La noche cae sobre las montañas que rodean el valle de Toluca. El viento silva entre los árboles y arrastra consigo las hojas secas que anuncian el invierno. Estamos en el año 1791 en el ocaso del periodo colonial, una época donde la nueva España aún se rige por las normas y costumbres traídas desde

Europa, pero donde las antiguas creencias de los pueblos originarios permanecen latentes, ocultas bajo una delgada capa de devoción católica. En este lugar donde la niebla baja cada mañana desde las montañas para cubrir
con su manto los tejados rojizos y las calles empedradas, se alza imponente el colegio de San Agustín de Toluca, un edificio de piedra gris con amplios pati interiores, pasillos interminables y aulas frías donde los hijos de la nobleza local y de los comerciantes acaudalados reciben una educación

privilegiada bajo la estricta tutela de los padres agustinos.
Buenos días a todos los seguidores de El tintero maldito. Hoy les traigo una historia que permanece en las sombras de la historia de Toluca. Un relato sobre el colegio de San Agustín, una institución que se erguía majestuosa en el centro de la ciudad hasta que un día de otoño de 1791. Durante el

recreo final de la jornada, 66 estudiantes se desvanecieron sin dejar rastro, como si hubieran sido tragados por la misma tierra.
El colegio de San Agustín fue fundado en 1735 por orden del virrey Juan Antonio de Bisarrón y Eguareta con el propósito de educar a los jóvenes varones de las familias distinguidas de la región. Se trataba de un internado donde los muchachos de entre 10 y 18 años permanecían durante 9 meses al año

recibiendo una formación rigurosa en latín, teología, filosofía, matemáticas y ciencias naturales.
El edificio principal constaba de tres plantas y estaba construido alrededor de un patio central, donde los alumnos realizaban sus ejercicios físicos y disfrutaban de sus momentos de recreo. Un claustro con arcadas y columnas rodeaba este patio y en sus galerías los frailes paseaban vigilantes,

asegurándose de que los jóvenes mantuvieran un comportamiento decoroso en todo momento.
En la planta baja se encontraban las aulas, el refectorio donde comían todos juntos, la cocina y la capilla. En el primer piso estaban las habitaciones de los estudiantes, distribuidas en largos pasillos con ventanas que daban al patio central o a los huertos que rodeaban el colegio. Y en la

tercera planta, bajo los tejados inclinados, se hallaban la biblioteca, el observatorio astronómico y los aposentos de los frailes.
Pero lo que pocos conocían era que bajo este imponente edificio, excavados en la roca viva, se extendían antiguos túneles y cámaras que databan de tiempos prehispánicos, pasadizos olvidados que los constructores del colegio habían aprovechado para crear bodegas y almacenes donde guardar alimentos,

vino, aceite y otros suministros necesarios para la vida en el internado.
El director del colegio en 1791 era el padre Joaquín de Villalobos. Un hombre de 60 años, alto y delgado, con una barba blanca perfectamente recortada y unos ojos oscuros que parecían penetrar en el alma de quien los miraba. Había llegado a Toluca 10 años antes, procedente de España, tras haber

ocupado cargos importantes en la Universidad de Salamanca.
Era conocido por su vasta erudición, pero también por su temperamento severo y por la disciplina férrea que imponía tanto a los estudiantes como a los otros frailes. Bajo su dirección, el colegio de San Agustín había alcanzado un gran prestigio. Las familias más adineradas de la región competían

por conseguir una plaza para sus hijos, pagando sumas considerables que permitían mantener el esplendor del edificio y la calidad de la enseñanza.
Entre los profesores destacaba el padre Anselmo Gutiérrez, un joven fraile de apenas 30 años que se encargaba de impartir las clases de filosofía y literatura. A diferencia del director, el padre Anselmo era querido por los estudiantes. Su carácter afable y su pasión por la enseñanza hacían que sus

clases fueran las más esperadas.
Además, en ocasiones, cuando el director no estaba presente, permitía a los muchachos debatir sobre temas que oficialmente estaban prohibidos, como las nuevas ideas que llegaban desde Francia acerca de la libertad y la igualdad entre los hombres. Jóvenes, recuerden que el conocimiento es la llave

que abre todas las puertas, solía decir el padre Anselmo mientras paseaba entre los pupitres de Roble, donde los estudiantes tomaban sus apuntes con plumas de ganszo y tinta, que ellos mismos preparaban mezclando polvo de carbón, goma arábiga y agua. En aquel año de 1791,

el colegio contaba con 200 estudiantes distribuidos en diferentes niveles según su edad y conocimientos. Vivían en habitaciones compartidas, despertaban al alba con el toque de la campana, asistían a misa en la capilla antes del desayuno y después pasaban la mayor parte del día entre clases, estudio

y breves momentos de recreo.
La rutina solo se rompía los domingos cuando se permitía a los alumnos recibir visitas de sus familiares o salir a pasear por los jardines que rodeaban el colegio, siempre bajo la atenta mirada de algún fraile. Y una vez al mes, los estudiantes más aventajados y de mejor comportamiento tenían el

privilegio de acompañar al padre Anselmo a visitar la ciudad, donde podían comprar golosinas, observar el bullicio del mercado o simplemente disfrutar de unas horas fuera de los muros del internado.
Entre los alumnos había uno que destacaba por encima del resto. Se llamaba Miguel Antonio de Mendoza y Altamirano, hijo único del Conde de Valle Umbroso. una de las familias más influyentes de la Nueva España. A sus 16 años, Miguel Antonio era un joven apuesto de cabello negro y ojos verdes,

inteligente y curioso, pero también arrogante y consciente del poder que le otorgaba su apellido. Sus compañeros lo admiraban y temían a partes iguales.
Admiraban su inteligencia y su facilidad para aprender cualquier materia, pero temían su lengua afilada y su capacidad para manipular a los demás en su beneficio. Incluso los frailes le trataban con especial deferencia, conscientes de la influencia que su padre ejercía sobre el birrey.

El único que parecía inmune a los encantos y artimañas de Miguel Antonio era el padre Anselmo, quien veía en él un potencial extraordinario que se estaba desperdiciando debido a su soberbia. En más de una ocasión, el joven profesor había reprendido al muchacho por su actitud, provocando en él una

mezcla de respeto y resentimiento. “Tu inteligencia es un don, Miguel Antonio”, le dijo un día el padre Anselmo mientras paseaban por el claustro después de una clase particularmente tensa, en la que el joven había humillado a un compañero menos brillante. Pero si la usas para elevarte por encima de

los demás, en lugar de para ayudarles a ascender
contigo, se convertirá en tu perdición. Miguel Antonio no respondió, pero en sus ojos verdes brilló un destello de ira que no pasó desapercibido para el fraile. Fue a principios de septiembre de aquel año cuando comenzaron a suceder cosas extrañas en el colegio.

Todo empezó con la desaparición de objetos personales de los estudiantes. Un reloj de plata, un medallón con el retrato de una madre, un libro de poemas, pequeñas cosas que tenían un gran valor sentimental para sus dueños. El director, padre Joaquín, ordenó registrar todas las habitaciones en busca

de los objetos robados, pero no se encontró nada.
Los muchachos comenzaron a desconfiar unos de otros. Se formaron grupos y las acusaciones mutuas no tardaron en aparecer. Luego vinieron los ruidos nocturnos, golpes en las paredes, susurros en los pasillos vacíos, el sonido de pasos cuando todos deberían estar en sus camas.

Algunos estudiantes juraban haber visto sombras moviéndose en la oscuridad, sombras que no correspondían a ninguna persona real. “Son los espíritus de los antiguos habitantes de estas tierras”, murmuraban los sirvientes indígenas que trabajaban en la cocina y en los huertos del colegio. Están

inquietos porque sus lugares sagrados fueron profanados. Pero los frailes desestimaban estas habladurías y atribuían los ruidos a las ratas que habitaban en los sótanos o a las ramas de los árboles que golpeaban contra las ventanas cuando soplaba el viento. Una noche de finales de

septiembre, Miguel Antonio no podía dormir. Había estado dando vueltas en su cama durante horas, molesto por un dolor de cabeza que no le dejaba conciliar el sueño. Decidió levantarse y buscar un vaso de agua en la fuente del patio. Con cuidado de no despertar a Fos a sus compañeros de habitación,

se deslizó fuera de la cama, se puso una bata sobre el camisón de dormir y salió al pasillo iluminado débilmente por un candelabro de pared, cuya llama parpadeaba creando sombras danzantes sobre los muros encalados. Bajó la escalera de piedra,
sus pies descalzos apenas haciendo ruido sobre los peldaños fríos. Al llegar al claustro se detuvo en seco. Había alguien más allí, una figura encapuchada que se movía furtivamente entre las columnas, dirigiéndose hacia la puerta que conducía a los sótanos.

