
Bienvenidos a este recorrido por uno de los casos más escalofriantes y documentados de la historia del México porfiriano. Antes de comenzar te invito a dejar en los comentarios desde qué país o ciudad nos estás escuchando y la hora exacta en este momento. Nos interesa profundamente saber hasta dónde llegan estas historias olvidadas y en qué momento del día o de la noche decides adentrarte en los misterios que el tiempo intentó sepultar.
El caso de Sofía Romero comenzó un domingo aparentemente ordinario en la ciudad de Puebla de Los Ángeles. Corría el año de 1905 y México vivía los últimos años del porfiriato. La ciudad, conocida como la Angelópolis, se extendía majestuosa bajo la sombra de sus más de 70 iglesias y conventos. El aire olía a pan recién horneado y a flores de azaar que decoraban los patios coloniales. La familia Romero pertenecía a la clase media acomodada poblana.
Don Patricio Romero era notario público, un hombre respetado que mantenía su despacho en los portales del centro. Su esposa, doña Eulalia Mendoza, provenía de una antigua familia criolla con vínculos cercanos a la iglesia. Tenían tres hijas, Isabel de 15 años, Sofía de apenas ocho y la pequeña Amelia de cuatro.
Vivían en una casona de dos plantas en la calle 5 de mayo, a escasas tres cuadras del Zócalo. La residencia, construida en 1872, conservaba los pisos de barro cocido y las vigas de madera labrada, típicas de la arquitectura poblana. Un corredor interior rodeaba un patio donde crecían jacarandás y gardenias que doña Eulalia cultivaba con devoción casi religiosa.
Según los registros parroquiales de la catedral de Puebla, la mañana del 24 de septiembre de 1905, la familia Romero asistió completa a la misa de las 9. Era domingo y como cada semana cumplían con su obligación religiosa. Varios feligreses recordaron haber visto a la pequeña Sofía vestida con un vestido de manta blanca bordado con flores azules y un listón del mismo color en su cabello castaño.
Una niña hermosa, de ojos curiosos y sonrisa fácil. Ese detalle lo recordarían todos, esa sonrisa que nunca volverían a ver. La última persona que afirmó haber visto a Sofía con vida fue Jacinta Flores, una vendedora de dulces típicos que se instalaba frente a la catedral los domingos.
Según su testimonio recogido por el periódico El Monitor poblano, tres días después, la niña se detuvo frente a su puesto aproximadamente a las 11 de la mañana. La pequeña me preguntó el precio de las alegrías, declaró Jacinta. Le dije que costaban dos centavos. La niña revisó su bolsillo, pero solo tenía uno. Le regalé una de todos modos.
Ella me agradeció con esa sonrisa angelical y echó a correr hacia el atrio de la catedral. Iba persiguiendo una paloma blanca. Nunca pensé que esa sería la última vez que alguien la vería. Después de eso, Sofía Romero simplemente se desvaneció. La familia notó su ausencia durante la comida.
Doña Eulalia había asumido que la niña estaba jugando en el patio con Amelia. Isabel, la hermana mayor, pensó que estaba con su madre. Cuando se sentaron a la mesa y la silla de Sofía quedó vacía, un silencio helado inundó el comedor. Don Patricio organizó inmediatamente una búsqueda.
Revisaron cada habitación de la casa, cada rincón del patio, el cuarto de servicio, incluso el algiibe, nada. La niña no estaba en la casa. El notario salió a las calles preguntando a vecinos y comerciantes. Algunos recordaban haber visto a Sofía esa mañana rumbo a la catedral con su familia, pero nadie la había visto regresar.
A las 4 de la tarde, con el sol comenzando a declinar entre las cúpulas de las iglesias, don Patricio acudió personalmente a la jefatura de policía. El jefe político de Puebla, don Gustavo Ramírez, ordenó de inmediato un operativo de búsqueda. Puebla en aquella época era una ciudad de aproximadamente 93,000 habitantes, lo suficientemente grande para que alguien se perdiera, pero lo suficientemente pequeña para que la desaparición de una niña conmocionara a toda la sociedad.
Durante las siguientes 48 horas, más de 100 hombres peinaron cada calle, cada callejón, cada plaza. Se revisaron las orillas del río San Francisco, se inspeccionaron casas abandonadas, se interrogó a vendedores ambulantes, cocheros, mendigos. Se enviaron telegramas a las estaciones de tren en Veracruz. Ciudad de México y Oaxaca. Todo fue inútil.
Sofía Romero había desaparecido como si la tierra se la hubiera tragado. El caso ocupó las primeras planas durante semanas. El monitor poblano tituló: “Desaparece niña de familia distinguida en pleno centro de Puebla. Autoridades sin pistas. El diario de Puebla fue más dramático. El misterio de la niña Romero estremece a la Angelópolis. Secuestro o tragedia.
Los rumores comenzaron a circular inmediatamente. Algunos vecinos susurraban sobre gitanos que habrían pasado por la ciudad esa semana. Otros hablaban de traficantes de niños que los llevaban a trabajar a las haciendas enqueneras de Yucatán. Los más supersticiosos mencionaban la llorona, ese espectro que, según las leyendas, robaba niños en la noche.
Doña Eulalia rechazaba todas estas versiones con vehemencia, según relata padre Eusebio Ortega. Capellán de la familia. En una carta fechada el 5 de octubre de 1905, visité a la señora Romero esta tarde. La encontré postrada en su recámara con el rosario entre las manos, repitiendo sin cesar el nombre de su hija.
Me dijo, “Padre, mi niña no fue robada por gitanos ni por traficantes. Algo más oscuro sucedió. Algo que nadie quiere ver. ¿Qué había visto doña Eulalia que los demás no veían? ¿Por qué estaba tan segura de que la desaparición de su hija no era un simple secuestro? Si quieres conocer la respuesta, no olvides suscribirte al canal y activar la campanita, porque lo que estás a punto de escuchar cambiará completamente tu perspectiva sobre este caso.
