Caso real en Guerrero. La esclava Frida escribió una carta que destruyó a la señora. 1898. Hola a todos. Bienvenidos a un nuevo caso que los mantendrá al borde de sus asientos. Antes de comenzar, no olviden suscribirse al canal y déjenme en los comentarios desde dónde nos están viendo y a qué hora. Ahora sí, empecemos con esta historia.

El calor de Chilpancingo en agosto de 1898 era insoportable. Las calles empedradas de la capital de Guerrero hervían bajo un sol que no daba tregua. Y en la casa de los castellanos, en la calle real, el ambiente era aún más sofocante, no por el clima, sino por el secreto que llevaba años pudriendo los cimientos de aquella mansión colonial, de muros blancos y balcones de hierro forjado.

Frida Solís tenía 23 años cuando desapareció. Era una mujer morena, de manos callosas y mirada perpetuamente baja, que había servido en la casa castellanos desde que tenía 11 años. No era empleada común. Frida era lo que en Guerrero, en aquellos años finales del siglo XIX, todavía se llamaba Conufemismos, criada de confianza, muchacha de la casa, sirviente perpetua. Pero la verdad era más cruda.

Frida era una esclava en todo, menos en el nombre, atada a esa familia por deudas heredadas de su madre, una indígena zapoteca que había muerto de fiebres cuando Frida apenas caminaba. La señora Hortensia Castellanos de Montiel era la dueña de la casa. Viuda desde hacía 5 años. Manejaba con mano de hierro tanto sus propiedades como a las personas que consideraba de su posesión.

alta de piel pálida, que cuidaba obsesivamente del sol, vestía siempre de negro riguroso y lucía un moño apretado que estiraba su rostro en una expresión de perpetua desaprobación. Tenía 52 años y una reputación intachable en la sociedad chilpancingueña. Era benefactora de la iglesia, organizadora de tertulias y su apellido abría puertas en toda la región.

Nadie sabía que tras las puertas cerradas de su casa, Hortensia Castellanos era una tirana. Frida dormía en un cuarto sin ventanas junto a la cocina, un espacio de apenas 2 m² donde el calor se acumulaba hasta hacerse irrespirable. se levantaba antes del amanecer para encender el fogón, preparar el agua para el baño de la señora y comenzar la jornada que no terminaría hasta pasada la medianoche.

Comía las sobras, usaba ropa remendada hasta el cansancio y no recibía salario alguno. Solo la promesa repetida año tras año de que cuando saldara la deuda de su madre quedaría libre. Pero la deuda nunca disminuía, al contrario, crecía con cada supuesto error. Un plato roto, una mancha en el mantel, un guiso que no quedó al gusto de la señora.

Hortensia llevaba un libro de cuentas donde anotaba cada peso imaginario que Frida debía. Un documento sin validez legal, pero que funcionaba como cadenas invisibles. En la casa también vivía Rodrigo Castellanos, el hijo de Hortensia, un hombre de 30 años, abogado de profesión, pero diletante de vocación.

Rodrigo pasaba sus días entre el despacho familiar en el centro de Chilpancingo y las cantinas del puerto de Acapulco, donde dilapidaba la fortuna que su padre había construido en el comercio de maderas preciosas. Era un hombre de complexión robusta, bigote cuidado y modales que alternaban entre la cortesía ensayada y una crueldad que asomaba cuando bebía, que era frecuente.

Rodrigo había notado a Frida, claro que la había notado. Y en una casa donde él era el amo joven y ella no tenía derecho a negarse, esa atención se convirtió en algo inevitable y terrible. La primera vez fue en marzo de 1897, cuando Frida tenía 22 años. Rodrigo llegó borracho una noche y la encontró limpiando el comedor.

No hubo palabras, no hubo consentimiento, solo el poder de un hombre que sabía que no habría consecuencias. Frida no le dijo nada a la señora Hortensia. ¿Para qué? Ya conocía la respuesta que recibiría, pero la segunda vez, la tercera, la cuarta, cada vez que Rodrigo decidía que tenía derecho sobre su cuerpo, algo en Frida comenzó a romperse y también a endurecerse. En julio de 1898, Frida descubrió que estaba embarazada.

El pánico le apretó la garganta cuando por tercera mañana consecutiva vomitó en la pila de la cocina antes de que amaneciera. Sus manos temblaban mientras encendía el fogón. Conocía historias de otras muchachas en situaciones similares, criadas que quedaban preñadas de los patrones o sus hijos.

