Vanya se apoyó en una farola, observando los coches que pasaban a toda velocidad por una de las calles principales de la capital.

El sol ardía y el calor le hacía sudar por la cara. La pequeña caja de dulces que colgaba de su cuello se movía al ritmo de sus movimientos mientras ofrecía sus productos a los conductores. Vanya sabía que necesitaba vender más ese día; su madre casi se había quedado sin medicinas.

Esperando otro semáforo en rojo, Vanya miró al cielo y suspiró. “Mamá, te prometo que puedo. Solo un poco más de paciencia, por favor”, susurró tan bajo que ella pudo oírlo desde su cama en casa.

Pronto el semáforo se puso en rojo y Vanya corrió hacia los coches. “Dulces, dulces por cinco grivnas. Ayude al niño, por favor”.

Repetía casi mecánicamente, golpeando suavemente las ventanillas. Algunos conductores negaron con la cabeza, otros simplemente lo ignoraron. Finalmente, una mujer bajó la ventanilla de su coche y le dio una moneda.

“Gracias, señora, que Dios la bendiga”, dijo Vanya con una sonrisa cansada. La mujer lo miró con pesar y le preguntó: “¿Cuántos años tienes, chico?”. “Doce, tía”, respondió él. Ella negó con la cabeza, como si lamentara su forma de vida, pero no dijo nada más.

El semáforo se puso en verde y ella se marchó. Vanya se guardó la moneda en el bolsillo y regresó a la acera. El flujo constante de coches parecía una sinfonía de ruidos a la que se había acostumbrado.

Cuando el tráfico empezó a disminuir, Vanya decidió que era hora de irse a casa. Caminó por las estrechas y polvorientas calles de su barrio, pasando junto a casas modestas con las paredes agrietadas. Al llegar a su pequeña casa, abrió la puerta con cuidado.

El ambiente dentro era sombrío, apenas interrumpido por los débiles rayos de luz que entraban por las ventanas mal selladas. “Mamá, ya volví”, dijo Vanya al entrar. Su voz era baja, casi tímida, como si temiera molestarla.

“Vanechka, ¿ya llegaste a casa?” Su voz era débil, pero había amor en ella. “Sí, mamá. Hoy vendí dulces.

Mañana intentaré vender más”, dijo él, acercándose a la cama donde ella yacía. “No te preocupes, hijo. Lo estás haciendo lo mejor que puedes.

Solo me preocupa que salgas todos los días”. Intentó sonreír, pero el cansancio en sus ojos era evidente. Vanya se sentó a su lado, tomándole la mano.

“Encontraré la manera, mamá, te lo prometo. Solo necesitamos un poco más de tiempo. Encontraré la manera de sacarte de aquí y darte una vida mejor”.

Le acarició la cara con suavidad. “Eres tan valiente, mi pequeño héroe. Tu padre estaría muy orgulloso de ti”.

“Mamá, no pienses en eso ahora”, la interrumpió Vanya con suavidad. “Concentrémonos en que te mejores”. Asintió y cerró los ojos un momento…

Parte 2

Vanya se quedó en silencio un rato, observando a su madre dormitar. Su respiración era lenta, irregular, como si cada aliento costara esfuerzo. A veces tenía miedo de que no despertara. Pero se negaba a pensar en eso. No podía permitirse caer. Tenía que ser fuerte por los dos.

Se levantó con cuidado para no despertarla y fue a la pequeña cocina. Sobre la mesa solo había un trozo de pan duro y una taza con restos de té frío. Vanya no tenía hambre, pero sabía que debía comer algo para tener energía para el día siguiente. Partió el pan en dos y se obligó a masticarlo lentamente. Mientras lo hacía, pensaba en cómo podría ganar más dinero. Ya había recorrido todas las esquinas donde solían parar más autos. Pero quizás… quizás si llegaba más temprano al centro, o si limpiaba parabrisas, ganaría más.

Terminó de comer, lavó la taza y fue a revisar la caja de medicamentos. Solo quedaban tres pastillas. Tres. Contó con los dedos cuántos días más podrían sobrevivir con eso. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no dejó que cayeran. No frente a ella. Nunca frente a ella.

Aquella noche durmió en el suelo, como siempre, con la cabeza cerca de la cama de su madre. Cada vez que ella tosía, él abría los ojos de golpe, temiendo lo peor. Pero la noche pasó, lenta y calurosa, y cuando el primer rayo de sol se coló por la ventana, Vanya ya estaba despierto.

Se levantó con cuidado, se lavó la cara con agua del balde, se colgó la cajita de dulces al cuello y, antes de salir, besó la frente de su madre.

