mansión de Henry Lewis.
Aunque el ambiente era magnífico y cómodo, no podía quitarse de encima la sensación de no pertenecer. Cada mueble caro, cada objeto decorativo, parecía gritar que ese no era su lugar. Aun así, seguía con su rutina.
Citas médicas frecuentes, comidas preparadas por chefs. A pesar de la comodidad, persistía un vacío emocional. Por la noche, sola en su habitación, pensaba en lo que había dejado atrás.
No era mucho, pero era la única vida que conocía. Ahora todo se sentía fuera de control. ¿Cómo sería gestar un hijo y luego entregarlo? Intentó alejar esos pensamientos, pero la atormentaban, sobre todo en la quietud de la noche.
Mientras Layla lidiaba con sus conflictos internos, Henry la observaba desde la distancia. Mantenía una actitud reservada, pero sentía curiosidad. Incluso entre sus compromisos y reuniones, a menudo se sorprendía pensando en ella.
No era romántico ni emotivo, al menos no todavía, sino una curiosidad que no podía explicar del todo. Una tarde, al volver a casa después de un largo día de reuniones, Henry encontró a Layla en el jardín. Estaba sentada en un banco, con la cara vuelta hacia el cielo.
La escena contrastaba con la imagen dura que tenía de ella. Por un momento, dudó en acercarse, pero finalmente se acercó. Disfrutando del jardín, le preguntó con su tono firme y directo.
Layla se giró, ligeramente sorprendida, pero respondió rápidamente. «Es agradable, definitivamente mejor que la calle». Se sentó a su lado, manteniendo cierta distancia.
Había algo encantador en la honestidad de Layla. “¿Ya te estás adaptando?”, preguntó. Layla se encogió de hombros, mirando las flores que tenía delante.
Todavía se siente extraño, como si estuviera viviendo la vida de otra persona. Henry guardó silencio un momento antes de responder. Todo es parte del acuerdo.
Quiero que tengas todo lo necesario para que todo salga según lo planeado. «Como lo planeado», repitió con un toque de ironía. «¿Siempre vives así, planeando cada segundo de tu vida?». Henry la miró, sorprendido por la pregunta.
Estaba acostumbrado a la gente que simplemente le daba la razón, que nunca lo cuestionaba. La planificación es lo que mantiene todo en marcha, dijo con firmeza. Sin ella, todo se desmorona.
Layla sonrió levemente y negó con la cabeza. No creo que todo se pueda controlar. A veces, las cosas simplemente pasan, quieras o no.
Sus palabras lo inquietaron más de lo esperado. Se levantó, poniendo fin a la conversación abruptamente. «Si necesitas algo, avísale a Stephanie», dijo antes de volver a entrar en la casa.
Unos días después, Henry decidió acompañar a Layla a una de sus citas médicas. Justificó su presencia diciendo que quería asegurarse de que todo saliera bien, pero en el fondo sentía una creciente responsabilidad por la situación. Layla no mostró sorpresa, pero en su interior se sintió intrigada por su decisión.
En el consultorio médico, le realizaron los exámenes habituales y, por primera vez, escucharon los latidos del bebé. Layla sintió una oleada de emoción inesperada. Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero intentó disimularlo.
Henry, en cambio, permaneció inmóvil. Su expresión era difícil de interpretar, pero algo en su mirada había cambiado. Era como si ese simple sonido hubiera tocado algo en su interior que no estaba preparado para afrontar.
Todo parece perfecto —dijo el doctor sonriendo—. Puedes empezar a pensar en lo que quieres hacer a continuación, como la atención prenatal y los próximos pasos. Layla asintió, pero Henry guardó silencio
De regreso a la mansión, el silencio en el coche era denso. Henry estaba visiblemente pensativo, y Layla no encontraba las palabras adecuadas para llenar el vacío que los separaba. Cuando por fin llegaron, él le abrió la puerta, un simple gesto que la sorprendió.
Gracias por hoy, dijo Layla al salir del coche. Era lo menos que podía hacer, respondió Henry, sin mirarla directamente. Me aseguraré de que todo siga bien.
Layla lo observó mientras entraba en la mansión, con una postura siempre impecable, pero había algo diferente en él. Quizás el latido del corazón había tocado una parte de Henry que mantenía oculta, o quizás era solo su imaginación. En los días siguientes, Layla comenzó a notar pequeños cambios.
Henry aparecía con más frecuencia en las zonas comunes de la casa, y sus conversaciones, aunque breves, parecían menos mecánicas. Le preguntaba por los detalles de sus citas, cómo se sentía e incluso le sugería actividades para relajarse. Una noche, mientras cenaban en silencio en la gran mesa del comedor, Henry rompió la costumbre y preguntó: «¿Has pensado en qué quieres hacer cuando todo esto termine?». Layla se sorprendió con la pregunta.
Era la primera vez que mostraba interés en su futuro. «No tengo planes», respondió con sinceridad. «Todavía no sé cómo será mi vida después de esto», asintió Henry, aparentemente considerando su respuesta.
Tendrás los recursos para empezar de cero, donde quieras. Solo asegúrate de hacer algo que valga la pena. Layla lo miró intrigada.
Tras la frialdad calculada, parecía haber un atisbo de genuina preocupación. No sabía cómo interpretarla, pero por primera vez, no se sentía completamente sola en la mansión. Una mañana, Layla encontró un paquete a la entrada de su habitación.
