Nunca pensé que acabaría con la sotana levantada jadeando entre los asientos de un camión con las manos de un desconocido sobre mi piel consagrada. Pero esa noche, con la lluvia golpeando los cristales y su respiración caliente sobre mi cuello, dejé de ser monja y volví a ser mujer.

Me llamo Soralba y esta no es una historia de fe, es una historia de hambre, de deseo, de lo que ocurre cuando llevas demasiado tiempo callando, lo que el cuerpo grita. Tenía 29 años cuando lo conocí. Llevaba casi 10 en el convento de Nuestra Señora del Silencio en las afueras de Salamanca. una orden estricta, sin espejos, sin caricias, sin otra voz que la de Dios.

O eso decíamos, pero esa noche algo dentro de mí se rompió. No sé si fue la discusión con la madre superiora, la carta que nunca recibí o simplemente la lluvia, esa lluvia pesada que no cesaba y que parecía querer borrar cada paso que daba. Salí sin permiso, con la capa mojada, los zapatos empapados y el corazón latiéndome en la garganta.

Caminé sin rumbo por la carretera secundaria y entonces se detuvo un camión. El cristal bajó lentamente y una voz gruesa, casi ronca, me dijo, “¿Necesitas que te lleven, hermana?” Tenía los ojos claros, la barba de varios días y un acento andaluz que me hizo temblar. Dije que sí. Y esa fue mi primera confesión verdadera en años. No hablábamos mucho.

Yo observaba el parabrisas, las gotas deslizándose como si fueran mis pensamientos. Él me miraba de reojo y aunque no decía nada, sentía que me desnudaba sin tocarme y yo no me defendía porque quizás muy dentro de mí quería que alguien por fin me viera, no como una sierva de Dios, sino como una mujer.

Me observaba de reojo mientras conducía, como si cada curva del camino fuera menos peligrosa que el silencio que se extendía entre nosotros. El parabrisas empañado, la luz tenue de los faros y esa sensación en el pecho que no tenía nada de santa. Era el presentimiento de algo que estaba por estallar o quizás de algo que en realidad siempre había estado ahí. ¿Cómo te llamas? Me preguntó con voz grave.

Tardé un segundo en responder, no porque no lo supiera, sino porque había olvidado cómo sonaba mi nombre en labios ajenos. Alba. Alba. Como el amanecer. Asentí tragando saliva. Me estremecí, no por el frío, sino porque hacía años que nadie me llamaba así sin el sor delante. Miré por la ventana. El paisaje oscuro pasaba como una cinta sin fin.

El corazón me latía con fuerza, como si cada kilómetro me alejara no solo del convento, sino también de la mujer que finger. ¿Y a dónde vas, Salva? Dijo con cuidado. Como quien no quiere asustar a un animal herido. No lo sé, confesé. Y esa fue la segunda verdad que pronuncié esa noche.

Él no dijo nada, pero sus manos en el volante apretaron apenas, como si contuvieran algo, una pregunta, un deseo, una duda. De pronto miró hacia una pequeña área de descanso, detuvo el camión junto a unos pinos altos y apagó el motor. El silencio fue total. ¿Quieres bajar un momento? Estirar las piernas. Está lloviendo. Un poco de lluvia no hace daño y si prefiero quedarme aquí dentro, entonces me quedaré también.

Nos miramos y ahí, en ese instante suspendido, sentí como todo mi pasado, mis votos, mis rezos, mis penitencias, se deshacía como pan mojado. Él extendió la mano y me quitó suavemente la capucha. Mi cabello aún húmedo cayó sobre mis hombros y entonces me dijo, “Eres más que una promesa, Dios alba.

Eres carne, eres mirada, eres fuego contenido.” Y no pude negarlo, porque cada parte de mí, mis labios, mis manos, mis pensamientos ardían por oír eso, por creerlo. No me tocó más. No esa noche, solo se quedó ahí mirándome y con eso fue suficiente para que yo no pudiera dormir ni olvidar. A la mañana siguiente, el amanecer llegó como un suspiro tibio entre los árboles.

