Un secreto s3xual del hombre negro sacudió a una reina para siempre…

Dicen que todas las reinas guardan un secreto, pero este no es uno cualquiera. Es un secreto tan profundo, tan inesperado, que cuando ella lo descubrió, ya no pudo volver a dormir igual. Un secreto que no estaba escrito en libros ni susurrado en pasillos del palacio, sino escondido en la piel, en la carne, en la historia silenciada de un hombre negro que el reino había condenado al silencio.
Quédate hasta el final, porque cuando se revele vas a entender por qué esta reina renunció a su corona, pero jamás a su amor. El viento rugía como un animal antiguo. aquel lugar tenía memoria y cada ráfaga traía consigo el eco de lo que había sido y lo que estaba por estallar. Ciudad de los vientos, año 1743. Una villa levantada sobre las montañas secas de Nueva Granada, donde el cielo era gris de día y dorado al anochecer.
Las piedras del castillo real eran ásperas, viejas, agrietadas por el tiempo y por los secretos que encerraban. Las mujeres del reino decían que el aire allí nunca era quieto, que el viento no venía solo, venía con susurros. Y aquella mañana uno de esos susurros fue un grito disfrazado.
Isadora de la cruz, reina desde hacía tres inviernos, despertó antes del alba. Tenía apenas 22 años. Su piel era clara, sus labios rosados como una flor cerrada y su cabello rizado, espeso, caía encascada bajo la corona pesada que detestaba usar. Dormía en una cama de madera labrada, fría como su matrimonio. A su lado no había nadie.
Su esposo, el rey Octavio, dormía en otro cuarto siempre. Ella no sabía si era por desprecio o por costumbre, pero esa mañana al abrir los ojos sintió algo distinto, como si el viento le susurrara que ya nada sería igual. Bajó descalza por los pasillos de piedra. Sus pasos eran como gotas de agua sobre mármol seco.
Al pasar junto al ventanal del ala este, lo vio por primera vez, o al menos lo miró de verdad. Rubén, un hombre alto, de piel oscura y brillante como el ébano recién cortado, caminaba con el torso descubierto bajo el sol de la mañana empujando un carro de leña. Tenía unos 40 años, el cuerpo tallado por el trabajo y los ojos, los ojos más tristes que ella había visto. No habló, no la miró, pero algo en su silencio la golpeó como un trueno.
Las sirvientas decían su nombre en voz baja, casi con temor, Rubén, el preferido del rey, el semental del castillo, el que visitaba habitaciones ajenas cada noche por orden real. Pero Isadora no creía en chismes hasta que lo escuchó. Esa misma noche, mientras se vestía para la cena, la reina escuchó un sozo.
Venía del cuarto de costura. Se acercó en silencio, con los pies cubiertos solo por pantuflas bordadas. La puerta no estaba cerrada y dentro una esclava se abrazaba el vientre. Gemía bajito, no de dolor, sino de vergüenza. “Fue él otra vez”, susurró una anciana a su lado. “El rey lo manda como si fuera un arma.” No, dijo la joven.
Él él no quiere, pero va igual porque si no lo azotan o le matan otro hijo. Y Sadora se quedó helada, no por el escándalo, sino por algo más profundo. ¿Cuántos hijos tenía ese hombre? ¿Cuántas mujeres fueron obligadas a compartir cama con él? Y cuántas veces él había llorado en silencio mientras todos lo llamaban afortunado.
Esa noche no durmió. El vino le supo a sangre. Las velas parecían temblar con ella. Y por primera vez en años la reina se sintió pequeña, humana y su corazón cruelmente conmovido. Porque Rubén no era solo un hombre, era una prisión con forma de cuerpo. Y sin saber cómo, sin entender por qué, quiso salvarlo.
La mañana siguiente amaneció más fría de lo normal. Los vientos, que solían soplar secos y calientes desde el este, parecían contener el aliento. Todo estaba en suspenso, como si el castillo entero esperara que alguien hablara, pero nadie hablaba, porque en la ciudad de los vientos las palabras tenían precio y el silencio muchas veces era la única forma de sobrevivir.
La reina Isadora no comió, no rezó, no se peinó. se quedó sentada frente al gran espejo dorado de su habitación, mirando sus propios ojos sin saber quién era. Los candelabros aún estaban encendidos a pesar de la luz del día, y su vestido de seda color arena parecía pesar más que una armadura. Aún podía escuchar la voz temblorosa de la esclava de la noche anterior.
Aún podía sentir la rabia muda de ese dolor sin justicia. El nombre de él no salía de su boca, pero ardía en su garganta, Rubén. Al anochecer, mientras el palacio dormía entre susurros y vino, Isadora se levantó en silencio. Usó una capa oscura con capucha y bajó por las escaleras del ala sur, donde nunca iba.
Nadie osaba detenerla porque nadie la reconocía. Los pasillos del sector de servicio olían a sudor, pan quemado y madera vieja. Allí no había mármol ni alfombras, solo piedra, humo y miradas que huían al verla pasar, hasta que por una puerta entreabierta lo vio. Rubén estaba sentado en un banco de madera con la cabeza baja.
Su espalda desnuda tenía marcas, cicatrices que hablaban de antiguos castigos. A su lado, una mujer dormía en una colchoneta con el vientre hinchado de embarazo. Él le sostenía la mano como un padre, como un hermano, no como un amante. Isadora contuvo el aliento. Quiso gritar, quiso llorar, pero no hizo nada.
solo observó desde la sombra con el corazón latiendo como si algo fuera a romperse. Volvió a su habitación con los pies helados y los ojos empapados. Se acostó desvestirse y allí, en medio de su soledad, rompió a llorar. Lloró por ella, por él, por las mujeres usadas como ganado, por los hijos sin padre, por la vida fingida que llevaba.
Y en medio de sus lágrimas algo cambió. dejó de sentirse reina y empezó a sentirse mujer. Los días siguientes fueron más pesados que el plomo. El rey Octavio no notó su tristeza, solo le preguntó por qué no sonreía durante los banquetes. “Las frutas están agrias”, respondió ella, seca sin mirarlo.
