Dicen que en las haciendas de Bahía todavía se escuchan pasos descalzos subiendo escaleras que ya no existen y que en las noches sin luna se puede oler el perfume prohibido mezclado con sangre. Hay historias que los archivos coloniales jamás registraron, crímenes que la Iglesia prefirió olvidar y pecados tan profundos que ni el tiempo ha logrado borrarlos. Esta es una de esas historias.

Si estás escuchando esta crónica, suscríbete al canal y cuéntanos desde qué país nos estás viendo. Así podremos seguir desenterrando los pecados que la historia intentó ocultar. En 1831, la hacienda Esperanza se alzaba como una fortaleza blanca sobre las colinas del recón Ballano, rodeada de campos de caña que se extendían hasta donde alcanzaba la vista.

Era una de las propiedades más prósperas de la región y su dueño, don Álvaro Meneces de Braganza, un hombre de linaje portugués y fortuna indiscutible, gozaba del respeto y la envidia de sus pares, pero el respeto, como todos sabían, era apenas una máscara que ocultaba el miedo. La hacienda funcionaba con la precisión de un reloj suizo y la crueldad de un presidio.

Más de 200 esclavos trabajaban desde antes del amanecer hasta mucho después del anochecer, cosechando la caña, moliendo el azúcar, cargando los barriles que serían enviados a Salvador y de ahí a Europa. Los capataces vigilaban con látigos siempre listos, y las marcas en las espaldas de los esclavos contaban historias que ninguna boca se atrevía a pronunciar. Don Álvaro había enviudado tres años antes.

Su esposa, doña Beatriz, había muerto de fiebres durante el verano de 1828, dejándolo solo con una hija de 16 años llamada Isabel. La muchacha era hermosa, educada en los conventos de Salvador y destinada a un matrimonio ventajoso que consolidaría aún más el poder de la familia Meneces. Pero Isabel era también frágil, enfermiza, propensa a dolores de cabeza que la mantenían recluida en su habitación durante días enteros.

Para cuidar de Isabel, don Álvaro había asignado a Jasira. Jasira tenía 24 años y había nacido en la propia hacienda, hija de una esclavangoleña que murió en el parto de su tercer hijo. Desde pequeña, Jasira había sido entrenada para el servicio doméstico, alejada de los campos de caña y de los trabajos más brutales.

Era alta, de piel oscura como la madera de jacarandá. con rasgos finos y ojos que parecían guardar secretos antiguos. Hablaba portugués con perfección. Sabía leer, algo prohibido, pero tolerado en la casa grande por conveniencia, y conocía las hierbas medicinales que usaba para aliviar los males de la señorita Isabel.

Con el tiempo, Jasira se había convertido en algo más que una sirvienta para Isabel. era su confidente, su compañía constante, la única persona ante quien la joven podía mostrarse vulnerable sin temor al juicio. Compartían tardes enteras en el cuarto de Isabel, donde Jasira le leía novelas románticas francesas mientras la joven bordaba o simplemente cerraba los ojos, dejándose llevar por aquellas historias de amores imposibles y destinos trágicos.

Pero había algo que Isabel no sabía, algo que nadie en la casa grande sabía. Jasira y don Álvaro llevaban casi dos años encontrándose en secreto. Había comenzado una noche de tormenta cuando don Álvaro, borracho de cachaza y soledad, había entrado a la despensa donde Jasira guardaba los remedios de Isabel.

No hubo violencia esa primera vez, al menos no del tipo que dejaba marcas visibles. Hubo palabras suaves, promesas susurradas y una mano que acarició donde no debía. Jasira no había podido resistirse o quizás no había querido porque en esa mirada del amo, en ese deseo prohibido y peligroso, había encontrado algo que jamás pensó posible, poder. Los encuentros se habían vuelto más frecuentes.