Yo apenas había dormido, la cabeza apoyada contra el cristal de la ventana, las manos entrelazadas sobre el regazo y el corazón todavía lleno de esa frase que él me había dicho la noche anterior. Eres fuego contenido. Él me ofreció un café de su termo. Era fuerte, casi amargo, pero en ese momento nada me supo más dulce. ¿Dormiste algo?, me preguntó. Casi nada. Yo tampoco. No dijimos más.

Y sin embargo, el silencio entre nosotros ya no era vacío. Era una promesa sin palabras. Subimos de nuevo al camión. El motor rugió y con él sentí que algo en mí despertaba también. Mientras avanzábamos por la carretera, noté que su mano, grande y cálida, se apoyó entre los dos asientos.

No me rozó, no me apuró, solo estuvo ahí esperando como si mi piel tuviera que tomar la decisión. Y la tomó lentamente llevé mis dedos hacia los suyos, los toqué apenas, un roce, una duda, un suspiro que nunca llegó a salir de mi boca. Él no se movió, tampoco sonríó, solo dejó que mi mano se apoyara en la suya.

Y ahí la sostuvo firme, como si sujetara algo más que mi cuerpo, mi decisión, mi miedo, mi deseo. Seguimos así kilómetros, mi palma sobre la suya, el paisaje pasando al fondo como un escenario distante. Y en ese gesto simple descubrí lo que años de oraciones no me habían dado. Calma.

En un pueblo pequeño llamado Peñaranda nos detuvimos para cargar combustible. Yo bajé con él. El aire fresco me acarició el rostro. La gente nos miraba, algunos con curiosidad, otros sin darle importancia. Por primera vez me vi reflejada en el cristal de una ventana y no vi una monja, ni siquiera una fugitiva. Vi a una mujer cansada, sí, pero viva.

Cuando regresamos al camión, él cerró la puerta con cuidado, se quedó unos segundos observándome y luego dijo, “Si en algún momento quieres volver, te llevo. ¿Y si no quiero volver nunca?” Sus ojos se oscurecieron levemente y murmuró, “Entonces te llevo donde quieras, aunque sea lejos de todo lo que fuiste.” Ese fue el primer gesto que cambió todo.

Una mano, una pausa, una promesa no dicha. Y yo supe que no había marcha atrás. Dicen que hay lugares en el mundo donde el tiempo se detiene. Una curva en la carretera, una sombra bajo un árbol, un banco frente al mar. Para mí ese lugar fue la curva de una autopista secundaria. cerca de un mirador perdido entre colinas secas, donde el camión aminoró la marcha y su mano no soltó la mía.

Íbamos en silencio, como de costumbre, pero esta vez había algo distinto. El sol entraba ráfagas por la ventanilla, calentándome el rostro, haciendo que mis pensamientos ya no fueran tan grises. Y él, él tarareaba una canción que no conocía, pero que de alguna manera me sonaba a hogar.

No supe en qué momento giró la cabeza, ni cuándo su mirada se posó sobre mí más de lo necesario. Solo sentí que algo me quemaba la piel, como si una caricia invisible se deslizara desde el cuello hasta el borde del hábito, donde el cuerpo aún recordaba lo que había olvidado sentir. “Estás hermosa con el pelo suelto”, dijo de pronto, sin mirarme. “Hace años que no me lo decían.

Entonces, el mundo ha sido muy injusto contigo. Quise responder, pero no pude, porque sentí que si hablaba la voz me iba a temblar como la fe. En esa curva, cuando el paisaje se abrió y el horizonte se tiñó de azul pálido, él dejó que su mano rozara mi rodilla. Fue apenas un gesto, un año, pero bastó.

El cuerpo no miente y el mío se arqueó sin quererlo. Ningún pecado me había preparado para eso, para la electricidad de un contacto tan leve, tan humano, tan cargado de posibilidad. Me mordí el labio, apreté los dedos y entonces lo miré. Si sigues, no podré detenerme, dije apenas audible.

Él no contestó, solo retiró la mano, pero no el deseo. Eso se quedó entre nosotros, en el aire, en mi piel. Más adelante nos detuvimos en un área de descanso. No habló, no se acercó, solo bajó del camión y me dejó espacio. Y yo, mientras lo observaba desde la ventanilla, supe con una claridad abrumadora que no quería volver ni al convento, ni a mi antigua vida, ni a mí misma antes de él.

