Una mañana cualquiera, una clase de educación física y luego el silencio. Ángeles Roson desapareció sin dejar rastro hasta que algo absolutamente impactante fue encontrado en una planta de reciclaje. ¿Qué le sucedió realmente? ¿Quién está detrás de esto? Quédate conmigo hasta el final para conocer el desenlace de esta historia.

¿Alguna vez has pensado en cuán frágil puede ser la línea entre la seguridad y el peligro? Esta es la historia de Ángeles Rouson, una adolescente argentina de 16 años, cuya vida se desvaneció en un día que comenzó como cualquier otro en Buenos Aires, pero que terminaría convirtiéndose en una de las tragedias más conmovedoras y emblemáticas de la Argentina moderna.

El 10 de junio de 2013 amaneció con ese frío característico del invierno porteño que abraza la ciudad como un manto gris. Las calles de Buenos Aires se llenaban lentamente con el bullicio matutino, el aroma del café recién hecho escapando de las ventanas, el sonido de los colectivos navegando por las avenidas y miles de estudiantes caminando hacia sus escuelas con las mochilas al hombro y esa energía juvenil que desafía incluso las mañanas más frías.

Ángeles Roson se despertó esa mañana en su departamento del barrio de Caballito, uno de esos barrios de clase media que caracterizan a Buenos Aires, donde las familias trabajadoras han construido sus vidas con esfuerzo y dedicación. Era una joven de 16 años que irradiaba esa vitalidad especial que solo poseen los adolescentes.

Tenía el cabello castaño que le caía suavemente sobre los hombros. Ojos expresivos que reflejaban una inteligencia natural y una sonrisa que tenía el poder de iluminar cualquier habitación. Su familia la describía como una chica alegre, aplicada en sus estudios y profundamente unida a su madre y hermanos. Era el tipo de adolescente que cualquier padre estaría orgulloso de tener.

Responsable, sin ser, aburrida, independiente, pero respetuosa, con esa mezcla perfecta de madurez y juventud que hace que los padres sientan que han hecho bien su trabajo. Esa mañana Ángeles siguió su rutina habitual. Se levantó temprano, desayunó con su familia en la pequeña cocina del departamento mientras conversaban sobre los planes del día.

Su madre, como siempre, le recordó que tuviera cuidado en el camino y que no se olvidara de llamar si iba a llegar tarde. Eran esas pequeñas muestras de amor maternal que Ángeles había escuchado miles de veces, pero que esa mañana adquirirían un significado desgarrador. “Cuídate, mi amor”, le dijo su madre mientras le daba un beso en la frente. “Y no te olvides de abrigarte bien, que hace frío.

No te preocupes, ma. Vuelvo después de educación física, respondió Ángeles con esa naturalidad que caracteriza las despedidas cotidianas, sin imaginar que serían las últimas palabras que intercambiarían. Ángeles tomó su mochila, se aseguró de tener todo lo necesario para la clase de educación física y salió del departamento.

El edificio donde vivía era uno de esos típicos edificios porteños de clase media. no demasiado lujoso, pero bien mantenido, con un portero que conocía a todas las familias y que se había convertido en parte del paisaje cotidiano de sus vidas. Jorge Mangeri, el portero del edificio, era un hombre de mediana edad que llevaba varios años trabajando en el lugar.

Para los residentes era simplemente parte del mobiliario urbano, alguien que recibía los paquetes, controlaba las visitas y mantenía el orden en el edificio. Las familias habían depositado en él esa confianza implícita que se otorga a quienes cuidan nuestros hogares, sin sospechar jamás que detrás de esa fachada de normalidad se escondía algo mucho más siniestro.

Esa mañana, cuando Ángeles pasó por la portería camino a la escuela, Mangerila saludó con la misma naturalidad de siempre. Era una interacción que se había repetido cientos de veces. La adolescente saliendo hacia sus actividades, el portero despidiéndola con un gesto amable. Nada en ese momento sugería que esa rutina, aparentemente inocente estaba siendo observada con intenciones que ninguna familia podría imaginar.

El viaje de ángeles desde Caballito hasta Palermo era uno que conocía de memoria. Buenos Aires, con su sistema de transporte público y sus calles familiares, le ofrecía esa sensación de seguridad que solo se experimenta en la propia ciudad. Tomó el subte, como hacía habitualmente, y se dirigió hacia su escuela en Palermo, uno de los barrios más vibrantes y seguros de la capital argentina.

La clase de educación física se desarrolló con total normalidad. Ángeles participó activamente, rió con sus compañeras y disfrutó de esa hora de ejercicio que tanto le gustaba. Era una joven atlética que encontraba en el deporte no solo una forma de mantenerse en forma, sino también una manera de liberar el estrés de los estudios y conectarse con sus amigas.

Sus compañeras de clase la recordarían después como especialmente animada ese día. Había participado en todos los ejercicios con entusiasmo, había bromeado durante los descansos y había mostrado esa energía contagiosa que la caracterizaba. No había nada en su comportamiento que sugiriera preocupación, tristeza o miedo. Era simplemente ángeles siendo ángeles.

Una adolescente de 16 años disfrutando de un día normal en su vida. Cuando la clase terminó, alrededor del mediodía, Ángeles se despidió de sus compañeras con la misma naturalidad de siempre. Algunas de ellas la invitaron a quedarse un rato más, tal vez ir a tomar algo o simplemente charlar en el patio de la escuela. Pero Ángeles declinó amablemente.