Mientras tanto, Rubén desaparecía del castillo por las noches. Nadie decía a dónde iba, pero todos sabían. Y cada vez que Isadora lo veía pasar por los patios, con la ropa sucia y los ojos bajos, sentía una puñalada en el pecho, hasta que una tarde algo ocurrió. La reina paseaba por el jardín real fingiendo leer poesía, cuando escuchó un grito suave.
Una de sus doncellas había caído entre los rosales y se había torcido el tobillo. Antes de que nadie pudiera ayudarla, Rubén apareció corriendo desde la huerta. La alzó con una delicadeza imposible en un cuerpo tan grande. Sus manos eran fuertes pero suaves. Y su voz su voz tenía una ternura que rompía cualquier muro.
“Tranquila, señorita, ya pasó”, dijo él. La joven lo miró con sorpresa y gratitud y fue allí, justo allí, cuando los ojos de Rubén se cruzaron con los de Isadora por primera vez. Y no fue como en los cuentos. No hubo relámpagos, no hubo música, solo un segundo, un suspiro. Pero en ese segundo el universo cambió, porque en esos ojos negros ella no vio un esclavo, vio un alma. Esa noche Isadora no durmió, volvió a llorar, pero no de pena.
Lloró porque sentía algo que no entendía y porque el corazón, cuando late por primera vez también duele. Las mañanas en ciudad de los vientos eran engañosas. El cielo despertaba azul, pero el sol tardaba en calentar las piedras del suelo. El viento aún bajaba desde las montañas como cuchillas suaves y el silencio del castillo real parecía cubrirlo todo con una manta de rutina.
Pero ese día algo era distinto, muy distinto. La reina Isadora había pedido por primera vez en meses salir sola al jardín real, sin damas de compañía, sin escoltas, sin nadie que la siguiera con los ojos, solo ella y sus pensamientos. vestía un traje de lino gris perla, sencillo pero elegante, con los hombros al descubierto.
Sus pasos eran suaves, como si no quisiera despertar a las flores dormidas. En sus manos llevaba un libro, no por deseo de leer, sino para fingir normalidad. Lo que realmente buscaba era verlo. Rubén solía trabajar a esa hora junto a los jardineros, cabando nuevas anjas para las raíces de los limoneros.
Su cuerpo brillaba con el sudor de la mañana y cada movimiento suyo parecía una danza de fuerza contenida, pero ese día no estaba allí. Isadora frunció el ceño. Siguió caminando, fingiendo indiferencia, hasta que cerca de la fuente antigua, escuchó un crujido detrás del seto. Se acercó y lo vio. Rubén estaba de rodillas junto a un rosal herido por las últimas heladas. Sus manos enormes recogían con delicadeza las hojas secas.
Con una aguja improvisada de espina, cosía el tallo roto con hilo de cáñamo, como si curara una herida de guerra. Isadora se quedó inmóvil. “Cose las flores”, preguntó con la voz más suave que pudo. Rubén se volteó sorprendido. Sus ojos se agrandaron y su boca se entreabrió como si fuera a decir algo, pero no dijo nada, solo asintió con la cabeza.
No sabía que las flores también se podían salvar”, dijo ella, dando un paso más cerca. Algunas no quieren morir todavía”, respondió él por fin con una voz grave, lenta, hermosa, como un canto apagado. El silencio entre ellos fue largo, pero no incómodo. Isadora lo miraba y veía más que un cuerpo.
Veía un alma cansada que aún encontraba belleza donde otros solo veían ruinas. “¿Tiene nombre?”, preguntó ella señalando el rosal. No, pero yo lo llamo Esperanza. Bonito nombre. Quizás yo también lo esté necesitando. Rubén bajó la vista, luego levantó la cabeza y la miró directamente. Y allí, en ese instante, la reina sintió que su pecho ardía.
“Majestad, si me permite”, dijo él con cuidado. “Hoy el viento cambió, sopla del sur”. ¿Y eso qué significa? Significa que algo va a florecer. El rostro de Isadora se ruborizó, no por vergüenza, sino porque esas palabras tocaron un lugar dentro de ella que creía muerto. Rubén volvió al Rosal, pero antes de agacharse sacó una pequeña flor blanca que había estado escondida entre sus cosas. “Para usted”, dijo tendiéndosela.
No tiene perfume, pero es la primera que nace este año. Y Sadora la tomó con dedos temblorosos. Gracias. Y luego, sin pensarlo, se agachó a su lado. Sentía la hierba húmeda bajo las rodillas. El sol le acariciaba el cuello y por primera vez el mundo no parecía de mármol, sino de carne viva.
Hablaron por casi una hora de plantas, de música, de cosas pequeñas, y cada palabra, cada silencio compartido, era como una semilla sembrada en un terreno prohibido. Cuando un jardinero se acercó con pasos apresurados y Sadora se levantó de golpe. Gracias, Rubén”, dijo sin mirarlo. “A usted, reina de las flores.” Ella sonrió y esa sonrisa ya no era la misma.
Esa noche Isadora durmió abrazada a la flor blanca y soñó con ramas que se enredaban entre sábanas, con piel morena que tocaba la luz, con labios que no conocía, pero que deseaba, no por deber, sino por primera vez, por elección. La gran sala del castillo estaba iluminada como pocas veces.
Los candelabros de hierro brillaban como soles estáticos y las mesas estaban cubiertas con manteles bordados en hilo de oro. Había música de la UD, risas de cortesanos y el aroma dulzón del cerdo al vino llenaba el aire espeso. Pero nada, nada de eso podía distraer a Isadora de lo que sentía dentro.
Desde que Rubén le habló en el jardín, algo dentro de ella no encontraba descanso. Esa noche se celebraba el natalicio del rey Octavio, 50 años, 50 inviernos de dominio, estrategias, conquistas y crueldades encubiertas de diplomacia. El rey vestía una túnica roja con bordes negros y una corona baja, más simbólica que real. Reía con fuerza, con esa voz gruesa que hacía temblar copas, pero sus ojos siempre buscaban más, siempre medían, siempre devoraban.