La mayoría de las personas cree que en un convento una mujer olvida el deseo, que basta con encerrar el cuerpo entre muros blancos, cubrirlo con telascuras, apagar el reflejo de los espejos y todo aquello que arde desaparece. Pero número, lo que arde, aprende a esconderse, a respirar lento, a quedarse quieto en la noche como un animal salvaje que no ha olvidado cómo se caza, solo que espera.

En el convento aprendí a callar, a inclinar la cabeza, a recitar oraciones que no sentía, a sonreír con los labios, pero no con los ojos. Aprendí a perdonarme por tener hambre y a fingir que no la tenía, pero lo que no me enseñaron fue a desear con dignidad. La primera vez que sentí el cuerpo despertar fue en silencio.

Una noche en la capilla, cuando me arrodillé y mi espalda rozó el frío de la madera de una forma que me estremeció. Fue tan leve, tan fugaz, que creí que había sido el demonio. Recé, ayuné, me culpé, pero el cuerpo, el cuerpo no olvidó. Y ahora, ahí, sentada en la litera del camión, con las piernas recogidas y el corazón al borde de un suspiro, comprendí que no era el demonio lo que había sentido.

Entonces, era vida, la mía. Afuera, él caminaba lentamente entre los árboles del área de descanso. No me miraba, pero sabía que me sentía. Su presencia llenaba el aire, como si todo lo que había a mi alrededor, el viento, la luz, el silencio, fuera solo una extensión de su existencia.

Tomé aire, deslicé el hábito hacia un lado, solo un poco, lo suficiente para que mi pierna tocara el asiento caliente, un gesto pequeño, íntimo, pero mío. Y entonces me pregunté, ¿por qué tendría que negarme el derecho a sentir? ¿Quién había decidido que yo debía apagar mi fuego? ¿Acaso Dios se escandaliza cuando una mujer ama con todo el cuerpo? ¿O solo los hombres lo hacen? Cuando volvió, no me dijo nada, solo subió al camión, cerró la puerta suavemente y dejó que el silencio hablara por él.

Yo tampoco dije palabra, pero mis ojos lo buscaron, lo invitaron, lo desnudaron sin tocar y en ese cruce de miradas aprendí más sobre mí que en todos los años de oración. No le pedí que me besara, no le pedí que me tocara, solo le pedí con el alma en los ojos que no me negara lo que ya era evidente, que no era solo Soralba, era mujer y estaba viva.

No fue un beso, no fueron sus manos, no fue un roce furtivo ni una palabra dicha al oído. Fue algo más simple, más devastador. La forma en que me miró cuando creía que yo dormía. Era tarde. Llevábamos horas sin hablar. Habíamos pasado ya a los campos de trigo, cruzado varios pueblos donde las casas parecían dormidas en su propia costumbre y ahora nos acercábamos a una zona más montañosa, más silenciosa, más íntima.

Yo estaba recostada sobre el asiento del copiloto, envuelta en una manta que él me había ofrecido y cerraba los ojos a medias, no por sueño, sino por esa necesidad de que todo el cuerpo se replegara hacia dentro para escuchar mejor lo que el alma comenzaba a gritar. Sentí su mirada sobre mí.

No era la de un hombre impaciente, no era una mirada voraz, era una contemplación, como si me observaran no solo por fuera, sino también por dentro, como si por primera vez en mi vida alguien viera más allá del hábito, del apellido, de la historia y simplemente dijera en silencio, ahí estás. Mi cuerpo tembló, no de frío, sino de reconocimiento.

Nunca nadie me había mirado así, ni antes del convento, ni dentro, ni en los sueños más atrevidos que me permitía en las noches de insomnio. Y entonces supe que el alma también tiembla cuando se siente descubierta, cuando se ve deseada sin ser poseída. No abrí los ojos, no moví la cabeza, pero dejé que mi mano muy lentamente emergiera de debajo de la manta y descansara sobre el borde del asiento, cerca de la palanca de cambios, donde sabía que él la vería, donde sabía que si quería podría rozarla. No lo hizo.

No todavía. Pero el aire cambió. Se volvió más espeso, más tibio, como si el camión respirara con nosotros. Fue entonces cuando él susurró muy bajo, como para sí mismo, “Si me miraras ahora, Alba, sabrías que no quiero tocarte solo con las manos.