Don Álvaro la buscaba en la madrugada cuando todos dormían o en las tardes cuando Isabel descansaba. Le regalaba telas finas que Jasira escondía en el fondo de su baúl, le prometía libertad, le susurraba que era diferente a las demás. Y Jasira, por su parte, había aprendido a usar ese deseo como moneda.

Sabía exactamente qué palabras decir, qué gestos hacer, cómo mantener al amo atado sin que él siquiera se diera cuenta de las cadenas. Pero el tiempo, como siempre, cobraba sus deudas. En marzo de 1831, don Álvaro anunció que había arreglado el matrimonio de Isabel con don Fernando Castelo Branco, heredero de una familia de comerciantes de Recife.

La boda se celebraría en junio en la iglesia de San Francisco en Salvador con toda la pompa que correspondía a una familia de abolengo. Isabel lloró durante días, no porque no quisiera casarse, apenas conocía a su prometido, sino porque sabía que el matrimonio significaba el fin de su vida tal como la conocía.

Tendría que dejar la hacienda, mudarse a una ciudad desconocida, convertirse en esposa y madre, cumplir con deberes que le aterraban. Yaira la consoló como siempre, le secó las lágrimas, le preparó test de valeriana para calmar los nervios, le prometió que todo estaría bien, pero por dentro Yasira sentía algo diferente, una rabia silenciosa que crecía como la caña en los campos.

Una pregunta que se repetía cada noche. ¿Por qué Isabel merecía todo, nombre, libertad, futuro, mientras ella, Jasira no era más que una sombra sin derecho a existir? Fue entonces cuando el plan comenzó a tomar forma. Don Álvaro había intensificado sus visitas nocturnas, más desesperado, más posesivo.

Le confesaba a Jasira que no soportaba la idea de perder a Isabel, que la casa se sentiría vacía sin ella. Y en esas confesiones, Jasira encontró la grieta que necesitaba. El amo sufre porque va a perder a la señorita Isabel”, le dijo una noche mientras yacían juntos en el cuarto de huéspedes que don Álvaro usaba para sus encuentros clandestinos.

“Pero no tiene que ser así.” Don Álvaro la miró con ojos enrojecidos por el alcohol y la tristeza. “¿Qué quieres decir? Hay formas de mantenerla cerca”, susurroja sira acariciando el pecho del amo con dedos que sabían exactamente cómo manipular. Formas que nadie necesita saber. El amo frunció el ceño, pero no se apartó. Habla claro. La señorita Isabel está enferma, todos lo saben.

¿Y si su enfermedad empeorara? ¿Y si no pudiera viajar a Salvador para la boda? Don Álvaro se incorporó bruscamente. ¿Estás sugiriendo que enferme a mi propia hija? Yasira se sentó con calma, dejando que la sábana cayera apenas, revelando su piel oscura bajo la luz de la vela. No, mi amo. Yo nunca sugeriría algo así. Solo digo que las hierbas que uso para calmarla también pueden hacer que duerma más profundo, que se sienta más débil, que los médicos crean que no está en condiciones de viajar. El silencio que siguió fue denso, cargado de

posibilidades terribles, y después continuó Jasira con voz suave como el veneno. Cuando el señor Castelo Branco venga a reclamar lo que es suyo, podría encontrarse con una sorpresa. ¿Qué clase de sorpresa? Jasira sonrió y en esa sonrisa había siglos de venganza acumulada. En la oscuridad bajo el velo de novia con el vestido adecuado, ¿quién podría distinguir a una mujer de otra? Don Álvaro la miró como si la viera por primera vez. Y quizás era verdad.

Quizás por primera vez estaba viendo realmente lo que Yasira era capaz de hacer, de ser, de destruir. “Estás loca”, murmuró, pero su voz carecía de convicción. Estoy enamorada”, respondió Jasira, mintiendo con la facilidad de quien ha tenido que mentir para sobrevivir toda su vida y haría cualquier cosa por mi amo. La semilla estaba plantada. Los días que siguieron fueron una danza cuidadosa de pequeñas traiciones.