El primer indicio perturbador apareció exactamente una semana después de la desaparición. El primero de octubre, un jardinero que trabajaba en los patios del convento de Santa Catalina encontró un listón azul enredado en las rejas de una ventana que daba a un callejón trasero. Doña Eulalia identificó la cinta inmediatamente. Era el listón que Sofía llevaba en el cabello el día de su desaparición.
El convento de Santa Catalina era un edificio imponente de tres plantas. Ubicado a apenas dos cuadras de la catedral. Albergaba una comunidad de 42 monjas de clausura de la orden de las dominicas. La policía solicitó permiso para inspeccionar el convento. La madre superior, Sor Inés del Sagrado Corazón, accedió, aunque según consta en los registros policiales, mostró una actitud notablemente defensiva y poco colaborativa.
Durante dos días, los agentes revisaron cada rincón del convento, las celdas, la capilla, los patios, la cocina, la biblioteca, los talleres de bordado, no encontraron ningún rastro de Sofía. Las monjas, interrogadas una por una, negaron haber visto a la niña. Sin embargo, algo llamó la atención del inspector Julio Cervantes, encargado de la investigación.
En su informe del 4 de octubre escribió, “Durante el interrogatorio de las religiosas, noté que varias de ellas evitaban el contacto visual y mostraban signos evidentes de nerviosismo, particularmente sordalena Torres, una monja joven de aproximadamente 25 años, quien al preguntarle si había visto u oído algo inusual la semana anterior, rompió en llanto y tuvo que ser retirada de la sala.
La madre superior explicó que la hermana sufre de nervios delicados, pero solicité permiso para interrogarla nuevamente. El permiso fue denegado por el obispo Ramón Ibarra. Aquí comenzó lo que muchos considerarían un encubrimiento sistemático. Cuando don Patricio intentó apelar directamente al obispo, fue recibido con frialdad.
Según su propio testimonio, recogido en una carta a su hermano en Guadalajara, el obispo le dijo textualmente, “Don Patricio, comprendo su dolor, pero debe entender que el convento de Santa Catalina es territorio sagrado. Las hermanas han sido interrogadas y no saben nada. Continuar con estas pesquisas solo traerá escándalo innecesario a la Iglesia.
Le sugiero que encomiende a su hija a la Virgen y permita que Dios obre su voluntad. Esa noche, don Patricio escribió en su diario personal, “Me han cerrado las puertas. Siento que hay algo podrido detrás de esos ¿Qué le hicieron a mi niña? ¿Dónde está Sofía? Mientras tanto, en la casa de los Romero, la vida se había convertido en un infierno silencioso.
Doña Eulalia pasaba los días encerrada en la habitación que había compartido Sofía con Amelia. Se sentaba en la cama de su hija desaparecida, sosteniendo su muñeca de trapo, meciéndose lentamente mientras tarareaba canciones de cuna. La pequeña Amelia, de apenas 4 años desarrolló un miedo paralizante a dormir sola.
Cada noche despertaba gritando, diciendo que Sofía la llamaba desde las paredes. Está triste, mamá, decía la niña. Sofía está muy triste y tiene frío. Quiere volver a casa, pero no puede. Hay una señora vestida de negro que no la deja. Isabel, la hija mayor, dejó de asistir al colegio de las hermanas. del Sagrado Corazón. Según su maestra Sor Beatriz Aguilar, la muchacha había cambiado completamente.
Era una alumna brillante y sociable. Escribió la monja en un informe escolar. Desde la desaparición de su hermana se volvió taciturna y ausente. La he sorprendido varias veces mirando fijamente el convento de Santa Catalina que se ve desde las ventanas del aula. Cuando le pregunto qué mira, simplemente dice, “Están mintiendo.
Ella está allí.” Don Patricio, por su parte, se sumergió en la búsqueda obsesiva de su hija, contrató investigadores privados, ofreció una recompensa de 500 pesos, una fortuna en aquella época, a quien proporcionara información sobre el paradero de Sofía. publicó anuncios en periódicos de todo el país. Nada dio resultado.
Según los registros comerciales del despacho notarial, los ingresos de don Patricio comenzaron a disminuir drásticamente a partir de noviembre de 1905. Sus clientes, en su mayoría, personas vinculadas a la iglesia o a familias conservadoras, comenzaron a alejarse discretamente.
Algunos, de manera explícita, le aconsejaron que dejara de perseguir fantasmas y que aceptara la voluntad de Dios. El caso oficialmente fue suspendido el 15 de noviembre de 1905. El informe final del inspector Cervantes conservado en los archivos del Estado de Puebla concluye, tras seis semanas de investigación exhaustiva, no se han encontrado indicios concluyentes sobre el paradero de la menor Sofía Romero Mendoza.
Se considera probable que la niña haya sido víctima de secuestro por parte de individuos desconocidos, posiblemente con fines de trata. o adopción ilegal. Se mantiene alerta en todas las autoridades del país. El caso permanece abierto, abierto, pero abandonado. Fue entonces cuando comenzaron a circular rumores todavía más oscuros sobre el convento de Santa Catalina.
Varios vecinos del callejón trasero reportaron haber escuchado llanto de niño durante las noches. una lavandera llamada Refugio Campos, quien trabajaba para varias familias del centro, declaró ante un escribano público que la madrugada del 6 de noviembre, mientras cruzaba frente al convento rumbo a su casa, escuchó claramente la voz de una niña gritando, “Mamá, ayúdame.