—Hoy será un buen día, mamá. Lo presiento —susurró.

Y salió nuevamente a las calles, con los zapatos gastados y el corazón lleno de determinación.

Claro, aquí tienes la Parte 3 de esta historia emotiva sobre Vanya:

Parte 3: Una Mano Extendida

Esa noche, Vanya apenas durmió. El zumbido de los autos aún retumbaba en sus oídos y las palabras de su madre seguían latiendo en su corazón. Se levantó antes del amanecer, preparó su cajita de dulces y salió en silencio, sin despertar a su madre.

Pero ese día, algo diferente ocurrió.

Al llegar a su esquina habitual, se encontró con que otro niño ya estaba ahí, vendiendo flores. Vanya dudó un instante, pero luego se acercó.
“Hola, ¿tú también vendes?”, preguntó con una voz amable.
“Sí”, respondió el otro niño con una mirada desconfiada. “Pero yo llegué primero”.
“Está bien, compartiré el otro lado de la calle”, dijo Vanya sin discutir. Se alejó con calma y se ubicó junto a otro semáforo.

Pasó más de una hora sin mucha suerte. El sol subía y el calor era insoportable. En un momento, Vanya sintió que sus piernas flaqueaban. Se apoyó en una pared, pero no dijo nada. Sabía que debía aguantar.

Una mujer elegante, con gafas oscuras y una carpeta en la mano, se le acercó inesperadamente. “¿Estás bien, niño?”.
“Sí, señora. Solo un poco de calor”, respondió él, sin dejar de sonreír.

Ella lo miró con atención. “¿No deberías estar en la escuela?”
“No puedo, señora. Mi mamá está enferma y yo vendo dulces para sus medicinas.”
La mujer frunció el ceño, como si algo dentro de ella se removiera. “¿Cómo te llamas?”
“Vanya.”
“Soy Irina. Trabajo para una fundación que ayuda a niños como tú. ¿Te gustaría que te ayudáramos?”

Vanya la miró, confundido. “¿Gratis?”
Irina asintió. “Gratis. Con comida, escuela, y ayuda médica para tu madre.”
El corazón de Vanya latía con fuerza. Dudó. ¿Y si no era real? ¿Y si era una trampa? Pero algo en los ojos de aquella mujer lo hizo confiar.

“Está bien. Pero tengo que decirle a mi mamá primero.”
“Por supuesto”, dijo Irina con una sonrisa. “¿Puedo acompañarte?”

Final: Un Nuevo Comienzo

Vanya caminaba rápido, casi corriendo, con Irina detrás. El corazón le golpeaba el pecho, no por miedo, sino por la esperanza. Aquella palabra que su madre siempre le repetía: “Un día, hijo. Un día todo cambiará.”
Tal vez… ese día había llegado.

Llegaron al edificio derrumbado donde vivían. Subieron los peldaños desvencijados hasta el cuarto piso. Vanya abrió la puerta con suavidad.

—Mamá —susurró—. Traje a alguien.

Lina, débil y sorprendida, se incorporó desde la cama improvisada. Irina entró, miró a su alrededor y respiró hondo al ver el estado del lugar: humedad en las paredes, una colchoneta vieja, y en una esquina, un frasco vacío con restos de pastillas.

—Señora Lina, soy Irina. Trabajo en la Fundación Luz Clara. Su hijo me conmovió profundamente. Queremos ayudarlos. Podemos llevarlos a una residencia limpia, con doctores, comida y escuela para él.
—¿Escuela? —repitió Lina, con un nudo en la garganta.
—Sí. Y tratamiento médico para usted.

Lina comenzó a llorar en silencio. Durante años había luchado sola, esperando un milagro que parecía no llegar nunca. Vanya se acercó y le sostuvo la mano.
—Te lo dije, mamá. No me rendí.

Irina les dio tiempo para empacar las pocas cosas que tenían. Vanya guardó su cajita de dulces, como recuerdo. Mientras bajaban las escaleras, el niño miró por última vez aquel lugar que, aunque frío y roto, había sido su hogar.

Pero no lo extrañaría.


Dos Meses Después

Vanya corre en un jardín lleno de árboles y niños que ríen. Lleva un uniforme nuevo, una mochila con libros, y en la mano un dibujo: su madre sonriendo, ya recuperándose poco a poco en la enfermería del centro.

Irina lo observa desde una banca, con una sonrisa.
—¿Qué estás dibujando hoy? —le pregunta.
—Mi futuro —dice él, levantando la hoja con orgullo.

Y por primera vez en mucho tiempo, no tenía miedo al mañana.


FIN 🌤️