Tenía planes de volver a casa, tal vez hacer algunas tareas y pasar tiempo con su familia. Nos vemos mañana, chicas. les dijo mientras recogía sus cosas y se dirigía hacia la salida de la escuela. Esas fueron las últimas palabras que sus amigas escucharían de ella. El viaje de regreso comenzó como cualquier otro.

Ángeles caminó por las calles de Palermo con su mochila al hombro y esa confianza que da el conocer perfectamente el camino a casa. Las calles estaban llenas de gente, oficinistas saliendo a almorzar, estudiantes como ella dirigiéndose a sus hogares, turistas explorando uno de los barrios más atractivos de Buenos Aires.

Tomó el súpte de regreso hacia Caballito, un viaje que había hecho cientos de veces y que nunca le había generado la menor preocupación. Durante el trayecto, tal vez escuchó música en sus auriculares, tal vez revisó su teléfono o simplemente observó por la ventana el paisaje urbano que conocía también. Era uno de esos momentos de transición cotidiana que todos experimentamos, el tiempo entre una actividad y otra, esos minutos de pausa en los que la mente divaga libremente.

Cuando llegó a la estación de caballito, Ángeles descendió del subte y comenzó la caminata final hacia su edificio. Las calles de su barrio la recibieron con esa familiaridad reconfortante del hogar. Conocía cada esquina. Cada negocio, cada cara que se cruzaba en el camino era su territorio, el lugar donde había crecido y donde se sentía completamente segura.

Mientras caminaba por las veredas de caballito, Ángeles no podía imaginar que estaba siendo observada, que alguien había estado esperando su regreso, planificando algo que ella jamás podría haber anticipado. La seguridad de su barrio, la confianza en su rutina diaria y la tranquilidad de estar casi en casa se combinaban para crear una falsa sensación de protección que estaba a punto de ser brutalmente destruida. El edificio donde vivía apareció ante ella como siempre lo había hecho, familiar, seguro, hogar.

La portería estaba en su lugar habitual y Jorge Mangeri se encontraba allí como había estado durante años, aparentemente cumpliendo con sus funciones normales. Para ángeles no había nada fuera de lo común en esa escena. Era simplemente el final de otro día escolar, el momento de regresar a la seguridad de su hogar y reunirse con su familia.

Pero lo que Ángeles no sabía era que Mangeri había estado esperando este momento, que detrás de esa fachada de normalidad y confianza se había estado gestando un plan siniestro que convertiría su regreso a casa en una pesadilla. El hombre en quien su familia había depositado la confianza para cuidar su edificio, para proteger su hogar, estaba a punto de revelar una naturaleza que nadie había sospechado.

Cuando Ángeles se acercó al edificio, su mente estaba probablemente ocupada con los pensamientos típicos de una adolescente de 16 años. Tal vez pensaba en las tareas que tenía que hacer, en los planes para el fin de semana o simplemente en la comida que la esperaba en casa. No había razón para sospechar que algo estaba mal, que el peligro la acechaba en el lugar donde sentirse más segura.

La portería del edificio, ese espacio que había atravesado miles de veces sin pensarlo dos veces, se convertiría en el escenario de una tragedia que conmocionaría no solo a su familia, sino a toda la Argentina. El lugar donde debería haber encontrado protección y seguridad se transformaría en el último lugar donde sería vista con vida. Sus padres, mientras tanto, continuaban con sus actividades diarias, sin sospechar que su hija estaba a punto de enfrentar el mayor peligro de su vida.

Su madre, tal vez estaba preparando el almuerzo, esperando el regreso de ángeles para compartir una comida familiar. Sus hermanos probablemente estaban ocupados con sus propias actividades, dando por sentado que Ángeles llegaría a casa como siempre lo hacía. La confianza que la familia había depositado en la seguridad de su edificio, en la protección que supuestamente ofrecía tener un portero conocido, estaba a punto de ser traicionada de la manera más brutal posible.

El hombre que debería haber sido un guardián se había convertido en una amenaza y ángeles, sin saberlo, estaba caminando directamente hacia el peligro. Cuando finalmente llegó a la puerta de su edificio, Ángeles no tenía manera de saber que estaba viviendo los últimos momentos de normalidad en su vida, que en cuestión de minutos todo cambiaría para siempre, que la seguridad de su hogar, la confianza en su rutina diaria y la protección de su familia serían destruidas por alguien que había estado observando, esperando, planificando. El sol de la tarde de junio comenzaba a declinar sobre Buenos

Aires, creando esas sombras largas que caracterizan los días de invierno. Las calles de caballito mantenían su ritmo habitual con gente yendo y viniendo, niños jugando en las veredas y familias preparándose para la cena. Era una escena de normalidad urbana que contrastaba dramáticamente con la tragedia que estaba a punto de desarrollarse.

Ángeles Roson, con sus 16 años de vida por delante, sus sueños adolescentes y su futuro lleno de posibilidades, estaba a punto de convertirse en víctima de una violencia que nadie en su familia había imaginado posible. Su historia, que había comenzado como la de cualquier adolescente argentina, estaba a punto de transformarse en un caso que conmocionaría al país entero y se convertiría en un símbolo de la vulnerabilidad que enfrentan las mujeres jóvenes, incluso en los lugares donde deberían estar más seguras. Cuando Ángeles llegó a la entrada de su edificio esa tarde del 10 de junio, el

sol invernal de Buenos Aires comenzaba a filtrarse entre las nubes grises, creando esas sombras alargadas que caracterizan los días fríos de la capital argentina. El edificio se alzaba ante ella como lo había hecho durante toda su vida. Familiar, seguro, hogar. Era uno de esos edificios típicos de caballito de clase media trabajadora, con una fachada que había visto pasar décadas de familias argentinas construyendo sus vidas con esfuerzo y dedicación.