La curiosidad pudo más que la prudencia y Miguel Antonio decidió seguir a aquella figura misteriosa. Manteniendo una distancia prudencial y procurando no hacer ruido. Vio como el desconocido abría la pesada puerta de roble, que normalmente permanecía cerrada con llave y desaparecía en la oscuridad

de las escaleras que descendían hacia las bodegas.
Miguel Antonio esperó unos instantes antes de aproximarse a la puerta. Para su sorpresa, esta había quedado entreabierta, un aire frío y húmedo, con un extraño olor a tierra mojada y a algo más que no supo identificar. Emergía de aquel hueco negro como la boca de un animal prehistórico. Dudó un

momento, pero finalmente su naturaleza curiosa se impuso y tras tomar una pequeña lámpara de aceite que colgaba en la pared del claustro, se adentró en la escalera.
Los peldaños de piedra, gastados por siglos de uso, descendían en espiral hacia las entrañas de la tierra. La luz de la lámpara apenas iluminaba un par de metros por delante, creando más sombras que claridad. Después de lo que le pareció una eternidad, Miguel Antonio llegó al fondo de la escalera y

se encontró en un pasillo abobedado de piedra.
A ambos lados se abrían puertas que daban acceso a las distintas bodegas donde se almacenaban los víveres y suministros del colegio, pero la figura encapuchada no estaba allí. En su lugar, Miguel Antonio se encontró con una escena que le heló la sangre en las venas. En una de las bodegas, cuya

puerta estaba abierta, pudo ver un círculo dibujado en el suelo con lo que parecía ser tisa, o cal.
Dentro del círculo había símbolos extraños que no correspondían a ningún alfabeto que él conociera. Y en el centro, sobre un pequeño altar improvisado con cajas de madera, ardían varias velas negras, cuya luz proyectaba sombras danzantes sobre las paredes de piedra.

Pero lo más perturbador no era el círculo ni los símbolos, sino lo que había sobre el altar junto a las velas. un pequeño muñeco hecho con lo que parecían ser trozos de tela de diferentes uniformes del colegio y clavado en el pecho del muñeco, un alfiler de plata con una cabeza en forma de

calavera. Miguel Antonio retrocedió instintivamente tropezando con un barril que había detrás de él.
El ruido resonó en el silencio sepulcral de los sótanos y antes de que pudiera recuperar el equilibrio, escuchó pasos apresurados que se acercaban desde algún lugar más profundo del pasillo. Sin pensarlo dos veces, apagó su lámpara de un soplido y se ocultó detrás de unos sacos de grano que había

apilados junto a la pared. la respiración mientras veía pasar frente a él no a una, sino a tres figuras encapuchadas que se dirigían hacia la escalera por la que él había descendido.
En la penumbra no pudo distinguir sus rostros, pero por sus movimientos y su estatura tuvo la certeza de que no se trataba de frailes ni de sirvientes adultos. Eran jóvenes, probablemente estudiantes como él. Cuando los pasos se perdieron en la distancia, Miguel Antonio salió de su escondite y,

olvidando por completo la sed que le había llevado a levantarse, subió apresuradamente las escaleras, cerró la puerta atrás de sí y corrió de vuelta a su habitación, donde permaneció despierto el resto de la noche, tratando de dar sentido a lo que acababa de

presenciar. A la mañana siguiente, durante el desayuno en el refectorio, Miguel Antonio observaba con atención a sus compañeros, preguntándose quiénes podrían ser los tres encapuchados de la noche anterior. Su mirada se detuvo en un grupo de estudiantes mayores que se sentaban siempre juntos al

final de la larga mesa de roble.
Eran cinco muchachos de último año liderados por Sebastián Alcántara, hijo de un rico comerciante de la ciudad. Sebastián era casi tan inteligente como Miguel Antonio, pero mucho menos querido por los profesores debido a su carácter rebelde y a su tendencia a cuestionar la autoridad. Miguel Antonio

había tenido poco trato con él y su grupo, en parte porque existía una rivalidad no declarada entre ambos.
Pero ahora, observándolos con más detenimiento, notó algo extraño. A pesar de que conversaban animadamente entre ellos, los cinco parecían cansados. con ojeras marcadas como si hubieran pasado una noche en vela, igual que él. Durante la clase de filosofía de esa mañana, el padre Anselmo notó que

Miguel Antonio estaba distraído, algo inusual en él.
Después de la lección, cuando los demás estudiantes salían del aula, el fraile le pidió que se quedara un momento. ¿Está todo bien, Miguel Antonio? Mos preguntó con genuina preocupación. Te he visto ausente durante toda la clase”, el joven dudó. Por un lado, sentía la necesidad de compartir con

alguien lo que había visto la noche anterior.
Y el padre Anselmo era probablemente la única persona en el colegio en quien podía confiar. Por otro lado, no tenía pruebas de nada y acusar a otros estudiantes de practicar algún tipo de ritual prohibido era una acusación muy grave que podría traerle problemas si resultaba ser falsa. Estoy bien,

padre. respondió finalmente.
Solo he pasado mala noche por un dolor de cabeza. El fraile le miró con suspicacia, como si supiera que estaba mintiendo, pero no insistió. Si necesitas hablar de algo, lo que sea, mi puerta siempre está abierta”, dijo simplemente y le dejó marchar. Durante los días siguientes, Miguel Antonio

decidió investigar por su cuenta.
Observaba atentamente al grupo de Sebastián, anotaba sus movimientos, las veces que se ausentaban de las clases o de las comidas, las personas con las que hablaban. Una tarde, mientras todos estaban en el patio durante el recreo posterior a la comida, se escabulló hasta la habitación que compartían

Sebastián y dos de sus amigos.
Sabía que estaba rompiendo las normas y que si le descubrían podría ser severamente castigado. Pero la curiosidad era más fuerte que el miedo. La habitación no era muy diferente a la suya. Tres camas con sus correspondientes baúles a los pies, un escritorio compartido, un crucifijo en la pared y

una pequeña ventana que daba al huerto.
Miguel Antonio comenzó a registrar sistemáticamente el lugar, buscando cualquier indicio que pudiera relacionar a sus ocupantes con lo que había visto en los sótanos. No encontró nada en las camas ni en el escritorio. Cuando estaba a punto de rendirse, se fijó en una tabla del suelo que parecía

estar ligeramente suelta.
La levantó con cuidado y descubrió un pequeño hueco en el que había un libro envuelto en un paño de terciopelo negro. Con manos temblorosas, Miguel Antonio desenvolvió el libro. Era un tomo antiguo con las páginas amarillentas y la encuadernación de cuero desgastada. No tenía título en la portada,

solo un símbolo grabado que le resultó familiar. era similar a uno de los que había visto dibujados en el círculo del sótano.
Abrió el libro al azar y se encontró con páginas escritas en una mezcla de latín, español y otro idioma que no reconoció. Había diagramas, símbolos y dibujos que le provocaron una sensación de inquietud. Algunas ilustraciones mostraban rituales en los que participaban figuras encapuchadas alrededor

de altares donde se depositaban ofrendas.
Mientras pasaba las páginas, un pequeño papel doblado cayó al suelo. Miguel Antonio lo recogió y al desdoblarlo vio que era un mapa del colegio y sus alrededores. Pero lo que le llamó la atención fue que en el mapa aparecían marcados túneles y cámaras subterráneas que se extendían mucho más allá de

los sótanos que él conocía.
Uno de estos túneles parecía conectar los sótanos del colegio con una antigua construcción que se encontraba en las afueras de la ciudad. En lo alto de una colina, Miguel Antonio reconoció el lugar. Eran las ruinas de un templo prehispánico que los locales evitaban diciendo que estaba maldito. De

repente, escuchó voces en el pasillo.
Rápidamente guardó el libro en su escondite, colocó la tabla en su lugar y se escondió debajo de una de las camas, justo cuando la puerta se abría. Desde su posición solo podía ver los pies de quienes habían entrado. Eran dos personas con el hábito negro y las sandalias que identificaban a los

frailes del colegio.
“Estoy seguro de que alguien entró aquí”, dijo una voz que Miguel Antonio reconoció como la del padre Diego, el profesor de matemáticas y uno de los frailes más estrictos. No veo nada fuera de lo normal”, respondió otra voz, la del padre Anselmo. “Los muchachos están todos en el patio, como ordena

el horario.
He visto a alguien escabullirse por este pasillo durante el recreo”, insistió el padre Diego. “Ya sabes que ha habido robos. Tenemos que ser vigilantes.” Miguel Antonio contuvo la respiración mientras los frailes inspeccionaban la habitación. El corazón le latía tan fuerte que temía que pudieran

oírlo. “Bueno, sea como sea, aquí no hay nadie ahora,”, concluyó el padre Anselmo después de mirar en el armario.
“Volvamos al patio antes de que esos diablillos aprovechen nuestra ausencia para hacer alguna travesura.” Los dos frailes salieron de la habitación cerrando la puerta tras ellos. Miguel Antonio esperó unos minutos antes de salir de su escondite. Estaba sudando y le temblaban las manos. Sabía que

debía salir de allí cuanto antes, pero también sabía que había descubierto algo importante. Con extrema cautela, se asomó al pasillo.
Al ver que estaba vacío, salió de la habitación y se dirigió hacia las escaleras. Tenía que llegar al patio antes de que notaran su ausencia. Esa noche, durante la cena, Miguel Antonio no podía dejar de observar a Sebastián y su grupo. Ahora estaba seguro de que tramaban algo, algo relacionado con

ese libro. oculto y con los rituales en los sótanos.
Pero, ¿qué pretendían exactamente y por qué habían marcado el templo en ruinas en su mapa? Mientras reflexionaba sobre estas cuestiones, notó que Sebastián le devolvía la mirada desde el otro extremo de la mesa. Sus ojos oscuros se clavaron en él con una intensidad que le hizo estremecer.