” El sonido venía de algún lugar dentro del edificio”, declaró refugio. Me quedé paralizada. Era una voz desesperada, llena de miedo. Luego todo quedó en silencio, un silencio que me heló la sangre. Corrí a mi casa y no me atreví a decir nada hasta hoy por miedo a las represalias. Otros testimonios comenzaron a surgir.
Un lechero llamado Tomás Vega afirmó que en varias ocasiones, al entregar productos al convento en la madrugada había escuchado cantos extraños que no se parecían a los rezos habituales de las monjas. Eran como salmodias, describió, pero en un idioma que no reconocí y había olor a incienso muy fuerte. Pero no era el incienso de la iglesia, era algo más dulzón, casi mareante.
¿Qué estaba ocurriendo realmente dentro del convento de Santa Catalina? ¿Por qué las autoridades eclesiásticas se negaban a permitir una investigación más profunda? ¿Estaba realmente Sofía allí dentro? ¿Cómo intuían su madre y su hermana? Para descubrir la verdad, asegúrate de estar suscrito, porque lo que viene a continuación es tan perturbador que muchos documentos relacionados con este caso fueron censurados durante décadas.
El giro definitivo en el caso se produjo de la manera más inesperada. La madrugada del 22 de diciembre de 1905, tres meses exactos después de la desaparición de Sofía, una monja abandonó el convento de Santa Catalina. Sor Magdalena Torres, la misma religiosa que había mostrado nerviosismo durante el interrogatorio policial, huyó del convento en plena noche.
Fue encontrada al amanecer por un vigilante nocturno deambulando descalza y en estado de shock por las calles cercanas al Zócalo. El vigilante Martín Solís la condujo a la comisaría. En su reporte describió: “La religiosa temblaba incontrolablemente. Tenía las manos ensangrentadas como si hubiera estado arañando algo. Su hábito estaba rasgado a la altura de las rodillas.
Repetía sin cesar, tienen que sacarla de allí. Tienen que sacarla antes de que sea demasiado tarde. La niña, la niña del vestido blanco. El inspector Cervantes fue llamado de urgencia. Lo que Sor Magdalena le reveló esa madrugada constituye uno de los testimonios más perturbadores en los archivos criminales mexicanos.
Según el acta levantada a las 5:30 de la mañana. Sor Magdalena declaró lo siguiente. Mi nombre es Magdalena Torres y Ávila. Ingresé al convento de Santa Catalina hace 3 años, cuando tenía 22. Lo hice por devoción genuina o eso creía, pero ese lugar, ese lugar no es lo que parece. Existe una sección del convento que no se mostró a las autoridades durante la inspección.
Es un sótano antiguo construido cuando el edificio era una casa particular en el siglo X. Se accede por una trampilla en la sacristía de la capilla oculta bajo una alfombra. No todas las hermanas conocen su existencia. Solo la madre superior, Sorinés y cinco monjas más, las que ella llama las elegidas. Yo fui seleccionada hace un año para unirme a ese círculo. Me dijeron que era un honor que participaría en rituales de purificación especiales aprobados por el obispo.
Al principio parecían simples ceremonias de oración intensificada, ayunos prolongados, vigilias nocturnas, flagelación como penitencia. Pero luego comenzaron a cambiar las cosas. Sorinés nos hablaba de la necesidad de sacrificios puros para expiar los pecados del mundo moderno. Decía que Dios le había revelado en visiones, que era necesario ofrecer almas inocentes para salvar a la humanidad de la perdición.
Yo pensé que hablaba de sacrificios espirituales, de oraciones y penitencias. El 24 de septiembre, después de la misa de las 9, Sorinés salió del convento. Cuando regresó, cerca de las 11:30, traía a una niña, una niña pequeña vestida de blanco con un listón azul en el cabello. La niña parecía confundida, pero tranquila. Sorinés le había dicho que era un juego, que su madre vendría pronto a buscarla.
Nos reunieron a las seis elegidas en el sótano. Allí estaba la niña sentada en una silla jugando con su muñeca. Sorines nos explicó que esa niña era el cordero que Dios había enviado. Dijo que debíamos mantenerla en el sótano durante 90 días, sometiéndola a un proceso de purificación espiritual que culminaría en la víspera de Navidad. Yo pregunté qué significaba eso.
Sor Inés me miró con ojos que me aterrorizaron. Significa, dijo que esta niña será entregada a Dios como ofrenda perfecta. Su alma pura limpiará nuestros pecados y los del mundo. Es un acto de amor supremo. Comprendí entonces con horror que hablaba de asesinato, de sacrificio humano disfrazado de acto religioso.
Quise negarme, quise gritar, pero Sorinés me advirtió que si revelaba algo, sería yo quien ocuparía el lugar de la niña. Además, dijo, el obispo estaba al tanto y aprobaba todo. Nadie me creería. Durante tres meses, esa niña ha estado en el sótano. Le damos comida una vez al día. agua nada más.
La obligan a rezar durante horas, a arrodillarse sobre piedras. Le dicen que sus padres la abandonaron porque era mala, que solo Dios la quiere. Ahora he visto como esa niña luminosa se ha ido apagando día a día. Ya no llora, ya no grita, apenas habla. Esta noche, durante la reunión, Sorin Inés anunció que mañana, víspera de Navidad, se completaría el sacrificio.
dijo que la niña sería liberada de su cuerpo pecaminoso mediante estrangulamiento ritualizado y que su cuerpo sería enterrado en el jardín del convento bajo el rosal que la madre fundadora plantó hace 200 años. No pude más. Cuando las demás regresaron a sus celdas, escapé, trepé el muro del patio trasero, me desgarré las manos en el vidrio que corona tapia, pero no me importó.