Era un regalo impecablemente envuelto con una notita manuscrita para ayudarte con tu tiempo libre. Dentro había un cuaderno de dibujo nuevo y lápices de alta calidad. Layla se quedó sin palabras.
Ella no sabía que Henry conocía su amor por el dibujo. Durante una de sus primeras conversaciones, había mencionado casualmente cómo solía dibujar para distraerse, pero nunca esperó que él lo recordara, y mucho menos que le importara. Esa noche, mientras estaba en el jardín, Henry pasó junto a ella y se detuvo un momento.
¿Te gustó el regalo?, preguntó con indiferencia. Sí, respondió Layla, sosteniendo el cuaderno. Gracias.
Yo… no me esperaba esto —Henry se encogió de hombros—. Parecía algo que podría serte beneficioso. Layla sonrió, agarrando el regalo con más fuerza.
Lo era, respondió simplemente. Layla empezó a darse cuenta de que la rutina en la mansión, a pesar de estar bien planificada y ser cómoda, no bastaba para disipar los conflictos internos que la rodeaban. Cada día traía una nueva sensación de vacío, como si estuviera físicamente presente pero desconectada de lo que sucedía a su alrededor.
Aunque Henry mantuvo su habitual firmeza, Layla sintió que había algo más en él que no dejaba traslucir. Una mañana, la sorprendió una petición inesperada de Henry. Quería que hablaran después del desayuno, algo atípico dada la distancia que solía mantener.
Una vez que terminaron, Layla lo recibió en la sala, donde lo esperaba junto a una pila de papeles. «Quiero discutir algunos detalles adicionales del contrato», dijo directamente. A Layla se le encogió el corazón al imaginar que estaba a punto de imponer nuevas condiciones.
¿Más detalles? Creí que ya estaba todo resuelto —respondió ella, intentando disimular su tensión. Henry la observó un momento antes de continuar—. Nada cambia las condiciones.
Solo quiero asegurarme de que entiendas cómo serán las cosas después del parto. Quiero evitar sorpresas. Layla respiró hondo, intentando mantener la calma.
Creo que lo entiendo. Me voy y tú seguirás con tu vida. Él asintió levemente.
Sí, pero quiero que sepas que si necesitas algo después, independientemente del acuerdo, estaré disponible para ayudarte. No quiero que te sientas abandonada. Levantó una ceja, sorprendida por la oferta.
Su tono era diferente, como si intentara mostrar una consideración que no había tenido antes. «Es inesperado viniendo de ti», dijo ella, sin poder ocultar su sarcasmo. Henry simplemente se encogió de hombros.
No quiero complicaciones, y esta es la mejor manera de evitarlas. Layla rió entre dientes, pero había algo en su seriedad que la hizo reconsiderar su sarcasmo. Tal vez de verdad intentaba ser diferente, aunque no supiera muy bien cómo.
Más tarde ese día, Layla decidió explorar la mansión con más detalle. El lugar era inmenso, con pasillos aparentemente interminables y habitaciones decoradas con obras de arte que probablemente costaban más de lo que imaginaba. Mientras paseaba, se topó con un pequeño estudio al final de un pasillo.
La puerta estaba entreabierta y ella echó un vistazo al interior. Henry estaba sentado en el escritorio, pero no parecía estar trabajando. Sostenía una fotografía enmarcada en sus manos, mirándola fijamente.
Layla no distinguía los detalles de la imagen, pero algo en su postura le llamó la atención. Era la primera vez que lo veía así, vulnerable, absorto en sus pensamientos. Llamó suavemente a la puerta y él rápidamente dejó la fotografía sobre el escritorio.
—Perdón, no quise interrumpir —dijo ella vacilante. Henry levantó la vista, visiblemente sorprendido de verla—. No es nada —respondió, volviendo a su expresión neutral.
¿Necesitabas algo? No, solo estaba… explorando la casa. Layla dudó, sintiendo que debía decir más. Parecía que estabas pensando en algo importante.
Henry guardó silencio un momento antes de responder. «Todos tenemos cosas que preferimos guardarnos». Al percibir que no quería seguir con ese tema, ella cambió de tema.
Esta casa es enorme. ¿Vives aquí sola todo el tiempo? Asintió, cruzándose de brazos. Es más práctico de lo que parece.
No me gustan las distracciones, y aquí tengo el espacio que necesito. Layla lo observó un momento, intentando comprender cómo alguien podía vivir rodeado de tanto lujo y, sin embargo, parecer tan solo. «Debe ser… extraño», dijo sin pensarlo mucho, teniendo todo esto y sin nadie con quien compartirlo.
Henry apartó la mirada, visiblemente incómodo. Ya me he acostumbrado. No necesito que nadie haga lo que yo hago.
Layla quería creerle, pero algo en su tono sugería lo contrario. Antes de que pudiera responder, Henry se levantó. «Si necesitas algo, Stephanie puede ayudarte», dijo, dando por terminada la conversación.
Esa noche, Layla salió a la terraza de la mansión. El cielo estaba despejado y las luces de la ciudad centelleaban a lo lejos. Sentada allí, dejó vagar su mente.
Pensó en el latido del bebé que había oído durante la revisión, un sonido que la había afectado de maneras que no podía explicar. Por mucho que intentara mantener la distancia emocional, cada vez le costaba más. Al oír pasos detrás de ella, Layla se giró y vio a Henry.
Parecía cansado, pero aún mantenía la misma postura rígida. «Te gusta este lugar, ¿verdad?», preguntó al acercarse. «Me gusta el silencio», respondió ella.
