UNA DEUDA POR SALDAR – Lo que dijeron las gemelas después de que el vaquero la salvara del Vio..

El pistolero guardaba un deseo en su corazón, un anhelo insatisfecho desde hacía mucho tiempo. Y justo aquí, en la soledad de este viejo rancho, las dos muchachas pobres parecían estar abriendo mucho más que una simple puerta. Estamos agradecidas contigo. Quédate, por favor. Es hora de seguir mi camino.

Y si nos quitamos esto, ¿te quedarías? El sol de la tarde se filtraba entre el polvo del camino como si el aire ardiera. Rick no era más que un puñado de casas, un almacén, una cantina y la ilusión de que el ejército mantenía la paz. Elías Macrae se detuvo frente al abrevadero, dejando que su caballo bebiera.

 Había cabalgado tres días sin rumbo, solo siguiendo el ruido del viento. Pensaba pasar la noche a la intemperie cuando un sonido quebró la monotonía del lugar. Una voz femenina, un forcejeo, risas ásperas. Tres hombres bloqueaban el paso a dos muchachas en la entrada del almacén.

 Uno tiraba del brazo de la menor, el otro le arrancaba una cinta del cabello mientras el tercero observaba divertido con una botella en la mano. Elías giró apenas el rostro. Podía fingir que no había visto nada como tantas veces. Pero el grito ahogado de la joven tuvo el tono de un recuerdo que lo atravesó por dentro, el mismo que había escuchado años atrás entre las llamas de otro rancho. ¿Qué te pasa? Déjenlas, dijo sin levantar la voz.

Los hombres se volvieron. ¿Y tú quién demonios eres? Elías no respondió. La sombra del sombrero le cubría los ojos. Uno de ellos escupió al suelo y avanzó. Viejo entrometido. El golpe llegó antes de que terminara la frase seco. Preciso. El segundo cayó tras intentar sacar el cuchillo. El tercero retrocedió, tropezó con el barril y huyó insultando.

El polvo se quietó. Elías volvió sobre sus pasos, tomó las riendas del caballo y se dispusó a montar. Las muchachas quedaron quietas sin saber si agradecer o esconderse. La mayor, de cabello oscuro y ojos de invierno, dio un paso al frente. Señor, gracias. Elías hizo un leve gesto con la cabeza. No fue nada.

 ¿Podemos al menos ofrecerle algo de comer?, preguntó la menor con una voz temblorosa. No es necesario. No tenemos mucho, pero insistió la mayor, sería descortés dejarlo ir así. He comido peor, respondió él girando el caballo. Ellas se miraron en silencio. Algo pasó entre sus miradas. una decisión muda. La más joven se adelantó, casi se interpusó en su camino. La tormenta viene del norte, dijo.

 No querrá dormir bajo ella. Elías levantó los ojos al cielo. El horizonte estaba enrojecido y el viento había cambiado de temperatura. El olor del polvo se mezclaba con el de la lluvia que aún no caía. Solo un techo por esta noche”, agregó la mayor. “Mañana puede seguir su camino.” Él no contestó de inmediato.

 Sujetó las riendas, pensó en alejarse, pero la insistencia de esas dos jóvenes, la forma en que lo miraban como si colgara de él su única esperanza, lo hicieron dudar. No era compasión lo que vio en sus ojos, sino una urgencia que conocía demasiado bien, la de quien no tiene a nadie más. “Está bien”, murmuró al fin. El camino hasta el rancho fue corto y silencioso. El viento ya levantaba la tierra en espirales y el trueno rodaba a lo lejos.

Cuando llegaron, la casa apenas se sostenía entre tablones viejos y un corral vacío. Dentro, el fuego de la chimenea arrojaba sombras sobre las paredes. Elías se sentó cerca mientras las hermanas preparaban una sopa clara y pan. La lluvia empezó a golpear el techo con fuerza. Durante la cena hablaron poco.

 Luego, entre pausas largas, Nora, la mayor, empezó a contar. La voz le temblaba, pero no se quebró. Una noche, una banda de hombres irrumpió en su casa. Su padre fue asesinado, su hermana menor, Ana, secuestrada. Todo ardió. Un caballo muerto quedó en el corral. Días después, alguien juró que ese caballo había pertenecido a un soldado. “Nadie hizo nada”, añadió Sarah.

 “Dicen que fueron bandidos, pero uno de ellos vestía como militar. Elías los escuchó sin moverse. El fuego se reflejaba en su mirada, igual que el recuerdo de otros incendios. “¿Qué quieren de mí?”, preguntó sin dureza, pero con distancia. “Solo que mire el lugar”, dijo Nora. Tal veza algo que los demás no vieron.

Elías bebió un sorbo de café, miró el fuego un momento más y asintió despacio. “Mañana echaré un vistazo. Solo eso.” Las hermanas se miraron agradecidas. La tormenta rugía afuera como si el cielo quisiera arrancar las cercas. Elías se levantó, echó más leña al fuego y se acomodó el ponchó.

 No había prometido justicia ni consuelo, solo mirar el lugar. Y a veces eso bastaba para que el pasado volviera a abrirse paso entre las llamas. La tormenta duró casi toda la noche. El techo crujía con cada golpe del viento y las hermanas dormían poco, murmurando entre sueños. Elías se quedó junto al fuego en silencio, escuchando como el agua se deslizaba por las rendijas del tejado.

No era la primera vez que compartía refugio con el miedo ajeno. Entre los relámpagos pensó en lo que ellas habían dicho. Soldados vendiendo caballos, un padre muerto, una niña llevada viva. Recordó otras aldeas, otras órdenes, otras llamas. cerró los ojos, pero no consiguió dormir. Al amanecer, el viento había cambiado.

El aire olía a tierra recién abierta. Nora ya estaba de pie preparando café. Saron lo observaba desde la puerta. Tenían ojeras profundas y la voz temblorosa cuando hablaron del camino al rancho. Nadie quiso ir después del incendio dijo Nora. Dicen que aún huele a muerte.