Y Sadora, sentada a su derecha, sostenía una copa de cristal que no había probado. Sus dedos jugaban con el borde de la copa como si buscaran otro mundo dentro de ella. Rubén estaba allí, sí, de pie al fondo de la sala, junto a los sirvientes y músicos. Vestía una camisa blanca sin mangas, ajustada al cuerpo, y los pantalones de lino sucio que siempre usaba.
Era invisible para todos, menos para ella. Y aunque no se miraban directamente, sabían que se sentían. Cuando el primer brindis terminó, el rey se puso de pie, golpeó su copa con un cuchillo de plata y pidió silencio. Damas y caballeros, dijo inflando el pecho, hoy celebro medio siglo de sabiduría, de guerra, de victoria.
Todos aplaudieron, pero sobre todo celebro lo que asegura mi legado continuó sonriendo con malicia. Mi ejército de herederos. Un murmullo cruzó la sala. El rey giró el cuerpo extendiendo la mano hacia Rubén. Gracias a mi semental real, este reino ya no depende de una corona, sino de mil semillas plantadas en vientres leales.
Hubo risas, burlas, aplausos exagerados. Rubén bajó la cabeza. Su mandíbula temblaba y Sadora, paralizada sintió que el mundo se partía en dos. No pensó, no pidió permiso, se levantó de la mesa y salió de la sala con paso firme, pero con el rostro ardiendo de rabia, vergüenza y tristeza. Detrás de ella, nadie se atrevió a detenerla, excepto uno.
Minutos después, ya en el corredor oscuro que daba al ala este, escuchó pasos firmes detrás de ella. Se volteó bruscamente. Era Rubén, no dijo su nombre. No se arrodilló, solo se detuvo a 2 m de distancia. El silencio entre ellos fue espeso, como una manta húmeda sobre la piel. “Lo escuché”, dijo ella con la voz rota.
“Todo lo que dijeron es verdad.” Rubén no respondió de inmediato. Sus ojos se llenaron de agua. “Sí, majestad.” Ella cerró los ojos y preguntó casi en un susurro, “¿Cuántos?” Rubén respiró hondo. He perdido la cuenta, pero más de 1000. Isadora retrocedió un paso, como si esa cifra le hubiera golpeado el pecho.
Todas por orden del rey. Todas. Y entonces Rubén hizo algo que no se esperaba. Se acercó un poco más despacio con los brazos bajos. No soy un hombre libre, reina. No desde que cumplí 17 años. Me llevan de cuarto en cuarto, a veces tres mujeres por noche, a veces ninguna quiere, pero si me niego, me azotan o me quitan a alguno de mis hijos. ¿Los conoces?, preguntó ella con un nudo en la garganta.
Rubén asintió. A algunos sí, pero no puedo abrazarlos, no puedo nombrarlos, solo mirar desde lejos y seguir sembrando. Isadora empezó a llorar. Llorar de impotencia, de horror y de ternura. ¿Y tú nunca has tenido amor? Rubén la miró directo a los ojos con esa tristeza onda que parecía no tener fondo. Nunca.
ni un beso que no tuviera el sabor de la obligación, ni una caricia que no fuera impuesta, ni una noche que fuera mía. Isadora, temblando, dio un paso hacia él, pero no lo tocó, solo dijo como si hablara para ella misma, “Esto, esto no puede seguir.” Rubén bajó la vista y por primera vez en muchos años una lágrima corrió por su mejilla. La vela parpadeaba.
una sola llama en medio de la antigua biblioteca, pero bastaba porque aquella noche no hacía falta más luz, solo hacía falta verdad. Isadora y Rubén estaban frente a frente, no como reina y siervo, sino como dos seres rotos por dentro, dos almas demasiado vivas para continuar fingiendo.
Ella había pedido la verdad y la había recibido. sabía del número, del abuso, de la falta de amor, pero ahora quería comprender lo más importante, que le había quedado, quién era ese hombre después de tanto dime algo, Rubén, susurró ella, no sobre el rey ni sobre los hijos. Dime algo tuyo, solo tuyo. Rubén parpadeó.
Aquello lo desarmó más que cualquier golpe. Tomó aire y por primera vez habló de su alma. A veces me despierto en mitad de la noche con la sensación de que alguien me llama por mi nombre de niño, pero no lo recuerdo. No sé cómo me llamaban antes de ser el semental. Isadora tragó saliva. Eso era peor que el número, peor que las órdenes. Nunca te llamaron por tu verdadero nombre.
No, dijo él con la voz baja. Rubén fue el nombre que me dieron cuando me marcaron. Antes de eso solo era negro pequeño. Ella sintió un escalofrío y sin pensarlo se levantó y tomó su mano. La piel de él era áspera, caliente y temblaba.
¿Y tus hijos?, preguntó ella, ¿alguno sabe quién eres? Rubén negó con la cabeza, pero sus labios se apretaron. Uno lo supo. Un niño de ojos verdes se parecía tanto a mí que no pudieron esconderlo. Tenía solo 3 años. Una tarde vino corriendo hacia mí en el campo. Me llamó papá. Se detuvo. La voz se quebró. A la mañana siguiente desapareció. Nadie me dijo nada. Solo nunca más lo vi.
Isadora apretó su mano con más fuerza y él por fin la miró no como siervo, no como esclavo, sino como hombre. Desde entonces continuó. No volví a mirar a los niños, no por falta de amor, sino por miedo a volver a perder. La vela crepitó, una gota de cera cayó y el silencio se llenó de dolor, pero también de algo más suave, algo parecido a ternura.
Isadora se acercó lentamente y sin pedir permiso apoyó su frente sobre la de él. Ambos cerraron los ojos, ambos respiraron el mismo aire y por un instante el mundo fue un lugar sin cadenas. Yo no puedo devolverte tu pasado”, dijo ella, “pero si alguna vez me miras como mujer, quiero que lo hagas sin miedo.