Me ayuda a pensar. Se detuvo a su lado, contemplando las luces de la ciudad un momento antes de hablar. Pensar no siempre es bueno.
Layla se rió, pero sin mucho humor. Intenta decirle eso a alguien que pasa la mayor parte del tiempo solo. Henry no respondió de inmediato.
Cuando por fin habló, su voz era más suave. A veces, estar rodeado de gente tampoco ayuda mucho. Layla lo miró, notando una tristeza en sus palabras que no había percibido antes.
—Quizás necesites algo que no puedas controlar, Henry —dijo ella sin filtrar sus pensamientos. No se arrepentía. Él frunció el ceño como si quisiera responder, pero decidió no hacerlo.
En cambio, se dio la vuelta y se marchó, dejando a Layla con sus propios pensamientos. En las semanas siguientes, Layla se dio cuenta de que, por mucho que lo intentara, no podía mantener una barrera sólida entre ella y Henry. Él seguía siendo enigmático, pero había momentos en los que pequeños fragmentos de su verdadero yo parecían colarse.
Y mientras intentaba mantener la distancia, algo en su interior deseaba comprender al hombre que la había traído al mundo. Al mismo tiempo, Henry se encontraba lidiando con emociones que no podía identificar. Había llegado a este acuerdo esperando simplicidad y control, pero ahora comenzaba a comprender que era mucho más complejo.
Layla no era solo parte de un plan, y eso lo asustó. La semana siguiente, llegó el momento de otra revisión. Layla se despertó temprano, con una mezcla de ansiedad y curiosidad.
Los meses pasaban más rápido de lo que imaginaba, y la idea de ver a los bebés por primera vez, incluso en una pantalla, le aceleraba el corazón. Se preguntaba si Henry estaría presente en esta cita, como la última vez. Cuando bajó a desayunar, encontró a Stephanie repasando el horario con Henry.
¿Listos?, preguntó Henry, levantando la vista de la carpeta de documentos que tenía delante. Ya estoy lista, respondió Layla, intentando parecer más tranquila de lo que se sentía. Genial, iremos juntos.
No dio más explicaciones, pero su tono no daba pie a discusión. Layla se dirigió al coche, sintiendo el silencio entre ellos más denso de lo habitual. Henry, como siempre, estaba concentrado, pero había algo diferente en su actitud.
Quizás él estaba tan nervioso como ella, aunque jamás lo admitiría. En el consultorio, el médico los recibió con una cálida sonrisa. Le indicó a Layla que se acostara mientras preparaba el equipo de ultrasonido.
Hoy tendremos una visión más clara del bebé, explicó el doctor mientras ajustaba el monitor. Layla miraba la pantalla, intentando ignorar el gel frío que el doctor le aplicaba en el abdomen. Cuando el transductor empezó a deslizarse sobre su piel, contuvo la respiración, ansiosa por lo que vendría.
Henry, de pie junto a ella, se cruzó de brazos, con la vista fija en el monitor. Entonces llegó el sonido, el ritmo fuerte y constante de los latidos del corazón, no solo uno, sino dos. «Bueno, aquí está la sorpresa que no pudimos ver la última vez», dijo el médico, señalando la pantalla.
Estás esperando gemelos. Layla abrió los ojos de par en par, sorprendida. ¿Gemelos? Nunca había considerado esa posibilidad.
Sintió una oleada de emoción, una mezcla de sorpresa y alegría. Instintivamente, se llevó una mano al vientre, intentando procesar la noticia. Henry, por su parte, guardó silencio unos segundos; su expresión seria dio paso a algo que Layla nunca antes había visto: un asombro genuino.
Se inclinó ligeramente hacia adelante, observando la pantalla con atención. ¿Dos?, preguntó, como si necesitara confirmación. Dos.
El médico respondió con una sonrisa. Ambos parecen estar sanos y crecen bien. El silencio que siguió se llenó solo con el eco de los latidos del corazón en la habitación.
Para Layla, ese momento fue mágico. Por mucho que intentara mantener la distancia emocional, no pudo evitar sentirse conectada con las dos vidas que llevaba dentro. Juguemos a un juego con quienes solo leen los comentarios.
Escribe “pizza” en los comentarios. Solo quienes lleguen aquí lo entenderán. Continuemos con la historia.
Henry, de pie junto a ella, parecía igualmente conmovido. Permaneció en silencio, pero sus ojos revelaban algo indescriptible. Por primera vez, parecía vulnerable, conmovido por la idea de ser padre de dos hijos.
De regreso a la mansión, el silencio entre ellos era diferente. No era el silencio frío y distante de siempre, sino algo cargado de significado. Layla finalmente rompió el silencio.
—No pareces de los que se sorprenden fácilmente —comentó, intentando aliviar la tensión. Henry suspiró, con la mirada fija en la carretera—. No lo soy, pero esto —hizo una pausa, eligiendo sus palabras—.
Esto es diferente —Layla lo miró intrigada—. Henry rara vez mostraba emociones, pero ahora parecía absorto en sus pensamientos. ¿Da miedo? —preguntó casi en un susurro.
Se giró ligeramente para mirarla antes de responder. «No, es impresionante. Saber que, en unos meses, dos seres completamente nuevos estarán aquí, dependiendo de mí».