 Las cosas que se queman rápido son las que más duelen, respondió él sin levantar la vista. Comió algo en silencio y luego encilló su caballo. Las hermanas lo siguieron hasta la cerca tratando de ocultar la ansiedad. No esperamos milagros, dijo Sarra. Solo mire por si acaso. Elías asintió. Miraré, repitió. Solo eso. Montó despacio y se alejó. Detrás. Las mujeres se quedaron quietas, pequeñas entre la bruma.

 Desde la colina, el sol empezaba a pelear con las últimas nubes y el humo viejo del rancho todavía se alzaba como un hilo gris sobre el valle, necio, aferrado a la memoria de lo que había sido fuego. Elías lo observó un instante. No buscaba respuestas ni justicia, pero algo en aquel humo le recordó que hay heridas que nunca terminan de apagarse.

 Tiró de las riendas y siguió su camino hacia el lugar del crimen. El rancho se alzaba como un esqueleto negro en medio del llano. La tierra, agrietada y gris, aún guardaba el olor a humo y grasa quemada. Elías desmontó a cierta distancia y avanzó despacio, con el sombrero bajo y la mirada atenta.

 El silencio era tan pesado que hasta el zumbido de las moscas sonaba a blasfemia. El viento levantaba el polvo y lo arrojaba contra las ruinas. El establo se había desplomado hacia un costado, pero las marcas en el suelo contaban una historia más clara que las palabras. Elías se agachó, pasó la mano sobre el barro endurecido, huellas de botas alineadas marchando en orden, no el paso torpe de bandidos ebrios.

Reconocía esa cadencia. La había seguido demasiadas veces durante la guerra. Cerca de los cimientos de la casa encontró el primer brillo, un casquillo de bala ennegrecido por el fuego. Luego otro medio hundido entre las cenizas. Los tomó girándolos entre los dedos. Eran de calibre reglamentario, los mismos que el ejército repartía en las campañas del norte.

 No había error posible. Los guardó en silencio, como quien recoge pruebas de un crimen que nadie querrá ver. Al llegar al corral, vio el cuerpo de un caballo medio devorado por los coyotes. El edor era agrio, viejo. Se agachó a mirar las patas delanteras. Las herraduras eran comunes, gastadas del tipo que cualquier ranchero podría usar.

Nada extraño. Pero a pocos metros, entre las hierbas aplastadas notó otro rastro, huellas más frescas que se alejaban del lugar. contó tres marcas nítidas y una cuarta ausente. Un caballo había huido de allí con solo tres herraduras. Elías se incorporó, siguió el rastro unos metros midiendo cada pisada.

 El animal había partido en dirección al norte, sin tropiezos, como si su jinete tuviera prisa, pero no miedo. Luego retrocedió sobre sus pasos, observando con la paciencia del que ha rastreado demasiadas veces la muerte. A medio camino, algo brilló entre el barro seco, una herradura suelta. La desenterró con la punta del cuchillo y la limpió contra el pantalón.

 En el borde, grabadas con hierro caliente se distinguían dos letras cruzadas, una marca de herrero. Elías las conocía. Provenían del taller del fuerte más cercano, donde el ejército mandaba a herrar sus caballos. Guardó la pieza con cuidado en la alforja. No necesitaba más para entender que aquellos hombres no eran simples forajidos.

 Cerca del pozo encontró también una evilla de cinturón ennegrecida por el fuego. Al frotarla, el relieve de un águila apareció bajo la ceniza. Elías la sostuvo un instante, recordando el mismo emblema que él había llevado años atrás. La arrojó al suelo como si quemara. El viento se levantó arrastrando la ceniza sobre el campo. El sonido del cuero del caballo tenso en la distancia rompió el silencio.

 Elías miró alrededor. Los restos del rancho parecían observarlo, reclamando una verdad que él no quería aceptar. Encendió un cigarro, aspiró hondo. Los casquillos, las huellas, la herradura marcada. No eran pruebas que el pueblo creyera, pero bastaban para él. El ejército tenía manos en esto y lo sabía. Montó despacio sin mirar atrás.

 Elías tiró de las riendas y para volver con las chicas y compartir su hallazgos e impresiones. Elías regresó al rancho cuando el sol ya se escondía detrás de las colinas. El aire olía a tierra húmeda y a despedida. Nora y Saro lo esperaban junto a la cerca, las dos con la ansiedad de quien espera un veredicto.

 Él desmontó sin apuro, sacudió el polvo de las botas y caminó hasta el porche. ¿Y bien? Preguntó Nora, casi sin aliento. Elías dejó la alforja sobre el suelo, miró un instante el horizonte y respondió, “No fueron bandidos, eran hombres organizados, soldados. El silencio cayó como una piedra del ejército susurró Sarah.

 Elías asintió apenas. Las huellas, las balas, la herradura, todo lleva a ellos. Hizo una pausa. Ya he visto ese tipo de trabajo. Las hermanas se miraron con la mezcla de miedo y alivio de quien por fin tiene nombre para su desgracia. Entonces, ¿sá tras ellos?, preguntó Nora. No, la respuesta fue seca, definitiva, pero usted lo sabe. ¿Puede ayudarnos? He cumplido lo que prometí. Mirar.

 Elías se ajustó el ponchó, se preparó para marcharse. No soy la ley. Nora apretó los puños. Sarra, en cambio, se adelantó un paso con los ojos vidriosos. Así de fácil se va. No hay nada fácil en irse, pero quedarse suele costar más. Nora le bloqueó el paso hacia la puerta.

 Por favor, dijo, si se va, nadie nos creerá. Los soldados mandan aquí y la ley les obedece. Elías la miró con paciencia triste. Entonces, hagan lo que hacen todos, callar y sobrevivir. Saró un soyoso, dio un paso adelante y sin pensarlo, se llevó las manos a las tiras del vestido. La voz le salió temblorosa. ¿Y si nos quitamos esto? ¿Te quedarías? El silencio pesó más que la tormenta.