” Y ese fue el momento exacto en que mi alma tembló, porque no se trataba solo del cuerpo, se trataba de algo más profundo, más delicado, más peligroso. No me había desnudado aún, pero ya no tenía defensa. Me quedé inmóvil, pero dentro de mí una puerta se abría y yo sabía que una vez cruzada no habría regreso. La noche había caído con una suavidad inquietante, como si el cielo supiera que algo estaba por suceder.

El camión descansaba a un lado de un antiguo camino rural entre encinas retorcidas y silencio. Un silencio tan profundo que parecía contener todas las palabras no dichas entre nosotros. No había luces, solo la claridad pálida de la luna que se colaba tímidamente por los cristales del parabrisas, dibujando sombras suaves sobre mi rostro.

Yo estaba sentada en el asiento del copiloto, las piernas cruzadas bajo la manta, el hábito algo suelto y la mirada perdida en la noche. Él no me miraba directamente, pero su cuerpo estaba inclinado hacia mí, como si todo en él, incluso el aire que exhalaba, quisiera acercarse sin atreverse aún. ¿Tienes frío?, preguntó en voz baja. No, respondí con un leve temblor que no venía del clima. Silencio.

Y entonces ese gesto tan simple, tan poderoso. Su mano se deslizó lentamente sobre la tela de la manta hasta encontrar la mía. No la tomó, no la apretó, solo la cubrió como si la protegiera, como si me dijera, “Aquí estoy. No voy a empujarte.” Mi respiración se volvió más corta. Podía sentir el calor de su piel a través de la mía y un estremecimiento recorrió mi espalda.

Me giré hacia él, lo miré y su expresión era limpia, llena de deseo, sí, pero también de algo más difícil de encontrar. Respeto. Si esto no es correcto, comenzó. Nada de lo que siento ahora puede ser un pecado. Lo interrumpí sorprendiéndome a mí misma con la seguridad de mis palabras. Él sonrió levemente y entonces, solo entonces, dejó que su pulgar acariciara el dorso de mi mano, un movimiento mínimo, casi invisible, pero que encendió una llama dentro de mí que no había sentido nunca.

durante años había creído que tocar era sinónimo de pecado, que todo lo que causaba placer debía ser evitado, purificado, negado. Pero en ese instante, con ese roce lento bajo la luna, comprendí algo que ningún sermón me había enseñado. El placer también puede ser sagrado.

No hubo besos aún ni palabras de amor, solo dos almas, dos cuerpos y un silencio que lo decía todo. El primer roce no fue en la piel, fue en lo profundo, en ese lugar donde el alma se deja tocar solo cuando se siente verdaderamente a salvo. Y yo, Alba, por primera vez en años me sentí a salvo. No con Dios, no con la obediencia, sino con un hombre que me miraba como si yo fuera algo digno de ser sentido, de ser descubierto, de ser abrazado, incluso en mi contradicción.

No sé cuánto tiempo pasamos así, mano sobre mano, mirada sobre mirada, respiración contenida, como si el mundo entero se hubiera encogido dentro de esa cabina silenciosa. No hizo falta decir nada más. No hubo preguntas, tampoco promesas, solo una certeza compartida, que lo que estaba a punto de suceder ya había comenzado desde mucho antes.

Él se inclinó apenas, tan lentamente que sentí su aliento antes de que sus labios tocaran mi frente. Un beso casto, cálido, más cercano a la bendición que a la tentación. Y sin embargo, mi cuerpo se estremeció entero. Cerré los ojos, no por pudor, sino porque quería sentir cada segundo desde adentro, como si mi alma también tuviera piel.

Sus dedos rozaron mi mejilla, bajaron por mi cuello con una suavidad casi reverente y luego se detuvieron justo donde comenzaba la tela del hábito. No tiró, no desabrochó, solo esperó. Y yo yo asentí con una leve inclinación de cabeza, como si concediera permiso, no solo a él, sino también a mí misma, permiso de vivir, de recordar que tenía un cuerpo que aún podía ser tocada.

Él apartó la tela con el cuidado de quien desenvuelve algo sagrado y sus labios descendieron lentos, cálidos, dejando un rastro invisible que mi piel reconoció al instante. No hubo urgencia, no hubo dominio, solo ese gesto profundo de entrega compartida, una caricia, una respiración entrecortada y luego otra más.