Layla sintió una punzada de dolor en el pecho. Sabía que, tarde o temprano, tendría que dejar ir a esos bebés, pero oírlo hablar de ellos con tanto cariño le hizo comprender lo conectada que ya estaba con ellos. «Ellos también dependen de mí, al menos por ahora», dijo, intentando disimular la emoción.
Henry asintió. Lo sé, y por eso quiero asegurarme de que estés bien, Layla. No solo físicamente, sino en todos los sentidos.
Eso es importante para mí. Ella permaneció en silencio, absorbiendo sus palabras. Era la primera vez que él hablaba con tanta sinceridad sobre lo que estaban pasando juntos.
Más tarde esa noche, Layla estaba en la terraza, mirando al horizonte, cuando Henry apareció de nuevo. Parecía vacilante, algo inusual en su habitual seguridad. «No puedo dejar de pensar en lo que dijo el doctor hoy», empezó, sentado a su lado.
Dos bebés, dos futuros. Layla se volvió hacia él, sorprendida por su franqueza. «Es mucha responsabilidad, ¿verdad?», preguntó.
—Es más que eso —dijo Henry, con la mirada fija en el horizonte—. Es la primera vez que siento que algo en mi vida es incalculable. No puedo planear en quiénes se convertirán estos dos.
No puedo controlar en quién se convertirán. Layla sintió un escalofrío al oír esas palabras. Era raro que Henry admitiera que algo escapaba a su control.
Se dio cuenta de que, al igual que ella, él estaba cambiando, aunque a regañadientes. A veces, eso puede ser bueno, dijo. Sin saber qué sigue.
Puede traer cosas que nunca imaginaste. Henry la miró como si estuviera considerando sus palabras. Por primera vez, parecía aceptar la idea de que no todo en la vida se puede planear.
En los días siguientes, la noticia de las gemelas trajo una inesperada tranquilidad a la mansión. Stephanie comenzó a hacer ajustes en la habitación infantil que habían preparado, adaptándola ahora para dos. Layla observó las transformaciones con sentimientos encontrados.
Sabía que el acuerdo la obligaba a renunciar a los bebés, pero en el fondo, se daba cuenta de que sería mucho más difícil de lo que había imaginado. A medida que continuaban los preparativos, Layla y Henry comenzaron a ver que el contrato que los había unido se estaba convirtiendo en algo mucho más complejo. Los gemelos, que aún no habían nacido, ya estaban transformando sus vidas de maneras que ninguno de los dos había previsto.
Los días posteriores a la revelación de los gemelos trajeron un cambio sutil pero significativo en la dinámica entre Layla y Henry. Aunque él seguía siendo el mismo hombre metódico y reservado, pequeños gestos comenzaron a surgir, revelando una faceta de él que Layla no esperaba. Una tarde, después de una cita médica, Henry insistió en acompañarla al coche, algo que normalmente dejaba en manos de Stephanie o de otro miembro del personal.
¿Estás bien?, preguntó, sujetándole la puerta del coche. Layla asintió, sorprendida por el gesto. Sí, estoy bien.
Gracias. De regreso a la mansión, su silencio habitual se rompió cuando Henry preguntó: «¿Necesitas algo? ¿Algo que pueda hacerte sentir más cómodo?». Layla lo miró, intentando interpretar su expresión. No parecía una preocupación superficial.
Había algo más genuino en ello, aunque aún no estaba segura de cómo interpretarlo. «No se me ocurre nada ahora mismo, pero gracias por preguntar», respondió con cautela.
Él asintió y volvió a concentrarse en la carretera, pero Layla presentía que algo estaba cambiando. A pesar de sus reservas, Henry parecía genuinamente preocupado por ella. De vuelta en la mansión, Layla notó más señales de cambio.
Un día, encontró un juego de almohadas y mantas nuevas en su habitación, acompañadas de una simple nota para ayudarte a descansar mejor. No pudo evitar sonreír ante el gesto. Era un pequeño gesto, pero tenía un significado especial.
Más tarde, mientras tomaba té en la sala, Henry entró y se sentó tranquilamente en el sillón frente a ella. Parecía más relajado que de costumbre, aunque mantenía su semblante serio. “¿Te gustó lo que dejé en tu habitación?”, preguntó sin rodeos.
—Sí, lo hice. Fue muy considerado de tu parte —respondió Layla, observándolo con curiosidad—. Bien.
Quiero asegurarme de que estés cómoda. Es importante para mí —dijo sin apartar la mirada. Layla frunció el ceño ligeramente.
Aunque apreciaba mucho la amabilidad, aún había una barrera de desconfianza que no lograba superar. «Estás cambiando, Henry, o al menos eso parece. Pero todavía no sé por qué», dijo sin rodeos.
La miró fijamente un momento, como si decidiera qué decir. Finalmente, suspiró. «Quizás tengas razón».
Quizás estoy cambiando. Pero la verdad es que no sé cómo ser diferente. No estoy acostumbrada a… preocuparme.
Las palabras parecieron sorprenderlo tanto como a ella. Era raro ver a Henry admitir vulnerabilidad, pero ahí estaba, revelando una parte de sí mismo que siempre parecía reprimida. Esa noche, Layla reflexionó sobre la conversación mientras contemplaba el cielo desde la terraza.
Henry no era lo que ella esperaba. Aún era difícil de entender, pero había algo humano bajo esa apariencia controladora. Simplemente no sabía si eso era bueno o malo.