 Elías la observó no con deseo, sino con la compasión amarga de quien entiende lo que esas palabras significan. “No vine a cobrar, niña”, dijo con voz baja, firme. “Vine a mirar el fuego y ya lo vi.” Se volvió hacia la puerta. “No necesito techo ni paga, solo camino.” Nora conto. Hermana avergonzada y bajó la mirada. Elías abrió la puerta. Afuera, el aire estaba denso, inmóvil.

Dio un paso al umbral cuando escuchó detrás de él la voz débil de Sarah como un suspiro derrotado. Entonces, Marit volvió a ganar. Elías se detuvo. El nombre cayó sobre él como un disparo. Giró despacio. ¿Qué dijiste?, preguntó sin levantar la voz. Sara lo miró confundida.

 Eso dijeron los vecinos, que el capitán Mary manda ahora en esta región, que los hombres patrullan los caminos. Elías se quedó quieto como si el aire se le hubiera espesado en el pecho. Ese nombre pertenecía a un pasado que creía enterrado, el oficial bajo cuyas órdenes había presenciado la masacre del río San Hallo, el hombre que convirtió la obediencia en culpa. El viento golpeó la puerta abierta. Elías volvió a mirar a las hermanas.

“Quédense dentro”, dijo finalmente, “y no hablen de esto con nadie.” Salió sin despedirse, con el rostro endurecido y los ojos clavados en la oscuridad. Montó su caballo y antes de marcharse miró hacia el norte. El nombre de Meret seguía retumbando en su cabeza como un tambor de guerra.

 Ya no era solo un camino de paso, ahora había una deuda vieja que reclamar. Estás escuchando OZK Radio, narraciones que transportan. El martilleo del hierro se oía desde media calle. Elías detuvo su caballo frente a la herrería y esperó unos segundos antes de entrar. Dentro el aire era espeso, cargado de humo y carbón. Un hombre fornido de barbarrala levantó la vista solo un instante antes de volver al yunque.

Elías colocó sobre la mesa una herradura enegrecida. Necesito saber quién forja esta marca. El herrero la tomó con recelo, fingiendo indiferencia. Podría ser de cualquiera, dijo. No. Elías señaló las letras cruzadas en el borde. Es un sello de errador militar. Lo reconozco. El hombre lo miró con cierta incomodidad.

 A veces el ejército vende piezas viejas, acaban en cualquier parte. Y también los casquillos reglamentarios. Elías arrojó uno de los proyectiles sobre la mesa. El sonido metálico llenó el silencio. El herrero tragó saliva. No sé de dónde vino eso. Elías se inclinó apoyando ambas manos sobre la mesa. Yo sí.

 Su voz fue baja, como una amenaza que no necesita volumen. Vino de un rancho donde mataron a un hombre y se llevaron a su hija. El hombre apartó la vista. No se meta en eso, forastero. A veces el uniforme protege cosas que ni Dios quiere mirar. Elías esperó un segundo más. Solo dígame si esta herradura salió de aquí. El herrero suspiró vencido.

 Sí, hace poco mandaron un note igual desde el fuerte de Stone Rch. Para una patrulla fuera de registro. Pagaron en efectivo. No pregunté nada. Elías recogió la herradura y se guardó el casquillo. Hizo bien. Preguntar puede costar caro. ¿Y a usted no? Murmuró el herrero. Elías sonrió sin alegría. Ya pagué mi parte.

El aire olía a hierro y cerveza. A unos metros, un cartel del ejército anunciaba reclutas bienvenidos. Elías lo miró y escupió al suelo. Cruzó la calle hacia la taberna del coyote gris. Entró. En una mesa del fondo, dos soldados jugaban póker.

 Llevaban las chaquetas abiertas, los ojos brillosos de whisky barato. Elías se sentó en una mesa contigua, pidió una botella y escuchó. “Te digo que el capitán Meret paga mejor que el gobierno”, decía uno en voz alta. “Cállate, idiota”, gruñó el otro. Elías levantó apenas la mirada. “No necesitaba más.” Esa frase bastaba. tomó su vaso, se acercó despacio y dejó caer unas monedas sobre la mesa de los soldados.

 ¿Hay lugar para un tercero?, preguntó. Los hombres se miraron indecisos. Si trae whisky, siempre hay lugar, respondió el más borracho, riendo. Elías se sentó, sirvió tres vasos y empezó a jugar. No hablaba mucho, solo sonreía cuando ganaba. dejó que la botella hiciera su trabajo. Mano tras mano, los soldados bebían más y hablaban peor. ¿Y ese meret? Preguntó Elías con voz neutra, mezclando las cartas.

 He oído que es hombre de palabra. El borracho soltó una carcajada de palabra y de oro. Paga por todo, incluso por lo que no se vende en el mercado. El otro lo empujó con el codo. Cierra la boca. Va, no pasa nada. El soldado levantó el vaso.

 Si el viejo quiere chicas indias, las consigue y los que le ayudan ganan bien. Elías dejó caer sus cartas sobre la mesa. Buena mano dijo. Pero la suya acaba de perder. 10 minutos después, los soldados se tambaleaban hacia el callejón trasero. Elías lo siguió. Afuera, la lluvia comenzaba a caer. El aire olía a barro y alcohol. Uno de los hombres se encorbó para vomitar.

 Elías lo sujetó por el cuello y lo empujó contra la pared. ¿Dónde las llevan? Preguntó. El soldado. Intentó reír. Entonces Elías le hincó un gancho de carnicero justo entre las piernas. ¿Qué demonios? Elías apretó más. ¿Dónde? El hombre, con la cabeza dándole vueltas y los ojos a punto de estallar respondió, “Hay un rancho al norte del río Platosió. Mere tiene un trato con un asendado. Pagan por cada chica joven.

 Las llaman sirvientas, pero ya sabe. Nombre del ascendado. No lo sé, solo que viene en carruaje oscuro con escolta del fuerte. Meret firma los permisos. Elías lo sostuvo aún contra la pared. ¿Y el rancho del sur? Preguntó con voz firme. Hace una semana mataron a un hombre y se llevaron a su hija. El soldado lo miró confundido, los ojos turbios por el alcohol. El rancho quemado. Sí, oí hablar de eso.