Ninguna de esas historias terminaba bien. Durante dos semanas, Frida guardó el secreto, trabajando el doble de duro, como si pudiera esconder su condición bajo el peso del esfuerzo, pero su cuerpo la delataba. Los mareos, el cansancio, la manera en que su uniforme comenzaba a ajustarse diferente en la cintura. Fue Hortensia quien lo notó primero.

Una tarde de agosto, mientras Frida servía el café en la sala, la señora la observó con esos ojos grises que no perdían detalle. “Estás más gorda”, dijo sin preámbulo. “¿Qué has estado comiendo de mi despensa?” Frida negó con la cabeza, manteniendo la mirada baja. Nada, señora, solo lo que me corresponde. Mírame cuando te hablo. Frida levantó los ojos y en ese momento Hortensia supo.

Había visto suficientes mujeres embarazadas para reconocer los signos. Su rostro palideció de furia. ¿Quién fue? El silencio de Frida fue respuesta suficiente. En una casa donde solo vivían tres personas no había muchas opciones. Esa noche, después de que Rodrigo llegara de su despacho, Hortensia lo confrontó en su estudio. Las paredes eran gruesas, pero Frida, que limpiaba el pasillo, alcanzó a escuchar fragmentos.

Una vergüenza para esta familia. Madre, fue solo. No me importa. ¿Tienes idea del escándalo si esto se sabe? Nos deshacemos de ella. Simple. No es tan simple, Rodrigo. La gente preguntará. El silencio que siguió fue peor que los gritos. Frida terminó su trabajo con manos temblorosas y se encerró en su cuarto, el corazón golpeándole las costillas.

Sabía que su vida pendía de un hilo. Al día siguiente, Hortensia la llamó a la sala. Rodrigo estaba presente, sentado en el sillón de respaldo alto, fumando un cigarro con estudiada indiferencia. Frida comenzó Hortensia con una voz que sonaba casi amable, lo cual era más aterrador que sus gritos habituales. Hemos tomado una decisión respecto a tu situación.

Frida esperó de pie con las manos entrelazadas frente al delantal. Irás a Acapulco. Tengo una prima que maneja una casa de huéspedes allá. Te quedarás con ella hasta que nazca la criatura. Después veremos qué hacemos contigo. ¿Y el bebé, señora? Preguntó Frida con un hilo de voz. Hortensia la miró como si hubiera dicho una obsenidad.

El bebé será dado en adopción a una familia decente. No puedes criarlo tú. Obviamente no tienes con qué mantenerlo y tu deuda conmigo sigue pendiente. Pero, señora, no hay peros. partirás pasado mañana en el coche de la tarde. Y Frida añadió con una mirada gélida, si alguna vez mencionas el nombre de mi hijo en relación con esto, me encargaré personalmente de que nunca vuelvas a trabajar en ningún lugar de guerrero.

Quedarás marcada como una mentirosa y una ladrona. ¿Me entiendes? Frida asintió porque no tenía otra opción. Esa noche, en la soledad de su cuarto sin ventanas, con el calor pegándose a su piel como una segunda capa, Frida tomó una decisión. No iría a Acapulco para que le arrebataran a su hijo. No permitiría que la señora Castellanos decidiera sobre su vida una vez más.

Pero Frida no era ingenua. Sabía que no podía simplemente huir. La encontrarían y las consecuencias serían peores. Necesitaba algo más. Necesitaba protección, evidencia, una manera de asegurar que no pudieran hacerla desaparecer sin dejar rastro. Y entonces recordó algo. Frida sabía leer y escribir.

Su madre, antes de morir había insistido en que un cura del pueblo les enseñara las letras, convencida de que el conocimiento era la única herencia real que podía dejarle a su hija. Hortensia no lo sabía. Había asumido siempre que Frida era analfabeta como la mayoría de las sirvientas.

Esa noche, mientras la casa dormía, Frida encontró papel y tinta en el escritorio del estudio de Rodrigo. Con mano temblorosa, pero determinada, comenzó a escribir. La carta tenía cuatro páginas. En ella, Frida detallaba todo. Los años de servidumbre forzada, el libro falso de deudas, los abusos de Rodrigo, las amenazas de Hortensia. Nombraba fechas, describía incidentes específicos, mencionaba testigos potenciales, el carnicero que entregaba las provisiones y había visto sus moretones, la costurera que remendaba su ropa destrozada, el cura que ocasionalmente visitaba la casa y ante quien Hortensia

actuaba como santa mientras trataba a Frida como un animal. Al final de la carta, Frida escribió, “Si algo me sucede, si desaparezco o muero en circunstancias extrañas, que se investigue a la familia Castellanos. Mi sangre, si se derrama, manchará sus manos para siempre. Y mi hijo, si nace, merece saber la verdad sobre su padre y su abuela.