Jorge Mangeri estaba en su puesto habitual en la portería como había estado durante los últimos años. Para cualquier observador externo, la escena no podría haber sido más normal. Una adolescente regresando de la escuela, siendo recibida por el portero de su edificio. Era una imagen que se repetía miles de veces cada día en Buenos Aires, una postal de la vida urbana argentina que nadie habría identificado como el preludio de una tragedia.

Pero lo que Ángeles no sabía, lo que su familia jamás había sospechado, era que Mangeri había estado observándola durante meses, no con la mirada protectora de alguien encargado de cuidar el edificio, sino con la atención predatoria de un depredador que había estado esperando pacientemente su oportunidad. Durante todo ese tiempo, mientras la familia Roson confiaba en él para proteger su hogar, Mangerry había estado estudiando los horarios de ángeles, memorizando sus rutinas, aprendiendo cuándo estaba sola, cuando sus padres no estaban en casa. Había convertido su posición de confianza en

una ventaja estratégica para alimentar obsesiones que ninguna familia debería tener en su propio hogar. Hola, ángeles”, le dijo Mangeri cuando ella se acercó a la entrada con esa misma voz que había usado durante años para saludarla. Pero esa tarde había algo diferente en sus ojos, una intensidad que la adolescente no logró identificar completamente, aunque sintió una extraña incomodidad que no supo explicar.

Hola, respondió Ángeles con la cortesía automática que había aprendido desde niña, esa educación argentina que enseña a los jóvenes a ser respetuosos con los adultos, especialmente con aquellos que forman parte del entorno familiar. No tenía razón para sospechar que esa cortesía la estaba poniendo en peligro.

Mangery se acercó más de lo habitual, invadiendo sutilmente el espacio personal de ángeles, de una manera que la hizo sentir incómoda, aunque no pudo articular exactamente por qué. Era uno de esos momentos en los que el instinto femenino detecta algo fuera de lugar, pero la educación social nos enseña a ignorar esas señales para no parecer descorteses.

¿Cómo estuvo la escuela hoy?, preguntó Mangeri, pero su tono tenía una familiaridad forzada que nunca había mostrado antes. Sus ojos recorrían el cuerpo de ángeles de una manera que la hacía sentir expuesta, vulnerable, como si estuviera siendo evaluada de alguna forma que no comprendía.

Bien, gracias, respondió Ángeles, tratando de mantener la conversación breve mientras buscaba las llaves en su mochila. Todo en su lenguaje corporal indicaba que quería terminar la interacción y subir a su departamento. Pero Mangy no captó las señales o más bien las ignoró deliberadamente.

“Tus padres no están en casa, ¿verdad?”, preguntó Mangeri, y esa pregunta hizo que Ángeles levantara la mirada bruscamente. Era una pregunta extraña, innecesaria, que no tenía relación con las funciones normales de un portero. Por primera vez, Ángeles sintió una punzada real de alarma. Van a llegar pronto”, mintió Ángeles instintivamente, aunque no estaba segura de por qué sentía la necesidad de mentir.

Su madre estaría en casa dentro de una hora y su padre llegaría del trabajo más tarde. Pero algo en la pregunta de Mangeri la hizo sentir que necesitaba protegerse con esa pequeña mentira. Mangeri sonrió, pero no era la sonrisa amable de un portero preocupado por la seguridad de los residentes. Era algo más oscuro, más calculado. “No te preocupes”, dijo. Yo me aseguro de que estés segura.

Esas palabras que deberían haber sido reconfortantes, sonaron como una amenaza velada. Ángeles sintió que su corazón comenzaba a latir más rápido y ese instinto primitivo de supervivencia que todas las mujeres desarrollan comenzó a enviarle señales de alarma cada vez más fuertes.

Trató dirigirse hacia el ascensor, pero Mangery se interpuso sutilmente en su camino, no de manera obviamente agresiva, sino con esa habilidad manipuladora que caracteriza a los predadores experimentados. creando obstáculos que parecen casuales, pero que están cuidadosamente calculados. Ángeles dijo Mangeri y su voz había cambiado completamente. Ya no era la voz del portero familiar, sino algo más grave, más amenazante.

Necesito hablar contigo sobre algo importante. ¿Qué cosa?, preguntó Ángeles, aunque cada fibra de su ser le gritaba que corriera, pero estaba en su propio edificio con el hombre que se suponía que debía protegerla. Su mente luchaba por reconciliar la situación. ¿Cómo podía estar en peligro en su propio hogar? Es sobre tu familia, mintió Mangerí usando esa táctica clásica de los depredadores de crear una sensación de urgencia y preocupación que haga que la víctima baje la guardia. Hay algo que necesitas saber, pero no podemos hablar aquí en el

hall. Ángeles sintió que su mundo comenzaba a tambalearse. La seguridad de su hogar, la confianza en las personas que se suponía que debían protegerla, todo comenzaba a desmoronarse ante sus ojos, pero aún no podía procesar completamente lo que estaba sucediendo. “No entiendo”, dijo Ángeles, su voz comenzando a temblar.

“¿Qué pasa con mi familia? ¿Están bien? Mangeri se acercó aún más y ahora Ángeles podía oler su aliento, ver la expresión de sus ojos que había cambiado completamente. Ya no había nada del portero familiar que había conocido durante años. Era como si una máscara hubiera caído, revelando algo monstruoso que había estado oculto todo este tiempo. “Tu familia está bien”, dijo Mangerry.