 Dicen que fueron bandidos del valle. Bandidos, repitió Elías sin soltarlo. Eso dicen en el fuerte. El capitán dijo que no era asunto nuestro, que ya los estaban buscando. ¿Y tú le creíste? ¿Por qué no Balbuceó? No tenemos permiso de actuar fuera del registro. Si él dice que fueron bandidos, entonces lo fueron. Elías lo observó unos segundos más, leyendo en su rostro la inocencia del peón que obedece sin entender.

 “Entonces no sabes nada”, dijo finalmente soltándolo. El hombre cayó de rodillas al barro tosio. “Nadie sabe nada”, murmuró sin levantar la cabeza. “Solo hacemos lo que mandan.” El cazador de recompensas observó al soldado en el suelo, respirando con dificultad. “Vuelve al fuerte”, dijo Elías.

 y reza para que el whisky te haga olvidar lo que dijiste. El otro soldado, que los observaba desde la puerta dio un paso atrás al ver la mirada del forastero. Elías pasó junto a él sin decir palabra y subió a su caballo. El cielo rugía mientras cabalgaba bajo la lluvia, el eco de aquella confesión lo perseguía. Meret y un asendado comprando mujeres indígenas. Ya no eran rumores, era un negocio.

 Y él conocía demasiado bien la maquinaria que lo movía, el ejército, los permisos, las mentiras. La noche cayó sobre el llano. Elías no sabía aún a quién tendría que matar para romper esa cadena, pero ya había elegido el rumbo y el viento cargado de tormenta parecía aprobarlo. La lluvia siguió toda la noche. Elías se detuvo bajo una formación de rocas y encendió un pequeño fuego.

 El calor apenas alcanzaba para espantar el frío, pero no el recuerdo. El nombre de Meret giraba en su cabeza como una bala que nunca termina de caer. Cerró los ojos y el pasado volvió con el olor a pólvora y carne quemada. Era el río San Haro muchos años atrás. El capitán Meret cabalgaba al frente, el sable brillando bajo el sol. Sin prisioneros había ordenado.

 Y ellos obedecieron. Las chosas ardieron una tras otra. Las mujeres gritaban, los niños corrían y el humo lo cubría todo. Elías disparó sin mirar. Cuando el fuego bajó, lo único que quedó fue silencio y el llanto de una niña que no alcanzó a morir. Ese sonido, el llanto, nunca se fue. Lo había perseguido en sueños, en caminos, en cada mirada que pedía ayuda.

 Ahora comprendía Meret no había cambiado, solo había aprendido a llamar negocio a lo que antes llamaba guerra. Elías apagó el fuego con la bota, montó su caballo y siguió la ruta hacia el norte. El viento traía el olor de las forjas y la disciplina. A lo lejos, entre colinas, apareció la silueta del fuerte Stone Redge, rodeado de empalizadas, antorchas y centinelas.

Detuvo su caballo en lo alto del cerro. La lluvia había cesado, pero el suelo seguía húmedo. El fuerte se veía pequeño desde allí, pero para Elías era una montaña de pecados. Sabía que si cruzaba esas puertas no habría marcha atrás. Se cubrió el rostro con el sombrero. Esta vez no entraría como soldado.

 Entraría como lo que el ejército había creado, un fantasma que venía a cobrar lo que le debían. La noche cayó sobre el fuerte Stonech como una manta de hierro. Las antorchas ardían entre ráfagas de viento y el sonido de las botas sobre el empedrado marcaba el ritmo del miedo. Elías observaba desde la colina inmóvil envuelto en su poncho oscuro. Sabía que acercarse era una locura, pero la locura era lo único que le quedaba.

Esperó hasta que el cambio de guardia dispersó a los centinelas. bajó sin hacer ruido, cruzando entre carretas y barriles. Los años de servicio le habían enseñado cada rutina, cada punto ciego. Era como caminar dentro de un recuerdo podrido. Se deslizó hasta el establo trasero del fuerte.

 Dentro, un joven escribiente repasaba los registros de suministros. Elías entró sin anunciarse la mano sobre la culata del revólver. Cierra el libro, dijo el muchacho. Levantó la vista pálido. ¿Quién? ¿Quién es usted? Alguien que necesita leer lo que tú no deberías estar escribiendo. Dejó sobre la mesa una pequeña bolsa de monedas. El tintineo rompió el silencio.

 El muchacho dudó, pero la avaricia pudo más. Elías señaló los papeles. ¿Qué transportan los carruajes que salen de aquí hacia el norte? Suministros, balbuceó el escribiente. Víveres, herramientas. Elías golpeó suavemente la mesa con el revólver. Intenta de nuevo. El joven tragó saliva. Ay, hay registros con nombres falsos. Dicen sirvientas, pero no son mujeres contratadas.

 Van escoltadas por hombres del capitán Meret. Nadie revisa esos carruajes. Salen por la puerta norte. ¿A dónde van? A la propiedad de un talister, un asendado de las colinas del río Plat. Rico, influyente. Nadie pregunta por qué necesita tantas sirvientas. ¿Crees que soy un maldito vidente? ¿Dónde exactamente queda eso? Preguntó el pistolero congelándole al alma con la mirada.

Lo siento, señor, es sencillo. No hay otra mansión, ningún edificio tan grande como la casa del señor Oister en todo río Plat. Por la salida norte, gira al este en la estación 22. Elías asintió despacio. Observo tres cartuchos de dinamita en una caja con pertrecho. Estiró la mano y guardó los tacos de TNT en los bolsillos traseros.

