El cajero humilló a un anciano por su lentitud, sin saber que era el fundador del supermercado. El supermercado, el central, estaba a reventar. Eran las seis y media de la tarde, la hora en que toda la ciudad parecía haber elegido el mismo lugar para comprar. Los carros chocaban en los pasillos, los altavoces repetían promociones y el murmullo de las largas colas creaba una especie de bullicio colectivo.
En la caja número seis, la cola parecía eterna. Un anciano de pelo blanco y pasos lentos avanzaba con dificultad. Se llamaba Alberto, tenía 82 años, y esa tarde había salido a comprar lo esencial: pan, arroz, un poco de fruta y una botella de leche. Normalmente no iba de compras. Su cuidadora, Carmen, siempre lo acompañaba, pero una fuerza inesperada la obligó a irse ese día.
Alberto, con su abrigo marrón y una bolsa de tela al hombro, decidió hacerlo él mismo. En cuanto puso el primer producto en la cinta transportadora, el cajero lo observó con impaciencia. Lucía, una joven de 26 años, se pasó el día entero atendiendo sin descanso. El cansancio y el mal humor se reflejaban en su rostro.
Tamborileaba con los dedos sobre la caja registradora, esperando a que el anciano colocara el resto de sus compras. Pero Alberto era lento. Le temblaban ligeramente las manos al sacar los productos de la bolsa. Colocó una manzana, luego el paquete de arroz, con excesivo cuidado, como si temiera que todo se rompiera.
La mujer detrás de él miró el reloj con fastidio. ¡Dios mío, qué lento!, murmuró. Un hombre de traje, que también esperaba en la fila, añadió en voz alta. Esto siempre pasa. Deberían tener una caja exclusiva para esta gente. Inmediatamente, alguien más respondió. Una madre de dos niños pequeños que sostenía bolsas y parecía agotada.
Bueno, esta caja es preferencial. Tiene derecho a estar aquí y tomarse su tiempo. La primera mujer tosió. ¿Verdad? Algunos trabajamos todo el día y necesitamos llegar a casa. Las miradas comenzaron a volverse hacia el anciano. Alberto, nervioso, intentó agilizar sus movimientos. El pulso le jugó una mala pasada. La botella de leche se le resbaló de las manos y cayó al suelo.
El líquido blanco se extendió sobre una vergonzosa mancha en las baldosas. La cajera puso los ojos en blanco. ¡Perfecto!, exclamó con ironía. Ahora tendremos que limpiar todo esto. El rostro de Alberto se iluminó. Lo siento, dijo en voz baja, agachándose torpemente para intentar recoger la botella rota. ¡Déjala!, le ordenó a Lucía con un tono áspero.
No empeores las cosas. Algunos en la fila rieron entre dientes. Alguien murmuró. Exacto, viene a retrasar a todos. La mujer de la fila se cruzó de brazos y alzó la voz. ¿No te das cuenta de que estás solo? Podría ser tu abuelo. Un poco de paciencia no te vendría mal. La tensión aumentó.
La fila murmuraba como una olla a presión a punto de explotar. Ernesto, cada vez más nervioso, intentó acelerar. Pero en el intento, una bolsa de manzanas también le cayó encima. Las frutas rodaban por el suelo, estrellándose contra los pies de los clientes. Lucía, la cajera, estalló. «Esto es un supermercado, no una tienda de comestibles». El anciano se quedó quieto, paralizado.
Su respiración era temblorosa. Se le humedecieron los ojos. Nadie sabía que Ernesto no había estado expuesto a este tipo de situaciones durante años. Como era viudo, evitaba salir solo, y ese día se armó de valor porque necesitaba comer algo fresco. En ese momento, una voz grave interrumpió el estruendo.

¿Qué pasa aquí? Era Julio, el encargado de la tienda, un hombre de unos 45 años, alto, con expresión autoritaria. Su presencia hizo que toda la fila se cerrara de inmediato. Caminó hacia la caja, observó el cartón de leche y las manzanas desperdiciadas. Luego miró a Lucía con seriedad. «Explícame». Ordenó.

Lucía se encogió de hombros, intentando justificarse. «Este hombre nos está tomando el tiempo a todos», y, bueno, miren lo que hizo. Julio volvió la mirada hacia el anciano y en ese momento lo reconoció. Sus hombros se relajaron, como si el tiempo retrocediera. No puede ser. Susurró. ¿Alberto? El anciano levantó la vista, sorprendido.

¿Tú eres… Julio? El gerente se conmovió. Por supuesto. Fui cajero aquí hace 20 años. Tú me diste mi primer trabajo. Tú… Tú fundaste esta tienda. El silencio era absoluto. Los clientes de la fila se miraron con asombro. Lucía abrió los ojos, con la boca abierta, incapaz de articular palabra. Julio se adelantó.

Tomó al anciano del brazo con respeto y ternura. Señores, dijo, dirigiéndose a todos. Este hombre es el creador de la sede. Gracias a él, este lugar existe. Gracias a él, estoy aquí. Y muchos de ustedes han trabajado o comprado aquí desde siempre. Alberto sonrió débilmente, aunque todavía conmovido por la humillación.

Solo vine a comprar unas cosas. No esperaba un trato especial. Solo respeto. Esas palabras, sencillas pero firmes, calaron hondo. Las personas que lo habían criticado sintieron la incomodidad de su actitud. La madre que lo defendió, en cambio, se acercó y lo recogió.

Recogió las manzanas y las volvió a colocar en la banda.
Julio llamó a dos empleadas. Atienden personalmente a Alberto y le traen bolsas nuevas. La cajera intentó disculparse con la voz entrecortada. No sabía quién era. Julio la miró a los ojos, sereno pero firme. No, señorita. No se trata de saber quién es quién. Se trata de tratar bien a todos, siempre. Lucía sintió un nudo en la garganta.
Se había pasado todo el día quejándose de clientes difíciles. Y en su cansancio, había olvidado que detrás de cada rostro había una historia. Julio acompañó a Alberto y a otras personas con prioridad a una nueva caja especial, donde lo atendieron sin prisa. Los clientes abrieron la puerta en silencio. Antes de irse, Julio hizo fila.
Este supermercado nació con la idea de servir a la comunidad, sin importar quién seas. Hoy todos lo recordamos. Esta es una caja de atención preferencial. Entiendo que es hora punta y que todos estamos cansados, pero hay que respetar a cada persona. Lucía no fue despedida, pero Julio le asignó una capacitación especial en atención al cliente. Ella aceptó, con la vergüenza transformada en aprendizaje. Alberto, en cambio, regresó a casa con sus compras en una bolsa nueva. Caminaba despacio, pero con el corazón un poco más ligero. Había sido humillado, sí, pero también recordó que aún había voces que defendían el respeto. El supermercado seguía funcionando, pero para quienes presenciaron aquella escena, nada volvió a ser igual.
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