Jasira comenzó a aumentar gradualmente la cantidad de valeriana en los tes de Isabel, añadiendo también pequeñas dosis de veleño que hacían que la joven se sintiera mareada, confundida, incapaz de mantener conversaciones largas. Isabel se quejaba de dolores de cabeza más intensos, de visión borrosa, de un cansancio que no la abandonaba ni después de dormir 12 horas seguidas. Don Álvaro llamó a los médicos de la región.

Vinieron tres, cada uno con sus diagnósticos contradictorios, humores desbalanceados, fiebres intermitentes, melancolía prenupsial, recetaron sangrías, cataplasmas, oraciones. Nada ayudaba porque nada podía ayudar. El veneno que Jasira administraba era demasiado sutil, demasiado bien dosificado.

Cuando llegó mayo y quedaban apenas tres semanas para la boda, Isabel ya no podía levantarse de la cama sin ayuda. Su piel había adquirido una palidez cerosa, sus ojos se hundían en las órbitas y su voz era apenas un susurro débil. Los médicos recomendaron posponer la boda al menos hasta que la joven se recuperara. Don Álvaro envió una carta a Salvador explicando la situación. La respuesta de don Fernando Castelobranco fue fría y cortante.

O la boda se celebraba en la fecha acordada o el compromiso quedaría anulado. No podía esperar indefinidamente por una novia enfermiza que quizás nunca se recuperaría. Fue entonces cuando don Álvaro, acorralado entre el orgullo y la desesperación, buscó a Jasira en medio de la noche.

“¿Todavía crees que tu plan podría funcionar?”, le preguntó con voz ronca. Jasira asintió lentamente. Sí, mi amo, pero tiene que ser ahora, antes de que vengan más médicos, antes de que alguien sospeche y después, ¿qué pasará cuando descubran el engaño? No lo descubrirán, dijo Jasira con seguridad.

Don Fernando solo ha visto a Isabel una vez hace más de un año cuando ella tenía 15 años y era apenas una niña. Yo me he estado preparando. He estudiado sus gestos, su forma de hablar, de caminar. con el vestido correcto, el velo, la penumbra de la iglesia. Nadie sabrá la diferencia hasta que sea demasiado tarde. Y luego Jasira se acercó, tomó las manos del amo entre las suyas. Luego seré libre.

Me habrá dado su nombre, su protección y usted conservará a Isabel aquí, donde puede cuidarla siempre. Era una locura, una blasfemia, un crimen contra Dios, la ley y la naturaleza misma. Pero don Álvaro, consumido por años de soledad, alcohol y un deseo que no se atrevía a nombrar, asintió. El plan se puso en marcha con la precisión de una ejecución.

Jasira aumentó las dosis de Veleño en el té de Isabel hasta que la joven cayó en un estado de semiinconsciencia, despertando apenas para beber agua y volver a dormirse. Don Álvaro anunció que su hija había sufrido un colapso nervioso y que los médicos habían ordenado reposo absoluto. Nadie, bajo ninguna circunstancia, debía molestarla.

Mientras tanto, Jasira se dedicó a estudiar todo lo que necesitaba saber. Practicaba la firma de Isabel copiando viejas cartas. Se probaba los vestidos de la joven en secreto, ajustándolos para que le quedaran perfectos. Ensayaba la forma de hablar de Isabel, ese tono suave y cultivado, eliminando cualquier rastro del acento que delataba sus orígenes.

En los espejos de la casa grande, Jasira veía su transformación. Ya no era la esclava, ya no era la sombra, era Isabel. o al menos podía hacerlo. La noche antes de la boda, don Álvaro entró al cuarto donde Isabel yacía dormida. La miró durante largo rato. Su hija pálida y frágil, ajena a la traición que estaba a punto de consumarse.