Por un instante, Miguel Antonio tuvo la certeza de que Sebastián sabía que había estado en su habitación, que había visto el libro. Después de la cena, mientras todos se dirigían a la capilla para el rezo vespertino, Miguel Antonio sintió que alguien le agarraba del brazo y le arrastraba hacia un

rincón oscuro del claustro.
Era Sebastián y detrás de él estaban sus cuatro amigos formando un semicírculo que le impedía escapar. ¿Qué estabas buscando en nuestra habitación, Mendoza? La pos, preguntó Sebastián en voz baja, pero amenazante. Miguel Antonio trató de mantener la calma. No tenía sentido negar lo evidente. Vi lo

que hacéis en los sótanos, respondió intentando que su voz sonara firme. Los rituales, el muñeco, los símbolos.
¿Qué estáis tramando? Sebastián intercambió una mirada con sus amigos antes de volver a fijar sus ojos en Miguel Antonio. “No tienes ni idea de lo que está en juego,”, dijo finalmente. “Hay cosas en este mundo que van más allá de lo que te enseñan en tus preciosas clases de filosofía. Cosas

antiguas, poderosas. ¿De qué estás hablando? Preguntó Miguel Antonio genuinamente confundido.
Del poder que yace dormido bajo este colegio, bajo toda esta ciudad, respondió Sebastián. Y por primera vez Miguel Antonio vio algo en sus ojos que le asustó más que sus amenazas. Una especie de fervor, de locura contenida, un poder que estaba aquí mucho antes que los españoles, mucho antes que la

iglesia y que pronto despertará de nuevo. Uno de los amigos de Sebastián.
Un muchacho pelirrojo llamado Gabriel se inclinó hacia él y le susurró algo al oído. Sebastián asintió y volvió a mirar a Miguel Antonio. Tienes dos opciones. Dijo, “Puedes unirte a nosotros, ser parte de lo que está por venir o puedes mantenerte al margen y no interferir. Pero si decides hablar de

esto con alguien, si intentas detenernos, bueno, digamos que el muñeco que viste puede tener muchas formas.
La amenaza era clara y Miguel Antonio sabía que no estaba en posición de enfrentarse a los cinco a la vez. No diré nada, prometió, aunque en su mente ya estaba planeando hablar con el padre Anselmo en cuanto tuviera oportunidad. Sabio, sonrió Sebastián. Ahora vamos a la capilla antes de que noten

nuestra ausencia.
Y recuerda, Mendoza, te estaremos vigilando. Al día siguiente, Miguel Antonio buscó al padre Anselmo después de las clases de la mañana. le encontró en la biblioteca ordenando unos libros recién llegados de España. “Padre, necesito hablar con usted”, dijo en cuanto se aseguró de que estaban solos.

“Es importante.
” El fraile, al ver la expresión grave en el rostro del muchacho, dejó lo que estaba haciendo y le indicó que se sentara en una de las mesas de lectura. “Te escucho, hijo”, dijo con tono sereno. Miguel Antonio le contó todo lo que había visto en los sótanos. El libro oculto en la habitación de

Sebastián. El mapa con los túneles marcados. La conversación de la noche anterior.
Mientras hablaba, notó que el rostro del padre Anselmo iba perdiendo color. ¿Estás completamente seguro de todo esto?, preguntó el fraile cuando Miguel Antonio terminó su relato. Lo vi con mis propios ojos, padre. Y Sebastián prácticamente me lo confirmó todo anoche.

El padre Anselmo se levantó y comenzó a caminar nerviosamente por la biblioteca. pasándose una mano por el pelo con gesto preocupado. Esto es más grave de lo que imaginas, Miguel Antonio dijo finalmente, esos símbolos que describes, el templo en ruinas, los rituales, todo apunta a un culto antiguo

que creíamos erradicado hace siglos, un culto a una deidad llamada Wsilopley, el dios de la guerra en la mitología mechica.
Tamma, pero ¿qué tiene que ver un dios prehispánico con Sebastián y sus amigos? preguntó Miguel Antonio confundido. Según algunas leyendas, Witzilopley no era solo un dios, sino una entidad real que dormía bajo la tierra y que podía ser despertada mediante ciertos rituales”, explicó el fraile. Se

dice que aquellos que lo despertaran y le sirvieran serían recompensados con poderes sobrenaturales.
La capacidad de ver el futuro, de controlar las mentes de otros, incluso de manipular los elementos. ¿Y crees que Sebastián y los otros pretenden despertar a esta entidad? Preguntó Miguel Antonio incrédulo. Es posible, asintió el padre Anselmo. Pero para ello necesitarían más que unos pocos

rituales en los sótanos.
Según los textos antiguos, el despertar de Whitzilopchley requiere un sacrificio significativo. Un escalofrío recorrió la espalda de Miguel Antonio al recordar el muñeco con el alfiler clavado en el pecho. “Tenemos que informar al director”, dijo levantándose. No le detuvo el fraile. El padre

Joaquín es un hombre de ciencia. No creería en nada de esto.
Pensaría que son simples supersticiones o peor aún que estamos tratando de causarle problemas a Sebastián y su familia, que como sabes son benefactores importantes del colegio. Entonces, ¿qué hacemos? preguntó Miguel Antonio cada vez más angustiado. “Voy a investigar por mi cuenta”, decidió el

padre Anselmo.
Hay libros en la sección prohibida de la biblioteca que pueden darnos más información sobre este culto y sobre cómo detenerlo. Mientras tanto, tú debes actuar con normalidad, no levantar sospechas y, sobre todo, mantente alejado de Sebastián y su grupo. Durante los días siguientes, Miguel Antonio

siguió el consejo del padre Anselmo y trató de comportarse con normalidad. Asistía a sus clases, estudiaba en la biblioteca, participaba en los juegos durante los recreos como si nada hubiera ocurrido. Pero no podía evitar notar que algo había cambiado en el colegio. Los ruidos nocturnos se habían

intensificado
y ahora no era el único que los escuchaba. Varios estudiantes reportaron oír extraños cánticos que parecían provenir de las entrañas de la tierra y algunos incluso juraban haber visto luces moviéndose bajo el suelo del patio central, como si algo brillara a través de las grietas entre las losas de

piedra.
El clima tampoco ayudaba a calmar los ánimos. Un frío inusual para esa época del año se había instalado en Toluca y densas nieblas envolvían el colegio cada mañana, persistiendo a veces durante todo el día. Los frailes explicaban estos fenómenos como simples caprichos de la naturaleza, pero los

sirvientes indígenas hablaban en susurros de presagios y señales de antiguos dioses que despertaban de su letargo.
Una tarde, mientras estudiaba en la biblioteca, Miguel Antonio vio entrar al padre Anselmo. El fraile parecía haber envejecido 10 años en pocos días. Tenía profundas ojeras, el rostro demacrado y las manos le temblaban ligeramente mientras sostenía un libro de aspecto antiguo. “He encontrado algo”,

dijo en voz baja, sentándose junto a Miguel Antonio. “Algo que confirma nuestros temores.” Abrió el libro sobre la mesa.
Era un manuscrito en latín con anotaciones en Nagwatl, la lengua de los antiguos meshicas. En sus páginas había ilustraciones detalladas de rituales, símbolos y lo que parecían ser mapas de construcciones subterráneas. Según este texto escrito por un fraile dominico en 1542, el templo que está en

la colina era solo la parte visible de un complejo mucho mayor”, explicó el padre Anselmo señalando uno de los diagramas.
Bajo tierra se extendía una red de túneles y cámaras rituales donde los sacerdotes realizaban sus ceremonias más secretas. “¿Y dices que esos túneles conectan con los sótanos del colegio?”, preguntó Miguel Antonio recordando el mapa que había visto en la habitación de Sebastián. “Es más que

probable”, asintió el fraile. Cuando se construyó el colegio, se aprovecharon estructuras preexistentes para los cimientos y las bodegas.
Es posible que, sin saberlo, los constructores incorporaran parte de esa red de túneles antiguos. ¿Y qué hay del ritual para despertar a Witzilo Pochtley?, me preguntó Miguel Antonio pronunciando con dificultad el nombre de la deidad. El padre Anselmo pasó varias páginas hasta llegar a una

ilustración que mostraba una ceremonia en la que varias figuras encapuchadas rodeaban lo que parecía ser un altar de piedra.
Según este texto, el ritual debe realizarse durante el equinoccio de otoño, cuando la barrera entre nuestro mundo y el de los espíritus es más débil, explicó. Requiere la participación de 13 oficiantes que hayan sido iniciados en los misterios del culto y un sacrificio que se describe como 66 almas

puras cuya sangre vital no haya sido derramada. Miguel Antonio sintió que se le helaba la sangre al escuchar esas palabras.
66 almas, repitió, “¿Te refieres a personas? Sebastián y los otros planean sacrificar a 66 personas, no personas cualquiera,”, respondió el padre Anselmo con gravedad. El texto especifica almas puras, lo que en el contexto de estos cultos suele referirse a niños o jóvenes que no hayan alcanzado la

madurez completa.
¿Estudiantes del colegio? Preguntó Miguel Antonio, aunque ya sabía la respuesta. Es lo más probable. Asintió el fraile. Y si mis cálculos son correctos, el equinoccio de otoño es pasado mañana, completó Miguel Antonio, sintiendo como un sudor frío le recorría la espalda. “Debemos actuar ya”, dijo

el padre Anselmo cerrando el libro con determinación.
“No podemos esperar más ni confiar en que las autoridades nos crean. Tenemos que encontrar dónde planean realizar el ritual y detenerlo nosotros mismos. ¿Pero cómo? Preguntó Miguel Antonio. No sabemos exactamente dónde están los túneles ni cómo acceder a ellos. Tú viste el mapa en la habitación de

Sebastián, le recordó el fraile. ¿Crees que podrías reproducirlo? Miguel Antonio dudó un momento, pero luego asintió.
Tenía buena memoria para los detalles y el mapa, aunque complejo, se había quedado grabado en su mente. Con papel y pluma comenzó a dibujar lo que recordaba. la planta del colegio, los sótanos y luego los túneles que se extendían hacia el oeste en dirección a la colina donde se encontraban las

ruinas del templo.
Según sus recuerdos, había una entrada a los túneles desde una de las bodegas más profundas, aquella que rara vez se utilizaba porque el aire allí era demasiado húmedo para conservar adecuadamente los alimentos. Aquí señaló en el dibujo, “Debe haber una puerta o un pasaje oculto en esta bodega y

según el mapa lleva directamente a una cámara subterránea bajo el templo.” El padre Anselmo estudió el dibujo con atención.
“Bien”, dijo finalmente, “Esta noche, cuando todos estén durmiendo, bajaremos a investigar. Si encontramos la entrada a los túneles, podremos seguirlos hasta el lugar donde planean realizar el ritual y descubrir cómo piensan conseguir sus 66 almas puras.