Mientras tanto, Henry estaba en su oficina, mirando fijamente el contrato que definía su acuerdo con Layla. Por primera vez, sintió el peso de ese documento. Había empezado esto con un objetivo claro: tener un heredero y seguir adelante con su vida.
Pero ahora, las cosas no eran tan sencillas. Sabía que empezaba a importarle, y eso lo aterrorizaba. A la mañana siguiente, Henry desayunó con Layla, algo que rara vez hacía.
Hay algo que me gustaría comentar —dijo directamente. Layla levantó la vista, curiosa. —¿Qué es? —Dudó antes de responder.
Sé que aún no confías en mí, y no te culpo. Nunca se me ha dado bien confiar en la gente, y eso me ha convertido en alguien con quien quizás no sea fácil tratar. Layla guardó silencio, dejándolo continuar.
He tenido experiencias que me han enseñado a no depender de nadie, a no dejar que nadie se acerque lo suficiente como para hacerme daño. Pero contigo, con lo que estamos construyendo, me doy cuenta de que tal vez me equivoque. Parpadeó, sorprendida por su honestidad.
Era raro oír a Henry hablar de sí mismo de esa manera. «Todos tenemos nuestras barreras, Henry», dijo en voz baja. «Pero eso no significa que tengamos que escondernos tras ellas para siempre».
Él asintió, como si considerara sus palabras. «Quizás tengas razón, pero cambiar no es fácil para mí». Layla esbozó una leve sonrisa.
Nadie lo dijo. Más tarde ese día, Henry decidió acompañarla a dar un paseo por el jardín. Al principio hablaron de cosas triviales, pero pronto volvieron a los bebés.
¿Has pensado en los nombres?, preguntó, sorprendiéndola. No, todavía no. Pensé que eso lo decidirías tú sola, respondió ella.
Creo que sería justo hacerlo juntos, dijo, para asombro de Layla. Ella se dio cuenta de que Henry intentaba ser más abierto, más presente. Y aunque ella seguía siendo cautelosa, no podía ignorar que él se esforzaba.
Al ponerse el sol, se sentaron en un banco del jardín, contemplando los cálidos colores del cielo. «Nunca imaginé que estaría aquí haciendo algo así», dijo Layla, casi para sí misma. «Yo tampoco», respondió Henry con una leve sonrisa.
Pero quizás sea justo aquí donde debemos estar. Layla lo miró, notando que, por primera vez, Henry parecía estar bajando la guardia. Quizás, solo quizás, existía la posibilidad de que esto no fuera solo un contrato, sino el comienzo de algo mucho más grande.
La mañana empezó como cualquier otra. Layla sentía el peso de los meses de embarazo en cada movimiento, pero estaba decidida a mantener su rutina. Henry, como siempre, estaba en la oficina, absorto en documentos.
Sus interacciones, ahora más frecuentes, se habían convertido en una especie de consuelo silencioso para ambas. Pero ese día, algo fue diferente. Justo antes del almuerzo, Layla sintió un dolor repentino.
Era diferente a cualquier molestia que hubiera sentido antes. Intentó ignorarla, pensando que era solo otro dolor típico del embarazo, pero la intensidad aumentó. Alarmada, llamó a Stephanie, quien inmediatamente comprendió la gravedad de la situación.
—Henry necesita saber esto —dijo Stephanie, ayudando a Layla a sentarse—. Esto podría ser el comienzo del parto. Layla asintió, intentando controlar la respiración mientras otra oleada de dolor la azotaba.
Stephanie fue a buscar a Henry, quien apareció en la habitación en cuestión de minutos. Al verla, su rostro, normalmente impasible, mostró una extraña y genuina preocupación. «Layla, ¿qué pasa?», preguntó, acercándose rápidamente.
Creo que está pasando, dijo jadeando. Los bebés están saliendo. Por un momento, Henry pareció quedarse paralizado, pero enseguida recuperó el control.
Tomó el teléfono, le ordenó al conductor que preparara el coche y a Stephanie que reuniera todo lo necesario para el hospital. “¿Nos vamos ya?”, dijo con voz firme, pero con un toque de urgencia que Layla nunca había oído. El trayecto al hospital fue un torbellino de emociones.
Layla se concentró en controlar el dolor, mientras Henry, sentado a su lado, la observaba con una mezcla de ansiedad y determinación. Le tomó la mano durante el viaje, un gesto que parecía automático, pero lleno de significado. «Ya casi llegamos», dijo, apretándole la mano suavemente.
Estarás bien. Estaremos bien. Layla no respondió, pero sintió una extraña calma en sus palabras.
En el hospital, todo sucedió rápidamente. Un equipo médico ya estaba de guardia, gracias a la meticulosa planificación de Henry, y Layla fue llevada directamente a la sala de partos. Él permaneció a su lado todo el tiempo, negándose a irse, a pesar de los intentos del personal por convencerlo de esperar afuera.
—Me quedo —dijo con firmeza, agarrando la mano de Layla—. No me voy a ninguna parte. Durante las horas siguientes, Henry presenció algo que jamás imaginó.
La fuerza de Layla al traer a los gemelos al mundo. Cada momento parecía eterno, pero también lleno de una intensidad que él nunca había experimentado. Finalmente, el primer llanto llenó la habitación.
El sonido era pequeño y potente, reverberando como una ola de emoción. «Un niño», anunció el doctor sonriendo.
Un niño hermoso y sano. Henry sintió que el corazón le latía con fuerza. No podía apartar la vista del bebé, que estaba siendo colocado con cuidado en una mesa cercana.