Pero tú y yo necesitamos tener una conversación privada. Ven conmigo. No, dijo Ángeles finalmente encontrando su voz y su coraje. No voy a ningún lado contigo. Quiero subir a mi departamento. Pero cuando trató de moverse hacia el ascensor, Mangeri la agarró del brazo, no con fuerza brutal, sino con esa presión firme que indica control total de la situación.

Ángeles se dio cuenta de que ya no estaba en una conversación incómoda, sino en una situación de peligro real. “Suéltame”, dijo Ángeles tratando de mantener la voz firme, pero el miedo comenzaba a filtrarse en cada palabra. “No tienes derecho a tocarme. Tengo todos los derechos”, respondió Mangery. Y su voz ahora era completamente diferente. Este es mi edificio y tú vas a hacer lo que yo te diga.

Ángeles trató de gritar, pero Mangeriy inmediatamente cubrió su boca con la mano libre. El hall del edificio, que siempre había sido un lugar de tránsito seguro, se convirtió en una trampa. Las paredes familiares ahora parecían cerrarse sobre ella y se dio cuenta de que estaba completamente sola con un hombre que había revelado intenciones que jamás había imaginado.

“Si gritas”, le susurró Mangery al oído. “Va a ser mucho peor para ti. Nadie puede escucharte aquí y nadie va a venir a ayudarte. Así que vas a ser una buena chica y vas a venir conmigo. Ángeles sintió que su mundo se desplomaba completamente.

El hombre en quien su familia había confiado durante años que había sido parte del paisaje cotidiano de su vida, se había transformado en su peor pesadilla. La traición era tan profunda, tan inesperada, que su mente luchaba por procesarla. Mangery la arrastró hacia una zona menos visible del edificio, aprovechando su conocimiento íntimo de cada rincón, cada espacio donde podrían estar ocultos de miradas indiscretas.

Era evidente que había planificado esto cuidadosamente, que había estado esperando el momento perfecto cuando Ángeles estuviera sola y vulnerable. “Por favor”, suplicó Ángeles cuando él finalmente retiró la mano de su boca. No me hagas daño. Mi familia va a llegar pronto. No tienes que hacer esto. Pero Mangerry ya no estaba escuchando súplicas racionales.

Había cruzado una línea de la cual no había retorno y sus acciones ahora estaban impulsadas por impulsos que había estado reprimiendo durante meses, tal vez años. “Tu familia no va a llegar”, dijo Manger con una frialdad que elaba la sangre. Y cuando lleguen, tú ya no vas a estar aquí para contarles nada. Esas palabras confirmaron los peores temores de ángeles.

No solo estaba siendo atacada, sino que Mangeri había planificado algo mucho más siniestro. La realización de que podría no sobrevivir a este encuentro la golpeó como un rayo, llenándola de un terror que jamás había experimentado. Ángeles trató de luchar, de escapar, pero Mangery era mucho más fuerte y tenía la ventaja de la sorpresa y la planificación.

Cada intento de resistencia era rápidamente sofocado, cada grito ahogado antes de que pudiera alertar a alguien. La lucha se intensificó cuando Mangery comenzó a arrastrarla hacia un área aún más privada del edificio. Ángeles usó todas sus fuerzas, toda su desesperación para tratar de liberarse, pero se encontraba en una batalla desigual contra alguien que había estado preparándose para este momento.

Durante esos minutos que parecían eternos, Ángeles experimentó el horror de darse cuenta de que estaba completamente sola, que nadie sabía dónde estaba, que nadie vendría a rescatarla. El edificio que había sido su hogar durante toda su vida, se había convertido en una prisión y el hombre que se suponía que debía protegerla se había revelado como su torturador.

Los gritos de ángeles, cuando lograba emitirlos, se perdían en la estructura del edificio. Las paredes que habían contenido años de risas familiares, conversaciones cotidianas y momentos felices, ahora contenían los sonidos de una violencia inimaginable. Mangiriy, alimentado por años de fantasías reprimidas y obsesiones ocultas, había perdido todo vestigio de humanidad.

La adolescente que había observado crecer, que había saludado cortésmente durante años, se había convertido en el objeto de una violencia que había estado planificando en secreto. La traición era completa y devastadora. No solo era un ataque físico, sino la destrucción total de la confianza que una familia había depositado en alguien para proteger su hogar.

Era la violación de todos los códigos sociales que permiten que las sociedades funcionen, la perversión de una relación que debería haber sido de cuidado y protección. Mientras Ángeles luchaba por su vida en los pasillos de su propio edificio, sus padres continuaban con sus actividades diarias, sin sospechar que su hija estaba enfrentando el mayor peligro de su vida a solo metros de donde debería haber estado más segura.

El tiempo parecía haberse detenido en esos momentos de terror absoluto. Cada segundo se extendía como una eternidad mientras Ángeles luchaba. no solo por escapar, sino por comprender cómo su mundo seguro se había transformado tan rápidamente en una pesadilla. La realidad de que estaba siendo atacada por alguien en quien había confiado, en el lugar donde debería haber estado más protegida, agregaba una dimensión psicológica devastadora al trauma físico que estaba experimentando. La familia Roson comenzó a preocuparse cuando las horas pasaron y Ángeles no

regresó a casa. Su madre había preparado el almuerzo esperando su llegada, como hacía todos los días después de las clases de educación física. Primero fue una inquietud leve, el tipo de preocupación maternal que surge cuando los horarios se alteran sin explicación. Pero cuando el reloj marcó las 3 de la tarde y luego las 4, esa inquietud se transformó en una angustia creciente que oprimía el pecho.