No tengo miedo de ti, majestad”, respondió él con un susurro profundo. “Tengo miedo de sentir algo que no me dejen tener. ¿Y si escapamos?” Rubén abrió los ojos. Su rostro cambió, no de alegría, sino de incredulidad. ¿Cómo? No lo sé aún, pero lo haré. No voy a dejar que te sigan usando. No mientras yo respire. Rubén bajó la mirada.
Una lágrima resbaló por su mejilla y cayó sobre la mano de ella. Pero esta vez no era una lágrima de dolor, era la primera de esperanza. Majestad, si llega ese día y yo sigo vivo, quiero que sepas una cosa. Dime. Tú no eres como las demás. Eres la única mujer a la que me entregaría sin cadenas. Isadora no respondió con palabras, solo apoyó su rostro en su pecho y se dejó abrazar, no como reina, no como salvadora, sino como una mujer que también necesitaba ser salvada.
Los días siguientes fueron extraños en el castillo. Los relojes parecían marcar el tiempo con lentitud. Las campanas sonaban como si vinieran de lejos y el viento, ese viento siempre presente en la ciudad de los vientos, ahora soplaba más suave, como si cuidara un secreto. Isadora caminaba con la cabeza erguida y el corazón encogido.
Sabía que cada paso que daba podía convertirse en traición, pero ya no podía mirar para otro lado. después de lo que escuchó, no después de sentirlo tan cerca. Rubén no había vuelto a verla desde aquella noche en la biblioteca. seguía con sus tareas, sumiso ante los ojos de los demás, pero diferente en su andar, más firme, más presente, como si el simple hecho de haber hablado su verdad lo hiciera más humano.
Esa mañana la reina pidió algo inusual, ir sola a los establos. Los guardias protestaron, pero ella los ignoró. La siguieron de lejos, pero no se atrevieron a entrar. Allí, entre el olor aeno, madera mojada y cuero curtido, lo encontró. Rubén estaba de espaldas acariciando el lomo de un caballo viejo.
Susurros dulces salían de su boca. Parecía calmar a un animal que temblaba. Y Sadora lo observó largo rato antes de hablar. Nunca había visto a alguien hablarle así a un animal. Rubén no se sobresaltó. La reconoció por la voz, pero se mantuvo en silencio un instante. “Hay criaturas que solo entienden el lenguaje del alma”, respondió. Ella sonríó.
“Y hay hombres que solo entienden las órdenes, ¿verdad?” Rubén giró lentamente. Sus ojos oscuros la buscaron y esta vez no bajaron la mirada. Isadora caminó hacia él. Sus botas apenas rozaban la paja del suelo. El corazón le latía tan fuerte que temía que se escuchara desde afuera. No vine como reina, dijo. Vine como mujer, como la que no duerme desde que te escuchó, como la que se pregunta qué puede hacer por ti más allá de palabras. Rubén respiró hondo.
Ya hiciste más de lo que nadie ha hecho. Y eso basta. Basta para que te lleve en el alma. El caballo resopló y el viento entró por las rendijas de madera, despeinando suavemente los cabellos de Isadora. “Dijiste que obedecías al destino”, murmuró ella. “Y si el destino me puso aquí hoy, ¿qué harás?” Rubén se acercó lento, como si el aire entre ellos fuera sagrado.
Te preguntaré algo y si respondes con verdad, no volveré a esconder lo que siento. Pregunta, ¿tú me ves? ¿De verdad me ves? Isadora tragó saliva y dio un paso más. Te veo más que a cualquier hombre que haya entrado a este castillo. Te veo cuando hablas con flores, cuando callas en los banquetes, cuando lloras sin lágrimas.
¿Y no te asusta? No, porque si algo me asusta es vivir una vida sin verdad. Y tú, tú eres la verdad más pura que he conocido. Rubén cerró los ojos solo un segundo y cuando los abrió la besó. No fue un beso desesperado ni tembloroso. Fue un beso tranquilo como quien por fin llega a casa, como quien se permite ser sin pedir permiso. Isadora se dejó envolver y por primera vez en toda su vida no pensó en el rey, ni en el castillo, ni en el pecado.
Solo pensó en él, en su piel tibia, en su aliento profundo, en esa calma que solo se siente una vez cuando el alma encuentra su refugio. Cuando se separaron, ninguno dijo nada hasta que Rubén murmuró, “Ahora sí tengo miedo. ¿De qué? ¿De no poder protegerte?” Y Sadora lo acarició suavemente detrás de la oreja.
Entonces huiremos pronto, pero a mi manera, cuando nadie lo espere y cuando el viento vuelva a cambiar. Rubén asintió y antes de que ella se marchara dijo algo que la hizo detenerse. Esta vez si tengo un hijo, quiero que nazca de este amor, no de la imposición ni del miedo. Y Sadora lo miró con los ojos húmedos. Entonces, que así sea.
Y salió del establo con la espalda recta, pero por dentro ya no era reina, era mujer y era suya. La noche cayó como una cortina de terciopelo sobre la ciudad de los vientos. Las estrellas titilaban altas, indiferentes a los suspiros de los hombres. Y el castillo dormía en una quietud traicionera, porque debajo de sus muros algo comenzaba a moverse.
Isadora caminaba con pasos ligeros, llevaba un manto azul oscuro que la cubría entera y bajo su brazo un pergamino doblado tres veces. Era tarde, muy tarde. Rubén la esperaba en la antigua torre de los archivos reales, un lugar olvidado donde solo quedaban telarañas y libros que nadie leía.
Cuando ella entró, él ya tenía las manos sucias de polvo y el rostro tenso. ¿Vienes sola?, preguntó sin moverse. “Como siempre”, susurró ella. Ambos se quedaron en silencio. Los nervios eran como cuchillas en la garganta. Encontré algo, dijo Isadora desplegando el pergamino sobre la mesa. ¿Qué es? Un mapa del subsuelo del castillo. Pasadizos secretos construidos hace más de 100 años usados en la guerra contra los portugueses. Rubén se inclinó. Sus ojos escudriñaron las líneas con rapidez.