Por un momento, la culpa lo asaltó. Por un momento, pensó en detener todo, en confesar, en aceptar las consecuencias. Pero entonces recordó los años de soledad después de la muerte de Beatriz. recordó las noches interminables, el peso del apellido Meneces, las expectativas imposibles y recordó a Jasira su cuerpo, su astucia, la promesa de algo diferente, algo prohibido y justamente por eso irresistible. Cerró la puerta del cuarto de Isabel con llave desde afuera.

Al día siguiente, mientras el sol se levantaba sobre los campos de caña, una comitiva partió de la hacienda Esperanza rumbo a Salvador. En el carruaje principal viajaba una mujer envuelta en velos blancos, acompañada por don Álvaro y dos esclavas de confianza que habían sido instruidas para no hablar con nadie.

La mujer mantenía la cabeza baja, fingía mareos, tosía delicadamente en un pañuelo de encaje. Era Jasira. El viaje hasta Salvador tomó dos días. Durante todo ese tiempo, Jasira no rompió el personaje ni una sola vez. Hablaba poco, siempre con voz débil, siempre escondiendo el rostro tras el velo. Don Álvaro había sobornado a los sirvientes para que mantuvieran distancia, alegando que Isabel necesitaba descanso y silencio para recuperarse antes de la ceremonia.

Cuando llegaron a la ciudad, se alojaron en la casa de un primo de don Álvaro, un comerciante que apenas conocía a Isabel y que aceptó sin cuestionamientos la explicación de la enfermedad de la novia. La boda estaba programada para la mañana siguiente en la iglesia de San Francisco, una de las más opulentas de Salvador, decorada con madera de jacarandá tallada y oro procedente de Minas Jerais.

Esa noche, en la habitación que le habían asignado, Yasira se miró en el espejo y apenas reconoció su propio reflejo. El vestido de novia era una obra maestra de seda blanca y encaje de brujas, con un velo tan largo que arrastraba por el suelo. Había practicado caminar con él durante semanas.

Había aprendido a moverse como una señora, a mantener la espalda recta, los pasos pequeños, las manos siempre cruzadas delante del cuerpo. Pero lo que veía en el espejo no era solo el disfraz, era algo más profundo, más perturbador. Era la posibilidad de ser otra persona, de borrar todo lo que había sido, la esclava, la sombra, la propiedad y convertirse en algo que la sociedad respetara, temiera, obedeciera. Por primera vez en su vida, Jasira sintió algo parecido a la esperanza.

La mañana de la boda amaneció clara y calurosa. La Iglesia de San Francisco se llenó temprano con las familias más prominentes de Salvador y del Recónncavo. Estaban los señores del azúcar con sus esposas enjolladas, los comerciantes portugueses, los funcionarios de la corona, los sacerdotes de alto rango.

Todos querían presenciar la unión de dos de las familias más poderosas de la región. Don Fernando Castelo Blranco esperaba al pie del altar. Un hombre de 32 años, alto y de rasgos afilados, vestido con levita negra y guantes blancos. Había viajado desde Recife con su propia comitiva, trayendo regalos caros y expectativas aún más caras.

Miraba hacia la entrada de la iglesia con expresión impaciente, ansioso por cumplir con el compromiso y regresar a sus negocios. Cuando las puertas de la iglesia se abrieron y la novia apareció del brazo de don Álvaro, un murmullo de admiración recorrió la nave.

El vestido era magnífico, el velo creaba un aura de misterio etéreo y la forma en que la novia caminaba, lenta, delicada, casi flotando, parecía sacada de una novela romántica. Nadie, absolutamente nadie, sospechó que bajo ese velo no estaba Isabel Mences de Braganza, sino Jasira, la esclava que durante 24 años no había sido más que una sombra sin nombre propio.

La ceremonia transcurrió con la solemnidad tradicional. El sacerdote, un hombre anciano de voz temblorosa, recitó los votos en latín mientras los invitados escuchaban en silencio religioso. Cuando llegó el momento de intercambiar los anillos, Hasira extendió su mano cuidadosamente blanqueada con polvos durante días y sintió el peso del oro en su dedo. Era real. Estaba sucediendo.