Esta noche? Preguntó Miguel Antonio sintiendo una mezcla de miedo y excitación. No podemos esperar más, afirmó el fraile. Si Sebastián y los otros han estado preparándose para el equinoccio, es probable que mañana sea su última oportunidad para completar los preparativos. Debemos adelantarnos a

ellos. Esa noche, cuando la última campana había sonado y todos los estudiantes se habían retirado a sus habitaciones, Miguel Antonio se deslizó silenciosamente fuera de su cama.
se vistió en la oscuridad, cogió una pequeña lámpara de aceite que había preparado previamente y salió al pasillo con el corazón latiendo, desbocado en su pecho. Tal como habían acordado, el padre Anselmo le esperaba en el claustro junto a la fuente central, cuyo suave murmullo enmascaraba el

sonido de sus pasos.
El fraile llevaba también una lámpara y una bolsa de cuero en la que Miguel Antonio supuso que habría guardado el libro antiguo y quizás algún objeto que pudiera servirles de protección. ¿Listo? Preguntó el padre Anselmo en un susurro. Miguel Antonio asintió, aunque la verdad era que nunca se había

sentido menos preparado para nada en su vida.
El miedo le atenazaba la garganta, pero también sentía una determinación férrea de detener lo que fuera que Sebastián y su grupo estuvieran planeando. Juntos se dirigieron hacia la puerta que conducía a los sótanos. El padre Anselmo sacó una llave de entre los pliegues de su hábito y la abrió con

cuidado de no hacer ruido.
Descendieron por la escalera de piedra, sus lámparas proyectando sombras fantasmales sobre los muros húmedos. Al llegar al pasillo principal de los sótanos, Miguel Antonio guió al fraile hacia la bodega que había marcado en su dibujo. Era la última del corredor y su puerta, a diferencia de las

otras, estaba hecha de metal en lugar de madera con refuerzos de hierro forjado que le daban un aspecto siniestro.
Esta bodega se usaba antiguamente para guardar herramientas y materiales de construcción”, explicó el padre Anselmo mientras sacaba otra llave de su bolsa. Hace años que nadie entra aquí. La cerradura se dio con un chirrido oxidado que resonó en el silencio del sótano.

Ambos contuvieron la respiración, esperando que nadie lo hubiera oído desde los pisos superiores. Al abrir la puerta, un olor intenso a humedad y a algo más antiguo, casi primordial, les golpeó en la cara. La bodega era más grande de lo que Miguel Antonio había imaginado. Con el techo abovedado y

estanterías de piedra adosadas a las paredes.
Estaba prácticamente vacía, salvo por algunos barriles viejos y herramientas oxidadas abandonadas en un rincón. ¿Dónde estaría la entrada a los túneles? Murmuró Miguel Antonio, levantando su lámpara para examinar las paredes. “¿Busca alguna anomalía en la piedra?”, sugirió el padre Anselmo. Una

losa más nueva, un cambio en el patrón de la mampostería, cualquier cosa que parezca fuera de lugar.
Comenzaron a inspeccionar metódicamente la bodega, palpando las paredes, examinando el suelo, buscando cualquier indicio de una entrada oculta. Después de varios minutos de búsqueda infructuosa, Miguel Antonio se sentó en uno de los barriles desalentado. “Quizás me equivoqué”, dijo.

“Quizás la entrada está en otra bodega o tal vez el mapa que vi era falso. Una trampa para despistarnos”. El padre Anselmo no respondió. Estaba concentrado en examinar una de las estanterías de piedra, pasando sus dedos por las juntas entre los bloques que la formaban. Ven aquí”, llamó finalmente.

“Mira esto.” Miguel Antonio se acercó y observó lo que el fraile le señalaba.
Una pequeña marca tallada en una de las piedras, casi imperceptible si no se sabía lo que se buscaba. Era el mismo símbolo que había visto en la portada del libro oculto en la habitación de Sebastián. Es la marca del culto”, confirmó el padre Anselmo. “Estamos en el lugar correcto.” Con renovado

entusiasmo, ambos comenzaron a presionar diferentes partes de la estantería, buscando algún mecanismo oculto.
Fue Miguel Antonio quien al empujar una piedra aparentemente igual a las demás, descubrió que esta cedía hacia dentro, produciendo un chasquido metálico. Lentamente, una sección completa de la estantería comenzó a deslizarse hacia un lado, revelando un túnel oscuro que se adentraba en la tierra.

“¡Increíble!”, murmuró Miguel Antonio, sintiendo una mezcla de asombro y terror ante lo que acababan de descubrir. El padre Anselmo elevó su lámpara para iluminar la entrada del túnel. Era un pasadizo estrecho tallado directamente en la roca viva que descendía en una pendiente suave hacia las

profundidades. Las paredes estaban cubiertas de relieves y símbolos que el fraile reconoció como pertenecientes a la iconografía mexica, pero con elementos que no correspondían a ninguna tradición conocida.
Son símbolos del culto a Witzilople”, explicó mientras pasaba sus dedos por uno de los relieves que mostraba una figura antropomórfica con características de ave de presa. Pero hay algo extraño en ellos, algo corrupto. ¿A qué te refieres? le preguntó Miguel Antonio que sentía una inexplicable

repulsión hacia aquellas imágenes.
La mitología meshica representaba a Witzilopchley como un dios guerrero, patrón de Tenoch Titlan, asociado al sol y la voluntad, explicó el fraile. Pero estos símbolos lo muestran como algo diferente, más antiguo y más oscuro, como si el culto hubiera pervertido la figura original del Dios para

adorar a otra entidad completamente distinta. Miguel Antonio sintió un escalofrío. Había algo en aquellas paredes que parecía observarles.
Algo que le susurraba desde la sombras más allá del alcance de sus lámparas. Deberíamos continuar”, dijo tratando de que su voz no delatara su miedo. Si Sebastián y los otros han estado utilizando estos túneles, quizás encontremos pistas sobre sus planes. El padre Anselmo asintió y después de

asegurarse de que la entrada quedaría abierta para su regreso, ambos comenzaron a descender por el túnel, sus lámparas apenas iluminando unos metros por delante.
El pasadizo descendía en un ángulo cada vez más pronunciado, girando ocasionalmente como una inmensa serpiente de piedra que se adentraba en las entrañas de la tierra. A medida que avanzaban, el aire se volvía más denso y húmedo, cargado de olores extraños que Miguel Antonio no podía identificar.

Después de lo que pareció una eternidad, el túnel se ensanchó y desembocó en una cámara circular de unos 10 m de diámetro.
El techo abobedado estaba sostenido por columnas talladas en forma de serpientes que se retorcían hacia arriba como si estuvieran vivas. En el centro de la cámara había un altar de piedra negra pulida y alrededor de él dibujado en el suelo con lo que parecía ser una mezcla de cal y alguna sustancia

rojiza, un círculo con los mismos símbolos que Miguel Antonio había visto en la bodega del colegio.
Pero lo que realmente captó su atención fue lo que había sobre el altar, un objeto cubierto por un paño de tercio pelo negro. Con cautela se aproximaron al altar. El padre Anselmo dejó su lámpara en el suelo y con mano temblorosa retiró el paño que cubría el objeto. Era una estatuilla de unos 30 cm

de altura tallada en lo que parecía ser obsidiana negra. Representaba una figura humanoide con cabeza de águila y garras en lugar de manos.
Sus ojos, incrustaciones de algún material brillante que podría ser pirita o cuarzo parecían seguirles mientras se movían alrededor del altar. Es un ídolo de Witzilopley, murmuró el padre Anselmo, aunque no parecía completamente convencido, o al menos la versión que este culto adora. Miguel Antonio

no podía apartar la mirada de aquellos ojos brillantes.
Había algo hipnótico en ellos, algo que le atraía y repelía a la vez. ¿Qué hacemos ahora?, preguntó esforzándose por concentrarse. “Debemos llevarnos el ídolo,” decidió el fraile. Sin él no podrán completar el ritual del equinoccio y luego tenemos que encontrar a Sebastián y a los demás iniciados

antes de que sea demasiado tarde.
Mientras hablaba, el padre Anselmo sacó de su bolsa un trozo de tela bendecida y se dispuso a envolver la estatuilla con él, evitando tocarla directamente con sus manos. Fue entonces cuando escucharon voces y vieron el resplandor de antorchas que se aproximaban por otro túnel que desembocaba en la

cámara, uno que no habían notado hasta ese momento.
“Rápido, escóndete”, y susurró el padre Anselmo apagando su lámpara de un soplido. Ambos se ocultaron detrás de una de las columnas con forma de serpiente, justo cuando un grupo de figuras encapuchadas entraba en la cámara. Eran 13 en total. Y Miguel Antonio reconoció inmediatamente a Sebastián,

que lideraba el grupo y portaba un libro que no podía ser otro que el que había visto escondido en su habitación.
Los encapuchados se dispusieron en círculo alrededor del altar, murmurando en una lengua que Miguel Antonio no comprendía, pero que el padre Anselmo, con su vasto conocimiento de idiomas antiguos, identificó como una forma corrupta de Nagwatle mezclada con frases en latín invertido.