” firmó con su nombre completo Frida Solís Mendoza y añadió la fecha 16 de agosto de 1898. Pero la carta necesitaba llegar a manos seguras. Frida pensó en el padre Eugenio, el sacerdote de la parroquia de Santa María de la Asunción. Era un hombre mayor de rostro bondadoso que siempre la había tratado con respeto en sus visitas a la casa castellanos.

Si alguien podría guardar su carta y hacerla pública en caso de necesidad, era él. El problema era cómo entregarla sin levantar sospechas. La mañana del 17 de agosto, Frida pidió permiso a Hortensia para ir al mercado. Normalmente, otra criada hacía las compras, pero Frida argumentó que necesitaba ingredientes específicos para el mole que tanto le gustaba a Rodrigo.

Hortensia, distraída con los preparativos del viaje a Acapulco, accedió con un gesto impaciente. salió de la casa con una canasta de mimbre y la carta escondida entre los pliegues de su rebozo. El sol de la mañana golpeaba las calles de Chilpancingo, donde vendedores ambulantes pregonaban sus mercancías y mujeres con faldas amplias regateaban precios.

El aroma de tortillas recién hechas se mezclaba con el olor a tierra y estiércol de los burros que transportaban cargas. La parroquia estaba a 10 calles de distancia. Frida caminó rápido, mirando constantemente sobre su hombro, el corazón latiéndole en los oídos. Cada persona que pasaba le parecía una espía de hortensia, cada mirada una acusación.

Cuando llegó a la iglesia, encontró al padre Eugenio en la sacristía, ordenando mis ales. El anciano levantó la vista y sonrió al verla. Frida, hija, ¿qué sorpresa? ¿Vienes a confesarte?” Ella negó con la cabeza y después de asegurarse de que estaban solos, sacó la carta de su rebozo. “Padre, necesito que guarde esto”, dijo con voz urgente.

“Es importante, si algo me pasa, si desaparezco o si muero, necesito que lea esta carta y la haga pública, que la lleve a las autoridades.” El padre Eugenio la miró con preocupación creciente. ¿De qué hablas, hija? ¿Qué está pasando? Frida no tenía tiempo para explicaciones completas.

Por favor, padre, solo guárdela y si después de mañana no tiene noticias mías, ábrala. Se lo suplico. La desesperación en su voz convenció al sacerdote. Tomó la carta con manos temblorosas. Que Dios te proteja, hija. Rezaré por ti. Efrida salió de la iglesia sintiendo un peso menos en el pecho. Al menos ahora había un testigo, una evidencia. No podían hacerla desaparecer sin consecuencias, pero se equivocaba al pensar que tenía hasta el día siguiente.

Cuando regresó a la casa castellanos, con la canasta llena de compras del mercado para mantener la apariencia, Hortensia la esperaba en el vestíbulo. Su rostro era una máscara de furia contenida. ¿Dónde estabas? en el mercado, señora, como me dio permiso. Se el mercado está a cinco calles, has tardado dos horas.

Frida sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Había mucha gente, señora. Las filas estaban largas. Hortensia se acercó y Frida pudo oler su perfume de rosas tan fuerte que mareaba. ¿Fuiste a la iglesia? El silencio de Frida fue suficiente respuesta. Te vi. dijo una voz desde las escaleras. Rodrigo bajaba todavía en bata de dormir, aunque ya era mediodía.

Pasé por la plaza esta mañana y te vi saliendo de Santa María. ¿Qué hacías allí? Solo, solo a rezar, señor, mintió Frida. A rezar, repitió Hortensia con sarcasmo venenoso. O a hablar con el padre Eugenio, a contarle mentiras sobre esta familia. No, señora, La bofetada llegó tan rápida que Frida no tuvo tiempo de esquivarla.

El golpe la tiró al suelo y el sabor metálico de la sangre le llenó la boca. Desagradecida gritó Hortensia, después de todo lo que hemos hecho por ti, así nos pagas difamándonos. Rodrigo bajó el resto de las escaleras con calma estudiada. se paró junto a su madre, mirando a Frida en el suelo. Hay que solucionar esto, madre, hoy no podemos arriesgarnos a que hable.

Hortensia asintió. Sus ojos grises brillaban con una decisión fría. Rodrigo tiene razón. Recogerás tus cosas ahora. No esperaremos hasta mañana. sales esta misma tarde hacia Acapulco. Pero señora, ahora y no te atrevas a salir de esta casa hasta que Rodrigo te lleve a la estación. estarás encerrada en tu cuarto.