“¿Probaste llamarla al celular?”, preguntó el padre cuando llegó del trabajo y encontró a su esposa caminando nerviosamente por el departamento, mirando constantemente hacia la puerta de entrada. “No contesta, respondió la madre con voz temblorosa. He llamado 20 veces. Siempre contesta, siempre, algo está mal, lo sé.

Los padres de ángeles comenzaron a hacer las llamadas que cualquier familia haría en esa situación. Contactaron a sus compañeras de clase, llamaron a la escuela, preguntaron a los vecinos si la habían visto. Cada respuesta negativa intensificaba la sensación de que algo terrible había ocurrido. La vi salir de la escuela a la hora normal. les confirmó una de sus amigas por teléfono.

Se despidió de todas nosotras y dijo que se iba a casa. Parecía normal, contenta, incluso. Esa confirmación de que Ángeles había comenzado el viaje de regreso solo amplificó el misterio y el terror. Si había salido de la escuela con normalidad, qué había pasado en el camino, dónde estaba ahora. La noche del 10 de junio fue la más larga en la vida de la familia Rouson.

Recorrieron las calles de caballito llamando su nombre. Visitaron hospitales, comisarías, cualquier lugar donde pudiera haber información sobre su hija. Cada hora que pasaba sin noticias era como una apuñalada en el corazón de unos padres que no podían comprender cómo su hija había simplemente desaparecido.

Jorge Mangeri, mientras tanto, había regresado a su rutina normal como portero, saludando a los residentes que entraban y salían del edificio con la misma naturalidad. de siempre. Cuando los padres de ángeles le preguntaron si la había visto llegar, su respuesta fue calculadamente vaga. “Creo que la vi pasar por aquí al mediodía”, les dijo con una expresión de preocupación que parecía genuina. “Pero no estoy seguro si subió al departamento.

Estaba ocupado con una entrega en ese momento.” Esa respuesta, que debería haber sido un alivio parcial, en realidad intensificó la confusión. Si Ángeles había llegado al edificio, ¿por qué no había subido a su departamento? ¿Qué había pasado entre la portería y el ascensor? La madrugada del 11 de junio trajo consigo una actividad frenética.

La familia había reportado oficialmente la desaparición a la policía y los agentes comenzaron a tomar declaraciones y a organizar los primeros operativos de búsqueda. Los padres de ángeles, con los ojos enrojecidos por la falta de sueño y las lágrimas, proporcionaron fotos recientes. Describieron la ropa que llevaba puesta y dieron todos los detalles que pudieran ayudar a encontrarla. Es una chica responsable.

Insistía su madre a cada policía que la entrevistaba. Nunca se quedaría fuera sin avisar. Nunca. Algo le pasó. Estoy segura. Los medios de comunicación comenzaron a cubrir la historia. La desaparición de una adolescente de clase media en Buenos Aires era noticia, especialmente cuando no había explicación aparente.

Las fotos de ángeles comenzaron a circular en televisión y redes sociales con el hashtag Busquemos a Ángeles ganando tracción entre los usuarios argentinos. Voluntarios del barrio se unieron a las búsquedas. Caballito se movilizó como una comunidad unida con vecinos que habían conocido a ángeles desde niña, recorriendo cada calle, cada plaza, cada lugar donde pudiera estar.

Era una demostración conmovedora de solidaridad urbana, pero también un reflejo del terror colectivo que genera la desaparición de una joven en circunstancias inexplicables. Mientras Buenos Aires se movilizaba para buscar a ángeles, su cuerpo yacía en el lugar más impensable, mezclado con la basura doméstica que había sido recolectada del edificio donde vivía.

Mangery había calculado fríamente que el sistema de recolección de residuos de la ciudad sería la forma perfecta de deshacerse de la evidencia de su crimen. Había envuelto el cuerpo de ángeles en bolsas de basura, mezclándolo con los desechos normales del edificio, y lo había colocado en los contenedores que serían recogidos por los camiones de basura esa misma noche.

Era un plan macabro, pero efectivo. El cuerpo sería transportado lejos del lugar del crimen, mezclado con toneladas de basura, haciendo casi imposible su localización. Los camiones de recolección habían recogido la basura del edificio en las primeras horas de la madrugada del 11 de junio como parte de su ruta habitual.

Los operarios, sin saber que transportaban el cuerpo de una adolescente asesinada, llevaron la carga hasta la planta de reciclaje de José León Suárez, en las afueras de Buenos Aires. La planta de reciclaje de José León Suárez era uno de esos lugares que la mayoría de los porteños conocían de nombre, pero nunca habían visitado.

Era donde terminaba gran parte de la basura de la ciudad. un lugar industrial donde toneladas de desechos eran procesados diariamente por trabajadores que habían visto de todo en sus años de experiencia, pero nada los había preparado para lo que encontrarían esa mañana del 11 de junio.

Carlos Mendoza llevaba 15 años trabajando en la planta de reciclaje. había comenzado como un trabajo temporal después de perder su empleo en una fábrica, pero se había quedado porque, a pesar de las condiciones difíciles, el trabajo era estable y le permitía mantener a su familia. había desarrollado una rutina eficiente para separar los materiales reciclables y conocía los patrones normales de la basura que llegaba de diferentes barrios de Buenos Aires.