Sebastián abrió el libro y comenzó a leer en voz alta, su voz resonando extrañamente en la cámara subterránea. Hermanos del círculo interior, dijo ahora en español. Esta noche completaremos los preparativos para el gran ritual del equinoccio. Mañana, cuando el sol se oculte, Witzilopchley

despertará de su sueño milenario y nosotros, sus fieles servidores, seremos recompensados con poderes más allá de la comprensión humana.
Los otros encapuchados respondieron con un murmullo de aprobación. El sacrificio está preparado continuó Sebastián. 66 almas puras, como exige el ritual. Durante el recreo final de mañana, cuando todos los estudiantes estén en el patio, activaremos el dispositivo que hemos instalado bajo las losas.

Los símbolos que hemos tallado en la piedra canalizarán su energía vital hacia el templo, donde nosotros estaremos esperando para completar la ceremonia. Miguel Antonio tuvo que contenerse para no gritar de horror. Comprendió entonces que los ruidos nocturnos, las desapariciones de objetos, todo

había sido parte de los preparativos para este monstruoso plan. Sebastián y los otros 12 iniciados planeaban sacrificar a todos los estudiantes del colegio que estuvieran en el patio durante el recreo final del día siguiente. El padre Anselmo, que también había escuchado todo, le hizo

una señal para que permaneciera en silencio. Debían esperar a que los encapuchados terminaran su reunión y se marcharan para poder regresar al colegio y alertar a todos. Pero el destino tenía otros planes. En la penumbra, Miguel Antonio no vio una pequeña piedra suelta que había junto a su pie.

Al moverse ligeramente para tener una mejor visión del círculo, la pateó sin querer, provocando un ruido que, aunque leve, resonó en el silencio expectante que siguió a las palabras de Sebastián. Inmediatamente todas las cabezas se giraron en su dirección. Sebastián levantó una antorcha y la

dirigió hacia la columna tras la que se ocultaban.
Tenemos intrusos”, gritó. “Atrapadlos!” “¡Corre!”, exclamó el padre Anselmo, empujando a Miguel Antonio hacia el túnel por el que habían venido. “Vuelve al colegio y avisa al director. Yo los detendré.” “No puedo dejarte aquí”, protestó Miguel Antonio. “Es una orden, Moria”, insistió el fraile.

Y por primera vez en todo el tiempo que lo conocía, Miguel Antonio vio miedo en sus ojos. Alguien tiene que advertir a los demás. Ve. Sin tiempo para discutir más, Miguel Antonio comenzó a correr por el túnel, subiendo la pendiente lo más rápido que podía con su lámpara en mano. Detrás de él

escuchó gritos, un forcejeo y luego un silencio aún más aterrador que los gritos. Con el corazón a punto de estallarle en el pecho, siguió corriendo sin mirar atrás.
tropezó varias veces en la oscuridad, golpeándose contra las paredes del estrecho pasadizo, pero no se detuvo. Sabía que tenía que llegar al colegio antes del amanecer, antes de que fuera demasiado tarde. Cuando finalmente alcanzó la bodega del sótano, salió apresuradamente por la entrada secreta

que afortunadamente seguía abierta y cerró tras de sí el mecanismo para evitar ser seguido.
Luego subió las escaleras hasta el claustro, que ya comenzaba a iluminarse con la débil luz del alba que se filtraba por los ventanales. Sin detenerse a recuperar el aliento, se dirigió directamente a los aposentos del director. El padre Joaquín ya estaba despierto, preparándose para dirigir la

misa matutina y miró con sorpresa al joven que irrumpía en su habitación sin llamar, con la ropa sucia, el rostro cubierto de sudor y polvo y una expresión de terror absoluto en los ojos.
“Miguel Antonio, ¿qué significa esto?”, exclamó indignado por la intrusión. “Padre director, tiene que escucharme”, jadeó Miguel Antonio tratando de ordenar sus pensamientos para explicar lo increíble. El padre Anselmo, los sótanos. Hay un culto, un ritual. Planean sacrificar a todos los

estudiantes durante el recreo final de hoy.
El padre Joaquín le miró como si hubiera perdido la razón. ¿De qué estás hablando, muchacho? ¿Has estado leyendo esas novelas prohibidas que circulan entre los estudiantes o es que has bebido vino de las bodegas? No, padre, insistió Miguel Antonio desesperado. Es verdad. Sebastián Alcántara y otros

12 estudiantes han formado un círculo de iniciados en un culto antiguo.
Han estado preparando un ritual para despertar a una entidad llamada Wiilopley. Planean sacrificar a 66 estudiantes durante el recreo final de hoy. El padre Anselmo y yo descubrimos un túnel en los sótanos que lleva una cámara ritual bajo el templo en ruinas.

Fuimos allí anoche y los sorprendimos mientras planificaban todo. El padre Anselmo se quedó para detenerlos mientras yo venían a avisarle. El director le observaba con una mezcla de incredulidad y preocupación. Era evidente que no creía ni una palabra, pero también era evidente que Miguel Antonio

estaba genuinamente aterrorizado por algo.
Miguel Antonio dijo finalmente en tono conciliador. El padre Anselmo partió ayer por la tarde hacia la Ciudad de México. Recibió un mensaje urgente del arzobispado y tuvo que marcharse inmediatamente. No pudo haber estado contigo anoche. La noticia golpeó a Miguel Antonio como un puñetazo en el

estómago.
¿Era posible que el padre Anselmo le hubiera mentido? ¿O era el director quien mentía? O quizás no murmuró retrocediendo hacia la puerta. Eso no es cierto. Estuve con él anoche. Bajamos juntos a los sótanos. Encontramos el túnel. Vimos el altar y el ídolo. Miguel Antonio interrumpió el padre

Joaquín, ahora visiblemente preocupado por la salud mental del muchacho. Creo que deberías ir a la enfermería.
has tenido una pesadilla o quizás estás enfermo y has tenido alucinaciones. Le pediré a Fray Tomás que te examine y te dé algo para calmarte. No estoy loco ni enfermo! Gritó Miguel Antonio perdiendo la paciencia. Le estoy diciendo la verdad. Si no me cree, al menos venga conmigo a los sótanos. Le

mostraré la entrada al túnel.
” El director suspiró, pero finalmente accedió más para tranquilizar al muchacho que porque realmente creyera en su historia. Está bien, dijo poniéndose una capa sobre los hombros. Vamos a esos sótanos tuyos, pero después irás directamente a la enfermería. ¿Entendido? Juntos bajaron a los sótanos.

Miguel Antonio, cada vez más ansioso, guió al director hacia la bodega donde habían encontrado la entrada secreta la noche anterior, pero al llegar se encontraron con que la puerta estaba abierta y en el interior varios sirvientes trabajaban transportando cajas y barriles. ¿Qué está pasando aquí?

Preguntó Miguel Antonio confundido. Ah, es verdad, respondió el padre Joaquín. Olvidé mencionarlo.
Ayer por la tarde ordené que se limpiara y reorganizara esta bodega para almacenar los suministros que llegaron de Veracruz. Han estado trabajando toda la noche. Miguel Antonio entró en la bodega buscando desesperadamente la estantería con la piedra marcada que activaba el mecanismo secreto. Pero

la disposición de la bodega había cambiado por completo. Las viejas estanterías habían sido derribadas y sustituidas por otras nuevas y los muros estaban ahora cubiertos por cajas y sacos de provisiones.
No puede ser”, murmuró palpando las paredes como si esperara que la entrada al túnel apareciera por arte de magia. Estaba aquí, lo juro. Una piedra con un símbolo grabado que al presionarla abría un pasaje. Los sirvientes le miraban con extrañeza y el director intercambió con ellos una mirada que

decía claramente: “El pobre muchacho ha perdido la razón.
Miguel Antonio”, dijo el padre Joaquín poniendo una mano sobre su hombro. Es suficiente. Ven conmigo a la enfermería. Pero Miguel Antonio se zafó de su agarre y salió corriendo de la bodega. Subió las escaleras y se dirigió al patio central, donde ya algunos estudiantes se congregaban antes del

desayuno.
Buscó con la mirada a Sebastián y a su grupo, pero no los vio por ninguna parte. En su desesperación se fijó en las losas del patio. A simple vista parecían normales, pero ahora que sabía lo que buscaba, pudo detectar pequeñas marcas talladas en algunas de ellas, símbolos casi imperceptibles que