Esa niña está viva todavía. Pero si no actúan antes del amanecer, mañana ya será tarde. Su nombre es Sofía. Lo escuché cuando lloraba llamando a su madre las primeras noches. Sofía Romero. El inspector Cervantes no perdió un segundo. A las 6 de la mañana, un contingente de 20 policías rodeó el convento de Santa Catalina.
El jefe político Gustavo Ramírez en persona dirigió el operativo. Llevaban una orden firmada por el gobernador del estado, Muso Martínez, que autorizaba el registro inmediato del convento. Cuando tocaron a la puerta, Sorin Inés se negó a abrir. Argumentó que el obispo no había autorizado ningún registro. El jefe político ordenó derribar la puerta.
Lo que ocurrió después quedó registrado en un acta de 73 páginas, fotografías de la época y testimonios de los 20 policías presentes. Es uno de los documentos más escalofriantes de la historia criminal mexicana. Guiados por Sor Magdalena, los agentes llegaron a la sacristía, levantaron la alfombra. Allí estaba la trampilla cerrada con un candado.
La forzaron con un hacha. Una escalera de piedra descendía a la oscuridad. El olor que emanaba de allí, según describen los testimonios, era una mezcla náuseabunda de humedad, incienso rancio, excrementos y algo más, algo que varios agentes describieron como olor a muerte. Bajaron con linternas. El sótano era una habitación rectangular de aproximadamente 5 m por las paredes de piedra resumaban humedad, no había ventanas.
En el centro silla de madera. A su alrededor, velas consumidas formando un círculo perfecto. Y allí, acurrucada en una esquina cubierta con un zarape mugriento, estaba Sofía Romero. El inspector Cervantes escribió en su informe. La niña estaba en un estado lamentable, extremadamente delgada, con el cabello enmarañado y sucio.
Su vestido blanco, el mismo que llevaba el día de su desaparición, estaba rasgado y manchado. Sus rodillas presentaban heridas abiertas, aparentemente causadas por arrodillarse sobre piedras durante periodos prolongados. Cuando le hablé, no respondió, no lloró, no gritó, simplemente me miró con unos ojos que me perseguirán hasta mi último día.
Ojos vacíos, como si el alma de la niña ya no habitara ese cuerpo. Intenté cargarla para sacarla de allí, pero se encogió aterrorizada. Finalmente fue el médico forense, Dr. Álvaro Ruiz, quien logró acercarse hablándole con suavidad. La niña permitió que la envolviera en una manta y la sacara de ese infierno. Las paredes del sótano contaban su propia historia de horror.
Estaban cubiertas de inscripciones en latín, versículos bíblicos deformados, símbolos religiosos mezclados con dibujos perturbadores. Había marcas de arañazos, presumiblemente hechas por las pequeñas manos de Sofía. Durante sus primeros días de cautiverio, en una pared, escrito con lo que parecía ser sangre seca, se leía. Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.
Sofía fue trasladada inmediatamente al hospital de San Pedro. El Dr. Ruiz realizó un examen completo. Su informe médico fechado el 23 de diciembre de 1905 detalla. La menor presenta desnutrición severa. Ha perdido aproximadamente 6 kg desde su desaparición. Múltiples contusiones y heridas en extremidades inferiores, signos de haber permanecido en posición arrodillada durante periodos prolongados.
Las uñas de las manos están rotas y ensangrentadas, consistente con haber arañado superficies duras. Desde el punto de vista psicológico, la niña presenta signos de trauma severo. No habla, no responde a estímulos normales. Presenta episodios de terror cuando se apagan las luces. Se niega a comer a menos que se le autorice explícitamente.
Se arrodilla espontáneamente cada cierto tiempo, como si esperara algún tipo de castigo. Mi diagnóstico es que esta niña ha sido sometida a tortura psicológica sistemática durante un periodo de 3 meses. El pronóstico de recuperación es incierto. Don Patricio y doña Eulalia llegaron al hospital corriendo. Según los testigos presentes, la escena fue devastadora.
Cuando doña Eulalia vio a su hija, se desplomó. Don Patricio intentó abrazar a Sofía, pero la niña se encogió aterrorizada como si no reconociera a su propio padre. Papá fue la primera palabra que pronunció Sofía después de tres meses, pero lo dijo con una voz plana, mecánica, como si fuera una palabra aprendida sin significado emocional.
Mientras tanto, en el convento de Santa Catalina, la policía arrestó a seis monjas. Sor Inés del Sagrado Corazón. La madre superior fue esposada mientras gritaba que estaban cometiendo un sacrilegio, que interrumpían la obra de Dios, que todos arderían en el infierno por su intervención.
Las otras cinco monjas elegidas fueron identificadas como Sor Celestina Vargas, Sor Amparo Delgado, Sor Trinidad Ochoa, Sor Refugio Paredes y Sor Asunción Márquez. El caso causó un escándalo monumental. Las primeras planas de todos los periódicos nacionales gritaban el horror. El monitor poblano tituló Monjas secuestradoras.
Niña encontrada viva en sótano de convento tras 3 meses de cautiverio. El nacional desde Ciudad de México. Sacrificio humano en convento poblano. Autoridades eclesiásticas implicadas en encubrimiento. La Iglesia Católica intentó controlar el daño. El obispo Ramón Ibarra emitió un comunicado el 24 de diciembre donde afirmaba que las monjas habían actuado bajo influencia de delirios místicos y que la Iglesia no tenía ningún conocimiento previo de los hechos.
Sin embargo, la investigación reveló una realidad mucho más oscura. Entre los documentos confiscados del convento se encontró correspondencia entre Sorinés y el obispo Ibarra. Las cartas fechadas entre 1903 y 1905 mencionaban repetidamente prácticas de purificación especial y sacrificios necesarios para tiempos de crisis moral. Una carta particularmente incriminatoria fechada el 15 de agosto de 1905, apenas un mes antes de la desaparición de Sofía, decía textualmente: “Excelencia, las hermanas elegidas están preparadas.