Mis manos buscaron su cuello y lo atrajeron hacia mí, como si en ese gesto se resumiera todo el silencio que había guardado en los últimos 10 años. Me recostó con delicadeza sobre el colchón estrecho del camión. Sus manos me rodeaban, no para poseerme, sino para sostenerme, como si temiera que pudiera desvanecerme de tanto sentir. Y entonces, con la luna como única testigo, me dejé ir.

No enloquecí, no lloré, no recé, solo viví, sentí, me abrí y supe, sin duda alguna, que jamás podría volver a ser la misma. Cuando todo terminó, no dijo nada, tampoco yo. Nos quedamos en silencio, con los cuerpos entrelazados y el alma respirando al fin. Y en ese silencio compartido, entendí algo que ni la fe ni el pecado podían explicar.

Había encontrado a Dios, no en una iglesia, sino en la forma en que un hombre me sosto, cuando decidí dejar de huir de mí misma. La luz entró por la pequeña rendija de la cortina con una suavidad que casi dolía. No era una mañana cualquiera, no por el paisaje ni por el canto de los pájaros. Era distinta porque yo ya no era la misma.

Desperté envuelta en silencio, con su brazo aún rodeando mi cintura y el aire lleno de ese perfume indefinido que queda después de una entrega verdadera. No me moví, no quise romper ese instante. Como si cerrar los ojos otra vez pudiera devolverme al momento anterior, donde el deseo y la calma se mezclaban sin culpa.

Sentí su respiración en mi nuca, lenta, serena, su cuerpo aún dormido. El mío, despierto en todos los sentidos. Había algo nuevo en mi piel, una sensibilidad diferente, como si el roce del aire me acariciara, como si el mundo me tocara con dedos invisibles. No había grilletes, no había votos, no había confesiones pendientes, solo el cuerpo, mi cuerpo y el eco de sus manos que seguía presente en cada rincón de mí.

Me levanté con cuidado, me vestí en silencio y me miré en el pequeño espejo del camión. No me reconocí de inmediato, no porque fuera otra físicamente, sino porque mis ojos, esos ojos tantas veces velados por la costumbre y la resignación, brillaban ahora con algo que antes no sabía nombrar. Libertad. Él se despertó poco después, se sentó al borde del asiento, se pasó una mano por la nuca y me miró.

Buenos días, Alba. Buenos días. Nada más. No hacía falta. Tomamos café, compartimos pan duro y mermelada. Y mientras masticaba, él me miraba como si cada gesto mío, incluso el más simple, fuera una revelación. ¿Estás bien?, me preguntó. Asentí. Estoy viva. Y eso era más de lo que podía decir días atrás. Afuera el cielo estaba claro.

El viento traía el olor de los pinos y de la tierra húmeda. Y yo supe que ese día, aunque comenzara como todos los demás, me pertenecía de una forma nueva. No sabíamos a dónde ir. No teníamos un plan, pero yo tenía algo que hacía tiempo había perdido. La capacidad de elegir. Elegir quedarme, elegir irme, elegir sentir, elegir amar. elegir, ser.

Y mientras el motor del camión volvía a rugir y la carretera se abría ante nosotros como una promesa, cerré los ojos por un instante y pensé en todas las mujeres que aún dormían dentro de sí mismas y les deseé en silencio que un día despertaran también.

Llegamos al pueblo al caer la tarde, un lugar pequeño de calles adoquinadas, casas de tejados rojizos y paredes encaladas. No había iglesia visible desde la entrada, ni campanas que sonaran, solo el canto de los gorriones y el sonido grave de nuestras ruedas sobre la piedra. Me asomé por la ventanilla mientras él estacionaba el camión junto a una fuente. Había niños jugando descalzos, una mujer barriendo la puerta de su casa y un viejo en una silla que nos miraba con la tranquilidad, de quien lo ha visto todo y ya no se escandaliza de nada. Y entonces lo sentí.