¿Los extrañarán?, preguntó el joven. Negó con la cabeza. No, señor, no creo. Sigue escribiendo tus mentiras, dijo Macrae. Pero si cuentas esto, será tu última palabra. El escribiente bajó la cabeza y siguió en lo suyo. Elías desapareció antes de que el muchacho volviera a respirar.

 atravesó los patios internos del fuerte con el sigilo de un novo. Desde una ventana escuchó voces oficiales riendo, brindando. Por Oister, decía uno, un hombre que sabe pagar la lealtad. Y por Meret, respondió otro que convierte la basura en oro. Rieron. Elías cerró los puños. Basura pensó. Así llamaban a las vidas que destrozaban. En los corrales, un caballo relinchó. Elías se agachó detrás de una carreta.

Dos soldados vigilaban el portón norte. Uno bostezó, el otro se apartó para fumar. Elías aprovechó el instante, cruzó el pasillo y se internó en el bosque. El aire olía a lluvia y los truenos se arrastraban detrás de las montañas. Cuando estuvo lo bastante lejos, se detuvo junto a un arroyo y abrió el morral.

 Dentro estaban las piezas del rompecabezas, la herradura marcada, los casquillos y ahora un nombre, Oister. La cadena era clara. Merek proveía, Oister compraba y las mujeres eran la mercancía. Elías se quedó un largo momento mirando el agua a correr. Cada reflejo parecía traerle un rostro.

 El de la niña del pasado, el de las hermanas, el de todas las que nunca volverían. Guardó los objetos, montó su caballo y miró hacia el norte. El primer relámpago iluminó el camino. El trueno llegó después, rodando sobre la llanura como un tambor de guerra. Elías espoleó al caballo. El viento traía la tormenta y con ella la certeza la red se había revelado y él estaba listo para arrancarla de raíz.

 El rancho de Oister reposaba bajo la tormenta como un animal satisfecho. Desde la colina, Elías observó el resplandor de los ventanales, algunas sombras moviéndose en el interior. Parecía una casa de lujo en medio de la nada, pero el aire alrededor olía apodredumbre, como si la tierra misma supiera lo que allí ocurría.

 Pasó un buen rato observando, cambió de ángulo y esperó a que el viento rugiera más fuerte. Entonces descendió por la ladera cubierto por la lluvia. Los hombres que estaban allí no esperaban visitas bajo ese diluvio. Pasó por detrás del molino, se arrastró entre cercas hasta que divisó el establo, dos hombres a la entrada, fumando y bebiendo.

 Los notó desde la distancia, bajo la luz de un par de lámparas de quererosene. Elías se deslizó bajo la sombra de un carro. Cuando uno de los hombres se acercó para mear entre los barriles, lo tomó desde atrás, lo golpeó contra la pared y lo colgó en un gancho de carnicero.

 El cuerpo se estremeció una vez y quedó quieto, la lluvia marcando el compás de su muerte. El otro guardia quedó paralizado. Elías avanzó hacia él empapado, los ojos ardiendo bajo el ala del sombrero. Dime, ¿dónde están? El hombre retrocedió. ¿Qué? ¿Qué cosa? Elías levantó la pistola. Las mujeres, no hay ninguna. El martillo del arma se tensó. Última vez. El guardia levantó las manos. La voz hecha un temblor.

 Bajo el granero viejo hay una escotilla cubierta con tablas. Nadie entra ahí. ¿Y qué hace con ellas? El hombre apartó la mirada. No sé. A veces manda acabar en la colina de noche. Yo no quiero saber. Ya sabes demasiado, murmuró Elías. Lo siguiente que sucedió fue una patada en la pierna y un golpe seco al rostro, tan fuerte que quizá le desprendió el rostro del hueso.

 El silencio regresó al establo, pero ojo de águila ocultó los cuerpos detrás de los barriles. Justo en el suelo, al pie de la viga de madera que sostenía una lámpara, siembra su primera carga. Elías avanzó entre la lluvia hasta el granero. Las vigas crujían, el aire estaba cargado de humedad. Dentro, el olor amó y tierra vieja lo envolvió.

 Parecía vacío, salvo por un montón de paja y herramientas oxidadas. Pero el suelo del rincón norte tenía algo raro, un rectángulo de madera cubierto con una lona sucia. Elías la apartó con la bota. La madera se dio bajo la presión, revelando una escotilla asegurada con un candado grueso. Sacó su cuchillot y lo encajó entre el cierre.

 Un relámpago iluminó la estancia justo cuando el metal cedía con un chasquido. Da hueco subió un aliento helado, húmedo, que olía encierro y desesperanza. Elías se quedó inmóvil mirando hacia abajo. Oscuridad total, un pozo sin fondo. Encendió un cerillo. La pequeña llama se curvó por el viento y tembló sobre sus dedos, arrojando un círculo mínimo de luz. Descendió despacio, un peldaño tras otro.

 El aire se volvía más denso, más frío. La llama chisporroteó y murió. Encendió otroillo. Por un instante vio la arcilla húmeda de las paredes, el suelo de piedra y un eco lejano de respiraciones contenidas. “¿Hay alguien ahí?”, susurró el silencio respondió primero, luego una voz tan débil que parecía un pensamiento. “Aquí.” Elías encendió otro cedillo.

 La luz reveló dos rostros entre las sombras, el de una joven de cabellos claros y otra morena, más pequeña, abrazada a sus rodillas. Los ojos de ambas estaban abiertos de par en par, llenos de miedo, como animales heridos. La luz titiló proyectando sus siluetas en la pared. Ana, preguntó Elías, la voz apenas audible.

 La chica del cabello claro lo miró sin reconocerlo al principio. “Mi nombre”, murmuró incrédula. “Tus hermanas me enviaron. Estoy aquí para sacarte.” Ella dio un paso vacilante hacia la reja. Dijo que volvería, susurró. “¿Qué me haría rezar?” Elías miró alrededor. Las celdas eran simples cercos de madera y hierro, apenas sostenidos por clavos.

Rompió el pestillo de una patada. La madera se partió con un crujido. Vamos, no hay tiempo. La otra muchacha se aferró al brazo de Ana. ¿Podemos salir? ¿De verdad podemos salir? Sí, respondió Elías encendiendo el último cerillo. Pero hay que moverse en silencio. Por un instante, la débil luz reveló algo más en el suelo.

