Capítulo 1: Mar y selva
Me llamo Marisol García Torres, tengo 34 años y vivo en Puerto Morelos, Quintana Roo. Soy guía de ecoturismo, y mi vida transcurre entre la selva y el mar, mostrándoles a los turistas los secretos naturales del Caribe mexicano. Mi rutina es sencilla: despierto con el canto de los pájaros, preparo café en mi pequeña cocina de madera y salgo temprano, con mi mochila y mi sombrero de palma, hacia la playa o el manglar, según el grupo que me toque guiar.
Siempre he sido una mujer tranquila, muy conectada con la tierra, con el mar, con la realidad. Mi infancia fue de arena y agua salada, de tardes jugando con mi hermana menor, Lucía, en los cenotes y bajo los almendros. Mi madre, profesora jubilada, vive cerca, y mi padre, pescador, falleció cuando yo tenía dieciséis. De él heredé el amor por el mar y el respeto por sus misterios.
Los días de trabajo son largos, pero satisfactorios. Me gusta enseñar a los visitantes a observar sin perturbar, a escuchar el murmullo del viento entre las hojas, a distinguir el canto de una cigarra del silbido de un tucán. Muchos de ellos llegan buscando aventuras y terminan encontrando paz. Yo también, cada vez que regreso a mi casa, siento que el mundo se aquieta y me abraza.
Mi casa está a unos minutos de la playa, rodeada de palmas y bugambilias. Por las noches, dejo las ventanas abiertas para que entre la brisa marina. El aire huele a sal y a flores, y el silencio solo es interrumpido por el croar de las ranas y el rumor lejano de las olas.
Así era mi vida. Así era yo, hasta la noche del 15 de mayo de 2025.
Capítulo 2: La noche del cambio
Ese día había guiado a un grupo de franceses por el arrecife. Regresé cansada, con la piel quemada por el sol y los pies llenos de arena. Me duché, cené una ensalada de mango y pepino, y me acosté temprano. Dejé las ventanas abiertas, como siempre, para que la brisa refrescara mi cuarto.
Alrededor de la medianoche, me despertó un zumbido sordo, profundo, que vibraba dentro del pecho más que en los oídos. Al principio pensé que era el motor de una lancha lejana, pero el sonido era distinto, más orgánico, como el ronquido de la tierra.
Me incorporé, confundida. En la pared de mi cuarto comenzó a formarse una luz azul intensa, como si alguien hubiera encendido un reflector justo afuera. Pero no venía de ninguna lámpara. Era algo más denso, más vivo. La luz palpaba las paredes, se movía como agua, y yo sentí que el aire se espesaba.
Me quedé paralizada. No podía gritar, ni moverme. De pie, al lado de mi cama, había una figura pequeña, no más de metro veinte, con la piel grisácea y los ojos enormes, completamente negros. No caminaba, flotaba. Su presencia era silenciosa, pero abrumadora. Intenté gritar, pero mi voz no salió.
Antes de que pudiera siquiera reaccionar, sentí cómo mi cuerpo se elevaba, lentamente, como si me estuvieran jalando hacia esa luz. No podía moverme, pero estaba consciente. Todo mi cuerpo vibraba. Mi vista se nubló con destellos blancos y metálicos. Sentí que traspasaba algo, como una membrana invisible, y entonces vi un espacio cerrado: paredes suaves, sin esquinas, iluminadas por una luz que no tenía fuente. No había ventanas ni puertas. Solo silencio… y voces dentro de mi cabeza.
Una de esas voces dijo: “observa, aprende, recuerda.” Era masculina, pero no humana. No hablaba: se implantaba.
Vi figuras caminando a mi alrededor. No me tocaron, pero me rodearon. Y después, todo se apagó.
Capítulo 3: Despertar
Cuando abrí los ojos, estaba en mi cama. Mi camiseta blanca estaba arrugada, manchada con algo como sal seca. Mi reloj no funcionaba. Tenía un patrón de líneas blancas en el antebrazo derecho, como una especie de tatuaje fino. Era de madrugada, y afuera seguía todo en calma.
Me incorporé con dificultad, sintiendo el pulso metálico aún vibrando en mis huesos. Me miré el brazo, tocando las líneas blancas que brillaban tenuemente bajo la luz de la luna. No dolían, pero me inquietaban.
Fui al baño, me lavé la cara y observé mi reflejo. Mis ojos estaban rojos, como si no hubiera dormido en días. Me senté en el suelo, abrazando mis rodillas, intentando recordar cada detalle. La luz azul, la figura flotante, la sensación de ser jalada… todo era real. No era un sueño.
Durante semanas no pude dormir. Cada vez que cerraba los ojos, veía destellos de luz, escuchaba el zumbido, sentía el frío de ese espacio cerrado. Soñaba con voces que me decían: “observa, aprende, recuerda.” Mi vida cotidiana se volvió extraña; los sonidos del mar me parecían ajenos, los colores de la selva demasiado vivos.
Lucía vino a verme al tercer día. Le mostré las marcas en mi brazo. Ella me creyó. Me abrazó fuerte, prometiendo no contarle a nadie. Los médicos no supieron decir qué era. Nadie se burló en voz alta, pero todos me miraban diferente. Yo también me miro diferente. Desde esa noche, sueño con luces que parpadean, con un pulso metálico, con esa voz.
Capítulo 4: El peso de la verdad
La noticia se esparció en silencio. En los pueblos pequeños, los rumores viajan más rápido que el viento. Algunos decían que era estrés, otros que había tenido una reacción alérgica. Los más supersticiosos murmuraban que era obra de los “aluxes” o de espíritus de la selva.