Por primera vez en años no era nadie, ni sor, ni fugitiva, ni pecadora, solo una mujer más. Bajamos del camión sin apuro. Él caminaba cerca de mí, pero sin tocarme, como si intuyera que aquel lugar, con su quietud y su simplicidad, necesitaba respeto. Entramos a una pequeña taberna donde olía a pan recién hecho, a leña y a vino tibio. Nos sentamos en una mesa del rincón.

Yo aún llevaba el hábito bajo el abrigo, aunque suelto, sin los botones del cuello. Nadie preguntó quién era, ni de dónde venía, ni a dónde iba. Él pidió dos cafés y luego, con una mirada serena, me preguntó, “¿Te quedarías en un sitio como este?” Pensé en el convento, en los pasillos fríos, las puertas cerradas, las madrugadas de rezos repetidos.

Pensé en el camión, en su calor, en su cuerpo y luego pensé en esa plaza, en esa fuente, en ese niño que reía con los pies mojados y supe que sí podría quedarme si era libre de ser yo. Me quedaría si tú no me miraras como si todavía estuviera escapando, le respondí. Él bajo la mirada sonrió y murmuró, entonces me quedaré contigo sin mirar hacia atrás.

Después caminamos por el pueblo como dos desconocidos más. Sus dedos rozaron los míos solo una vez en la esquina de una panadería cerrada y ese roce, mínimo, simple, humano, me estremeció más que todos los rezos que alguna vez pronuncié de rodillas. Esa noche dormimos en el camión, pero no hicimos el amor. No era necesario, porque lo que sentíamos se había vuelto más grande que el cuerpo, más hondo que la piel.

Dormimos abrazados y por primera vez sentí que no había nada que perdonar, ni en mí en él. Y cuando cerré los ojos, me prometí algo que jamás había tenido el valor de decirme. Nunca más me voy a negar a mí misma, ni en nombre de Dios, ni por miedo, ni por lo que digan los demás. El pueblo tenía ese tipo de calma que embriaga, te hace bajar la guardia, te envuelve con su ritmo lento, sus sonidos suaves y te hace creer, aunque sea por un instante, que el mundo se ha olvidado de ti. Y yo me dejé llevar por esa ilusión hasta que una mañana la

reconocí. Estábamos en el mercado. Yo compraba naranjas. Él había ido a buscar pan y de pronto, entre los puestos, entre las voces y los colores de los manteles, vi a la hermana Clara, vestía de gris como siempre, el cabello cubierto, la mirada baja, pero sus ojos, cuando los levantó y me vio, fueron como un cuchillo.

No dijo mi nombre, no corrió hacia mí, solo me miró. Y en esa mirada había todo lo que yo había dejado atrás, los votos, la obediencia, la culpa, el silencio y también algo más, la pregunta que temía. ¿Eras tú entonces? ¿Esta eras tú todo el tiempo? No supe qué hacer.

Mis manos temblaban, la fruta se me cayó al suelo y por un segundo quise correr, desaparecer, ser de nuevo sombra, pero no lo hice. Me agaché, recogí las naranjas y cuando me levanté, ella ya no estaba. Volví al camión con el corazón latiendo en los oídos. Él me esperó en silencio, pero supo. Me miró y sin preguntarme nada tomó mi mano entre las suyas. ¿Quieres irnos? No, respondí.

¿Estás segura? Más que nunca. Esa noche no dormí. Me senté fuera del camión, envuelta en una manta, con la luna sobre mí y el recuerdo de lo que había sido. Pensé en las otras mujeres del convento, en sus miedos, en sus cuerpos dormidos, en sus voces apagadas y sentí rabia, no hacia ellas, sino hacia ese mundo que nos enseñó a negarnos. Yo ya no era Soralba.

Ya no, pero tampoco era una mujer perdida, era una mujer despierta y a veces eso duele más que cualquier castigo. Él salió después, se sentó junto a mí, no dijo nada, solo me ofreció un trozo de pan caliente y me apoyó el brazo sobre los hombros. Y yo me permití llorar, no por vergüenza, no por culpa, sino porque el pasado cuando te encuentra no te pregunta si estás lista, solo llega.

Y hay que mirarlo a los ojos. Pero yo no me iba a rendir. No esta vez, no después de todo lo que había sentido, lo que había amado, lo que había sido por fin. A la mañana siguiente no había rastro de la hermana Clara, ni en el mercado, ni en la plaza, ni siquiera en los susurros del pueblo, donde los secretos suelen flotar como polvo al sol.