La tinta estaba desvaída, pero los caminos aún eran legibles y está segura de que aún existen. No lo sé, pero es nuestra única opción. Rubén se pasó una mano por el rostro. La idea de huir era como una fruta dulce, pero peligrosa. No puedo dejar el castillo sin saber si te harán daño por mi culpa. Me harás daño si no lo intentas.
Rubén la miró y en sus ojos había algo nuevo. Miedo real, pero también determinación. Isadora sacó otro trozo de papel del bolsillo. Hay más. He hablado con Mariana, la sirvienta de los baños. Sí, es leal. La conocí cuando ambas teníamos 10 años antes de que yo fuera reina y ella fuera invisible. ¿Y confías en ella? Con mi vida. El plan era simple y al mismo tiempo mortalmente arriesgado.
En tres días habría una celebración en honor al Dios de la cosecha. El castillo estaría lleno de ruido, vino y fuego. Todos estarían distraídos. Esa noche, dijo Isadora marcando un punto en el mapa con el dedo. Mariana ocupará mi lugar en la cama real y tú, yo estaré aquí. señaló un recodo del mapa.
Contigo en la cripta bajo la capilla vieja hay una salida que conduce al bosque. Si logramos cruzarla antes del amanecer, seremos libres. Rubén la escuchaba en silencio. Cada palabra era un cuchillo y una flor al mismo tiempo. Parte de él quería protegerla. Parte de él ya no podía vivir sin ella. Y si nos descubren, entonces moriremos juntos. Rubén cerró los ojos.
Siempre pensé que moriría sin nombre. Ahora, si muero, al menos seré tuyo. Isadora acarició su rostro. Sus dedos rozaron la cicatriz detrás de su oreja izquierda, una marca que nadie más había notado jamás. ¿Cómo te la hiciste? Intenté escapar. A los 20 me atraparon en la muralla. El rey ordenó que me marcaran para que no olvidara a quién pertenecía. Y aún así sigues de pie.
No, sigo vivo por ti. En ese momento no hubo beso ni promesa, solo un abrazo largo, apretado, de esos que hacen temblar los huesos, porque ahora había algo más fuerte que el deseo, la esperanza de una vida real. Antes de irse, Isadora le entregó un pequeño frasco de vidrio. ¿Qué es? Polvo de amapola. Si te capturan, bébelo con agua. No quiero que sufras.
Rubén lo miró con gravedad. ¿Y tú? Yo no pienso fallar. Se despidieron sin palabras. Cada uno volvió a su rincón del castillo. El mapa quedó doblado en el zapato de Rubén y el plan latiendo como un corazón nuevo, lleno de miedo, sí, pero también de luz. Porque cuando una reina decide amar, no hay ejército que la detenga. El cielo ardía.
Las antorchas encendidas en la plaza mayor del castillo iluminaban la piedra como si fuera oro fundido. El aroma a maíz tostado, vino caliente y especias flotaba en el aire mezclado con los cánticos tribales que retumbaban desde las montañas. Era la noche del dios de la cosecha, la más esperada del año, la más ruidosa, la más conveniente para desaparecer sin ser visto.
Isadora se había vestido con túnicas ligeras de lino blanco, el rostro cubierto por un velo ceremonial. A sus espaldas, Mariana, su sirvienta fiel, llevaba exactamente las mismas ropas. Había practicado su andar, había aprendido su voz. Y ahora, en la penumbra de la cámara real, se deslizaría entre las sombras como si fuera la reina. “¿Estás lista?”, susurró Isadora.
“Más que nunca, respondió Mariana. Yo no tengo corona, pero tengo coraje. Se abrazaron una última vez. Si no regreso, empezó Isadora. Vivirás en mí, interrumpió Mariana, y nadie podrá callar tu historia. Mientras tanto, en las bodegas del castillo, Rubén respiraba hondo, apoyado contra un muro húmedo.
Vestía una túnica suelta de campesino con una bolsa de cuero atada al pecho. En su interior, el mapa, unas monedas robadas y un pequeño broche que Isadora le había dado en secreto. Era de plata, en forma de luna creciente. Los pasillos subterráneos eran oscuros y húmedos, con el suelo resbaloso por la humedad y raíces saliendo entre las grietas.
Solo una antorcha le daba luz, pero Rubén ya no tenía miedo. El momento había llegado. Isadora se escabulló por un corredor trasero descendiendo por una escalera de caracol que parecía no terminar nunca. Cada paso era un latido, cada crujido una amenaza, pero no dudó. Cuando llegó a la cripta, lo vio. Rubén estaba allí esperándola.
Pensé que no vendrías, dijo él con la voz temblorosa. Yo también lo pensé, susurró ella, pero aquí estoy. Se abrazaron fuerte. Un abrazo sin palabras, con los corazones latiendo como tambores. Los túneles eran estrechos. Avanzaron con cuidado, guiados por el mapa y la memoria. Pero a medio camino un sonido los detuvo. Pasos, voces, gritos apagados.
Rubén apagó la antorcha con su mano desnuda, quemándose los dedos. El humo subió como un presagio. “¿Nos siguen?”, preguntó Isadora. No lo sé, pero debemos seguir. Corrieron por un tramo largo hasta llegar a una bifurcación. El mapa marcaba izquierda, pero el sonido venía de ese lado también. Si vamos por ahí, pueden atraparnos, dijo él.
Si no vamos, jamás saldremos. Se miraron y como si sus almas hablaran primero, eligieron el riesgo. El túnel se estrechó aún más. Isadora debía agacharse. Rubén se golpeaba los hombros con las paredes. El aire era más denso, más frío, pero al fondo una luz, una rendija, un soplo de libertad. “Ahí está”, susurró ella casi llorando.
Rubén avanzó primero, empujó una piedra suelta, luego otra y por fin la salida. Pero no estaban solos. A sus espaldas, una voz retumbó como un trueno. Alto ahí. Soldados. Cinco hombres con espadas desenvainadas bajaban por el túnel tras ellos. Rubén empujó a Isadora hacia la abertura. Corre ahora, no te dejaré.