Frida se levantó con dificultad, limpiándose la sangre del labio. Sabía que había cometido un error al ir a la iglesia tan abiertamente. Debió haber sido más cuidadosa, pero ya era tarde. La encerraron en su cuarto sin ventanas. Frida escuchó el sonido de la llave girando en la cerradura exterior que habían mandado instalar años atrás cuando otra criada había intentado robar plata. Nunca imaginó que sería usada contra ella.

Se sentó en el catre estrecho con las manos sobre su vientre, donde comenzaba a crecer una vida. Las paredes de adobe parecían cerrarse sobre ella. El calor era asfixiante. Pasaron las horas. Frida escuchó los sonidos de la casa, pasos en el piso de arriba, voces amortiguadas, el tintineo de platos en el comedor.

Nadie le llevó comida ni agua. El castigo había comenzado. Cuando cayó la noche, la temperatura en el cuarto bajó un poco, pero no lo suficiente. Frida se quedó dormida por agotamiento, con la espalda contra la pared, soñando con espacios abiertos y aire fresco.

La despertó un sonido en la puerta, la llave girando, se incorporó de golpe, el corazón acelerado. La puerta se abrió y apareció Rodrigo con una lámpara de aceite en la mano. La luz proyectaba sombras danzantes en su rostro. “Ven”, dijo con voz plana. “Es hora de irnos.” Frida miró por la ventana inexistente de su cuarto buscando alguna pista de la hora. “¿Qué hora es?” “Las 2 de la mañana. Vamos.

” ¿Por qué tan temprano? Dijo que saldría en el coche de la tarde. Rodrigo no respondió. solo dio un paso hacia ella. No me hagas repetirlo. Algo en su tono, en la forma en que sostenía la lámpara, encendió todas las alarmas en la mente de Frida. Esto no era un viaje a Acapulco, esto era otra cosa.

No voy a ir, dijo sorprendiéndose de la firmeza en su propia voz. Rodrigo Río, un sonido sin humor. No tienes opción. Se acercó más y Frida vio entonces que en su otra mano llevaba una soga. El miedo le el heló la sangre. ¿Qué van a hacer conmigo? Lo que debimos hacer desde el principio, eliminar el problema. Frida retrocedió hasta que su espalda chocó contra la pared. La gente sabrá que desaparecí.

El padre Eugenio. El padre Eugenio. Interrumpió Rodrigo. ¿Crees que un cura van a enfrentarse a mi familia por una criada? Eres ingenua, Frida, muy ingenua. Pero había un atisbo de duda en su voz. La carta lo inquietaba, aunque no lo admitiría. Frida tomó una decisión en ese momento. No saldría de esa casa sin pelear.

Cuando Rodrigo se acercó para sujetarla, ella le arrojó el catre a las piernas. No era pesado, pero lo suficiente para hacerlo tambalear. La lámpara cayó al suelo y el aceite se derramó, creando un pequeño charco que comenzó a arder. Frida corrió hacia la puerta abierta, pero Rodrigo la agarró del cabello tirándola hacia atrás con fuerza brutal.

Ella gritó y el sonido resonó en la casa silenciosa. “Silencio”, siceó él cubriéndole la boca con una mano. Frida le mordió los dedos con todas sus fuerzas. Rodrigo rugió de dolor y la soltó por un segundo suficiente para que ella alcanzara el pasillo. Pero allí estaba Hortensia bajando las escaleras con una expresión de determinación fría.

En sus manos llevaba un pañuelo empapado en algo que Frida reconoció por el olor, cloroformo usado para limpiar manchas difíciles. “No llegarás a ningún lado”, dijo la señora Castellanos. Frida miró a su alrededor desesperada. Estaba atrapada entre Rodrigo, que se recuperaba detrás de ella, y Hortensia, que bloqueaba la salida. La puerta principal estaba a solo metros.

Pero podría estar a kilómetros de distancia. Hizo un último intento lanzándose hacia las escaleras para esquivar a Hortensia, pero la mujer mayor era más rápida de lo que parecía. Presionó el pañuelo contra el rostro de Frida y el olor dulzón y químico le llenó la nariz y los pulmones.

Frida luchó, pateó, arañó, pero sus movimientos se volvían más lentos. La habitación comenzó a girar. Lo último que vio antes de que la oscuridad la reclamara fue el rostro de Hortensia Castellanos, imperturbable, casi aburrido, como si estuviera realizando una tarea doméstica rutinaria. Y entonces nada. Cuando Frida despertó, lo primero que sintió fue el frío, un frío húmedo que le calaba los huesos, tan diferente del calor sofocante de su cuarto.