Esa mañana, mientras procesaba una carga que había llegado de caballito, notó algo que no encajaba con el patrón habitual. Entre las bolsas de basura doméstica había algo que parecía demasiado pesado, demasiado compacto para hacer desechos normales. Raúl llamó a su compañero de trabajo. Ven a ver esto. Hay algo raro en esta bolsa.

Raúl Fernández se acercó y juntos comenzaron a abrir cuidadosamente la bolsa que había llamado la atención de Carlos. Lo que encontraron dentro cambió sus vidas para siempre y conmocionó a toda la Argentina. Dios mío”, susurró Carlos cuando se dio cuenta de lo que estaba viendo. Es una chica, es una chica muerta.

El cuerpo de Angeles Roson estaba envuelto en bolsas de plástico, mezclado con la basura doméstica como si fuera un objeto descartable. La imagen era tan impactante, tan deshumanizante, que los trabajadores tardaron varios segundos en procesar completamente lo que habían descubierto.

Raúl, con manos temblorosas, tomó su teléfono celular y marcó el número de emergencias. Necesitamos policía y ambulancia en la planta de reciclaje de José León Suárez. Dijo con voz quebrada. Encontramos el cuerpo de una joven entre la basura. La noticia se extendió rápidamente por la planta.

Los trabajadores se reunieron a una distancia respetuosa del lugar del hallazgo, hablando en susurros, tratando de comprender cómo el cuerpo de una adolescente había terminado en medio de los desechos de la ciudad. “En 15 años trabajando aquí”, le dijo Carlos a un periodista que llegó más tarde. Nunca había visto algo así.

Encontrar a una chica tan joven, descartada como si fuera basura, es algo que no se olvida jamás. La policía llegó en cuestión de minutos, seguida por los forenses, los investigadores y, finalmente, por los medios de comunicación que habían estado siguiendo la historia de la desaparición de ángeles. La planta de reciclaje se transformó en una escena del crimen con peritos trabajando meticulosamente para preservar cualquier evidencia que pudiera ayudar a resolver el caso.

El cuerpo de ángeles mostraba signos evidentes de violencia. Incluso para los observadores no especializados era claro que no había muerto por causas naturales. Las marcas en su cuello sugerían estrangulamiento y su posición dentro de las bolsas de basura indicaba que había sido colocada allí deliberadamente.

“Es evidente que estamos ante un homicidio”, declaró el comisario a cargo de la investigación. Durante una conferencia de prensa improvisada en el lugar, el cuerpo presenta signos de violencia y las circunstancias del hallazgo sugieren que fue descartado aquí para ocultar el crimen. La noticia del hallazgo llegó a la familia Rouson como un golpe devastador.

Después de horas de esperanza desesperada, de búsquedas infructuosas, de oraciones y súplicas, recibieron la confirmación de sus peores temores. Su hija no solo había muerto, sino que había sido asesinada y descartada como basura. No puede ser, repetía la madre de ángeles una y otra vez cuando los policías le dieron la noticia. No puede ser mi hija.

Ella iba a volver a casa. Iba a volver. El padre de ángeles, un hombre trabajador que había pasado su vida construyendo una vida estable para su familia, se desplomó cuando comprendió completamente lo que había pasado. Su hija, su pequeña, había sido víctima de una violencia que él jamás había imaginado posible en su propio edificio.

La comunidad de caballito reaccionó con shock y horror. El barrio que se había movilizado para buscar a ángeles, ahora tenía que enfrentar la realidad de que había sido asesinada y descartada de la manera más deshumanizante posible. La sensación de seguridad que caracterizaba al barrio de clase media se había evaporado completamente.

Todos la conocíamos, dijo una vecina a los periodistas que se congregaron en el edificio donde vivía Ángeles. Era una chica dulce, educada, siempre saludaba a todos. ¿Quién podría hacerle algo así y por qué? La pregunta del por qué resonaba en toda Buenos Aires. ¿Qué había motivado a alguien a asesinar a una adolescente inocente? y deshacerse de su cuerpo de manera tan cruel, quién tenía acceso a ella y la oportunidad de cometer este crimen.

Los investigadores comenzaron a reconstruir los últimos movimientos de ángeles. Confirmaron que había salido de la escuela a la hora normal, que había tomado el transporte público de regreso a casa y que había llegado a su barrio. Pero en algún punto, entre la estación de Subte y su departamento, algo había salido terriblemente mal.

La ubicación donde fue encontrado el cuerpo proporcionó una pista crucial. La basura de José León Suárez provenía de rutas específicas de recolección en Buenos Aires. Los investigadores pudieron rastrear que los desechos donde fue encontrada ángeles habían sido recogidos de su propio barrio, específicamente de la zona donde vivía.

Esta revelación cambió completamente la dirección de la investigación. Ya no estaban buscando a un extraño que hubiera atacado a ángeles en la calle, sino a alguien que tenía acceso a la basura de su edificio, alguien que conocía los horarios de recolección, alguien que estaba familiarizado con su rutina diaria. La atención de los investigadores se dirigió naturalmente hacia las personas que tenían acceso regular al edificio donde vivía Ángeles, vecinos, personal de mantenimiento, repartidores habituales y, por supuesto, Jorge Mangeri, el portero que había estado en su puesto durante años y que tenía

acceso total a todas las áreas del edificio. La investigación policial se intensificó inmediatamente después del hallazgo del cuerpo de ángeles en la planta de reciclaje. Los detectives experimentados sabían que los primeros días después de un homicidio son cruciales y la evidencia física encontrada en José León Suárez les proporcionaba pistas valiosas sobre la naturaleza del crimen y la identidad del perpetrador.