Hemos identificado al cordero perfecto, una niña de familia piadosa, inocente y pura. El acto se realizará en el equinocoo de otoño. Solicito su bendición para proceder. Como me enseñó, el sacrificio de uno puede salvar a muchos. La respuesta del obispo, escrita al margen de la misma carta era aún más perturbadora. Proceda con cautela.
Que su fe la guíe. Destruya esta correspondencia. ¿Hasta dónde llegaba realmente esta conspiración? ¿Cuántas personas sabían lo que estaba ocurriendo en el convento de Santa Catalina? ¿Era este un caso aislado o parte de algo mucho más grande? Si quieres conocer cómo terminó este caso y qué fue de todos los involucrados, asegúrate de estar suscrito al canal, porque lo que la investigación reveló después fue censurado por décadas.
El juicio contra las seis monjas comenzó el 15 de febrero de 1906. Fue uno de los procesos más mediáticos de la época. La sala del tribunal en el Palacio de Justicia de Puebla estaba abarrotada cada día. El fiscal licenciado Emilio Carranza presentó pruebas contundentes. El testimonio de Sor Magdalena, los informes médicos de Sofía, las fotografías del sótano, la correspondencia incriminatoria con el obispo.
Sorinés se defendió con una estrategia perturbadora. alegó que todo había sido un retiro espiritual consensuado. Con el permiso de la familia, afirmó que Sofía había llegado al convento por voluntad propia, buscando purificación de su alma, que los padres sabían dónde estaba su hija en todo momento. Era, por supuesto, una mentira absoluta, pero Sorinés la defendió con tal convicción, con tal fervor. El testimonio clave fue el de la propia Sofía.
El 8 de marzo, la niña, que para entonces tenía 8 años y medio, fue llamada a declarar. entró a la sala de la mano del doctor Ruiz, quien había estado tratándola desde su rescate. Los presentes describen a una niña muy delgada, con el cabello corto, porque había sido necesario cortarlo debido al estado de abandono.
Vestía un vestido sencillo de color gris. Sus ojos, que según las fotografías de antes brillaban con alegría infantil, ahora parecían apagados, vidriosos. El juez don Arturo Méndez le habló con suavidad. Sofía le dijo, “Necesito que me cuentes qué pasó el día que desapareciste. ¿Recuerdas ese día? La niña asintió lentamente.
Luego, con una voz apenas audible comenzó a hablar. Su testimonio, transcrito íntegramente en las actas del juicio, congeló la sala. Estaba persiguiendo una paloma blanca en el atrio de la catedral. La paloma voló hacia la calle. Yo la seguí. Entonces, una señora vestida de negro me llamó. Me dijo que la paloma era suya, que se había escapado de su casa. Me preguntó si podía ayudarla a atraparla.
Yo dije que sí. Ella me tomó de la mano. Caminamos por una calle, luego otra. Me dijo que la paloma había entrado a su casa. Era un edificio grande, había un patio con muchas flores. Entramos. Ella cerró la puerta con llave. Yo pregunté dónde estaba la paloma. Ella sonrió, pero era una sonrisa mala. Me dijo, “No hay ninguna paloma, niña tonta.
Tú eres la paloma y ahora eres mía. Yo intenté gritar. Ella me tapó la boca con su mano. Me llevó arrastrando a una habitación. Me quitó mi listón azul. Me dijo que lo tiraría por la ventana para que nadie supiera que estaba allí. Luego vinieron otras señoras vestidas de negro. Me llevaron por una escalera oscura. Bajamos.
Bajamos. Bajamos. hasta un cuarto muy frío y húmedo. No había ventanas. Me dijeron que me habían elegido, que era especial, que Dios me había escogido para algo importante. Al principio lloré, grité, pedí a mi mamá, pero nadie vino. Me decían que tenía que rezar todo el tiempo. Si dejaba de rezar, me hacían arrodillar sobre piedras filosas.
Me decían que mis papás me habían abandonado porque yo era mala, que nadie me buscaba, que lo único que me amaba era Dios, pero que para que Dios me amara tenía que sufrir como Jesús. Me daban muy poca comida, un pedazo de pan y agua una vez al día. Me dijeron que Jesús también ayunó en el desierto.
Cada noche venían, encendían velas alrededor de mi silla, cantaban cosas que yo no entendía. Me preguntaban si estaba lista para entregar mi alma a Dios. Yo no sabía qué significaba eso. Una noche, la señora Mala, la que me atrapó, me dijo que pronto sería Navidad. Me dijo que en Navidad yo sería liberada, que mi cuerpo se quedaría allí, pero mi alma volaría al cielo.
Yo no quería ir al cielo. Yo quería ir a mi casa, quería ver a mi mamá. Pero no lo dije porque cuando decía cosas así me castigaban. Dejé de hablar, dejé de llorar. Solo rezaba, rezaba y rezaba. Pensaba que si rezaba lo suficiente, alguien me escucharía. Y alguien lo hizo. Una de las señoras, la más joven, me miraba con ojos tristes.
Un día me susurró, “Lo siento, no entendí qué significaba.” Entonces, una noche vinieron muchas personas con luces, gritaban, subieron por la escalera. Un señor me envolvió en una manta. me sacó de allí. Vi el cielo. Hacía tanto tiempo que no veía el cielo. Estaba amaneciendo. Era hermoso, ¿no? Pero yo ya no me sentía como antes.