Te juro que saldré detrás. Ella dudó, pero su mirada se cruzó con la de él y supo que no mentía. Y Sadora se deslizó por la rendija rodando sobre la tierra húmeda hasta caer en el bosque oscuro. Rubén se volteó con furia. Tomó una piedra grande, golpeó al primero, derribó al segundo, pero una lanza rozó su brazo izquierdo.
Sangre, dolor, pero no caída, con un rugido se lanzó hacia la abertura y con un último esfuerzo escapó. Los soldados quedaron atrás, atrapados en el túnel. La piedra volvió a su lugar y el silencio lo cubrió todo. En el bosque Isadora esperaba con los ojos llenos de lágrimas. Cuando vio salir a Rubén, herido vivo, gritó su nombre y corrió hacia él.
Se abrazaron con fuerza los cuerpos empapados de sudor, barro y sangre, pero nada importaba. Ya lo lograste, dijo ella. Lo logramos, corrigió él, y se besaron como si el mundo acabara de comenzar. El bosque era espeso y oscuro, pero no amenazante. Las ramas se entrelazaban sobre sus cabezas como dedos antiguos que los protegían. Y la tierra húmeda bajo sus pies parecía dar la bienvenida, como si supiera que dos almas heridas acababan de liberarse. Rubén caminaba con dificultad.
La herida en su brazo sangraba lentamente y su respiración era pesada, pero no se detenía porque cada paso junto a Isadora era una afirmación de vida. Ella, por su parte, lo sostenía con firmeza, con el rostro pálido por la tensión, pero con los ojos encendidos.
había dejado atrás su corona, su alcoba, su nombre y sin embargo nunca se había sentido más completa. Caminaron toda la noche siguiendo las estrellas y un viejo sendero de peregrinos. Al amanecer llegaron a un claro donde un riachuelo susurraba entre piedras y elchos. Se detuvieron allí. Rubén se dejó caer junto a un tronco caído, exhausto.
“Déjame ver”, dijo Isadora arrodillándose a su lado. Le cortó la manga, la bola herida con agua del río y sacó una tira de lino que llevaba bajo su vestido. “Dolerá, no más que todo lo que he vivido”, respondió él sin quejarse. Ella lo miró en silencio y por primera vez vio a un hombre entero, no a una víctima.
No a un fugitivo, sino a su igual. Tres días después llegaron a un poblado escondido entre montañas, Santa María del Valle, un lugar donde los viajeros no hacían preguntas y los campesinos hablaban con la tierra más que entre ellos. Isadora cambió su nombre por Ana y Rubén por Mateo. No porque quisieran olvidar, sino porque sabían que para comenzar a veces hay que renombrarse. El primer mes fue duro.
No tenían casa, ni papeles, ni historia que pareciera creíble. Durmieron bajo un cobertizo, comieron pan duro y raíces y ofrecieron sus manos donde hicieran falta. Rubén se convirtió en carpintero. No sabía usar palabras, pero sabía usar madera. Cada tabla que tocaba la trataba con cariño.
Y pronto los aldeanos lo buscaban para encargar puertas, sillas, marcos y para escuchar su silencio. Isadora empezó a ayudar a las parteras. tenía tacto, tenía paciencia y tenía algo que ninguna otra mujer del pueblo poseía, una mirada que escuchaba. Las demás mujeres, al principio murmuraban.
Decían que Ana tenía manos de reina, que Mateo tenía cuerpo de guerrero, pero con el tiempo los rumores se disolvieron como sal en el agua, porque nadie que los viera juntos podía negar que entre ellos había algo más fuerte que el miedo. Al anochecer se sentaban frente a una lámpara de aceite. No hablaban mucho.
A veces leían libros prestados, a veces compartían pan y silencio, pero siempre se tomaban de la mano y cada caricia era una forma de decir, sobrevivimos, estamos aquí y aunque el mundo nos niegue, nos pertenecemos. Una tarde, mientras Rubén afilaba una gubia, Isadora lo llamó desde el umbral de la cabaña. Llevaba un vestido sencillo y el rostro bañado por la luz del crepúsculo.
Rubén susurró sin darse cuenta de que usaba su nombre verdadero. Él levantó la vista alarmado. Perdón, Mateo, corrigió ella. Él sonríó. Llámame como quieras, ya no tengo miedo. Ella se acercó lentamente, se arrodilló junto a él y le puso la mano sobre el pecho. Tampoco yo. Y quería decirte algo. Dime. Hace dos semanas no tuve mi luna. Rubén se quedó inmóvil.
La gubia cayó de su mano. Sus labios se abrieron, pero no salieron palabras. Voy a tener un hijo tuyo”, dijo ella con voz temblorosa. “Y esta vez no será por orden de nadie. Será porque lo deseamos, porque lo soñamos, porque por fin somos libres.” Rubén la abrazó. La apretó fuerte que ella casi no pudo respirar.
Y allí, con el rostro escondido en su cuello, lloró. Lloró como un niño. Lloró por los mil hijos que no pudo criar. por los años robados, por las noches vacías. Y también lloró de felicidad. “Gracias”, murmuró él, “por devolverme el derecho de amar, y tú por enseñarme a elegir.
Esa noche se amaron sin miedo, no como quienes huyen, sino como quienes han llegado a casa. Y el viento allá afuera ya no parecía cargar secretos, solo bendiciones. El invierno llegó con paso lento a Santa María del Valle. Las montañas se cubrieron de neblina, los tejados amanecían blancos de escarcha y el río, antes rumoroso, ahora susurraba en voz baja, como si respetara el silencio sagrado que reinaba dentro de una pequeña cabaña de madera.
Isadora estaba sentada junto al fuego con una manta gruesa sobre los hombros y las manos apoyadas sobre su vientre redondo. Sus ojos, aunque cansados, brillaban con una luz nueva, la de la espera. Rubén entró con leña en los brazos y nieve en los cabellos.