El comisario Roberto Martínez, un veterano de 30 años en la Fuerza policial argentina, asumió personalmente la dirección del caso. Había investigado cientos de homicidios durante su carrera, pero algo en la brutalidad y la frialdad de este crimen lo afectó profundamente.

Una adolescente inocente, descartada como basura en su propio barrio, representaba todo lo que estaba mal en la sociedad que él había jurado proteger. “Vamos a encontrar al hijo de que hizo esto.” Le prometió a la familia Rouson durante su primera reunión oficial. No vamos a descansar hasta que esté tras las rejas. Los forenses trabajaron meticulosamente en el cuerpo de ángeles, documentando cada evidencia que pudiera ayudar a resolver el caso.

Los resultados preliminares confirmaron lo que ya era evidente. Había muerto por estrangulamiento y las marcas en su cuello indicaban que había luchado desesperadamente por su vida. Pero había algo más en la evidencia forense que llamó la atención de los investigadores. Fibras textiles bajo las uñas de ángeles que no coincidían con su propia ropa.

Había luchado contra su atacante y en el proceso había arrancado pedazos de la ropa de su asesino. Era una pista crucial que podría llevarlos directamente al culpable. La investigación se centró rápidamente en el edificio donde vivía Ángeles. Los detectives entrevistaron a cada residente, a cada persona que había tenido acceso al edificio en los días previos al asesinato.

Pero fue Jorge Mangeri quien inmediatamente llamó su atención, no solo por su posición privilegiada como portero, sino por su comportamiento durante los interrogatorios. Hay algo que no me gusta de este tipo, le confió el detective Hernández a su compañero después de la primera entrevista con Mangery. Sus respuestas son demasiado preparadas, demasiado perfectas y no puede mirarme a los ojos cuando habla de ángeles.

Jerry había proporcionado una versión detallada de sus actividades el día del asesinato, pero cuando los investigadores comenzaron a verificar su coartada, encontraron inconsistencias preocupantes. Había afirmado estar ocupado con entregas y tareas de mantenimiento durante las horas críticas, pero ningún residente podía confirmar haberlo visto durante ese periodo.

Más sospechoso aún era su conocimiento detallado de los horarios de la familia Rosson. Cuando los detectives le preguntaron sobre las rutinas de los residentes, Mangery demostró saber exactamente cuándo cada miembro de la familia salía y regresaba a casa, información que iba mucho más allá de lo que un portero normal necesitaría conocer.

¿Por qué sabe tanto sobre los horarios de la familia Rowon? le preguntó el detective Martínez durante el segundo interrogatorio. Es mi trabajo conocer a los residentes, respondió Mangery, pero su voz había adquirido un tono defensivo que no había mostrado antes. Tengo que saber quién entra y sale para mantener la seguridad del edificio.

Pero cuando los investigadores examinaron más de cerca el apartamento de Mangueri, ubicado en el sótano del edificio, encontraron evidencia que cambiaría completamente el curso de la investigación. En su armario había ropa con desgarros frescos, exactamente del tipo que podrían haber sido causados por las uñas de alguien luchando desesperadamente.

El análisis forense de las fibras encontradas bajo las uñas de ángeles confirmó la conexión. coincidían perfectamente con la camisa desgarrada encontrada en el apartamento de Mangeri. Era evidencia física irrefutable que lo colocaba en contacto directo con la víctima durante el momento de su muerte.

Confrontado con esta evidencia, Mangeriy comenzó a mostrar signos de nerviosismo extremo. Sus manos temblaban durante los interrogatorios. Sudaba profusamente y sus respuestas se volvían cada vez más contradictorias. Los investigadores experimentados reconocían estos signos. Estaban ante alguien que sabía que su coartada se estaba desmoronando.

Jorge, le dijo el detective Martínez durante el tercer interrogatorio adoptando un tono más directo. Sabemos que estuviste en contacto con Ángeles el día que murió. Las fibras de tu camisa estaban bajo sus uñas. Es hora de que nos digas la verdad. Mangery permaneció en silencio durante varios minutos, mirando fijamente la mesa del interrogatorio.

Los detectives podían ver la lucha interna que se desarrollaba en su mente, la tensión entre mantener su versión de los hechos y la presión abrumadora de la evidencia en su contra, pero había más evidencia que los investigadores habían descubierto.

En el sótano del edificio, cerca del apartamento de Mangeri encontraron rastros de sangre que habían sido limpiados recientemente, pero que aún eran detectables con las técnicas forenses modernas. El análisis de ADN confirmaría más tarde que era sangre de ángeles. Encontramos su sangre en el sótano, Jorge, continuó el detective Martínez. Sabemos que la mataste allí.

Lo que necesitamos saber ahora es por qué fue un impulso, algo que se salió de control. La presión psicológica del interrogatorio combinada con la evidencia física abrumadora finalmente quebró la resistencia de Mangeri, pero su confesión no vino en la forma que los investigadores esperaban.

En lugar de admitir directamente su culpabilidad, hizo una declaración que se convertiría en una de las más famosas en la historia criminal argentina. Soy el responsable de lo de esta chica, dijo Mangeri con voz apenas audible, sin levantar la mirada de la mesa. Esas palabras, aparentemente simples, contenían una confesión completa.