 Ropa rasgada, restos de tela y una cadena oxidada manchada de tierra seca. No necesitó preguntar. Sabía lo que significaba. El cerillo se apagó y el mundo volvió a quedar sumido en la oscuridad. Solo se oía la respiración de las tres almas vivas que seguían allí. Elías subió primero tanteando los peldaños con el revólver listo. Detrás los pasos suaves de las muchachas.

 La respiración entrecortada. Arriba, la tormenta rugía. Elías levantó la trampilla con cuidado, dejando entrar el aire fresco y el sonido de la lluvia. “Ahora”, dijo sin mirar atrás. “Vamos antes de que el infierno despierte.” Subieron con la oscuridad pegada al poncho.

 Elías cerró la trampilla tras ellos y se agachó, pegado a la madera, respirando poco para no delatarse. Afuera, el rancho dormía en su mentira de luces. Los hostigadores reían y bebían, ignorantes del polvo que su propia casa guardaba. Ella sintió el corazón de Ana contra el suyo, pequeño y febril.

 Elías tenía en el bolsillo trasero dos de las cargas que había robado en Stone Rage, un seguro contra la posibilidad de que la noche volcara en su contra. No pensó en técnica, solo en resultado, ruido, confusión, una ventana para la huida. guardó las manos en los bolsillos, se movió como un animal hasta la sombra del establo y salió con las mujeres pegadas a sus pasos. Apenas alcanzaron la primera sombra de los eucaliptos, un golpe seco resonó en la distancia.

 Alguien había descubierto la trampilla. Linternas se encendieron, voces tremolaron y los guardias, con la rabia del propietario, comenzaron a acercar el granero. Elías tiró de Anna y de la otra chica hacia el fango. La lluvia ya les pegaba en la cara. Creció la violencia en los gritos. Un centinela encendió una antorcha y la levantó. El resplandor del fuego sirvió de faro.

 Un perro ladró y dos sombras corrieron hacia la puerta. Elías apretó los dientes. Sabía que no podría salir por donde había entrado. Debía abrir un camino. Colocó las cargas en puntos que sabía causarían estruendo y barrera e estableció una distancia prudente y apuntó su revolver. La detonación fue como un trueno clavado a ras de tierra.

 La onda llegó primero como una sacudida en las tripas, luego como un viento que arrancó los toldos, colcó un barril y dejó a los caballos medios ciegos. La noche explotó en un coro de madera quebrada y polvo. El fuego nacido de la detonación lamió paja suelta y en segundos una esquina del granero ardía con voracidad. El ruido aturdió a los guardias.

 Muchos cayeron por la fuerza del golpe, otros se cubrieron los oídos desorientados. Caballos encabritados arrancaron hacia la llanura, arrastrando a quien lo sujetaba. La confusión se convirtió en ventaja. Las patrullas se separaron buscando la fuente de la explosión, dejando abiertas las sendas hacia la colina. Elías no celebró. En la penumbra tiró de Ana por la mano.

 La otra chica se pegó a su espalda. Corrieron por el fango, sortando escombros, cubriéndose del humo con el brazo. Una linterna los peinó por la espalda, un disparo silvó cerca y la bala partió la madera del suelo donde habían estado segundos antes.

 Elías arrastró a las mujeres entre vallas caídas y trampas improvisadas, tirando del paño, empujándolas con la medicina seca de quien sabe que hay que sobrevivir. Desde el porche, una figura con chaqueta de gala gritó órdenes con voz aflautada y rabiosa: “¡Oyister! En la lluvia, su figura no perdía la altivez, pero su rostro estaba retorcido, sobre todo por la incredulidad. Gritaba, mandaba, pateaba a los que encontraba.

 Al ver el fuego, alguno intentó sofocarlo con cubos. Oyister no era soldado, era un señor acostumbrado a que el mundo le obedeciera. Aquella noche el mundo le respondía con llamas. Desde la distancia, Elías divisa la lámpara marcada. Un tiro certero, un pequeño intercambio de disparos y segundos después, un estruendo que hizo volar el establo, la hacienda tragándose la tormenta como las fausces de un dragón rebelde.

 Las llamas que no daban tregua rodearon a los hombres que ahora luchaban por salvar sus vidas. Elías alcanzó el borde del campo jadeando. Las luces del rancho eran un caos. Sombras cruzaban entre lenguas de fuego, rostros perdidos, hombres arrastrando maderos para apagarlo inevitable. Alguien maldecía el nombre de Elías, pero él siguió corriendo sin mirar atrás.

 Tomó un atajo entre carrizo y barro hasta llegar a un potrillo que había soltado. Subió y tiró de la grupa. Ana, tambaleándose, se subió con la otra chica. Elías fue el último en montar. Detrás la casa explotó en un estallido de brasas. Alguno de los guardias lanzó un carro en llamas hacia la galería intentando bloquear la salida. Otro trató de encender un barril para frenar la huida.

 Oyister, en la escalera de la casa, cayó entre escombros cuando la plataforma se dió. Sus hombres lo arrastraron a duras penas hacia la puerta principal, tropezando con la lluvia de ceniza. No lo mataron esa noche. El fuego, la confusión y la lluvia dejaron a Ollister atrapado entre su orgullo y la casa que ardía. Elías, con el pecho latiendo a golpe de caballo, marcó distancia.

 No miró atrás hasta que la silueta de las llamas fue ya un resplandor lejano. En la lejanía, el rancho se perdía en humo y ruido. Oyister maldecía su destino, sujetándose a la vida entre los suyos. No había fiesta que pudiese borrar lo que había pasado. La hacienda se hundía en llamas y Oister, bravo o desquiciado, luchaba por su propia supervivencia. Elías no buscó venganza final.

quería a las mujeres fuera del alcance de aquel hombre. Lo consiguió. La tormenta les lamía la cara mientras el caballo se adentraba en la penumbra. Detrás el rancho aún ardía, delante la nada húmeda y el rumor de un camino que no perdona. Elías apretó la mano en el puño de la rienda y por primera vez en mucho tiempo no escuchó el ruido del pasado, sino la respiración de quienes ahora él debía proteger. El olor a humo seguía pegado al aire.