Antes de que pudiera procesar del todo lo que estaba sucediendo, un segundo llanto llenó la habitación. Una niña. Su hija.
Layla, exhausta pero con los ojos brillantes, observaba cómo limpiaban con delicadeza a los dos bebés y los envolvían en mantas. Quería abrazarlos, pero sabía que el momento sería breve. Henry se quedó paralizado unos segundos, observando el trabajo de los médicos.
Entonces, como si algo en su interior finalmente se hubiera desvanecido, se acercó a Layla, le tomó la mano y le dijo: «Estuviste increíble. Gracias». Lágrimas silenciosas corrieron por el rostro de Layla, pero no supo si eran de alegría, de alivio o de un corazón que ya empezaba a romperse.
Poco después, le entregaron los bebés. Layla los sostuvo con cuidado, sintiendo la calidez y la fragilidad de sus pequeñas vidas. Los estudió, fijándose en cada detalle.
Sus ojos cerrados, sus deditos moviéndose involuntariamente. Era un amor abrumador, y sabía que sería imposible dejarlos sin llevarse una parte de ellos para siempre. Henry permaneció a su lado, en silencio, pero visiblemente conmovido.
Cuando finalmente abrazó al niño, su expresión endurecida se suavizó de una forma que Layla nunca antes había visto. Parecía conectar con algo mucho más allá de la idea de un heredero. Era la vida en su forma más pura, un vínculo que jamás había experimentado.
Mientras sostenía a la niña, Henry cerró los ojos un instante, como si intentara grabar el momento en su memoria. Al abrirlos, miró a Layla, y ella vio algo que nunca esperó. Gratitud genuina.
Son perfectos, dijo con la voz ronca por la emoción. Layla asintió, sin soltar al niño. Las lágrimas caían a raudales, pero no le importó.
Esa noche, mientras Layla descansaba en su habitación, Henry permaneció junto a los bebés en la sala de observación del hospital. Los observó dormir, sintiendo un torrente de emociones que no sabía cómo controlar. Por primera vez, comprendió que estos niños no eran solo parte de un plan ni un legado.
Eran su conexión con algo más grande, algo que nunca antes se había permitido sentir. El amor verdadero. Stephanie llegó con café.
Colocó la taza en una mesa cercana y preguntó con dulzura: «Señor Lewis, ¿está todo bien?». Henry la miró, visiblemente con dificultades para encontrar las palabras adecuadas. «Por primera vez en mucho tiempo, creo que sí», respondió. Stephanie sonrió y se fue, dejándolo solo con sus pensamientos y sus hijos.
Mientras tanto, Layla despertó en su habitación, sintiendo una profunda soledad. Por mucho que deseara ser feliz, sabía que el contrato aún pesaba sobre todo. Los bebés, ahora el centro de su existencia, no serían suyos por mucho más tiempo.
Pero cuando miró hacia la puerta y vio a Henry entrar con los dos bebés en brazos, algo en su interior cambió. Parecía diferente, como si ese momento hubiera transformado no solo su relación con los bebés, sino también con ella. Se acercó a la cama, le entregó al niño y se sentó a su lado, sosteniendo a la niña.
«No sé cómo, pero esto lo ha cambiado todo», confesó, mirando a las gemelas. Layla asintió, sabiendo que, por muy difícil que fuera lo que vendría después, este momento era un milagro que jamás olvidaría. Meses después, la mansión de Henry estaba sumida en un silencio denso.
Layla sabía lo que significaba ese día. Las semanas posteriores al nacimiento de los gemelos habían sido una mezcla de alegría y angustia. Los amaba más de lo que jamás imaginó, pero el contrato era claro.
Su tiempo allí estaba llegando a su fin. Hoy era el día en que debía dejarlo todo. Mientras guardaba sus pocas pertenencias en una pequeña maleta, Layla echó un vistazo a las cunas de los bebés, donde aún dormían plácidamente.
Las lágrimas amenazaban con caer, pero se negaba a llorar. No quería que sus últimos recuerdos estuvieran marcados por la debilidad. Sabía lo que había firmado y trató de convencerse de que era lo correcto.
Stephanie tocó suavemente la puerta y entró con expresión preocupada. “¿Está todo listo?”, preguntó en voz baja. Layla asintió, conteniendo sus emociones.
Sí. Gracias por todo, Stephanie. La asistente la miró, dudando antes de hablar.
¿Estás segura de que esto es lo que quieres? Parece que hay algo más entre tú y el Sr. Lewis. Layla forzó una sonrisa, aunque sentía un gran pesar. No se trata de lo que yo quiero.
Se trata de lo acordado. Stephanie no insistió más. Simplemente salió de la habitación, prometiendo avisarle a Henry que Layla estaba lista para irse.
Al bajar las escaleras con la maleta en la mano, Layla encontró a Henry esperándola en el recibidor. Estaba de pie junto a la puerta principal, con la mirada fija en ella. No había rastro del hombre frío y calculador que había conocido al principio.
El Henry que estaba allí parecía diferente, vulnerable, como si estuviera a punto de perder algo importante. «Todo está listo», dijo Layla, rompiendo el silencio. No respondió de inmediato.
En cambio, dio un paso hacia ella, con la mirada fija en ella. “¿De verdad te vas?”, preguntó en voz baja, casi ronca. Layla sintió un nudo en la garganta, pero se mantuvo firme.
Ese fue el trato. Cumplí con mi parte. Ahora es hora de seguir adelante.