Intentó moverse y descubrió que tenía las manos atadas a la espalda y los tobillos amarrados juntos. Estaba acostada sobre tierra dura y el olor a humedad y mo le llenaba las fosas nasales. Abrió los ojos lentamente. La oscuridad era casi total, solo interrumpida por una línea delgada de luz que se filtraba desde arriba.

Mientras sus ojos se adaptaban, comenzó a distinguir formas. Paredes de piedra cubiertas de musgo, un techo bajo, escaleras de madera que subían hacia una trampilla cerrada. Estaba en un sótano y por el silencio absoluto que la rodeaba, uno profundo, probablemente lejos de cualquier oído que pudiera escuchar sus gritos.

“Ya despertaste”, dijo una voz desde las escaleras. Frida giró la cabeza y vio a Rodrigo sentado en uno de los escalones superiores fumando un cigarro. La luz de la brasa brillaba en la penumbra como un ojo rojo. ¿Dónde estoy?, preguntó Frida con voz ronca. La garganta le ardía del cloroformo. En una de las bodegas viejas de la familia.

Está en las afueras de Chilpancingo, en el camino a Tixla. Nadie viene aquí hace años. Rodrigo dio otra calada al cigarro. Nadie te encontrará. Frida sintió que el pánico amenazaba con ahogarla, pero se obligó a mantener la calma. Me están buscando. El padre Eugenio sabe que algo me pasó.

El padre Eugenio, repitió Rodrigo con desprecio. Recibió la visita de mi madre esta mañana. le explicó que tuviste que partir urgentemente a Acapulco por motivos familiares. El buen padre le devolvió tu carta sin siquiera leerla. Dijo que si te habías ido, ya no tenía sentido guardarla. Las palabras cayeron sobre Frida como piedras. No, no te creo. Rodrigo se levantó y bajó las escaleras.

De su saco sacó un sobre lo dejó caer junto a ella. Incluso en la penumbra, Frida reconoció su propia letra en el papel. “Mi madre puede ser muy persuasiva”, continuó Rodrigo, “Epecialmente con hombres de fe que dependen de las donaciones de familias como la nuestra para mantener su iglesia.” Frida cerró los ojos.

Su último recurso, su única esperanza, había sido devuelto como si no valiera nada. El padre Eugenio la había traicionado o quizás simplemente había elegido el camino más fácil. No importaba, el resultado era el mismo. ¿Qué van a hacer conmigo?, preguntó, aunque parte de ella no quería saber la respuesta. Rodrigo se agachó junto a ella. Su aliento olía a Tabaco y Brandy.

Esa es la pregunta, ¿verdad? Mi madre quiere resolver esto permanentemente. Dice que eres un problema que no podemos permitirnos tener. Soy una persona. Estoy embarazada de tu hijo. Eres una complicación, corrigió él fríamente. Y en cuanto a lo otro, bueno, no hay pruebas de que ese niño sea mío. Podrías haberlo hecho con cualquiera.

La rabia que Frida sintió fue tan intensa que por un momento superó el miedo. Es un cobarde, un maldito cobarde que se esconde detrás de su madre. La bofetada la tomó por sorpresa, haciéndole girar la cabeza. Sintió el sabor metálico de la sangre nuevamente. Cuidado con esa lengua, advirtió Rodrigo levantándose. Recuerda que tu vida depende completamente de mi buena voluntad.

subió las escaleras y cerró la trampilla, dejando a Frida en la oscuridad casi total. Ella escuchó el sonido de un cerrojo pesado deslizándose y luego pasos que se alejaban. El silencio que siguió fue absoluto y aterrador. Frida no supo cuánto tiempo pasó en ese sótano.

Sin luz natural, sin manera de medir las horas, el tiempo se convirtió en algo elástico y confuso. Le dieron agua una vez bajada en un cubo con una cuerda, pero nada de comer. El hambre comenzó como un malestar sordo y fue creciendo hasta convertirse en un dolor constante. Pensó en su madre, muerta hacía tantos años.

Pensó en el hijo que crecía en su vientre, quien probablemente nunca vería la luz del día. Pensó en todas las veces que había aguantado humillaciones y abusos, creyendo que algún día las cosas mejorarían. Pero también pensó en algo más. en la rabia, una rabia profunda y ardiente que le daba fuerzas cuando el miedo amenazaba con paralizarla.

Si iba a morir, no sería callada, no sería olvidada. Las cuerdas que ataban sus muñecas estaban apretadas, pero Rodrigo las había amarrado con prisa. Frida comenzó a trabajar en ellas, frotándolas contra el borde áspero de una piedra que sobresalía de la pared. La piel se le despellejaba con el movimiento, pero no se detuvo.