Cabalgaron toda la noche hasta ver entre la niebla las primeras luces de un pequeño pueblo. El Sharaf Larken era un hombre seco y decente de esos que todavía creían que la ley podía ser más fuerte que el oro. Elías llamó a la puerta de la oficina y el hombre lo miró con una mezcla de sorpresa y reconocimiento.

Macrae murmuró. No esperaba verte de este lado de la frontera. No tengo tiempo para explicaciones, dijo Elías ayudando a las chicas a bajar. Han pasado por el infierno. Si algo me pasa, diles que todo empezó en el fuerte Stone Rch. Que busquen los registros del escribiente. El nombre del hacendado es Oister.

Larkin asintió sin preguntas. Sabía que el tono de Elías no admitía demora. Las cuidaré, dijo. Pero ve con cuidado. El ejército no olvida cuando alguien le arruina los negocios. Elías montó otra vez. No vine a que olviden. Vine a que aprendan. Cabalgó de nuevo bajo un cielo gris rumbo al rancho de las hermanas. El viento húmedo le azotaba el rostro.

Sabía que Meret no tardaría en moverse. El amanecer apenas había comenzado a borrar la noche cuando Elías llegó al viejo rancho. La casa estaba en penumbra, los postigos cerrados y el molino se movía lentamente con el viento. Tocó la puerta una vez sin fuerza. Dal otro lado se oyó un movimiento rápido, una lámpara encendiéndose y el click inconfundible de un arma lista para disparar.

¿Quién anda ahí? Gritó una voz ronka. Macrae”, respondió Elías sin alzar la voz. “No disparen.” La puerta se abrió apenas un palmo. El rostro de Nora apareció detrás del marco ojeroso y tenso. “Elías”, susurró. “Sí.” Levantó la mano vacía mojada por la lluvia. Vengo solo.

 El tío de las chicas, Abel, se acercó por detrás con el fusil apuntando al pecho del forastero. ¿Qué demonios haces aquí a estas horas? Elías no respondió de inmediato, solo lo miró agotado, empapado hasta los huesos. Traigo un mensaje”, dijo finalmente a su sobrina. La pequeña está viva. El hombre bajó el arma apenas un poco incrédulo. Nora se llevó la mano a la boca.

 Sara apareció detrás de ella con los ojos muy abiertos. “Ana”, susurró. Elías asintió. Está en el pueblo cercano con el serif. Segura. Pero no por mucho tiempo. Si no se mueven, deben ir allá ahora, ¿cómo es posible? ¿Es esto cierto?, exclamó Nora. ¿Y tú?, preguntó Sarah. ¿Vienes con nosotros? Elías negó con la cabeza. Tengo que asegurarme de que nadie más lo siga.

El tío Abel lo observó con desconfianza. ¿Qué estás planeando, cazador? Solo cerrar un asunto pendiente”, respondió Elías mientras se ajustaba el cinturón del revólver. “Vayan al pueblo, sigan la ruta del molino hasta el arroyo y no miren atrás. Pronto, no pierdan más el tiempo.” Las hermanas querían decir algo, pero él ya se había dado vuelta.

 No tardaron mucho. Se prepararon a toda prisa. Sus figuras se perdieron entre la niebla, el carruaje alejándose hacia el este. Elías los observó hasta que el sonido de las ruedas desapareció. Entonces respiró hondo. Estaba solo otra vez. El cielo aún guardaba la pesadeza. Elías caminó alrededor de la casa, movió el viejo carro hacia el portal y colocó el último de los cartuchos de dinamita bajo una lona húmeda, e hizo un chispeador con una barrita de perdernal.

 No buscaba destruir la granja, solo ganar unos segundos. Se ocultó entre los árboles en la línea alta de terreno, donde tenía buena vista del camino. Revisó su revolver, contó las balas y esperó. El tiempo se estiró. Solo el goteo del tejado y el canto lejano de un búo rompían el silencio hasta que escuchó el sonido que había estado esperando.

 Casco sobre barro. Cuatro jinetes. No llevaban insignias, pero su postura los delataba. Hombres del ejército disfrazados. El primero desmontó y aunque llevaba la cara cubierta por una pañoleta, Elías lo reconoció por la forma en que sostenía el revólver, por la arrogancia del movimiento. El capitán Mere. Elías apretó los dientes.

Los hombres rodearon el carro. Uno levantó la lona. Mala decisión. La explosión los arrancó del suelo. Tierra, fuego y lluvia se mezclaron en un solo rugido. Dos de los soldados cayeron de inmediato. El tercero rodó mal herido por la pendiente. Mere, aturdido, se arrastró entre el fango, el abrigo hecho girones.

 Elías salió de entre los árboles, arma en una mano, el sombrero chorreando agua. Se años que espero verte, capitán. Meret levantó la cabeza. La mirada confusa. ¿Quién demonios? Sanou, dijo Elías, el poblado junto al río. El capitán parpadeó, luego una mueca de desprecio. Tú, el mexicano mestizo del pelotón sur, pensé que habías muerto con los tuyos. Morí, pero desperté distinto. Mere escupió sangre.

Maldito traidor, ¿te atreves a levantarle la mano a un oficial de la Unión? No, dijo Elías avanzando. Si fueran dignos, me importaría algo. El capitán desenfundó y disparó, pero el tiro erró. Elías respondió de inmediato. La bala le atravesó el hombro haciéndolo caer de rodillas.

 Meret intentó recargar las manos torpes por el dolor, pero Elías ya estaba frente a él. Ordenaste matar mujeres, Meret. Niños, dijiste sin prisioneros. Obedecía órdenes, gruñó el capitán jadeando. Yo también. Elías levantó el arma hasta que entendí que obedecerte fue mi único pecado. El disparo fue limpio. Neredet cayó de espaldas, el cuerpo tendido bajo la lluvia.