Henry se quedó quieto un momento antes de meter la mano en el bolsillo interior de su abrigo y sacar el contrato. Lo sostenía entre los dedos, como si fuera algo insignificante. «Este contrato», empezó, con voz más firme, «nunca debería haber definido lo que pasa entre nosotros».
Antes de que Layla pudiera responder, Henry rompió el papel en pedazos, dejándolos caer al suelo. El sonido resonó por el vestíbulo, como una declaración. «No quiero que te vayas, Layla».
No quiero que esto termine aquí. Layla se quedó paralizada, con la mirada fija en los papeles del suelo. Su corazón latía con fuerza, pero el dolor y el miedo la mantenían indecisa.
Henry, no puedes romper un contrato y esperar que eso lo cambie todo. No es tan sencillo. Dio otro paso hacia ella, con una expresión llena de emoción.
Sé que no es sencillo. Nada de esto ha sido sencillo para mí. Pero estos últimos meses me han enseñado algo que nunca tuve el valor de admitir.
Te necesito, Layla. No solo por los gemelos, sino porque trajiste algo a mi vida que ni siquiera sabía que faltaba. Sus palabras la golpearon fuerte, pero negó con la cabeza, intentando resistir.
¿Y cómo sé que esto es real?, preguntó con voz temblorosa. ¿Cómo puedo confiar en que no cambiarás de opinión, en que no te alejarás cuando las cosas se pongan difíciles? Henry respiró hondo, como si luchara contra sus propias inseguridades. Porque ya he intentado vivir sin sentir nada por nadie, y me dejó vacío.
Me demostraste que no tengo por qué tener miedo de conectar, de ser humano. Y sí, me da miedo, pero no quiero perder esto. Perderte a ti.
Layla sintió que las lágrimas le corrían por la cara, pero aún había una barrera que no podía superar. «Me enamoré de ti, Henry», admitió con la voz entrecortada por la emoción. «Pero no entiendes lo difícil que es volver a confiar en alguien».
He pasado toda mi vida siendo descartada, ignorada. ¿Cómo puedo creer que tú no harás lo mismo? Henry se acercó, tan cerca que podía sentir su aliento. Porque lo cambiaste todo para mí, y no soy de los que dicen eso a la ligera.
No sé cómo demostrártelo, Layla, pero estoy dispuesto a intentarlo cada día, por el resto de mi vida, si me das esa oportunidad. Sus palabras fueron como un golpe a sus defensas. Layla sintió que algo dentro de ella estaba a punto de ceder.
Sabía que había riesgos, pero por primera vez consideró que quizá valiera la pena afrontarlos. ¿Y si no funciona?, preguntó casi en un susurro. Henry le tomó las manos y la miró directamente a los ojos.
Lo intentaremos de nuevo, y otra vez si es necesario. No me rendiré contigo, Layla. Nunca.
Por un instante, el mundo pareció detenerse. Layla sintió que sus dudas empezaban a desvanecerse, reemplazadas por algo más fuerte: la esperanza. Miró a Henry, dándose cuenta de que él estaba realmente dispuesto a soltar su control, sus barreras, para estar con ella.
Finalmente, asintió, dejando que las lágrimas cayeran libremente. «Bueno, me quedo». Henry suspiró aliviado y la abrazó con fuerza.
Por primera vez, Layla sintió que este era su lugar. Amanecía en la mansión de Henry. Layla se despertó con los suaves sonidos de los gemelos en la habitación de al lado.
Había algo diferente en esa mañana. Por primera vez en mucho tiempo, no sentía el peso de la incertidumbre ni la tensión de vivir bajo los términos de un contrato. Había decidido quedarse.
Y, lo más importante, Henry había decidido abrir su corazón, permitiéndoles construir algo juntos. Layla se levantó y fue a la habitación del bebé. Encontró a los dos pequeños despiertos, arrullándose suavemente mientras se movían en sus cunas.
Se inclinó sobre cada uno, acariciando sus mejillas sonrosadas y susurrándoles palabras de cariño. Antes de que pudiera distraerse, oyó pasos detrás de ella. Era Henry.
Se quedó en la puerta, observando la escena con una leve sonrisa. Su mirada, que siempre había transmitido control y distancia, ahora era más dulce, llena de algo que Layla solo podía describir como amor. «Buenos días», dijo, entrando en la habitación y acercándose a los bebés.
Buenos días, dijo Layla mientras Henry cargaba al bebé en brazos. Lo miró con un brillo en los ojos. «No creo haber imaginado jamás que este momento sería tan natural», confesó casi para sí mismo.
Layla sonrió al verlo asumir su rol de padre. Verlo tan dedicado a los gemelos fue profundamente gratificante. Las semanas siguientes fueron un período de adaptación.
Henry, aunque inexperto, se esforzó por aprender a cuidar a los bebés, ayudando a Layla siempre que podía. Cambiaba pañales, aunque al principio era un poco torpe, les daba el biberón e incluso cantaba nanas, a pesar de que su voz grave no era precisamente melódica. Para Layla, esta dedicación era prueba de que realmente estaba cambiando.
Una noche, sentados en el sofá con los gemelos durmiendo cerca en sus cunas, Henry se volvió hacia Layla. «He estado pensando en algo», dijo con expresión seria pero tranquila. «¿Qué es?», preguntó ella, curiosa.
Respiró hondo antes de continuar. Quiero que seamos una verdadera familia. No solo por los gemelos, sino porque te quiero a mi lado.