Pasaron horas o lo que parecieron horas y finalmente sintió que la cuerda cedía. Cuando logró liberarse las manos, rápidamente desató sus tobillos, se puso de pie con piernas temblorosas y exploró el sótano a tientas. Sus manos encontraron herramientas viejas, sacos de grano podrido, barriles vacíos y entonces en un rincón algo metálico y pesado, una pala oxidada. Frida la levantó. No era mucho, pero era algo.

Esperó junto a las escaleras, la pala en las manos, preparada. No sabía cuándo vendría alguien, pero vendría. Y cuando lo hicieran, estaría lista. Pasó más tiempo. El hambre era insoportable ahora y los mareos del embarazo se mezclaban con la debilidad por falta de comida. Frida se sentó en el escalón más bajo, conservando energías, la pala atravesada sobre sus rodillas. y finalmente escuchó pasos arriba.

Se levantó silenciosamente, posicionándose al lado de las escaleras en la sombra. El cerrojo se deslizó. La trampilla se abrió lentamente, dejando entrar un rectángulo de luz grisácea. Era de día, aunque Frida no podía saber si era el mismo día o habían pasado varios. Una figura comenzó a bajar.

Por la silueta, Frida reconoció a Hortensia. Frida llamó la mujer con voz casi amable. Vamos a hablar. He decidido que quizás podemos llegar a un arreglo. Frida no respondió. Se quedó inmóvil en la sombra conteniendo la respiración. Hortensia bajó tres escalones más. Frida, no seas tonta. El hambre no te ayudará. Escucha mi propuesta.

Cuando la señora Castellanos llegó al último escalón y giró para buscarla, Frida emergió de la sombra y golpeó con la pala. No apuntó a la cabeza, no quería matar, solo escapar. El golpe conectó con el hombro de Hortensia, haciéndola gritar y caer de rodillas. La lámpara que llevaba se estrelló contra el suelo. Frida corrió hacia las escaleras, pero Hortensia, a pesar del dolor, la agarró del tobillo.

Rodrigo gritó la mujer. Rodrigo, está escapando. Frida pateó liberándose y subió las escaleras de dos en dos. Emergió en lo que parecía ser un viejo almacén abandonado con techo de tejas rotas y paredes despintadas. La luz del día la cegó momentáneamente. No tuvo tiempo de orientarse.

Rodrigo apareció desde una puerta lateral bloqueando la salida principal. En sus manos llevaba un revólver. Alto, ordenó apuntándole. No des un paso más. Frida se detuvo jadeando. Todavía sostenía la pala. Déjame ir. No diré nada. Me iré de guerrero, del país si es necesario. Solo déjame vivir. No puedo hacer eso dijo Rodrigo.

Pero había algo en su voz, una vacilación que no había estado antes. ¿Por qué no? ¿Qué te he hecho yo? Tú fuiste quien cállate, gritó él, pero el arma temblaba en su mano. Cállate. Desde el sótano subía hortensia, sosteniéndose el hombro, el rostro contorsionado de rabia y dolor. Dispárale, Rodrigo. Acaba con esto ahora. Madre, dispárale. Es ella o nosotros. Pero Rodrigo no disparó.

Había algo en ver a Frida allí, con el vestido sucio y roto, el rostro pálido de hambre, los ojos brillando con una mezcla de terror y desafío que le recordaba que era un ser humano. No solo un problema a resolver. Frida aprovechó esa vacilación. Se lanzó hacia un costado, hacia una ventana sin vidrios y se arrojó por ella.

Cayó en tierra dura el impacto robándole el aire de los pulmones. Pero se obligó a levantarse y correr. Estaba en campo abierto con matorrales y algunos árboles dispersos. A lo lejos, quizás a un kilómetro, vio humo subiendo de chimeneas, un pueblo o caserío. Corrió hacia allá con todo lo que le quedaba.

Detrás de ella escuchó a Rodrigo gritar. El sonido de un disparo cortó el aire, pero la bala se perdió a metros de distancia. Él no era buen tirador y ella era un objetivo móvil. Frida corrió entre los matorrales, las ramas arañándole la cara y los brazos. Sus pies descalzos sangraban sobre las piedras, pero no se detuvo.

El instinto de supervivencia era más fuerte que el dolor. Llegó a un camino de tierra. A lo lejos vio un carro tirado por bueyes avanzando lentamente. Un campesino con sombrero de paja lo conducía. “Ayuda!”, gritó Frida agitando los brazos. “Por favor, ayuda.” El campesino detuvo el carro mirándola con sorpresa y preocupación. Era un hombre mayor de rostro curtido por el sol.