 El trueno llegó un segundo después cubriendo el eco del disparo. Elías lo observó largo rato mientras elevaba una íntima oración. No por este desgraciado, sino por su error de hace años, como si entregara un alma a cambio del perdón divino. El agua se mezclaba con el barro y la sangre, borrando los contornos del rostro del hombre que una vez había llamado Señor.

 Luego se dio media vuelta, guardó el revólver y caminó hacia la colina. No miró atrás. El pasado por fin había dejado de seguirlo. El pueblo todavía olía a lluvia y a humo. La mañana llegaba tibia con un sol perezoso filtrándose entre las nubes. En la oficina del Sharf Larken, cuatro muchachas esperaban en silencio, cubiertas con mantas.

 El reloj marcaba las 8 cuando el serif se quitó el sombrero y tomó asiento frente a ellas. Ana, la hermana menor, aún tenía las manos vendadas. Sar la sostenía del hombro. Nora, de pie junto a la ventana, observaba como el barro del camino reflejaba el cielo. El serif carraspeó. Bien, señoritas, dijo con voz grave.

 Ya me contaron lo que pasó y no les voy a mentir, es una historia difícil de creer. Sara lo miró serena pero firme. La verdad casi nunca es fácil, Seif. Eso es cierto”, respondió él suspirando. “Pero hay algo que aún no entiendo.” El hombre apoyó los codos sobre la mesa, entrelazando las manos.

 “¿Ese forastero, el que las trajo hasta mí? ¿Cuánto les cobró por lo que hizo?” Las tres se miraron entre sí, confundidas. Ana fue la primera en hablar. “Nada.” El Sharf frunció el ceño. Nada, dice, ni una moneda, ni un trato, ni una palabra de eso, añadió Nora. Solo apareció esta mañana en medio de la oscuridad y nos envió hasta aquí para encontrarnos con nuestra hermana. Larkin se recostó en la silla pensativo.

Interesante, murmuró. Un hombre sin precio es un hombre que no se puede comprar ni detener. Se puso de pie, tomó su sombrero y caminó hacia la puerta. Antes de abrirla, se volvió hacia todos los presentes. Escúchenme bien. No vuelvan a decir su nombre. No aquí ni en ningún lugar. Si alguien pregunta quién la salvó, no tienen que responder. Si alguien quiere saberlo, que hable conmigo.

 ¿Por qué? preguntó Anna confundida. El serf la miró con cierta ternura. Porque algunos hombres viven mejor en la sombra que bajo el agradecimiento de los vivos. Antes de que nadie respondiera, un golpe seco resonó en la puerta. Dos ayudantes del séf entraron, escoltando a un hombre esposado. Su abrigo estaba chamuscado.

Aún así, su aire de soberbia persistía. Oister. El silencio se volvió espeso. Un policía habló con voz seca. Lo encontramos tratando de cruzar el río con papeles falsos y una maleta de oro. Miró a las chicas. ¿Lo reconocen? Preguntó el comisario. Ana se levantó despacio mirándolo de frente. Sí.

 La voz le tembló, pero no titubeó. La otra muchacha también asintió. Ese fue el hombre que Oister alzó la cabeza desafiante. ¿De qué están hablando? No hay pruebas de nada, gruñó. Todos son historias de indios y casquis sueltas. El serit se acercó, le dio un empujón y lo obligó a sentarse. Hay testigos, nombres y un registro con su firma, señor Oister.

 Y si no le bastan, tiene a los ojos de estas muchachas mirándolo como si ya estuviera usted muerto. El ascendado bajó la vista. Por primera vez, el miedo cruzó su semblante. Larkin hizo un gesto a sus hombres. Llévenselo. Que el juez decida lo que queda de él. El sonido de las cadenas arrastrándose llenó la habitación. Cuando el carruaje partió con Oyister, el silencio regresó.

Solo entonces el serif se volvió hacia las tres mujeres. Váyanse a casa con su tío. Descansen. Lo peor ha pasado. Sara asintió. ¿Y la otra chica? Preguntó el tío de Ana. Nos ocuparemos de su bienestar. Las franciscanas estarán encantadas de ayudarnos. Está en buenas manos. No se preocupe. Las tres mujeres salieron al portal. El aire olía a tierra mojada y a justicia recién servida.

 A lo lejos, en lo alto de la colina, una silueta solitaria se recortaba contra el cielo. Un jinete con poncho oscuro, inmóvil bajo el viento. Ana lo vio primero. Es él. Agitó su brazo en alto para llamar su atención, pero el hombre no se movió. ¿Por qué no viene? Susurró Nora. El jinete apenas asintió levemente con la cabeza, un gesto cortés, una señal de sombra entre el sol y la distancia.

Luego giró el caballo y desapareció tras la colina. Ana dio un paso adelante con el impulso de correr hacia aquella figura, pero Nora sujetó del brazo. “No vayas”, dijo. Ana la miró con lágrimas contenidas. ¿Por qué? Nora sonrió con tristeza. El viento barrió la calle levantando polvo y hojas detrás del carro que avanzaba saliendo del pueblo de vuelta a su hogar.

Señor del llano y de la arena, que oyes al lobo cuando huya pena. No tengo templo ni cruz labrada, ni fega por la alborada. No quiero oro ni casa rica, ni voz que mande, ni mano que obliga. Solo te pido, si es tu querer, andar derecho y no volver. Haz firme el pulso. Limpia la vista, que el mal no gane si el bien resista. Y si en la noche me hallo perdido, que el viento diga por dónde he ido.

Cuando mi senda llegue a su fin y el sol desborde el último con fin, que mi caballo se quede en calma y tú me tomes sin miedo ni alma, porque nací sin tierra ni nombre, pero en tu cielo hay paz para al hombre. Y si algún día me ves pasar, seré el polvo, Señor, que vuelve al mar. Por favor, escríbeme diciendo que te pareció este caso tan particular.

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