¿Acepta usted, Isabel María Meneces de Braganza, tomar por esposo a Fernando José Castelo Branco. Jasira levantó apenas el velo, lo suficiente para que se viera su boca, pero no sus ojos, y con voz suave, pero clara respondió, “Sí, acepto.” El sacerdote se volvió hacia don Fernando. “¿Acepta usted, Fernando José Castelo Branco, tomar por esposa a Isabel María Meneces de Braganza?” Sí, acepto, respondió don Fernando con voz firme.

Entonces, por el poder que me confiere la Santa Iglesia y la corona de Portugal, los declaro marido y mujer. Fue en ese momento cuando el sacerdote pronunció esas palabras, cuando Jasira sintió que algo dentro de ella se quebraba y se recomponía al mismo tiempo. Ya no era esclava, ya no era propiedad, era esposa, era señora, era libre, o al menos eso creyó.

La celebración después de la ceremonia se llevó a cabo en la casa del primo de don Álvaro, una mansión colonial con jardines amplios y fuentes de mármol. Los invitados comían, bebían vino portugués, conversaban sobre política y negocios mientras los músicos tocaban balses europeos. Jasira, todavía oculta tras el velo, se mantuvo en silencio la mayor parte del tiempo, alegando cansancio por la enfermedad reciente.

Don Fernando, su ahora esposo, apenas le prestó atención. Estaba ocupado hablando con otros hombres sobre los precios del azúcar en Europa, sobre la creciente tensión con los esclavos en otras haciendas, sobre rumores de rebeliones y conspiraciones.

Jasira lo observaba desde la distancia y veía en él lo que había visto en todos los amos, un hombre que consideraba el mundo y todo lo que había en él como propiedad a ser explotada. Cuando cayó la noche, llegó el momento que Jasira había estado temiendo y anticipando en igual medida la noche de bodas. Don Fernando le ofreció el brazo y la guió hacia la habitación que habían preparado para los recién casados.

Era una suite amplia, con una cama de dosel cubierta con sábanas de lino blanco, velas encendidas por todas partes y un crucifijo enorme colgado en la pared principal, observándolo todo con ojos de madera tallada. “Finalmente solos”, dijo don Fernando cerrando la puerta con llave.

Jasira permaneció de pie junto a la ventana, todavía con el velo puesto, el corazón latiéndole tan fuerte que temía que él pudiera escucharlo. Don Fernando se sirvió una copa de vino del porto y la bebió de un trago. Puedes quitarte el velo, Isabel. Somos marido y mujer ahora. Jasira no se movió. Isabel, repitió don Fernando con un toque de impaciencia. Quítate el velo.

Lentamente, con dedos que temblaban apenas, Jasira levantó las manos y comenzó a quitar los alfileres que sostenían el velo en su lugar. El encaje cayó primero sobre sus hombros, luego al suelo, dejando su rostro completamente expuesto bajo la luz de las velas. Don Fernando dio un paso atrás frunciendo el ceño. “Tú, tú no eres Isabel.” Jasira lo miró directamente a los ojos. No, no lo soy. El silencio que siguió fue absoluto.

Don Fernando la miraba con una mezcla de confusión, horror e ira creciente. ¿Quién eres? Soy Jasira. Era la esclava de la señorita Isabel. La copa de vino cayó de las manos de don Fernando y se hizo añicos contra el suelo. ¿Qué dijiste? Soy la esclava que cuidaba a Isabel Mences, repitió Jasira con calma, aunque por dentro sentía que todo su cuerpo temblaba. Y ahora soy su esposa, don Fernando.