Yo evitaba hablar del tema. Volví al trabajo, pero los turistas notaban mi distracción. Me costaba concentrarme; la selva me parecía diferente, como si los árboles guardaran secretos que antes no veía. El mar, antes tan familiar, se volvió inquietante.
Una tarde, mientras guiaba a un grupo por el manglar, sentí que algo me observaba desde el agua. Me detuve, fingiendo buscar aves, pero en realidad intentaba calmar el temblor de mis manos. Los turistas siguieron adelante, ajenos a mi ansiedad.
Por las noches, el zumbido regresaba. No era tan fuerte como aquella primera vez, pero suficiente para mantenerme despierta. Empecé a escribir lo que recordaba: la luz azul, las voces, el espacio sin esquinas. Poco a poco, los recuerdos se mezclaban con sueños, y me preguntaba si realmente había vivido aquello o si mi mente me jugaba una mala pasada.
Lucía me animó a buscar ayuda profesional. Fui a ver a una psicóloga en Cancún. Ella escuchó mi relato con atención, sin juzgarme. Me habló de experiencias cercanas a la muerte, de abducciones, de fenómenos inexplicables. No me ofreció respuestas, pero me ayudó a aceptar que, fuera lo que fuera, había cambiado mi vida.
Capítulo 5: Transformación
El tiempo pasó, y las marcas en mi brazo se desvanecieron lentamente, aunque nunca desaparecieron del todo. Aprendí a ocultarlas bajo mangas largas, pero en mi interior seguía sintiendo su presencia.
Mis sueños se volvieron más intensos. Veía paisajes desconocidos, cielos llenos de luces pulsantes, figuras que caminaban en silencio. Sentía que algo me llamaba, que debía aprender, observar, recordar.
Comencé a leer sobre fenómenos similares. Descubrí que en la península de Yucatán había otros relatos de luces extrañas, de encuentros con seres no humanos. Algunos hablaban de portales, de energías antiguas, de civilizaciones perdidas. Me sentí menos sola, aunque la mayoría de las historias eran anónimas, ocultas por miedo al ridículo.
Mi relación con la naturaleza cambió. Sentía que podía escuchar mejor a los animales, que entendía el lenguaje de las plantas. Los turistas notaron mi sensibilidad y empezaron a buscarme para recorridos más profundos, más espirituales. Me convertí en una especie de “chamana” para algunos, aunque yo nunca me consideré así.
Lucía, mi hermana, fue mi apoyo constante. Ella investigó, me acompañó a reuniones de ufólogos, me ayudó a documentar mi caso. Juntas aprendimos que la frontera entre lo real y lo inexplicable es más delgada de lo que parece.
Capítulo 6: Voces en la oscuridad
Una noche, meses después del encuentro, el zumbido regresó con fuerza. No era como la primera vez, pero sí suficiente para hacerme temblar. Me senté en la cama, respirando despacio, esperando que la luz azul apareciera.
No apareció. Pero en mi mente, la voz volvió: “observa, aprende, recuerda.” Sentí que debía salir, caminar hacia la playa. Tomé mi linterna y salí, dejando que la brisa me guiara.
La playa estaba desierta, iluminada por la luna. Caminé hasta la orilla, sintiendo que algo me esperaba. El mar estaba en calma, pero el aire vibraba con energía.
Me senté en la arena, cerré los ojos y escuché. Sentí que las voces me rodeaban, que me hablaban sin palabras. Vi imágenes en mi mente: estrellas, galaxias, mundos lejanos. Sentí que era parte de algo más grande, que mi vida tenía un propósito que aún no comprendía.
Cuando abrí los ojos, el amanecer comenzaba a teñir el cielo de naranja. Me sentí renovada, aunque cansada. Sabía que mi vida nunca volvería a ser igual.
Capítulo 7: Testigo
Decidí contar mi historia. Escribí mi experiencia en redes sociales, en foros de fenómenos paranormales, en grupos de ecoturismo. Recibí mensajes de apoyo, de incredulidad, de curiosidad. Algunos me buscaron para entrevistas, otros para compartir sus propios relatos.
Me convertí en testigo de algo que no sé cómo nombrar. Mi vida cambió. Ya no soy solo una mujer de mar. Soy testigo de lo inexplicable, de lo que desafía la lógica y la razón.
A veces dudo de mi mente, pero sé lo que viví. Sé que puede volver. Y aunque el miedo nunca desaparece, he aprendido a convivir con él, a aceptarlo como parte de mi historia.
Sigo trabajando como guía, pero ahora mi mirada es diferente. Observo el mundo con ojos nuevos, buscando señales, escuchando voces. La naturaleza sigue siendo mi refugio, pero también mi portal hacia lo desconocido.
Epílogo: Bajo la luz azul
Han pasado años desde aquella noche. Las marcas en mi brazo son apenas visibles, pero el recuerdo está intacto. Cada vez que escucho el zumbido, me preparo, sabiendo que la frontera entre lo real y lo imposible puede abrirse en cualquier momento.
Mi hermana Lucía sigue a mi lado. Juntas hemos aprendido a vivir con el misterio, a aceptar que la vida es más vasta de lo que imaginábamos.
A veces, en la playa, veo destellos azules en el horizonte. Los turistas creen que son relámpagos, pero yo sé que son otra cosa. Son señales. Son recuerdos.
Mi nombre es Marisol García Torres, y esta es mi historia. No busco convencer a nadie, solo compartir lo que viví. Porque sé que no estoy sola. Y sé que, en algún lugar, bajo la luz azul, alguien sigue observando, aprendiendo, recordando.
FIN
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