Mi vecina me dejaba comida en la puerta. Pensé que quería entrometerse. Después supe que…

La primera vez que encontré el táper en mi puerta, pensé que era un error. Arroz con pollo, todavía tibio. Sin nota, sin nada. Lo dejé ahí un rato, mirándolo desde la rendija de la puerta como si fuera a explotar.
Valeria, mi bebé, lloraba adentro. Tenía tres meses y yo llevaba dos días comiendo galletas de soda porque el dinero no alcanzaba hasta fin de mes. Agarré el táper. Olía demasiado bien como para rechazarlo.
A la semana siguiente, otra vez. Esta vez, lentejas con chorizo. Empecé a molestarme. ¿Quién se creía para dejarme comida como si fuera una indigente? Seguro era la vecina del 3B, la que siempre me miraba con esa cara de lástima cuando me veía cargar a Valeria sola, con bolsas del supermercado colgando de los brazos. Escrito por Gisel Dominguez.
—¿Te parece normal esto? —le dije un día cuando la encontré en el pasillo. Tenía el táper en la mano, todavía sin lavar—. No necesito caridad.
Ella se quedó quieta, con su bolso viejo colgado del hombro. Era más joven de lo que pensaba, quizás treinta y pocos. Tenía ojeras profundas.
—No es caridad —dijo bajito—. Solo… me sobra comida. Cocino de más.
—Pues aprende a medir las porciones.
Me arrepentí apenas lo dije. Pero ya estaba hecha. Entré a mi departamento y cerré la puerta con más fuerza de la necesaria.
Pasaron tres semanas sin tápers. Valeria cumplió cuatro meses y yo aprendí veintisiete formas distintas de cocinar fideos. Una tarde, bajando la escalera con el cochecito, vi a la vecina sentada en un escalón con su hijo. Un niño flaquito de unos cinco años, callado como su madre.
—Mami, tengo hambre —dijo él.
—Ya sé, mi amor. En un ratito comemos.
Pero la forma en que lo dijo… ese “en un ratito” que todas las madres usamos cuando no sabemos cuándo va a ser ese ratito.
Seguí bajando. El cochecito hacía ruido contra cada escalón. En mi bolso llevaba un paquete de galletas que había comprado para mí. Me detuve.
—Toma —le dije al niño, extendiéndole las galletas—. Para que no esperes tanto.
La vecina levantó la vista. Sus ojos se llenaron de algo que no supe nombrar.
—Gracias —susurró.
—¿Cuándo fue la última vez que comiste? —pregunté.
Se encogió de hombros.
—Él primero. Siempre él primero.
Me senté en el escalón, con Valeria dormida en el cochecito.
—Los tápers… —comencé.
—Cocinaba para los dos —me interrumpió—. Pero cuando ví que estabas sola con la bebé, pensé que… —se calló—. Yo trabajo de noche limpiando oficinas. Mi mamá cuida a Mateo, pero no me paga bien. Apenas nos alcanza.
—Y aún así me dejabas comida.
—Tú tenías una recién nacida. Yo sé lo que es eso. Sola, sin dormir, sin tiempo ni para pensar en comer.
Se me hizo un nudo en la garganta.
—Yo pensé que querías entrometerte. Que me mirabas con lástima.
Ella negó con la cabeza.
—Te miraba con respeto. Porque sé lo difícil que es.
Mateo mordisqueaba las galletas despacio, como si quisiera hacer que duraran para siempre.
—¿Y ahora? ¿Por qué paraste? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
—Me cortaron horas en el trabajo. Ahora solo hago tres noches. Ya no puedo cocinar de más.
Nos quedamos calladas. El edificio olía a humedad y a fritangas de otros departamentos. Valeria hizo un ruidito dormida.
—Mañana cocino yo —dije finalmente—. Y te dejo un táper en tu puerta.
Ella sonrió por primera vez. Una sonrisa cansada pero real.
—No tienes que hacerlo.
—Lo sé. Pero voy a hacerlo de todas formas.
Desde entonces, cocinamos por turnos. Un día ella, un día yo. A veces solo alcanza para arroz con huevo, pero siempre hay algo. Los niños comen primero, siempre. Y nosotras después, sentadas en mi departamento o en el suyo, compartiendo lo poco que tenemos.
Ya no me molestan los tápers en la puerta. Ahora sé que nunca fueron caridad. Eran la forma en que otra madre, pasando hambre igual que yo, me decía: “No estás sola. Yo también estoy aquí. Y vamos a salir adelante juntas.”
Porque eso es lo que hacemos las madres. Cuidarnos entre nosotras, aunque nadie nos cuide a nosotras.
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