“Señorita, ¿qué le pasó?” Frida llegó hasta él, aferrándose al costado del carro. Me están persiguiendo. Por favor, lléveme al pueblo, a la policía, por favor. El hombre miró detrás de ella y vio a Rodrigo emergiendo del almacén a lo lejos, todavía con el revólver en la mano. No necesitó más explicaciones.

Suba, dijo, ayudándola a subir al carro. Agáchese entre los sacos. Frida se escondió entre sacos de maíz y el campesino asusó a los bueyes para que avanzaran más rápido, algo que los animales hicieron con reluctancia perezosa. Cuando Rodrigo llegó al camino, el carro ya había recorrido suficiente distancia.

El hombre le gritó algo que Frida no escuchó, pero el tono era claro. No se detendría. Rodrigo no los persiguió. No podía. Disparar a un campesino en pleno camino, a plena luz del día sería imposible de ocultar. Frida lo vio quedarse parado en el camino, derrotado, encogiéndose mientras el carro se alejaba.

El campesino la llevó directamente a Chilpancingo, a la comisaría municipal en la plaza principal. Frida bajó del carro con piernas temblorosas y entró en el edificio de Adobe Blanco. “Necesito reportar un crimen”, dijo al policía de guardia, un hombre gordo con bigote espeso que la miró con desconfianza inicial. “La familia Castellanos me secuestró e intentó matarme.

” El policía levantó las cejas. El apellido castellanos era conocido, respetado. Acusar a esa familia era serio. Esa es una acusación grave, muchacha. ¿Tienes pruebas? Frida se levantó las mangas mostrando las marcas de las cuerdas en sus muñecas, los moretones, los rasguños. Míreme. Me tuvieron encerrada en un sótano. Me dejaron sin comer.

El hijo Rodrigo Castellanos. me disparó cuando intenté escapar. Otros policías se acercaron, atraídos por la conmoción. Uno de ellos, más joven, parecía menos escéptico. “Debemos investigar esto”, dijo el joven oficial. “Si lo que dice es cierto, la familia Castellanos es respetable.” Interrumpió el policía gordo.

“No podemos simplemente entonces vayan al almacén.” Cortó Frida, su voz ganando fuerza. En el camino a Tixla, a unos 3 km, verán el sótano donde me tuvieron, verán las cuerdas y busquen también en su casa. Tienen un libro donde la señora Castellanos anotaba una supuesta deuda que yo tenía, manteniéndome en servidumbre forzada durante años. La mención de servidumbre forzada cambió algo en el ambiente.

México había abolido la esclavitud décadas atrás. Pero todos sabían que prácticas similares continuaban, especialmente en las zonas rurales y entre familias poderosas. Era un secreto sucio que preferían ignorar, pero cuando salía a la luz exigía acción. El oficial joven tomó una decisión. Vamos al almacén ahora y alguien debe ir a la casa castellanos.

El operativo fue rápido. Encontraron el almacén exactamente donde Frida describió. El sótano todavía conservaba las cuerdas cortadas, la pala manchada de sangre de hortensia, evidencia clara de que alguien había estado encerrado allí.

En la casa castellanos, después de una búsqueda que Hortensia protestó como invasión, encontraron el libro de cuentas falso que documentaba la supuesta deuda de Frida. Pero lo más condenatorio fue algo que nadie esperaba. En el estudio de Rodrigo escondido en un cajón con doble fondo, los policías encontraron un segundo libro. Era un diario personal donde Rodrigo había documentado con detalle perturbador no solo sus abusos contra Frida, sino contra otras dos criadas que habían trabajado en la casa en años anteriores.

Una de esas criadas, Carmen Ortiz, había huido en 1895, según la versión oficial de la familia. La otra, Josefina Reyes, había muerto de fiebres en 1893 y fue enterrada rápidamente en el cementerio municipal sin autopsia. El diario sugería una historia diferente, mucho más oscura. El escándalo explotó en Chilpancingo como dinamita.

Las familias respetables se escandalizaban en público mientras en privado destruían cualquier evidencia de sus propias prácticas. similares. Los periódicos de Acapulco y Ciudad de México recogieron la historia. La casa de los horrores en Guerrero tituló El imparcial. Esclavitud y crimen en familia distinguida escribió el Universal.

Hortensia Castellanos y su hijo Rodrigo fueron arrestados. Los cargos incluían privación ilegal de la libertad, intento de homicidio, servidumbre forzada y sospecha de asesinato en relación con las dos criadas anteriores. El juicio fue largo y público, un espectáculo que dividió a Chilpancingo.