Era como si una parte de mí se hubiera quedado en ese cuarto oscuro y todavía está allí. Cada noche cuando cierro los ojos, estoy allí de nuevo arrodillada sobre las piedras, rezando para que alguien venga. Las señoras me dijeron que Dios me amaba. Pero si Dios me amaba, ¿por qué dejó que me hicieran eso? Cuando Sofía terminó de hablar, la sala del tribunal estaba sumida en un silencio sepulcral.
Varios espectadores lloraban abiertamente. El propio juez tuvo que hacer una pausa para recomponerse. Doña Eulalia, sentada en la primera fila, soyloosaba de manera desconsolada. Don Patricio tenía el rostro desencajado, las manos apretadas con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos. Sorines, por su parte, permaneció impasible, sin mostrar un ápice de remordimiento.
Cuando el juez le preguntó si tenía algo que decir tras escuchar el testimonio de la niña, ella respondió, “Dios conoce mi corazón. Él sabe que todo lo hice por amor a su obra. Si debo ser castigada en esta tierra por servir al Señor, que así sea, pero en el cielo seré recompensada. El 25 de marzo de 1906, el juez Arturo Méndez dictó sentencia.
Sor Inés del Sagrado Corazón fue declarada culpable de secuestro, privación ilegal de la libertad, tortura y tentativa de homicidio. Fue sentenciada a 30 años de prisión. Las otras cinco monjas recibieron penas de entre 15 y 25 años, dependiendo de su grado de participación. Sin embargo, el obispo Ramón Ibarra nunca fue procesado.
A pesar de la correspondencia incriminatoria, el gobierno del presidente Porfirio Díaz decidió no enfrentar directamente a la Iglesia Católica. México, en aquella época mantenía un equilibrio delicado entre el Estado laico y el poder de la Iglesia. El obispo Ibarra fue discretamente trasladado a una diócesis en España oficialmente por motivos de salud.
Murió allí en 1914 sin haber enfrentado jamás consecuencias legales. El convento de Santa Catalina fue cerrado en abril de 1906. Las monjas restantes, aquellas que no habían participado en el crimen, fueron trasladadas a otros conventos. El edificio permaneció vacío durante décadas. Los poblanos evitaban pasar frente a él.
Decían que por las noches se escuchaban lloros de niño, que las velas se encendían solas en las ventanas, que una figura vestida de negro vagaba por los pasillos. En 1932, durante la guerra cristera, el edificio fue parcialmente destruido por un incendio cuyo origen nunca se determinó. Hoy en día en ese lugar se levanta un edificio de oficinas gubernamentales, pero los trabajadores más antiguos todavía hablan de sucesos extraños.
Pasos en los sótanos, sombras que se mueven solas, una presencia que no se va. Pero volvamos a Sofía. ¿Qué fue de la niña que sobrevivió a ese infierno? Los años siguientes fueron una lucha constante. Sofía nunca recuperó por completo la alegría que la caracterizaba antes de su secuestro. Sufría de pesadillas terribles. Despertaba gritando en medio de la noche, creyendo que todavía estaba en el sótano. Desarrolló pánico a los espacios cerrados.
No podía entrar a ninguna iglesia sin sufrir ataques de ansiedad. El sonido de las campanas la hacía temblar incontrolablemente. Doña Aulalia dedicó el resto de su vida al cuidado de su hija. Consultó con los mejores médicos de la época. Intentó todo tipo de tratamientos. Pero en 1906 la psicología apenas comenzaba a desarrollarse como ciencia.
No existían terapias adecuadas para el trauma que Sofía había sufrido. Don Patricio, por su parte, nunca perdonó a la iglesia. Dejó de asistir a misa. Retiró a sus hijas de escuelas religiosas. se convirtió en un ferviente defensor del laicismo. En 1911, cuando estalló la revolución mexicana, don Patricio apoyó activamente a los revolucionarios que buscaban limitar el poder de la Iglesia.
Algunos historiadores sugieren que su caso personal fue una de las motivaciones que llevó a los artículos anticlericales de la Constitución de 1917. Sofía, a pesar de todo, intentó llevar una vida normal. Aprendió a leer y escribir en casa con tutores privados. Mostró talento para la pintura. Sus cuadros, sin embargo, eran invariablemente oscuros, habitaciones vacías, escaleras que descendían a la nada, figuras sombrías sin rostro.
En 1920, cuando tenía 23 años, Sofía conoció a un joven médico llamado Gabriel Sánchez. Él sabía su historia. Todo el país conocía su historia, pero la trató con respeto y paciencia. Se casaron en 19, tuvieron dos hijos. Sofía fue una madre amorosa pero sobreprotectora. Jamás permitió que sus hijos se quedaran solos con extraños. Jamás los dejó jugar lejos de su vista.
Escribió sus memorias en 1935. un libro titulado simplemente 90 días en la oscuridad, fue publicado de manera independiente y causó un nuevo escándalo. La Iglesia intentó prohibirlo sin éxito. En el libro Sofía detalla con escalofriante precisión cada día de su cautiverio.
Los métodos de tortura psicológica, las oraciones pervertidas, el hambre constante, el frío, la oscuridad absoluta cuando apagaban las velas, el terror de saber que planeaban matarla, pero también escribió sobre su recuperación. sobre cómo aprendió lentamente a confiar de nuevo, sobre el amor que la salvó, sobre la fortaleza que encontró en sí misma. El libro termina con estas palabras.
Me quitaron mi infancia, me robaron mi inocencia, intentaron quitarme la vida, pero no pudieron quitarme mi voluntad de sobrevivir. A todas las niñas y niños que han sido víctimas de quienes deberían protegerlos, les digo, no están solos, no es su culpa y pueden sanar. El dolor nunca desaparece completamente.