Don Fernando retrocedió hasta chocar con la pared. Su rostro palideció hasta volverse ceniciento. Esto es imposible. Esto es esto es una abominación, una blasfemia. Quizás, concedió Jasira, pero es legal. La boda se celebró ante Dios y ante la ley. El sacerdote nos declaró marido y mujer. Los documentos están firmados. firmados con un nombre falso. Esto es fraude.

Es es demasiado tarde, interrumpió Jasira. Y en su voz había ahora una dureza que nunca había podido mostrar antes. Si anula el matrimonio, tendrá que explicar cómo fue engañado por una esclava. Tendrá que admitir ante toda la sociedad de Salvador, ante su familia en Recife, ante los comerciantes con quienes hace negocios, que no pudo distinguir a una negra de una señora blanca.

¿Cree que su reputación sobreviviría a esa humillación? Don Fernando se llevó las manos a la cabeza, respirando con dificultad. Esto no puede estar pasando. Esto no puede. Pero está pasando dijo Jasira dando un paso hacia él. Y ahora tiene que decidir qué va a hacer al respecto. Don Fernando la miró con odio puro. Voy a matarte. Voy a matarte con mis propias manos y después voy a matar a don Álvaro por perpetrar este engaño monstruoso. Puede intentarlo.

Respondió Jasira con calma. Pero entonces tendré que gritar y cuando vengan los sirvientes, cuando entren los invitados que todavía están abajo celebrando, ¿qué verán? Verán a un esposo golpeando a su esposa en la noche de bodas. Y eso don Fernando también arruinaría su reputación.

Don Fernando se dejó caer en una silla enterrando el rostro en las manos. Cuando habló, su voz era apenas un susurro quebrado. ¿Por qué? ¿Por qué hiciste esto? Jasira se sentó en el borde de la cama, todavía vestida con el traje de novia que ahora parecía un sudario blanco. Porque podía, porque quería ser libre, porque estoy cansada de ser invisible. Eres una esclava, escupió don Fernando con veneno.

Siempre serás una esclava sin importar qué papel hayas firmado. Quizás, dijo Jasira, pero ahora soy una esclava con su apellido. Don Fernando pasó toda la noche en silencio, sentado en esa silla, mirando alternativamente a Jasira y al crucifijo en la pared, como si esperara que Dios mismo interviniera para deshacer lo que se había hecho.

Pero Dios, como siempre permaneció en silencio. Al amanecer, cuando los primeros rayos de sol entraron por la ventana, don Fernando se puso de pie con movimientos rígidos. “Esto no ha terminado”, dijo con voz fría. Encontraré la forma de anular este matrimonio. Hablaré con abogados, con el obispo, con quien sea necesario.

Haga lo que tenga que hacer, respondió Jasira, exhausta después de una noche sin dormir. Pero recuerde que mientras tanto sigo siendo su esposa ante los ojos del mundo. Don Fernando salió de la habitación dando un portazo que resonó por toda la casa. Los días siguientes fueron un infierno de tensión contenida.

Don Fernando evitaba Jasira por completo, pasando las horas encerrado en el estudio del primo de don Álvaro, escribiendo cartas furiosas, consultando códigos legales, buscando desesperadamente una salida. Pero cada abogado que consultaba llegaba a la misma conclusión.

El matrimonio era legal, la ceremonia había sido válida, los documentos estaban en orden y lo más importante, anular el matrimonio requeriría hacer público el engaño, algo que destruiría la reputación de don Fernando más que cualquier escándalo imaginable. Mientras tanto, don Álvaro había regresado a la Hacienda Esperanza, convencido de que su plan había funcionado perfectamente.

No tenía idea de que la bomba estaba a punto de explotar. Fue el primo quien finalmente habló con Shasira una semana después de la boda. Era un hombre de mediana edad llamado José María, comerciante astuto que había prosperado manteniendo los oídos abiertos y la boca cerrada.