formaban un patrón concéntrico alrededor del centro del patio. “Las losas!”, gritó señalándolas.
“Están marcadas. Es parte del ritual.” Ah. Los estudiantes que ya estaban en el patio le miraban con curiosidad y extrañeza. Algunos se reían pensando que se trataba de alguna broma o desafío. Otros, que conocían la seriedad habitual de Miguel Antonio, se mostraban preocupados por su comportamiento

errático.
El padre Joaquín, que le había seguido, se acercó a él con gesto severo. “Ya es suficiente, Miguel Antonio”, dijo en tono autoritario. “Estás alterando el orden del colegio con tus fantasías. Si no vienes voluntariamente a la enfermería, tendré que hacer que te lleven. Miguel Antonio le miró con

desesperación. Nadie le creía. Nadie veía el peligro inminente y el tiempo se agotaba.
Si lo que había escuchado en la cámara ritual era cierto, al atardecer, durante el recreo final, Sebastián y los otros 12 iniciarían el ritual que sacrificaría a 66 estudiantes. Tenía que encontrar una prueba, algo que convenciera al director de que no mentía ni estaba loco. Y entonces recordó el

libro, el libro oculto en la habitación de Sebastián. Sin decir una palabra más, echó a correr hacia el edificio de dormitorios.
El padre Joaquín ordenó a dos frailes que le siguieran, temiendo que en su estado pudiera hacerse daño a sí mismo o a otros. Miguel Antonio llegó a la habitación de Sebastián y sus amigos antes que los frailes. Entró sin llamar y fue directamente hacia la tabla suelta del suelo, donde había visto

el libro escondido.
Pero la tabla ya no estaba suelta. Alguien la había clavado firmemente al suelo. Desesperado, buscó algo con qué hacer palanca. Encontró una regla de metal en el escritorio y la utilizó para intentar levantar la tabla. Estaba tan concentrado en su tarea que no oyó entrar a los frailes.

Cuando levantó la vista, se encontró con el padre Joaquín y otros dos religiosos que le observaban con una mezcla de lástima y severidad. Miguel Antonio de Mendoza y Altamirano, dijo el director en tono formal. Queda suspendido de todas tus actividades académicas hasta nuevo aviso. Serás confinado

en la enfermería hasta que recuperes la razón o hasta que tu padre venga a recogerte.
Los dos frailes le sujetaron por los brazos, le quitaron la regla de metal y le obligaron a salir de la habitación. Miguel Antonio se debatió, gritó, suplicó que le escucharan, pero fue inútil. Le llevaron a la enfermería donde Fray Tomás, el fraile que hacía las veces de médico, le dio a beber un

brevaje amargo que, según dijo, le ayudaría a calmarse y a dormir.
Lo último que pensó Miguel Antonio antes de que el sueño inducido por la poción le venciera fue que había fracasado, que no había podido salvar a sus compañeros, que al atardecer, durante el recreo final, 66 de ellos desaparecerían para siempre. Cuando Miguel Antonio despertó, la habitación estaba

en penumbra. Por la ventana se filtraba la luz rojiza del atardecer.
Se incorporó de golpe, con el corazón latiendo, desbocado. Cuánto tiempo había dormido. Era ya la hora del recreo final. Se levantó tamb valeante de la cama. El brevaje de Fray Tomás le había dejado aturdido, con la boca seca y un ligero mareo, pero su mente estaba lo suficientemente clara como

para recordar todo lo ocurrido y para saber que tenía que actuar de inmediato. La enfermería estaba vacía. Ni siquiera Fray Tomás se encontraba allí.
Miguel Antonio se asomó a la ventana y vio que el patio central estaba lleno de estudiantes que disfrutaban del recreo final antes de la cena. El sol se ocultaba tras las montañas. tiñiendo el cielo de rojo y naranja. “No”, exclamó golpeando el cristal de la ventana. “Salí de ahí, es una trampa.”

Pero nadie podía oírle desde aquella distancia.
Tenía que llegar al patio, advertirles del peligro. Corrió hacia la puerta de la enfermería y la encontró cerrada con llave. Le habían encerrado. Desesperado, buscó algo con qué forzar la cerradura. En una mesa junto a la cama había diversos frascos con medicinas y hierbas, instrumentos médicos

rudimentarios y un pequeño juego de llaves que Fray Tomás debía haber olvidado en su prisa. Con manos temblorosas, probó una llave tras otra en la cerradura.
A la quinta tentativa, la puerta cedió. Sin perder un segundo, Miguel Antonio salió al pasillo y corrió hacia las escaleras que llevaban al patio central. Mientras corría, escuchó las campanas del colegio que anunciaban el final del recreo. Los estudiantes deberían estar dirigiéndose ya hacia el

refectorio para la cena.
Si el ritual iba a realizarse, sería ahora. Al llegar al claustro que rodeaba el patio, vio que la mayoría de los estudiantes estaban efectivamente recogiendo sus cosas y formando filas para entrar ordenadamente al comedor. Pero aún quedaban muchos en el patio, rezagados que jugaban un último

juego, charlaban o simplemente disfrutaban de los últimos rayos de sol. Miguel Antonio contó rápidamente.
Debían ser unos 60 o 70 muchachos los que aún permanecían en el patio. El número encajaba terriblemente bien con la profecía. 66 almas puras. “Salid del patio!”, gritó con todas sus fuerzas corriendo hacia el centro. “Es peligroso. Van a sacrificaros.” Los estudiantes le miraron con sorpresa.

Algunos se rieron pensando que era una broma.
Otros que conocían lo ocurrido esa mañana murmuraron que el hijo del conde había perdido definitivamente la razón. Pero Miguel Antonio no se detuvo. Corrió de un grupo a otro, empujando a los más pequeños hacia las arcadas del claustro, suplicando a los mayores que le escucharan, que le creyeran.

“Las losas están marcadas”, insistía.
señalando los símbolos casi invisibles. Es un ritual. Sebastián y los otros van a sacrificaros para despertar a Witz Lopley. Algunos frailes, alertados por el alboroto, se acercaban ya para reducirle. Miguel Antonio sabía que solo tenía unos segundos antes de ser capturado de nuevo. En su

desesperación se fijó en algo que no había notado antes.
En el centro exacto del patio, donde antes había una fuente ornamental que llevaba meses sin funcionar debido a la sequía. Ahora se veía un pequeño montículo de tierra recién removida. “Ahí!”, gritó corriendo hacia el centro. “¿Han puesto algo ahí?” Antes de que nadie pudiera detenerle, comenzó a

escarvar con sus propias manos en la tierra suelta. No tuvo que cabar mucho para encontrar algo duro.
Con dedos temblorosos, retiró la tierra que lo cubría y descubrió un objeto que le el heló la sangre. Era una réplica exacta del ídolo de obsidiana que había visto en la cámara ritual, pero más pequeña, del tamaño de un puño. “Mirad”, exclamó levantando el ídolo para que todos lo vieran. Esta es la

prueba, es el símbolo del culto. Los frailes que se acercaban se detuvieron sorprendidos por el hallazgo.
Uno de ellos, el padre Diego, tomó el ídolo de las manos de Miguel Antonio y lo examinó con expresión grave. ¿De dónde ha salido esto?, preguntó genuinamente desconcertado. “Os lo he estado diciendo todo el día”, respondió Miguel Antonio aprovechando el momento de duda. Sebastián Alcántara y otros

12 estudiantes han formado un círculo de iniciados en un culto antiguo.
Han marcado las losas del patio con símbolos rituales y han enterrado este ídolo en el centro. Al atardecer, cuando hubiera suficientes estudiantes en el patio, activarían algún tipo de mecanismo que canalizaría la energía vital de todos hacia el templo en ruinas, donde ellos esperan para completar

la ceremonia y despertar a Witz Lopchley.
El padre Diego miró a su alrededor como buscando a Sebastián y su grupo. “Es cierto que no he visto a Sebastián y a sus amigos en todo el día”, murmuró más para sí mismo que para Miguel Antonio. Y este objeto no parece una simple baratija. La talla es antigua, la obsidiana de alta calidad. En ese

momento llegó el padre Joaquín, atraído también por el alboroto.
Al ver el ídolo en manos del padre Diego, su expresión cambió de irritación a preocupación. ¿Qué es eso?, preguntó acercándose. Miguel Antonio dice que lo ha encontrado enterrado en el centro del patio explicó el padre Diego y habla de un ritual de Sebastián Alcántara y otros 12 estudiantes que

planean sacrificar a 66 de sus compañeros.
El director tomó el ídolo y lo examinó con el seño fruncido. Esto parece auténtico, admitió finalmente, pero eso no significa que la historia de Miguel Antonio sea cierta. Podría ser un hallazgo arqueológico casual o algo que algún sirviente indígena enterró por superstición. No hay tiempo para

debates”, exclamó Miguel Antonio desesperado. “El sol está poniendo.
Si Sebastián y los otros están en el templo, tenemos que detenerles antes de que sea demasiado tarde.” El padre Joaquín dudó, pero la presencia del ídolo y la desaparición inexplicada de Sebastián y sus amigos le hicieron reconsiderar la historia que hasta entonces había creído producto de una

mente perturbada. Muy bien, decidió finalmente. Padre Diego, reúna a todos los estudiantes en la capilla. Que nadie quede en el patio.
Yo iré con Miguel Antonio y otros dos frailes a las ruinas del templo para investigar. Si lo que dice es cierto, no hay tiempo que perder. Mientras el padre Diego organizaba la evacuación del patio, el director Miguel Antonio y dos frailes robustos que hacían las veces de guardianes del colegio,

salieron apresuradamente hacia las ruinas del templo en la colina llevaban antorchas, pues el sol ya se había ocultado y la oscuridad caía rápidamente sobre Toluca.
El camino hacia las ruinas era empinado y difícil, especialmente en la creciente oscuridad. Las antorchas proyectaban sombras danzantes sobre las rocas y arbustos, creando formas fantasmales que parecían seguirles en su ascenso. “Si lo que dices es cierto”, dijo el padre Joaquín mientras subían,