Las cicatrices permanecen, pero podemos aprender a vivir con ellas. Podemos encontrar alegría de nuevo. Podemos construir vidas llenas de significado. No permitan que quienes les hicieron daño definan quiénes son. Ustedes son mucho más que lo que les sucedió. Sofía Romero murió en 1973 a los 76 años rodeada de su familia en paz. Pero la historia no termina ahí.
En 1968, un historiador llamado Lorenzo Vega comenzó a investigar el caso de Sofía Romero como parte de un proyecto más amplio sobre crímenes eclesiásticos en México. Lo que descubrió fue profundamente perturbador. Vega encontró evidencia de que el caso de Sofía no había sido un incidente aislado.
Entre 1880 y 1920, al menos otros 12 casos de niñas desaparecidas en ciudades con conventos de clausura presentaban similitudes inquietantes. En Oaxaca, en 1892, una niña de 7 años llamada Teresa Lara desapareció cerca del convento de Santo Domingo. Nunca fue encontrada. En Guadalajara, en 1901, otra niña, Carmen Ruiz, de 9 años, desapareció después de asistir a misa.
Su cuerpo fue encontrado tres meses después en un río. La autopsia reveló signos de desnutrición severa y heridas consistentes con haber estado arrodillada durante periodos prolongados. En Morelia, en 1904, una niña de 8 años llamada Luz Fernández desapareció frente a la catedral. Seis semanas después, su cuerpo fue hallado enterrado en el jardín de un convento.
El caso nunca fue investigado adecuadamente. Vega documentó estos casos en un libro titulado Los corderos de Dios. Sacrificios rituales en conventos mexicanos. 1880 1920. El libro iba a publicarse en 1970, pero dos semanas antes de la fecha de lanzamiento, la editorial recibió una orden judicial que prohibía su distribución.
La orden fue solicitada por la Arquidiócesis de México, alegando que el contenido era difamatorio y carecía de sustento. Vega apeló. El caso llegó hasta la Suprema Corte de Justicia, pero antes de que se emitiera un veredicto, algo extraño sucedió. La noche del 15 de marzo de 1971, un incendio destruyó el apartamento de Lorenzo Vega en Ciudad de México. El historiador logró escapar, pero todos sus archivos, todas sus investigaciones, todas las pruebas que había recopilado durante años fueron consumidas por las llamas. El reporte de bomberos concluyó que el incendio fue causado por un corto
circuito. Vega siempre insistió en que fue provocado, pero nunca pudo probarlo. La editorial, ante la pérdida del material original, canceló definitivamente la publicación. Vega intentó reconstruir su investigación, pero muchas de sus fuentes se negaron a hablar nuevamente.
Algunos habían sido amenazados, otros simplemente habían desaparecido. En 1973, Vega recibió una carta anónima. No tenía remitente ni firma, solo un mensaje escrito a máquina. Algunos secretos deben permanecer enterrados por el bien de todos, por su propio bien. Deje de buscar. Ya perdió todo una vez. La próxima vez podría perder más. Vega abandonó la investigación, dejó la historia, se mudó a provincia y nunca más volvió a hablar públicamente del tema. murió en 1998.
En su testamento dejó una caja sellada con instrucciones de que no se abriera hasta el año 2020. Cuando finalmente se abrió, contenía las pocas notas que había logrado salvar del incendio, fragmentos de entrevistas, copias de documentos y una carta dirigida a quien corresponda. Si estás leyendo esto, significa que he muerto y también significa que ha pasado el tiempo suficiente para que quizás estas verdades puedan salir a la luz sin poner en peligro a más personas. El caso de Sofía Romero no fue único,
fue simplemente el único que fue descubierto a tiempo. Hubo otros, muchos otros. Existió una red, una red de conventos en todo México donde ciertas monjas bajo el pretexto de misticismo extremo cometían actos atroces. Creían genuinamente que estaban sirviendo a Dios, que los sacrificios humanos, especialmente de niños inocentes, podían expiar los pecados del mundo moderno. Esta creencia no era nueva.
tiene raíces en herejías medievales, en interpretaciones extremas de textos místicos, pero en México se mezcló con elementos del catolicismo colonial y residuos de religiones prehispánicas. El resultado fue una forma de fanatismo particularmente oscura. La Iglesia Católica como institución no sancionaba estas prácticas, pero ciertos miembros de la jerarquía las conocían y las encubrían.
¿Por qué? Por miedo al escándalo, por proteger la imagen de la Iglesia, por mantener su poder político en un México que ya cuestionaba su autoridad. El caso de Sofía fue diferente solo porque Sor Magdalena tuvo el coraje de escapar, porque la niña fue rescatada a tiempo, porque don Patricio tenía recursos y conexiones para presionar a las autoridades.
Pero, ¿cuántas otras niñas no tuvieron esa suerte? ¿Cuántas desaparecieron sin dejar rastro? ¿Cuántas están enterradas en jardines de conventos bajo rosales centenarios? No lo sé con certeza. Perdí las pruebas que había reunido, pero sé lo que vi, sé lo que me dijeron y sé que hay lugares en México, conventos antiguos, sótanos olvidados que guardan secretos que nunca debieron existir.
Si alguien lee esto y tiene el coraje que a mí me faltó al final, les pido que continúen la búsqueda, que encuentren las respuestas, que den voz a quienes nunca la tuvieron. Porque mientras estos secretos permanezcan enterrados, las víctimas nunca descansarán en paz. Hoy, más de 100 años después de la desaparición de Sofía Romero, el caso sigue generando preguntas.
¿Cuántos había realmente la jerarquía eclesiástica? ¿Cuántos otros casos similares ocurrieron y nunca fueron documentados? ¿Por qué ciertos archivos eclesiásticos del periodo siguen siendo inaccesibles para los investigadores? En el año 2015, un equipo de arqueólogos realizó excavaciones en el terreno donde estuvo el convento de Santa Catalina.