Se acercó despacio, como cada día, con el temor tierno de quien ama demasiado. “¿Cómo estás?”, preguntó arrodillándose a su lado. “Cansada, pero en paz”, respondió ella, acariciando su mejilla. “Ya falta poco.” Rubén tomó su mano y la besó. Ese simple gesto aún la hacía estremecer. La gente del pueblo ya no los llamaba forasteros, los conocían como Ana y Mateo, la pareja que se amaba como si el tiempo no existiera. Y nadie preguntaba de dónde venían.
Porque a veces las historias demasiado hermosas merecen ser respetadas. Y Sadora tejía ropita de bebé durante las tardes. Rubén construía una cuna de madera con sus propias manos. Era sencilla, sin adornos, pero fuerte. Y cada tabla que colocaba era un voto silencioso de amor y protección. “¿Cómo quieres que se llame?”, preguntó ella una noche mientras observaban la cuna terminada.
Rubén se quedó pensativo. No quiero un nombre de príncipe ni de guerrero. Quiero algo suave como los amaneceres contigo. Entonces, ¿qué tal Luz María si es niña? Y si es niño, Simón como el que lleva la cruz junto al otro. Isadora sonrió y lo besó sin palabras. Una madrugada el dolor llegó como un trueno. Isadora despertó con un gemido ahogado.
El cielo afuera estaba negro, pero el tiempo había llegado. Rubén corrió por la partera mientras Isadora se aferraba al marco de la puerta, respirando hondo, recordando cada rostro de las mujeres que ayudó a dar a luz. Ahora le tocaba a ella. La partera llegó envuelta en un abrigo de lana, con manos firmes y ojos sabios.
Respira, niña”, le dijo, “respira como si este hijo fuera la promesa de un mundo nuevo, porque lo es.” Rubén no se movía del lado de Isadora, le sostenía la mano, le secaba el sudor, le repetía palabras dulces una y otra vez, aunque no supiera qué decir. “Estoy aquí, estoy contigo. No sueltes mi mano nunca más.
” Las horas fueron largas, dolorosas, llenas de sangre, llanto y fuerza. Pero cuando el sol empezó a pintar de dorado las montañas, el llanto de una criatura rompió el aire fuerte, vivo, inmenso. Y Sadora rompió en llanto, y Rubén cayó de rodillas. Es niña, dijo la partera, y está sana, más fuerte que muchas que he visto.
La colocaron sobre el pecho de Isadora, aún tibia, aún húmeda, y ella, entre lágrimas dijo con voz temblorosa, “Mi hija, nuestra hija.” Rubén la miró como si viera un milagro y entonces, por primera vez en su vida, la abrazó como madre. Esa noche el fuego de la chimenea ardió con más fuerza.
La pequeña luz María dormía en brazos de su padre y Sadora los observaba desde la cama agotada pero plena. ¿Sabes?, dijo Rubén sin apartar la mirada del bebé. Cuando era joven creí que estaba maldito, que estaba condenado a engendrar sin sentir, a dejar semillas sin raíces. Pero esta esta es la primera vida que nace con nombre, con amor, con esperanza. Isadora extendió la mano, rozó su brazo.
Y tú eres el primer hombre al que elegí, no por obligación, sino por amor, amor libre, amor verdadero, silencio, solo el crujir de la madera, el respirar suave del bebé y el suspiro profundo de dos corazones que por fin no tenían miedo. La nieve seguía cayendo sobre el valle, pero dentro de esa cabaña la primavera ya había comenzado.
La primavera llegó a Santa María del Valle con manos suaves. Las flores silvestres brotaban entre las piedras. Los árboles frutales se cubrían de brotes tímidos. Y en la cabaña, al pie de la colina, el amor dormía entre el sonido del viento y la respiración tranquila de una niña. Luz María crecía con una fuerza silenciosa.
Tenía los ojos de Isadora y la piel de Rubén. Sus manitas buscaban el rostro de su padre al despertar y su risa, aún sin dientes, iluminaba cada rincón del hogar. Rubén la llevaba en el pecho, envuelta en un reboso de lana mientras trabajaba la madera.
Isadora la amamantaba sentada junto a la ventana, mirando las montañas como si contara cada día de su nueva vida. Eran tres y por primera vez eran todo lo que necesitaban. Una tarde, mientras recogían hierbas en el bosque, una figura apareció por el sendero. Un viajero, cabello largo, capa de cuero, botas gastadas. Llevaba un morral colgado al hombro y polvo en los ojos. Rubén se puso alerta y Sadora abrazó a Luz María con fuerza.
El hombre levantó las manos en señal de paz. No vine a hacer daño. Traigo un mensaje. Rubén dio un paso al frente. ¿De parte de quién? El hombre lo miró y luego, con voz grave dijo, “Del trono.” Se hizo el silencio. Los pájaros dejaron de cantar. El viento se detuvo.
“¿Qué trono?”, preguntó Isadora, aunque en el fondo ya sabía la respuesta. El trono de ciudad de los vientos. Respondió el mensajero. El rey Octavio ha muerto. Y Sadora sintió que el suelo se movía bajo sus pies, no de miedo, sino de algo más profundo, la certeza de que el pasado no estaba del todo enterrado. “¿Cómo murió?”, preguntó Rubén con voz tensa. Envenenado, dijo el hombre, por su propio consejero.
Al parecer algunos dicen que fue un castigo de los dioses, otros que fue justicia, pero no es por eso que estoy aquí. Isadora lo miró con desconfianza. Entonces, ¿por qué? Porque después de su muerte encontraron una carta, una carta escrita a mano, firmada por él, que te nombra a ti Isadora como su única sucesora legítima.
El silencio volvió yora sintió que le faltaba el aire. Rubén frunció el ceño. ¿Y qué esperan de ella ahora? Preguntó con el cuerpo en tensión. Que regrese, que ocupe el trono, que devuelva al reino su reina. Isadora bajó la mirada hacia su hija. La niña dormía profundamente con los labios rosados y las manos cerradas en puños diminutos. Y si no quiero volver.
El mensajero titubeó, entonces el trono quedará vacío y lo tomarán por la fuerza. Rubén dio un paso adelante. ¿Estás amenazándola? No. Dijo el hombre alzando las manos otra vez. Solo cumplo con informar. Pero sé que si ustedes no regresan, vendrán por ustedes. Esa noche el aire en la cabaña estaba cargado de preguntas.