“¿Cómo es posible que Sebastián y los otros hayan llegado a involucrarse en un culto así? Son muchachos de buenas familias educados en la fe católica.
No lo sé con certeza respondió Miguel Antonio jadeando por el esfuerzo. Pero escuché a Sebastián hablar de poder, de control sobre los demás. Creo que fue seducido por la promesa de adquirir habilidades sobrenaturales, de elevarse por encima del resto. La soberbia, murmuró el director, el pecado

original, el deseo de ser como dioses.
Finalmente llegaron a la cima de la colina, donde se alzaban las ruinas del antiguo templo Mechica. A simple vista no parecía haber nada fuera de lo normal, solo piedras derruidas, columnas caídas y muros desmoronados que nadie había considerado dignos de preservar o restaurar. ¿Dónde estarían?,

preguntó uno de los frailes mirando alrededor. Aquí no hay nada más que ruinas.
La cámara ritual está bajo tierra, explicó Miguel Antonio. Debe haber una entrada en alguna parte. Cuando estuve allí con el padre Anselmo, llegamos por los túneles desde el colegio. Sobre eso dijo el padre Joaquín con gravedad. Sigo manteniendo que el padre Anselmo partió hacia la ciudad de México

ayer por la tarde. Tengo el mensaje del arzobispado y la carta que él mismo me dejó antes de partir.
Miguel Antonio estaba demasiado concentrado en encontrar la entrada a la cámara subterránea como para debatir ese punto. Ahora, si el padre Anselmo realmente había partido hacia la ciudad de México, quién era el fraile que le había acompañado la noche anterior y por qué tenía los mismos

conocimientos.
La misma voz, el mismo aspecto que el verdadero padre Anselmo. Mientras buscaban entre las ruinas, uno de los frailes llamó su atención. Aquí he encontrado algo. Todos se acercaron a donde señalaba. Entre los escombros de lo que parecía haber sido la base de un altar, había una losa de piedra

perfectamente cuadrada con el mismo símbolo que decoraba el ídolo de Obsidiana.
Esta es la entrada, afirmó Miguel Antonio con seguridad. Debe haber algún mecanismo para abrirla, como en el sótano del colegio. Entre los cuatro comenzaron a examinar la losa y las piedras que la rodeaban. Fue el padre Joaquín quien al presionar una protuberancia que parecía parte natural de la

roca, activó el mecanismo con un chirrido de piedra contra piedra.
La losa comenzó a deslizarse hacia un lado, revelando una escalera que descendía hacia la oscuridad. Escuchad”, dijo Miguel Antonio inclinándose hacia la abertura. “Son ellos! El ritual ha comenzado. Desde las profundidades llegaba el eco débil, pero inconfundible, de voces que entonaban un cántico

rítmico y monótono en una lengua que ninguno de los presentes comprendía completamente.
“Debemos bajar”, decidió el padre Joaquín haciendo la señal de la cruz. “Pero con extrema precaución. No sabemos a qué nos enfrentamos exactamente. Los cuatro descendieron por la escalera, sus antorchas iluminando apenas los peldaños gastados por siglos de uso. A medida que bajaban, los cánticos se

hacían más claros y un resplandor rojizo comenzaba Sun a iluminar el fondo de la escalera.
Al llegar al final, se encontraron en un corredor similar al que Miguel Antonio había recorrido la noche anterior desde los sótanos del colegio. Siguieron el sonido de los cánticos y el resplandor rojizo que se intensificaba a medida que avanzaban.
Finalmente, el corredor desembocó en la misma cámara circular que Miguel Antonio había visto antes, pero ahora la escena era muy diferente. Alrededor del altar central, 13 figuras encapuchadas formaban un círculo perfecto sobre el altar, el ídolo de obsidiana que había visto la noche anterior

resplandecía con un brillo rojizo antinatural, como si algo en su interior estuviera ardiendo.
Los encapuchados no parecieron notar su presencia, tan absortos estaban en su ritual. Sebastián, que ocupaba una posición destacada frente al altar, sostenía el libro abierto y leía de él en voz alta, mientras los otros respondían al unísono con frases en aquel extraño idioma. Pero lo más

perturbador no era el ritual en sí, sino lo que flotaba sobre el altar, una especie de niebla rojiza que parecía estar formada por diminutas partículas de luz como polvo iluminado por el sol, pero de un color escarlata intenso. Esta niebla formaba una espiral que ascendía hacia el techo abovedado de

la cámara,
donde se reunía en una esfera pulsante que emitía destellos cada vez más frecuentes. Son las almas”, murmuró Miguel Antonio recordando las palabras de Sebastián. “La energía vital de los estudiantes que estaban en el patio han conseguido canalizarla hasta aquí.

“Imposible”, negó el padre Joaquín, aunque su voz traicionaba su incertidumbre. “Esos no son más que efectos teatrales para impresionar a los crédulos. luces y sombras, quizás algún polvo o gas que han preparado. Pero incluso mientras lo decía, sabía que estaba presenciando algo que iba más allá de

su comprensión racional, algo antiguo y terrible que no debería existir en un mundo ordenado por las leyes de Dios y la naturaleza.
Tenemos que detenerles, dijo uno de los frailes, haciendo ademá avanzar hacia el círculo. Esperad, les detuvo Miguel Antonio. No sabemos qué pasará si interrumpimos el ritual. Podríamos empeorar las cosas, pero era demasiado tarde. Los encapuchados habían notado finalmente su presencia. Sebastián

levantó la vista del libro y les miró con una sonrisa que no tenía nada de humana.
Habéis llegado justo a tiempo para el despertar”, dijo, y su voz sonaba extrañamente distorsionada, como si hablaran varias personas a la vez a través de su boca. Os invitaría a uniros a nosotros, pero me temo que vuestro papel en esta ceremonia será diferente. Con un gesto de su mano, tres de los

encapuchados se separaron del círculo y avanzaron hacia ellos.
Cuando se acercaron lo suficiente, Miguel Antonio vio con horror que bajo las capuchas sus rostros estaban completamente transformados. Tenían la piel grisácea, los ojos completamente negros, sin pupila ni esclerótica, y sus bocas se habían ensanchado hasta formar una mueca inhumana que revelaba

dientes afilados como los de un depredador.
“Dios misericordioso”, exclamó el padre Joaquín retrocediendo instintivamente. Los frailes que les acompañaban, hombres robustos acostumbrados a imponer disciplina física cuando era necesario, se adelantaron para protegerles. Pero los encapuchados eran inhumanamente fuertes con movimientos

demasiado rápidos para ser seguidos por el ojo humano. Derribaron a los dos frailes y los inmovilizaron contra el suelo.
Sebastián volvió a concentrarse en el ritual mientras la niebla rojiza sobre el altar se arremolinaba cada vez más rápidamente y la esfera pulsante en el techo emitía destellos casi continuos. “El portal se está abriendo”, anunció elevando la voz. Witzilople regresará ya a este mundo y nosotros

seremos sus heraldos.
Miguel Antonio miró desesperadamente a su alrededor buscando algo que pudiera usar para interrumpir el ritual. Su mirada se posó en el libro que Sebastián sostenía. recordó las palabras del padre Anselmo. Según este texto, el ritual debe realizarse durante el equinoccio de otoño. Requiere la

participación de 13 oficiantes y un sacrificio de 66 almas puras. Una idea comenzó a formarse en su mente.
Si el ritual requería exactamente 13 oficiantes, ¿qué pasaría si ese número se alteraba? Sin pensarlo dos veces, aprovechando que la atención de todos estaba centrada en el altar y en la esfera pulsante, Miguel Antonio echó a correr directamente hacia el círculo.

