¿Y qué le viste?
Carla salió del supermercado y bajaba las escaleras cuando un coche rojo se detuvo frente a ella. De él salió una mujer joven. Una ráfaga de viento levantó el vuelo de su vestido y una mecha de pelo le tapó el rostro. Con un gesto habitual, apartó el cabello, ajustó su falda y pasó junto a Carla sin reparar en ella.
—¡Elena! ¡Elenita! —la llamó Carla.
Elena se dio la vuelta, buscó quién podía haberla llamado y su mirada se posó en Carla. Ambas se observaron unos segundos en silencio.
—¿No me reconoces? —Carla subió de nuevo hacia la entrada—. Soy Carla, Carla López.
—Carla… Es verdad, no te reconocí. Qué vida tenemos… —dijo Elena con frialdad.
—Mira, si estás libre… —Carla la tomó del brazo y la apartó de la puerta—. Vamos a un lado, estamos molestando aquí. ¡Qué cambiada estás!
Elena sonrió con condescendencia.
—¿Vives por aquí? —preguntó.
—No, trabajo cerca. He salido en la pausa. ¿Y tú? —contestó Carla.
—Oye, ¿por qué seguimos aquí? ¿Tienes tiempo? Vamos a un café, hablamos. ¿Cuándo nos veremos de nuevo?
—Vale —aceptó Carla.
Entraron en un pequeño bar semivacío en el edificio de al lado, más bien de esos sitios rápidos. Se sentaron junto a la ventana. Elena llamó a la camarera. La joven, mascando chicle, se acercó con desgana y dejó las cartas sobre la mesa con gesto molesto.
—No hace falta —Elena apartó los plásticos—. Dos ensaladas, dos bizcochos y té. Y rápido, por favor.
Tras decir esto, dirigió su atención a Carla y sonrió. La camarera se alejó balanceando sus caderas estrechas.
—Bueno, ¿cómo estás? —Elena se acomodó en la incómoda silla de plástico.
—Bien. Estuve casada, aunque poco tiempo. Sin hijos. Por lo que veo, a ti te va genial —respondió Carla.
—No me quejo —Elena rio y alzó su mano derecha, mostrando el anillo de compromiso en su dedo.
—¿Y niños? —preguntó Carla.
La camarera regresó con una bandeja y dejó los platos con los pequeños pasteles, las tazas y la tetera de porcelana.
—Oye, ¿tus padres siguen vivos? —preguntó Elena de pronto, cuando la chica se marchó.
—Mi padre murió hace años. Mi madre… Bueno, sigue viva, pero desde que él falleció no es la misma —Carla habló con tristeza y giró su tacita sobre el platillo.
Elena sirvió el té caliente. Un aroma a menta llenó el aire.
—Qué pena. Me encantaban tus padres. No como mi madre. Siempre amargada, ni una palabra cariñosa en la boca. Ni extraña que mi padre la dejara. Cómo me gustaba estar en tu casa. Tan tranquila… —Los ojos de Elena se perdieron en los recuerdos.
Carla suspiró.
***
Vivían en el mismo bloque, ella en el cuarto piso y David en el tercero. Primero fueron juntos a la guardería, luego al mismo colegio. El padre de David bebía y montaba escándalos constantemente. Él siempre subía a casa de Carla.
En tercero de la ESO llegó una chica nueva. Sus padres se divorciaron, y después del reparto de la casa, ella y su madre se mudaron al edificio de al lado. Elena, radiante y guapa, atrajo al instante la atención de David. Carla ardía de celos. Antes iban y volvían juntos del colegio. Ahora…
—¿Qué pasa? ¿Se te olvidó algo? —preguntó Carla cuando David se detuvo en mitad del portal.
—Espera un momento.
—¿A qué? —Carla comenzaba a irritarse.
En ese momento, la puerta del edificio vecino se abrió y salió Elena. Corrió hacia ellos, sonriendo, mirando solo a David. Junto a ella, David se volvía alegre y hablador, irreconocible para Carla. Contaba chistes, historias. Elena reía a carcajadas, mientras Carla caminaba en silencio a su lado.
Después de clase, David salía corriendo al vestuario, se cambiaba y esperaba a Elena con su chaqueta en la mano. Volvían juntos a casa, olvidándose de Carla. En el recreo, Elena hablaba con ella como si nada hubiera pasado.
Una vez fueron juntos al cine. Cuando terminó la película y se encendieron las luces, Carla vio que David y Elena se tomaban de la mano. Así caminaron hasta casa. Carla se quedó atrás, y ellos ni se dieron cuenta. Nunca más salió con ellos.
Al terminar el instituto, cada uno siguió su camino: Carla estudió Económicas, David se fue a una escuela de mecánica y Elena a moda.
En invierno, Carla se enfermó. Llovía, el año estaba por terminar. Miraba por la ventana cuando vio a Elena cruzar el patio hacia su portal. Carla abrió la puerta, esperándola en el umbral. Pero los pasos se detuvieron un piso más abajo. Oyó la voz de David: “Por fin…” La puerta se cerró.
El calor enrojeció el rostro de Carla. Se sentó en el banco del recibidor y lloró. Elena iba a ver a David mientras sus padres trabajaban. La sola idea de lo que hacían allí le dolía en el pecho.
Un día, su madre llegó del supermercado y contó que había hablado con la madre de David. La mujer se quejaba de que su marido bebía más que nunca y su hijo se había ido de casa. Alquiló un piso con Elena.
En el último año de carrera, Carla se casó con un compañero. Vivían con su suegra, que no dejaba de meterse en su vida, diciéndole cómo cuidar de su marido. Alejandro era un niño de mamá.
