Caso real en Puebla. La misteriosa desaparición de Emilia García que aterrorizó a la ciudad. 1911. Hola a todos, bienvenidos a un nuevo episodio de nuestro canal. Si aún no estás suscrito, te invito a que presiones ese botón de suscripción ahora mismo y actives la campanita para que no te pierdas ninguno de nuestros casos más impactantes. Déjame en los comentarios desde dónde nos estás viendo y a qué hora.

Me encanta saber que estamos conectados desde diferentes rincones del país y del mundo. También cuéntame si conoces algún caso similar en tu ciudad. Y ahora sí, prepárate porque esta historia que voy a contarte marcó para siempre a la ciudad de Puebla y sus habitantes.

Un misterio que aún hoy genera escalofríos en quienes conocen los detalles. El aire de octubre en Puebla siempre ha tenido ese carácter peculiar que presagia cambios profundos. En 1911, la ciudad todavía resonaba con los ecos de la revolución, que había estallado apenas un año antes, transformando no solo el panorama político del país, sino también la vida cotidiana de sus habitantes.

Las calles empedradas del centro histórico, flanqueadas por construcciones coloniales de cantera gris, que habían presenciado siglos de historia, parecían guardar secretos en cada rincón, en cada zaguán, en cada portal oscuro. Los faroles de gas iluminaban tenuemente las noches proyectando sombras alargadas que bailaban con el viento que descendía desde los volcanes Popocatépetl e Istxiwatl, cuyas siluetas nevadas dominaban el horizonte como testigos silenciosos y eternos de todo lo que ocurría en el valle. La familia García Mendoza vivía

en una casona señorial de dos pisos ubicada en la calle 5 de Mayo, a pocas cuadras de la majestuosa catedral que se alzaba como el corazón religioso de la ciudad. Era una construcción típica de la época porfiriana, testimonio del periodo de prosperidad que había vivido México durante las últimas décadas del siglo XIX bajo el gobierno de Porfirio Díaz.

La fachada de cantera labrada mostraba detalles elaborados, guirnaldas de piedra, molduras refinadas y un balcón de hierro forjado en el segundo piso, desde donde se podía observar el ir y venir de la vida citadina. Un zaguán amplio y alto, con su pesada puerta de madera tallada que rechinaba al abrirse, conducía a un patio central rodeado de arcos de medio punto sostenidos por columnas de cantera rosa.

En el centro del patio, una fuente de piedra murmuraba constantemente, creando una melodía acuática que se mezclaba con el canto de los gilgueros que anidaban en las bugambilias. Las macetas de barro cocido desbordaban de geranios rojos, claveles blancos y más bugambilias en tonos fucsia y naranja que trepaban por las paredes encaladas, añadiendo color y vida al espacio.

D Roberto García era uno de los comerciantes de telas más prósperos de Puebla, dueño de un almacén ubicado en el prestigioso portal Hidalgo, donde la gente adinerada de la ciudad acudía en busca de las mejores telas. Su establecimiento, llamado La Sirena de Oro, ocupaba dos locales amplios con escaparates de vidrio emplomado donde se exhibían los productos más selectos.

Allí se podía encontrar desde telas corrientes de algodón y lino para el uso diario hasta sedas brillantes importadas de China, brocados de la India, encajes de Bruselas y terciopelos italianos que llegaban en barco hasta Veracruz y luego viajaban tierra adentro en carretas bien custodiadas. Don Roberto había construido su fortuna con trabajo duro, empezando como simple dependiente en una tienda de telas a los 15 años, ahorrando cada centavo, aprendiendo el negocio con dedicación obsesiva hasta que pudo abrir su propio establecimiento a los 30.

Ahora, a sus 52 años era un hombre respetado en los círculos comerciales de Puebla, miembro de la Cámara de Comercio y asistente regular a las misas de 11 en la catedral, donde la élite poblana se reunía tanto para orar como para ser vista.