Antes de que nadie pudiera detenerle, se colocó entre dos de los encapuchados, rompiendo la formación perfecta que habían mantenido. El efecto fue inmediato y dramático. Un chillido sobrenatural llenó la cámara como si mil voces gritaran al unísono en agonía. La niebla rojiza comenzó a dispersarse

y la esfera pulsante en el techo emitió un último destello cegador antes de contraerse sobre sí misma y desaparecer con un sonido similar a una implosión.
Los encapuchados gritaron de dolor y cayeron al suelo, retorciéndose como si algo en su interior les estuviera desgarrando. Sebastián, que seguía de pie junto al altar, miró a Miguel Antonio con una mezcla de odio y miedo. ¿Qué has hecho? rugió y su voz ya no sonaba humana en absoluto. He roto el

círculo respondió Miguel Antonio, sorprendido por su propia audacia.
13 oficiantes, ni uno más ni uno menos. Esa es la regla, ¿verdad? Y ahora somos 14 en el círculo. El ídolo de obsidiana sobre el altar comenzó a agrietarse. Líneas luminosas que parecían lava incandescente apareciendo en su superficie negra. La cámara entera temblaba. y pequeñas piedras y polvo

caían del techo.
“Salgamos de aquí”, no gritó el padre Joaquín, que había aprovechado la confusión para liberar a los dos frailes. “Todo el lugar va a derrumbarse.” Pero Sebastián no estaba dispuesto a rendirse tan fácilmente. Con un movimiento sobrehumanamente rápido, agarró a Miguel Antonio por el cuello y lo

levantó del suelo.
“Si no puede ser hoy, será en el próximo equinoccio”, Siseo. su rostro transformándose ante los ojos horrorizados de Miguel Antonio. “Y tú serás el primero en alimentar a nuestro Dios.” En ese momento, una figura apareció en la entrada de la cámara. Era alta, vestida con un hábito negro y sostenía

en alto un crucifijo que resplandecía con una luz blanca y pura que hizo retroceder a Sebastián.
“No habrá próximo equinoccio para ti, criatura”, dijo la figura. Y Miguel Antonio reconoció la voz del padre Anselmo, aunque había algo diferente en ella, algo más antiguo y poderoso. Tu tiempo en este mundo ha terminado. Sebastián soltó a Miguel Antonio y se giró para enfrentar al recién llegado.

Su cuerpo parecía estar transformándose, alargándose y retorciéndose en formas que desafiaban la anatomía humana.
“Tú, cició con odio. Deberías estar muerto.” “¡Lo estoy!”, respondió serenamente el padre Anselmo. Pero hay cosas más fuertes que la muerte, como bien sabes. Con estas palabras, el fraile avanzó hacia Sebastián, el crucifijo en alto proyectando un as de luz que atravesó el pecho de la criatura.

Sebastián emitió un chillido inhumano y se derrumbó, su cuerpo convulsionando antes de quedar inmóvil. Los otros encapuchados que habían estado retorciéndose en el suelo, quedaron también inmóviles, como marionetas a las que hubieran cortado los hilos. El padre Anselmo se acercó a Miguel Antonio y

le ayudó a levantarse.
“Ha sido valiente”, dijo con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. “Pero ahora debéis marcharos todos. Este lugar debe ser sellado para siempre.” Pero, padre”, balbuceó Miguel Antonio confundido. “El director dijo que habíais partido hacia la ciudad de México ayer y así fue.” Asintió el fraile.

“Lo que ves ahora es solo un eco, un guardián dejado atrás para completar una tarea iniciada hace siglos. Los hombres como yo hemos vigilado estos lugares desde que los conquistadores pusieron pie en estas tierras, asegurándonos de que lo que duerme bajo ellas no despierte jamás.” El padre Joaquín

y los dos frailes miraban la escena con incredulidad, incapaces de comprender lo que estaba ocurriendo. “Id”, insistió el padre Anselmo.
“La salida por los túneles está bloqueada, pero podéis usar la escalera por la que habéis bajado. No miréis atrás y no habléis de lo que habéis visto aquí esta noche. Algunas verdades no están hechas para ser conocidas por todos.” La cámara seguía temblando, las grietas en el suelo y en las paredes

haciéndose más grandes por momentos.
El ídolo de Obsidiana sobre el altar finalmente se partió en dos con un chasquido que resonó como un trueno, liberando una nube de humo negro que se elevó hacia el techo y desapareció. “Ahora!”, gritó el padre Anselmo. “Marchaos!” Sin tiempo para más preguntas, Miguel Antonio, el padre Joaquín y

los dos frailes corrieron hacia la escalera. Mientras ascendían, escucharon un último estruendo detrás de ellos, como si toda la cámara se hubiera derrumbado sobre sí misma.
Cuando finalmente emergieron a la superficie, la noche había caído por completo sobre Toluca. Las estrellas brillaban en un cielo despejado y una luna llena iluminaba las ruinas del templo con una luz plateada que le daba un aspecto irreal como de otro mundo. Detrás de ellos, la losa que había

servido de entrada a la cámara subterránea, se cerró con un último chirrido y luego se agrietó por la mitad, como si alguna fuerza desde abajo la hubiera partido.
¿Qué? ¿Qué fue todo eso?, le preguntó uno de los frailes, aún jadeando por la carrera. El padre Joaquín, que siempre había sido un hombre de ciencia y razón, un firme defensor de la ilustración y enemigo de las supersticiones, ahora parecía haber envejecido 10 años en una sola noche. Su rostro

estaba pálido, sus manos temblaban y en sus ojos había un conocimiento nuevo y terrible que nunca le abandonaría.
Algo que nunca debió ser despertado, respondió simplemente, y que ahora, gracias a Dios y a la valentía de Miguel Antonio, volverá a dormir por otro milenio. Al regresar al colegio, encontraron a todos los estudiantes sanos y salvos, reunidos en la capilla, tal como había ordenado el padre Diego.

Nadie recordaba nada extraño, ninguna sensación de debilidad o mareo, ningún momento en que hubieran sentido que algo les arrebataba su energía. vital. Los únicos ausentes eran Sebastián Alcántara y sus 12 amigos. Cuando se revisaron sus habitaciones, se encontró que todas sus pertenencias

personales habían desaparecido, como si hubieran hecho las maletas y se hubieran marchado voluntariamente.
El padre Joaquín ordenó que se enviaran mensajeros a las casas de sus familias para preguntar si habían regresado con ellas. Ninguno lo había hecho. Era como si los 13 estudiantes se hubieran desvanecido de la faz de la tierra. En los días siguientes se inspeccionaron minuciosamente los sótanos del

colegio. No se encontró ninguna entrada a túneles secretos, ninguna bodega que coincidiera con la descripción de Miguel Antonio.
Las losas del patio central fueron examinadas una por una, pero no mostraban ningún símbolo extraño, ninguna marca ritual. Lo único tangible que quedaba de toda aquella pesadilla era el pequeño ídolo de obsidiana que Miguel Antonio había desenterrado del centro del patio.

El padre Joaquín lo guardó bajo llave en su despacho con la intención de enviarlo al arzobispado de la Ciudad de México, junto con un informe detallado de los acontecimientos. Pero la mañana en que el mensajero debía partir, descubrió que el ídolo había desaparecido. En su lugar, sobre la mesa

donde había estado, encontró una nota escrita con caligrafía que reconoció como la del padre Anselmo.
Hay cosas que deben permanecer ocultas, incluso para los ojos de la iglesia. El objeto ha sido llevado a un lugar donde nunca podrá ser encontrado. Reza por mi alma, amigo mío, como yo rezaré por la tuya desde el otro lado del velo. El padre Joaquín quemó la nota y nunca mencionó el ídolo ni su

desaparición en su informe al arzobispado.
Algunas verdades, como había dicho el padre Anselmo, no estaban hechas para ser conocidas por todos. En cuanto a Miguel Antonio, completó su educación en el colegio de San Agustín y posteriormente viajó a España para estudiar en la Universidad de Salamanca, siguiendo los pasos del padre Anselmo. le

ordenó sacerdote y regresó a la Nueva España, donde dedicó su vida a buscar y catalogar antiguos textos nativos, aprender las lenguas indígenas y, según algunos rumores, a vigilar ciertos lugares sagrados donde se decía que dormían entidades que no debían ser

despertadas. nunca habló abiertamente de lo ocurrido aquella noche de septiembre de 1791, pero en su diario personal, encontrado muchos años después de su muerte, dejó escrito, “Los velos entre los mundos son más delgados de lo que la mayoría cree.
Hay cosas que acechan en los espacios intermedios, entidades que no son ni dioses ni demonios en el sentido que nosotros entendemos, sino algo más antiguo y ajeno a nuestra comprensión.” El colegio de San Agustín fue construido sobre uno de esos lugares donde el velo es especialmente débil y 66

almas inocentes casi pagaron el precio de nuestra ignorancia.
Pero hay guardianes, como lo fue mi mentor, que mantienen la vigilia eterna. Y ahora yo soy uno de ellos. El Colegio de San Agustín de Toluca continuó funcionando durante décadas después de aquel extraño suceso. Los estudiantes se graduaban, nuevos alumnos llegaban, la vida seguía su curso

aparentemente normal. Pero entre los frailes que conocían la verdadera historia se estableció una tradición.
Cada equinoccio de otoño, el patio central permanecía vacío durante todo el día y una vigilia especial se realizaba en la capilla desde el atardecer hasta el amanecer. Y en las noches sin luna, algunos juraban ver la figura de un fraile alto y delgado, paseando por el claustro, vigilante, como si

esperara el regreso de algo que había sido desterrado, pero no completamente destruido, porque algunas historias no terminan realmente, solo se desvanecen en las sombras, esperando el momento adecuado para emerger de nuevo.
66 estudiantes desaparecieron en el recreo final aquel día de septiembre de 1791 en Toluca, no en carne y hueso, sino en las páginas olvidadas de una historia que pocos se atreven a contar y menos aún a creer. Una historia sobre antiguas deidades, rituales prohibidos y guardianes que vigilan en la

oscuridad para que podamos vivir en la luz.
Y si alguna vez visitas Toluca y te encuentras frente a un edificio colonial que alguna vez fue un colegio y sientes un escalofrío inexplicable recorrer tu espalda mientras el sol se oculta tras las montañas, quizás sea solo el viento o quizás sean los ecos de aquellos que casi fueron sacrificados,

recordándonos que hay cosas que deben permanecer dormidas para siempre. M.