La encontró en el jardín sentada bajo un naranjo, todavía vestida con ropas de señora, pero con el rostro marcado por el cansancio y la tensión. “Doña Jasira”, dijo vacilando sobre cómo llamarla. “Necesitamos hablar.” Jasira levantó la vista. ¿Sobre qué? Sobre lo que va a pasar ahora. José María se sentó en el banco frente a ella. Don Fernando está fuera de sí.

Ha hablado de matar a don Álvaro, de quemar la hacienda, de denunciarte ante las autoridades como impostora. Las autoridades no harán nada, dijo Jasira con más confianza de la que sentía. El matrimonio es legal. Quizás, concedió José María, pero hay otras formas de resolver este problema. Formas que no requieren abogados ni jueces. Jasira sintió un escalofrío. ¿Me está amenazando? No, yo respondió José María.

Pero don Fernando tiene amigos, hombres que por el precio correcto harían desaparecer cualquier problema incómodo. Una esclava que se hace pasar por señora definitivamente califica como problema incómodo. Jasira apretó los puños. Entonces, ¿qué sugiere que haga? Que desaparezcas antes de que ellos te hagan desaparecer. Toma lo que puedas.

Sal de Salvador esta noche. Ve al norte o al sur. Piérdete en algún quilombo en el interior. Cambia tu nombre, tu historia. Vive. Y don Álvaro. José María suspiró. Don Álvaro, es un problema diferente, pero si tengo que elegir entre salvar a un conspirador arrogante y a una mujer que solo quería ser libre, elegiré a la mujer. Esa noche Jasira empacó una bolsa pequeña con lo poco que tenía.

Algo de dinero que había logrado tomar sin que nadie se diera cuenta, un cambio de ropa, el certificado de matrimonio que probaba que por un breve momento había sido alguien. Se quitó el vestido de novia y se puso ropa simple, ropa de viaje, ropa que no llamaría la atención.

Pero antes de salir cometió un error, un error nacido de la necesidad de cerrar el círculo, de tener la última palabra. Escribió una carta, la dirigió a don Álvaro y en ella confesó todo. ¿Cómo había planeado el engaño? ¿Cómo había envenenado a Isabel? ¿Cómo había manipulado al amo para que aceptara el plan? Escribió sobre el poder y la venganza, sobre siglos de humillación que merecían ser pagados y al final añadió una línea que sellaría su destino.

Ahora usted sabe lo que se siente cuando alguien que usted consideraba propiedad toma control de su propia vida. Espero que el peso de esta verdad lo acompañe hasta la tumba. Dejó la carta en el estudio de José María con instrucciones de entregarla a don Álvaro una semana después, cuando ella ya estaría lejos.

Y luego, protegida por la oscuridad de la noche bayana, Jasira desapareció en las calles de Salvador. Pero la carta nunca esperó una semana. José María, preocupado por el contenido y las consecuencias, la envió a la Hacienda Esperanza inmediatamente. Don Álvaro la recibió tres días después. La leyó una vez, dos veces, tres veces, sintiendo como cada palabra era una puñalada que desgarraba no solo su orgullo, sino algo más profundo, la ilusión de control que había mantenido toda su vida.

Su primera reacción fue correr al cuarto de Isabel. La encontró todavía en cama, débil, pero despierta, con los efectos del veneno finalmente disminuyendo. La miró y vio no a su hija, sino el recordatorio viviente de su propia estupidez, su debilidad, su pecado. “Papá”, susurró Isabel con voz frágil.

“¿Qué pasó? ¿Dónde está Jasira? No la he visto en días.” Don Álvaro no respondió. Salió del cuarto, bajó las escaleras tambaleándose como un borracho y ordenó a los capataces que prepararan caballos. Iba a Salvador, iba a encontrar a Jasira, iba a matarla con sus propias manos. Pero don Fernando se le adelantó. El heredero de los Castelo Branco, consumido por la humillación y la rabia, había contratado a un grupo de capitanes domato, cazadores de esclavos profesionales, para que encontraran a Jasira y la devolvieran. ¿Viva o muerta?