Oficialmente buscaban restos de la arquitectura colonial. Lo que encontraron nunca se hizo público. El proyecto fue suspendido abruptamente. Los arqueólogos firmaron acuerdos de confidencialidad. El terreno fue sellado y declarado patrimonio protegido. Sin embargo, uno de los trabajadores que participó en la excavación, hablando bajo condición de anonimato, reveló en 2018, encontramos huesos, muchos huesos, pequeños de niños enterrados en el jardín.
Exactamente donde antes estaba el rosal antiguo. Nos ordenaron volver a enterrarlos. Nos dijeron que olvidáramos lo que habíamos visto. Algunos de nosotros todavía tenemos pesadillas. ¿Cuántos niños están enterrados allí? ¿Cuántos en otros conventos? ¿Cuántas familias buscaron a sus hijos sin respuestas? Puede que nunca lo sepamos.
Pero la historia de Sofía Romero permanece, que el fanatismo religioso, cuando no es cuestionado, puede llevar a los actos más oscuros, que las instituciones, incluso las sagradas, son capaces de encubrir crímenes para proteger su reputación y que el silencio cómplice es tan culpable como el acto mismo. Sofía sobrevivió, construyó una vida, amó, tuvo hijos, escribió su historia, pero llevó las cicatrices hasta su último día.
Las monjas que la torturaron cumplieron sus condenas. Sorinés murió en prisión en 1928 sin haber mostrado jamás arrepentimiento. En su celda encontraron escritos delirantes່ donde se proclamaba mártir y santa. Las otras fueron liberadas en diferentes momentos entre 1920 y 1930. Todas ingresaron a conventos en regiones remotas.
Cambiaron sus nombres, desaparecieron de los registros públicos. S. Magdalena Torres, la monja que tuvo el coraje de escapar y delatar el crimen, abandonó por completo la vida religiosa. Se casó, tuvo una familia, cambió su nombre a Magdalena Sánchez. Vivió hasta 1962. En su testamento dejó una carta para los descendientes de Sofía Romero, donde escribió, “He vivido con culpa durante más de 50 años.
culpa por no haber actuado antes, por haber participado, aunque fuera solo observando en ese horror. Cada día de mi vida he pensado en esa niña, en su miedo, en su soledad, en cómo yo pude haberla salvado semanas antes si hubiera tenido el coraje. Pero tuve miedo. Miedo de Sorines, miedo de la iglesia, miedo de condenarme.
Al final lo que aprendí es que el verdadero pecado no es desafiar a la autoridad religiosa. El verdadero pecado es permanecer en silencio cuando vemos el mal. Espero que Dios me perdone. Espero que Sofía me haya perdonado, porque yo nunca pude perdonarme a mí misma. Los descendientes de Sofía recibieron esa carta.
Su nieta Ana María Sánchez Romero, declaró en 2003. Mi abuela perdonó a Sor Magdalena hace mucho tiempo. De hecho, en su libro escribió que Magdalena fue su ángel guardián, que sin su valentía ella no estaría aquí. Mi abuela no vivió con odio, vivió con dolor, sí, con trauma, por supuesto, pero también con un deseo profundo de que su historia sirviera para algo, para que ningún otro niño tuviera que pasar por lo que ella pasó, para que la gente comprendiera que los depredadores pueden esconderse detrás de hábitos religiosos.
que la fe ciega puede ser peligrosa, que debemos cuestionar siempre, cuestionar, incluso a aquellos que afirman hablar en nombre de Dios. Hoy, en el lugar donde Sofía fue secuestrada, cerca del atrio de la catedral de Puebla, hay una pequeña placa. fue colocada en 2005 en el centenario de su desaparición.
dice simplemente, “En memoria de Sofía Romero y de todas las víctimas silenciadas, para que nunca olvidemos, para que nunca más suceda.” Pero sucede todavía. Los casos de abuso infantil en instituciones religiosas siguen apareciendo. ¿No con la brutalidad ritual del caso de Sofía? Quizás. Pero el patrón es el mismo.
Adultos en posiciones de autoridad religiosa, niños vulnerables. Silencio institucional, encubrimiento sistemático. La historia de Sofía Romero no es solo una crónica del pasado, es una advertencia para el presente. Es un recordatorio de que debemos proteger a los más vulnerables, de que ninguna institución, por sagrada que se proclame, está por encima de la ley, de que el silencio nunca es la respuesta y es un homenaje a los sobrevivientes, a quienes como Sofía, encontraron la fuerza para reconstruir sus vidas, para contar sus historias. para transformar su dolor en
advertencia, su trauma en testimonio. Si tú o alguien que conoces ha sido víctima de abuso, recuerda las palabras de Sofía. No están solos, no es su culpa y pueden sanar. Busca ayuda, habla, rompe el silencio, porque cada voz que se alza es una victoria contra quienes creen que pueden actuar en las sombras.
Cada historia que se cuenta es un paso hacia un mundo donde los niños están realmente protegidos. El caso de Sofía Romero comenzó con una niña persiguiendo una paloma blanca. En un día soleado de septiembre, terminó con una sobreviviente que dedicó su vida a asegurar que ningún otro niño tuviera que pasar por ese infierno. Su historia permanece, su legado permanece, su advertencia permanece, porque los horrores del pasado, cuando son olvidados, tienen la terrible costumbre de repetirse.
Y eso no podemos permitirlo nunca más. Gracias por acompañarnos en este recorrido por uno de los casos más perturbadores de la historia mexicana. Si esta historia te ha impactado, compártela, porque recordar es la primera forma de prevenir. No olvides suscribirte al canal, activar las notificaciones y dejarnos en los comentarios tu reflexión sobre este caso.
Nos leemos en el próximo relato. Hasta pronto. [Aplausos]
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