Se había ido, como un recordatorio breve, de que el pasado sabe cuándo aparecer y también cuándo marcharse. Él me preparó café, me lo ofreció con sus manos grandes, callosas y en el gesto no había compasión, sino respeto. Una manera de decir, “Te veo y te sigo eligiendo.” Nos sentamos en el borde de la fuente, donde el agua fresca caía en un murmullo constante, casi como un canto.

Yo tenía el cabello suelto, el rostro limpio, el alma un algo temblorosa, pero ya no escondida. ¿Te arrepientes?, me preguntó. No ver ni un poco. Solo de no haberme elegido antes. Me miró y en sus ojos no había deseo contenido ni fuego impaciente. Había algo más profundo, la calma de quien ha encontrado algo que no sabía que buscaba.

Después caminamos por el campo abierto entre encinas viejas. y caminos de tierra. El sol nos acariciaba sin prisa y yo sentía el viento en la piel como un nuevo bautismo. En un claro entre los árboles, él se detuvo. Me tomó por la cintura despacio, como si aún preguntara con el cuerpo lo que la boca ya no necesitaba decir.

Y yo me acerqué, sin dudas, sin culpa, solo con hambre de ternura. Nos tumbamos en la hierba. Él me besó los hombros. el cuello, las muñecas y en cada beso no había posesión, sin un acto de cuidado, una forma de devolverme el cuerpo centímetro a centímetro, como si dijera, “Esto también es tuyo. Esto también eres tú.” Hicimos el amor con lentitud, sin palabras, sin necesidad de huir o esconder, el cielo sobre nosotros, la tierra debajo y todo lo demás dentro. No hubo gritos, solo suspiros.

y una lágrima que me rodó por la mejilla cuando entendí que eso que sentía, ese calor, esa entrega, esa paz, era al fin lo que merecía desde siempre. Y en ese instante, cuando él me sostuvo como si mi alma también tuviera un cuerpo, yo supe que el amor no era algo que se pedía con rezos, era algo que se reconocía cuando por fin se dejaba entrar.

A veces me pregunto qué hubiera pasado si nunca hubiera salido aquella noche, si no hubiera sentido el peso del hábito mojado, si no me hubiera detenido bajo la lluvia, si ese camión no se hubiera detenido junto a mí, ¿dónde estaría ahora? Y entonces cierro los ojos, recuerdo sus manos, su voz, el temblor de mi piel la primera vez que me dijo mi nombre, no como sor, sino como mujer. Y sé la respuesta.

No cambiaría nada, ni el miedo, ni la culpa, ni siquiera los años de silencio en el convento, porque todo eso me trajo hasta aquí, a este cuerpo que ya no se esconde, a esta voz que ya no tiembla, a este amor que no se mide con reglas, sino con verdad. Ahora vivimos en las afueras de un pequeño pueblo cerca de Cáceres.

Una casa modesta con una huerta pequeña, una cocina que siempre huele a pan y un porche donde el sol nos visita cada mañana. No llevo hábito, pero tampoco he dejado de creer. Sigo rezando a mi manera a ese Dios que ahora sé que no castiga los cuerpos, sino las mentiras que nos contamos para no vivir. Él sigue conduciendo su camión. vuelve cada semana con polvo en las botas y historias en los ojos.

Y yo lo espero no como penitente, sino como mujer, como compañera, como alguien que aprendió por fin que el amor también puede ser sencillo, cálido, real. A veces, cuando anochece y todo está en silencio, me tumbo en el sofá, miro el techo y sonrío, no porque todo sea perfecto, sino porque ya no me duele ser quien soy. Y eso eso lo cambia todo.

Y si pudiera volver a elegir, elegiría el mismo camino, el mismo camión, la misma lluvia, el mismo temblor, porque en todo eso me elegí a mí. Gracias por escuchar esta historia. Si te tocó el alma, si te hizo pensar, si alguna frase te rozó por dentro, dale like, suscríbete al canal y déjame un comentario.

Aquí seguimos contando historias que no siempre se dicen en voz alta, pero que muchas personas llevan por dentro, porque cada deseo merece ser escuchado y cada alma merece elegir.