Preferiblemente muerta. Les dio una descripción detallada. Les mostró el retrato que habían pintado de Isabel antes de la boda y que, con terrible ironía, se parecía bastante a Jasira disfrazada y les prometió una fortuna en oro si la encontraban en menos de una semana. Los capitanes Domato eran buenos en su trabajo, demasiado buenos.

Encontraron a Jasira cinco días después en un pueblo costero llamado Valenza, donde había intentado conseguir pasaje en un barco hacia Río de Janeiro. La reconocieron por la descripción, por la forma elegante en que hablaba, todavía fingiendo ser señora, y por el certificado de matrimonio que llevaba escondido en el corpiño.

No hubo juicio, no hubo interrogatorio. La justicia para una esclava que había osado tomar el lugar de una señora era swift y brutal. La arrastraron de vuelta a Salvador, atada como ganado, golpeada hasta que apenas podía caminar. Don Fernando la esperaba en la mansión de su primo junto con don Álvaro, que había llegado el día anterior.

Ambos hombres miraban a Jasira con un odio tan intenso que parecía quemar el aire. “Tienes algo que decir,”, preguntó don Fernando con voz gélida. Jasira, con el rostro hinchado por los golpes, la ropa desgarrada, los pies sangrantes, levantó la cabeza con lo poco que le quedaba de dignidad. Nada que ustedes puedan entender. Don Álvaro dio un paso adelante.

¿Dónde está? ¿Dónde escondiste el dinero que te di? ¿Dónde están las joyas? Yasira sonrió y esa sonrisa era pura insolencia. Las vendí. Las vendí todas y le di el dinero a un quilombo en el interior para que otros como yo puedan comprar su libertad. No era verdad. No había vendido nada porque no había tenido tiempo.

Pero valió la pena ver la expresión en los rostros de ambos hombres. Don Fernando asintió a los capitanes domato. Llévenla a la plaza, que sea un ejemplo público. Lo que sucedió después, los archivos de Salvador prefirieron no registrar en detalle. Solo hay menciones breves, notas al margen en documentos legales, susurros que pasaron de generación en generación.

Dicen que la llevaron a la plaza del peluriño, donde castigaban a los esclavos rebeldes. Dicen que la ataron al poste de piedra mientras una multitud se reunía para observar. Dicen que don Fernando en persona ordenó que recibiera 100 latigazos, una sentencia de muerte disfrazada de castigo legal. Pero también dicen otras cosas.

Dicen que Jasira no gritó ni una sola vez durante el castigo, que mantuvo los ojos abiertos mirando directamente al cielo como si pudiera ver algo que los demás no podían, que cuando finalmente cayó muerta, había una expresión en su rostro que parecía casi triunfante. Don Álvaro regresó a la hacienda Esperanza una semana después. Isabel se había recuperado lo suficiente para hacer preguntas, para exigir respuestas sobre qué había pasado con Jasira, por qué su padre había cancelado su boda, por qué todo el mundo la miraba con lástima y susurraba cuando ella entraba en una habitación. Don Álvaro nunca le dijo la

verdad. Le dijo que Jasira había huído, que había robado dinero y había desaparecido. Le dijo que la boda había sido cancelada porque don Fernando había encontrado a otra mujer mentiras sobre mentiras, construyendo una torre de falsedades que eventualmente colapsaría.

Isabel, aún débil por el envenenamiento, aceptó las explicaciones, pero algo en ella había cambiado. Se volvió silenciosa, retraída. Pasaba horas mirando por la ventana de su cuarto como si esperara que Jasira volviera a aparecer para traerle el té de cada tarde. Don Álvaro, por su parte, comenzó a beber más, mucho más. Se encerraba en su estudio con botellas de cachaza y el retrato de su difunta esposa Beatriz hablándole a la pintura como si pudiera escucharlo, como si pudiera perdonarlo. Don Fernando nunca volvió a casarse.