Rubén tallaba en silencio, sus manos moviéndose por inercia. Y Sadora acunaba a Luz María meciéndola con delicadeza. “¿Qué vas a hacer?”, preguntó él finalmente. Ella no respondió de inmediato. Se acercó a la chimenea, miró las llamas y luego dijo, “Durante años no tuve voz. Obedecí, sufrí, fui reina en jaula de oro.
Pero ahora, ahora tengo una hija, un amor verdadero y un nombre que vale más que cualquier corona.” Rubén la miró con ternura, pero también con preocupación. Si regresamos, intentarán separarnos. Entonces, no regresaremos, dijo ella con una firmeza inesperada. Se sentó junto a él, le tomó la mano y mirándolo a los ojos, dijo, “Quiero ser libre, pero también quiero que el mundo sepa quién fuiste tú y quién soy yo ahora.
” Rubén la abrazó en silencio y en ese abrazo cabía una vida entera, el amor, la pérdida, la lucha, la elección. Entonces decidamos juntos”, susurró él, “pero no desde el miedo, sino desde el amor.” Esa noche, mientras Luz María dormía entre ellos, Isadora tomó un papel y comenzó a escribir. No era una carta de rendición ni de regreso.
Era un testimonio, una declaración. No volveré al trono que me negó como mujer”, escribió, ni a un reino que usó a los hombres como bestias, pero levantaré mi voz desde esta tierra nueva. Y si algún día alguien quiere escuchar la verdad, que sepa que una reina eligió el amor y que ese amor fue su mayor corona.
Pasaron los años como pasa el viento por entre los árboles, suave, constante, dejando marcas invisibles pero imborrables. La cabaña en Santa María del Valle seguía en pie, ahora cubierta por enredaderas floridas y el eco de risas que se escapaban por sus ventanas abiertas. Luz María había crecido.
Tenía el cabello ondulado como el de su madre y la piel dorada de su padre. Sus ojos eran fuego y miel, y su voz una promesa de lo que vendría. Rubén y Isadora envejecieron de la forma más bella posible juntos. Las canas llegaron primero a él, después a ella, pero sus manos esas seguían encontrándose en la oscuridad cada noche, como si el tiempo no pudiera contra ese lazo.
Cada domingo se sentaban en el banco de madera frente al jardín con una taza de infusión caliente y la pequeña Luz María ya adolescente, leyendo en voz alta los libros que Rubén tallaba en madera. Porque sí, Rubén había empezado a escribir historias, memorias, verdades que el mundo había querido borrar. Isadora corregía con suavidad.
Añadía palabras dulces, metáforas, silencios necesarios. Entre ambos tejían una memoria distinta, una en la que el amor era el centro y no el poder. Una tarde, mientras el cielo se pintaba de tonos anaranjados, un grupo de mujeres llegó desde el sur. Iban descalzas, con trenzas largas y miradas sedientas.
Habían escuchado rumores sobre una reina que había abandonado el trono, sobre un hombre negro que se negó a seguir siendo esclavo del cuerpo, sobre una hija nacida del amor y no del mandato. Rubén la recibió con pan y miel, y Sadora les ofreció agua y sombra. ¿Es cierto que ustedes fugaron del castillo?, preguntó una de ellas. Fugamos de algo peor, dijo Isadora. de la mentira.
Y aquí encontramos algo más valioso que un reino, la verdad de quienes somos. Las mujeres decidieron quedarse y con el tiempo otras llegaron. campesinas, viudas, madres solas, hombres heridos, jóvenes sin rumbo. El pequeño rincón de Santa María se convirtió en refugio, un espacio donde nadie preguntaba por el pasado, pero todos construían el presente.
Y entre esos caminos de tierra y silencio, la historia de Rubén y Sadora comenzó a ser contada no como una fábula ni como una tragedia, sino como lo que fue, una historia de amor que derrotó cadenas. Una tarde, muchos años después, Rubén se despertó con el pecho apretado, no de dolor, sino de certeza. miró a Isadora dormida a su lado.
Su cabello ya era blanco, su respiración pausada, la besó en la frente, se levantó y caminó hasta el árbol más viejo del valle. Se sentó bajo su sombra y esperó. Luz María lo encontró allí al atardecer con un cuaderno en las manos. Había escrito una sola frase: “No fui libre desde el inicio, pero fui amado al final.
” Y eso fue suficiente. Murió en paz, sin gritos, sin pena, con el corazón lleno. Y Sadora lo lloró en silencio, pero no con desesperación, sino con gratitud. Sembró un limonero sobre su tumba y cada vez que lo regaba le contaba los progresos de Luz María, le leía cartas, le hablaba de las nuevas mujeres que llegaban buscando hogar.
Y cuando Isadora sintió que su hora también se acercaba, reunió a su hija bajo las sombras del mismo árbol. Cuando te pregunten quién fuiste, di que eres hija de un hombre que amó sin miedo y de una mujer que eligió amar antes que reinar. ¿Y qué hago con todo lo que vivieron? Cuéntalo, grítalo, pero nunca lo adornes, porque nuestra historia no necesita fantasía, solo necesita ser recordada. Y así fue.
Luz María con el paso del tiempo escribió su historia y la de sus padres y la de todos aquellos que un día decidieron que el amor es más fuerte que el miedo. Dicen que cada primavera, cuando los árboles florecen y el viento cambia, se escucha una risa suave entre los limoneros y una voz grave, como la tierra misma que murmura. Yo también merecía amor.
Y en ese eco, Rubén e Isadora siguen viviendo, no en palacios, no en monumentos, sino en cada corazón que decide amar con valentía. Si esta historia tocó tu corazón, regálanos un me gusta y comparte este relato con alguien que aún cree en el poder del amor verdadero.
Y si llegaste hasta el final, escríbenos en los comentarios la palabra corona, así sabremos que tú también fuiste parte de esta historia hasta el último suspiro. Gracias por escuchar. Nos vemos en la próxima historia. M.
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