—Ale, ¿por qué te casaste conmigo? —preguntó Carla un día—. Ninguna esposa podrá sustituir a tu madre.
Alejandro se encogió de hombros.
—Mamá quiere lo mejor para mí. Te acostumbrarás.
—No quiero. Vete a vivir con ella —dijo Carla, y empezó a hacer la maleta.
Alejandro volvió a encogerse de hombros y se sentó frente al ordenador. El divorcio fue rápido. Sin hijos, no había nada que repartir. Así terminó el breve matrimonio de Carla.
Solo vio a David una vez más, en el funeral de su padre. No pudieron hablar. Poco después, su madre se volvió a casar.
***
A Carla le parecía que había pasado una eternidad desde entonces. Y ahora Elena estaba frente a ella en el café, tan radiante y segura como siempre. La camarera trajo las ensaladas. Elena comió con gusto. Carla dio un bocado al bizcocho y probó el té ya frío.
—¿Y David? —preguntó.
—¿David? —Elena la miró fijamente, con el tenedor a medio camino—. ¿Todavía estás enamorada de él? —Dejó el cubierto y se recostó.
—Sabes, siempre te tuve envidia. Tú tenías una familia maravillosa, padres cariñosos. Yo solo tenía mi belleza. Enamoré a David, y él cayó tan fácil… —Se calló. Carla también.
—Pero éramos muy diferentes. Al poco, nos aburrimos. Él quería familia, hijos. ¿Yo para qué? Quería vivir, no sobrevivir de sueldo en sueldo. Ahora tengo un marido adinerado y todo lo que se puede desear.
—¿Y David?
—¿Por qué insistes? David vive en un pequeño piso. No gana para más. Creo que sigue solo. Así que el caminoCarla salió del café con el corazón acelerado, decidida a buscar a David y darle una segunda oportunidad, porque después de todos esos años, seguía creyendo en el amor que nunca se atrevió a confesar.
Carla salió del café como si le faltara el aire. El sol de la tarde calentaba la acera, pero a ella le invadía un frío antiguo, conocido. Sus pasos eran inseguros, como si no supiera a dónde ir, pero su corazón la empujaba en una sola dirección: hacia ese viejo edificio de su infancia, donde todo empezó… y donde quizá algo podía empezar de nuevo.
Pasó frente al portal. El mismo donde tantas veces esperó a David, donde Elena apareció por primera vez, transformándolo todo. El tiempo había hecho su trabajo: la pintura descascarada, los buzones oxidados, las escaleras de mármol agrietado. Pero para Carla, todo seguía igual.
Le temblaba la mano al tocar el timbre.
—¿Sí? —Una voz grave, reconocible, respondió por el interfono.
—David… soy Carla.
Hubo una pausa. Larga.
—Sube.
El piso estaba limpio, modesto, con muebles sencillos. Un sofá gris claro, plantas en las ventanas. Olía a café recién hecho y a hogar.
David estaba allí, en persona. No el chico de la memoria, sino un hombre. Canas en las sienes, mirada más serena, pero con esa expresión amable que Carla nunca pudo olvidar.
—No esperaba verte —dijo, intentando sonreír.
—Yo tampoco esperaba venir. Fue casual. Me crucé con Elena… y… no sé. Algo se despertó.
David le ofreció una taza. Se sentaron.
—Te ves bien —dijo él.
—Y tú… sigues teniendo esa mirada de cuando me explicabas matemáticas en el banco del parque.
Rieron.
Hubo silencios, pero no incómodos. Como si hubieran estado esperando toda la vida para poder quedarse en silencio el uno junto al otro.
—¿Y tú? —preguntó él—. ¿Fuiste feliz?
Carla pensó un momento.
—Lo intenté. Pero siempre me faltó algo… o alguien.
David la miró. Bajó la vista. Luego se puso de pie y fue hacia una estantería. Sacó una caja de madera, la abrió y sacó una hoja amarillenta. La reconoció al instante. Su letra. Una carta que nunca entregó. Un poema que le escribió a David y que creyó perdido.
—Lo encontré el día que te fuiste a la universidad. Iba a devolvértelo, pero… no tuve valor.
Carla sintió que las lágrimas le llenaban los ojos.
—Nunca supe si lo habías leído.
—Lo leí cada año, el día de tu cumpleaños.
Un silencio. Y luego, como un pacto tácito, se acercaron. No hubo prisa. Solo un roce de manos, una caricia ligera en el rostro. Y un abrazo que cerró veinte años de distancia.
Meses después, Carla decidió dejar su piso y regresar al barrio. Trabajaba desde casa, como consultora financiera. David seguía con su taller mecánico, orgulloso de sus clientes fieles.
El amor entre ellos no era una explosión adolescente, sino una llama tranquila, constante. Se acompañaban en lo cotidiano: las cenas, los domingos de película, las visitas al mercado. No necesitaban promesas, ni reencuentros dramáticos. Solo el presente. Por fin juntos.
Una tarde, paseando por el parque de su infancia, Carla se detuvo frente al banco donde tantas veces conversaron siendo niños.
—¿Sabes? —le dijo a David—. Nunca entendí qué le viste a Elena.
David la miró con ternura.
—No sé… Supongo que solo era una ilusión. Pero lo que yo no vi fue lo que tenía delante. Tarde, pero ahora lo veo todo claro.
Carla sonrió.
—Entonces, ¿qué me ves ahora?
—Veo a la mujer que siempre quise… y que por fin tengo.
Y sin decir más, se tomaron de la mano, como si el tiempo, por fin, se hubiera rendido a su favor.
FIN
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