No había dicho, “Soy inocente” o “no sé nada”. había admitido ser el responsable de lo que le había pasado a ángeles. Para los investigadores experimentados era una admisión de culpabilidad tan clara como cualquier confesión detallada. ¿Qué quieres decir con responsable, Jorge?, presionó el detective Hernández. Responsable de qué exactamente. Pero Mangery se había cerrado nuevamente.

Había dicho demasiado. Había revelado su culpabilidad. pero no estaba dispuesto a proporcionar los detalles específicos del crimen. Su abogado, que había llegado poco después de la confesión parcial, le aconsejó que no dijera nada más. Sin embargo, esa declaración fue suficiente para que la fiscalía procediera con los cargos formales.

Jorge Mangeri fue arrestado y acusado de homicidio, calificado por femicidio, alevosía y tentativa de abuso sexual. La evidencia física, combinada con su propia admisión de responsabilidad construía un caso sólido que sería difícil de refutar en el juicio. La noticia del arresto se extendió rápidamente por Buenos Aires y el resto de Argentina.

Los medios de comunicación cubrieron intensivamente el caso y la confesión de Mangeri se convirtió en titular de todos los periódicos del país. Soy el responsable de lo de esta chica. se transformó en una frase que quedaría grabada en la memoria colectiva argentina. Para la familia Rouson, la confesión trajo una mezcla compleja de emociones.

Por un lado, había alivio de saber que el asesino de su hija había sido capturado y que enfrentaría justicia. Por otro lado, la traición era tan profunda que era difícil de procesar. El hombre en quien habían confiado para proteger su hogar había sido quien asesinó a su hija. “Durante años confiamos en él”, declaró el padre de ángeles a los medios después del arresto. “Le dábamos las llaves cuando nos íbamos de vacaciones.

Él conocía nuestros horarios. Sabía cuando Ángeles estaba sola. utilizó esa confianza para planificar el asesinato de nuestra hija. La investigación reveló más detalles perturbadores sobre Mangeri y su comportamiento previo al asesinato. Otros residentes del edificio comenzaron a recordar incidentes que no habían considerado significativos en su momento.

Comentarios inapropiados sobre las jóvenes del edificio, miradas que duraban demasiado tiempo, preguntas sobre horarios que parecían excesivamente curiosas. “Ahora que lo pienso”, dijo una vecina durante una entrevista televisiva, “sempre me pareció que prestaba demasiada atención a las chicas jóvenes del edificio, pero uno nunca piensa que algo así pueda pasar.

El caso también reveló fallas sistemáticas en los procesos de verificación de antecedentes para personal de edificios. Mangeri había sido contratado sin una verificación exhaustiva de su historial y la administración del edificio había confiado en referencias superficiales sin investigar más profundamente su pasado. Mientras se preparaba el juicio, más evidencia salió a la luz.

Los investigadores descubrieron que Mangery había estado observando a ángeles durante meses, estudiando sus rutinas, esperando la oportunidad perfecta para atacarla. había planificado el crimen meticulosamente, incluyendo la forma de deshacerse del cuerpo utilizando el sistema de recolección de basura del edificio.

El juicio comenzó en 2015, 2 años después del asesinato, y se convirtió en uno de los casos más seguidos en la historia judicial argentina. La sala del tribunal se llenaba diariamente con familiares de la víctima, periodistas y ciudadanos que querían ver que se hiciera justicia por ángeles. Durante el juicio, la fiscalía presentó un caso devastador contra Mangery.

La evidencia física era abrumadora, las fibras bajo las uñas de ángeles, la sangre en el sótano, la ropa desgarrada en su apartamento. Pero más impactante aún fue su propia confesión reproducida una y otra vez en el tribunal. Soy el responsable de lo de esta chica resonaba en la sala cada vez que se reproducía la grabación del interrogatorio.

Esas palabras, dichas con voz quebrada pero clara, sellaron su destino ante el tribunal. La defensa de Mangery intentó argumentar que la confesión había sido obtenida bajo coersión, que la evidencia física podía tener explicaciones alternativas, pero sus argumentos sonaban débiles ante la montaña de pruebas en su contra.

El 15 de junio de 2015, exactamente 2 años después del asesinato de ángeles, el tribunal pronunció su veredicto. Jorge Mangeri fue declarado culpable de homicidio, calificado por femicidio, alevosía y tentativa de abuso sexual, y sentenciado a prisión perpetua. La lectura de la sentencia fue un momento de catarsis emocional para la familia Robson y para toda la Argentina.

Después de dos años de dolor, incertidumbre y lucha por la justicia, finalmente había un cierre legal para el caso. “Ninguna sentencia nos devolverá a ángeles”, declaró su madre después del veredicto, con lágrimas en los ojos, pero con una determinación férrea en su voz. Pero al menos sabemos que este monstruo no podrá hacerle daño a ninguna otra familia.

El caso de Ángeles Rouson se convirtió en un punto de inflexión en la conciencia argentina sobre la violencia de género y la seguridad de las mujeres jóvenes. Su historia inspiró cambios en las leyes de verificación de antecedentes para personal de edificios y generó un debate nacional sobre cómo proteger mejor a las mujeres de la violencia doméstica y urbana.

¿Qué opinas sobre la importancia de verificar los antecedentes de las personas que tienen acceso a nuestros hogares? ¿Has reflexionado alguna vez sobre cuánta confianza depositamos en extraños que forman parte de nuestro entorno cotidiano? Comparte en los comentarios tu reflexión sobre este caso y cuéntanos si conoces alguna historia similar que te haya impactado profundamente. Fin.

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