Para siempre. Layla guardó silencio, desconcertada por la intensidad de sus palabras. Sabía que sus sentimientos habían crecido, pero escuchar esa confesión fue algo inesperado.
—Henry, este es un gran paso —respondió ella, intentando procesar el momento—. ¿Estás segura? —Le tomó las manos y la miró profundamente a los ojos—. Nunca he estado más segura de nada en mi vida.
Sé que no será fácil y sé que cometí errores al principio, pero quiero construir algo contigo. Algo que no se base en contratos ni obligaciones, sino en amor. Sus palabras eran sinceras, y Layla lo sabía.
Se le llenaron los ojos de lágrimas mientras asentía. Yo también quiero eso, Henry. Intentémoslo.
Unas semanas después, se celebró una ceremonia íntima en los jardines de la mansión. Solo se invitó a unas pocas personas cercanas, entre ellas Stephanie y otros miembros del personal que se habían convertido en una parte importante de su viaje. El día era perfecto, con un sol radiante y una suave brisa acariciando las flores que decoraban el lugar.
Layla lució un vestido sencillo pero elegante, mientras que Henry lució elegante con un traje. Los gemelos, vestidos de forma adorable, estaban en brazos de Stephanie, quien no pudo ocultar sus lágrimas de alegría. Cuando Henry y Layla intercambiaron votos, ambos hablaron con el corazón.
Henry prometió ser el hombre que ella merecía, alguien que siempre la apoyaría, pasara lo que pasara. Layla, a su vez, prometió confiar en él y ayudarlo a convertirse en la mejor versión de sí mismo. Al final de la ceremonia, mientras se abrazaban con los gemelos en brazos, Stephanie comentó: «Forman una hermosa familia».
Y era cierto. Por primera vez, Henry, Layla y los bebés estaban exactamente donde debían estar. Después de la ceremonia, la vida continuó con sus desafíos, pero también con momentos de alegría.
Henry y Layla trabajaron juntos para crear un hogar cálido y amoroso para los gemelos. Aprendieron a ser padres, afrontando noches de insomnio y constantes exigencias con una mezcla de cansancio y felicidad. Una noche, mientras Layla acostaba a los bebés, Henry apareció en la puerta del dormitorio.
Se acercó a ella y, sin decir palabra, la abrazó con fuerza. Layla apoyó la cabeza en su pecho, escuchando el latido constante que se le había vuelto tan familiar. «Gracias por no rendirte conmigo», dijo en voz baja.
Gracias por demostrarme que podía volver a confiar, respondió. Meses después, en una tarde soleada, Henry y Layla estaban en el jardín, viendo a los gemelos jugar en una suave alfombra en el césped. La risa de los bebés llenaba el aire, contagiando una alegría pura y contagiosa.
Layla se giró hacia Henry, que estaba sentado a su lado, y lo vio sonriendo. “¿Estás feliz?”, preguntó con genuina curiosidad. Él la miró a ella y luego a los gemelos antes de responder.
Nunca pensé que podría ser tan feliz, dijo. Me has dado más de lo que jamás supe que necesitaba, Layla. Una familia, un propósito, amor.
Layla sonrió, sintiendo una paz que no había sentido en mucho tiempo. Y me has demostrado que el amor se puede construir, incluso a través de los desafíos. Gracias por eso.
Mientras se inclinaban para darles un suave beso, los gemelos empezaron a balbucear algo que sonaba como «mamá». Y «papá». Henry y Layla rieron, desbordados de emoción, y se acercaron a los pequeños, envolviéndolos con todo su amor.
Ese momento, simple y modesto, fue la prueba de que habían encontrado algo real. No era una vida perfecta, pero estaba llena de amor, comprensión y esperanza. Y eso era todo lo que necesitaban para seguir adelante.
News
Un millonario ve el comienzo de su amor de la infancia con dos gemelas de tres años, ¡y la reconoce!
Logan Bennett, un millonario despiadado, cruzaba una esquina concurrida cuando algo le llamó la atención. Una mujer, vestida con ropa…
¡Un millonario observa a unos gemelos vender su coche de juguete para salvar a su madre! Sin saber que sus vidas cambiarían…
El viento otoñal soplaba por Central Park, arrastrando hojas secas junto al desgastado banco donde los gemelos estaban sentados en…
¡La madrastra obligó a su hijastra a comprometerse con un mendigo para humillarla! El día de la boda, todos quedaron aterrorizados por el secreto que reveló el mendigo…
El sol abrasador de Nueva York caía sin piedad sobre la Quinta Avenida, donde Ethan, un joven de 28 años…
¡Un jefe encubierto pide comida en su propio restaurante! Se detiene al oír a la camarera llorar en la cocina…
¿Qué sucede cuando un director ejecutivo pide comida en su propio restaurante y descubre la verdad tras las sonrisas? Jacob…
Era solo una limpiadora que intentaba llegar al trabajo. ¡Una salpicadura de barro le cambió la vida! La mujer rica al volante no tenía ni idea: alguien poderoso la observaba…
Era una mañana fría y tranquila. El cielo estaba gris y la carretera aún estaba mojada por la lluvia de…
Invitaron a la conserje del hospital a la reunión de la junta como una broma… ¡Pero su diagnóstico dejó a todos sin palabras!
Rachel era una enfermera dedicada y el principal sostén de su familia. Pero los problemas familiares no eran las únicas…
End of content
No more pages to load