Algunos defendían a los castellanos, insistiendo en que una criada ingrata estaba difamando a una familia honorable. Otros, especialmente después de que se exumaron los restos de Josefina Reyes y se encontraron evidencias de trauma físico incompatible con muerte por enfermedad, exigían justicia. Frida testificó durante tres días completos con voz firme, narrando cada detalle de sus años de servidumbre, los abusos, el embarazo, el secuestro.

La sala del tribunal estaba llena a reventar. Muchas mujeres lloraban al escucharla. Hortensia, sentada en el banquillo, mantuvo una expresión de desden aristocrático durante todo el juicio, como si todo esto fuera una vulgaridad que estaba por debajo de ella. Rodrigo, en cambio, se desmoronó. Confesó todo, buscando clemencia que no llegaría.

En noviembre de 1898, 3 meses después de la desaparición temporal de Frida, el veredicto fue pronunciado. Rodrigo Castellanos fue sentenciado a 20 años de prisión por intento de homicidio y abuso. Hortensia Castellanos recibió 15 años por complicidad. Además, todas sus propiedades fueron confiscadas y parte de los fondos se destinaron a compensar a Frida y a las familias de las otras víctimas.

Pero quizás el castigo más duro para Hortensia no fue la prisión, sino la destrucción completa de su reputación. La mujer, que había sido la reina de la sociedad chilpancingueña, se convirtió en sinónimo de crueldad y opresión. Su nombre se usaba para asustar a los niños. Las familias que antes la adulaban ahora negaban haberla conocido bien. Frida, por su parte, dio a luz a un niño en febrero de 1899.

Lo llamó Miguel como su abuelo materno. Con el dinero de la compensación compró una pequeña casa en Acapulco, lejos de Chilpancingo y sus recuerdos. Aprendió el oficio de costurera y con el tiempo abrió su propio taller. Los años pasaron. Miguel creció fuerte y saludable, sin saber durante mucho tiempo la verdad sobre su padre.

Frida se lo contó cuando cumplió 15 años, creyendo que merecía conocer su historia completa. El muchacho lloró, pero no por vergüenza, sino por admiración hacia su madre, que había sobrevivido y luchado. En 1910, cuando estalló la revolución, Frida tenía 35 años. vio como el país que había tolerado tantos abusos comenzaba a desmoronarse y reconstruirse.

Esperaba, aunque con escepticismo, que el Nuevo México que emergería fuera uno donde historias como la suya fueran imposibles. Hortensia Castellanos murió en prisión en 1905 de una enfermedad pulmonar. Rodrigo fue liberado en 1916 durante el caos de la revolución cuando las prisiones fueron abiertas, pero era un hombre destruido, adicto al alcohol, que vagaba por las calles de pueblos desconocidos.

Murió en 1918, atropellado por un carro en circunstancias que nunca se aclararon. La carta que Frida había escrito, la que el padre Eugenio devolvió, fue eventualmente recuperada de entre los documentos del juicio. El Museo Regional de Chilpancingo la conserva hasta hoy, exhibida bajo vidrio, con su letra clara y desesperada, testimonio de una mujer que se negó a ser silenciada.

Frida Solís vivió hasta 1954 cuando murió a los 79 años. rodeada de sus nietos en su casa de Acapulco, hasta el final mantuvo la claridad mental y la voluntad férrea que le habían salvado la vida tantos años atrás. Su historia se convirtió en leyenda en guerrero, pero no del tipo que se cuenta junto al fuego para asustar.

Es una historia que se enseña como ejemplo de resistencia, de cómo incluso la persona más oprimida puede levantarse contra la injusticia. En el cementerio de Acapulco, su tumba tiene una inscripción simple que ella misma eligió años antes de morir. Frida Solís Mendoza, 1875-1954. Sobreviví y conté mi historia. Y esa historia, la historia de una mujer que se negó a desaparecer, que escribió una carta que destruyó a sus opresores, sigue resonando más de un siglo después.

Recordándonos que la justicia, aunque lenta y difícil, es posible cuando hay quienes se niegan a rendirse. El sol de Guerrero sigue brillando sobre Chilpancingo, sobre las calles que Frida recorrió encadenada y luego libre. Y cada vez que alguien visita el museo y lee su carta bajo el vidrio con su letra firme y sus palabras valientes, ella sigue viviendo, sigue testificando, sigue siendo libre, porque eso es lo que hacen las historias verdaderas, sobreviven a sus narradores, atraviesan el tiempo y se niegan a ser olvidadas. Esta fue la historia de Frida Solís, la

esclava que escribió una carta y destruyó a sus opresores. Una historia de horror, sí, pero sobre todo una historia de resistencia y victoria contra la injusticia.