Su esposa, doña Catalina Mendoza de García, provenía de una familia de abolengo poblano con raíces que se hundían profundamente en la historia colonial de la ciudad. Los Mendoza eran descendientes directos de uno de los fundadores españoles que habían llegado con los primeros colonizadores en el siglo X. Aunque la fortuna familiar había menguado con el paso de los siglos y las diversas crisis políticas y económicas que habían sacudido al país, el apellido Mendoza todavía abría puertas en ciertos círculos sociales. Doña Catalina era una mujer de 45 años, todavía hermosa, a

pesar de las líneas de expresión que comenzaban a marcarse alrededor de sus ojos y boca, llevaba el cabello oscuro, apenas salpicado de hebras grises, recogido en un elaborado moño alto que seguía la moda de la época. Su matrimonio con don Roberto 20 años atrás había sido considerado conveniente para ambas familias.

Él ganaba prestigio social al unirse con una familia de apellido ilustre y los Mendoza recibían la inyección de capital fresco que necesitaban para mantener las apariencias y pagar las deudas acumuladas por generaciones de administración negligente. Emilia García Mendoza era la hija menor del matrimonio y la única mujer entre tres hermanos.

Había nacido en agosto de 1894, en pleno periodo porfirista, cuando México parecía encaminarse hacia la modernización y el progreso. Era una joven de 17 años que personificaba la gracia y la educación refinada de las señoritas de buena familia de aquella época. Alta para los estándares de entonces, midiendo casi 1,65 m de complexión delgada y movimientos elegantes que su madre había cultivado desde niña con leciones de postura y etiqueta.

Emilia tenía el cabello castaño oscuro con reflejos cobrizos que brillaban bajo la luz del sol. lo llevaba usualmente recogido en un moño bajo o trenzado de manera elaborada, siguiendo las modas europeas que llegaban con varios meses de retraso a México a través de las revistas francesas que su madre coleccionaba religiosamente y que llegaban en barco desde París.

Sus ojos color miel, enmarcados por pestañas espesas y oscuras, reflejaban una inteligencia viva y una curiosidad insaciable, que muchos consideraban inapropiada y hasta peligrosa para una mujer de su condición y edad. A diferencia de muchas jóvenes de su clase social, cuya educación se limitaba a las labores domésticas, el bordado, algo de música y las nociones básicas de comportamiento social necesarias para ser buenas esposas y madres, Emilia había recibido una educación más amplia y progresista gracias a la insistencia de su padre.

Don Roberto, a pesar de ser un hombre conservador en muchos aspectos, había desarrollado la creencia de que la educación era el mejor patrimonio que podía dejar a sus hijos, incluyendo a su hija mujer. había contratado tutores privados para enseñarle no solo las habilidades femeninas tradicionales, sino también literatura mexicana y europea, francés, algo de inglés, matemáticas básicas y hasta ciertos rudimentos de historia y geografía.

Emilia devoraba los libros con un apetito que preocupaba a su madre, quien temía que tanta lectura hiciera a su hija demasiado pensante y, por lo tanto, menos atractiva para los potenciales pretendientes. La biblioteca familiar, ubicada en una habitación del segundo piso con paredes forradas de estantes de madera oscura, se había convertido en el refugio favorito de Emilia.

Allí pasaba horas leyendo a Sorjuana Inés de la Cruz, cuya defensa del derecho de las mujeres a la educación resonaba profundamente en su alma joven. novelas de Benito Pérez Galdó que le mostraban otras realidades sociales y los románticos como Lord Byron y Gustavo Adolfo Becker, que despertaban en ellas sueños de amor apasionado, muy diferentes de los matrimonios calculados que veía a su alrededor.

La familia García Mendoza tenía también dos hijos varones. Roberto Junior, de 25 años, quien ya trabajaba junto a su padre en el negocio familiar y estaba siendo preparado para eventualmente hacerse cargo de la sirena de oro. Y Fernando, de 22 años, quien estudiaba leyes en el prestigioso colegio del Estado de Puebla, la institución educativa que había formado a muchos de los intelectuales y políticos más importantes de la región.

Roberto Junior era serio y pragmático, completamente dedicado al mundo del comercio, con poco interés en asuntos intelectuales o artísticos. Fernando, por otro lado, era más idealista. Había abrazado algunas de las ideas liberales que circulaban entre los jóvenes estudiantes y soñaba con contribuir a la construcción del nuevo México que había prometido la revolución.

La relación entre los tres hermanos era cordial, aunque distante, marcada por las diferencias de edad y los roles de género claramente definidos de la época. La dinámica familiar era armoniosa en la superficie, aunque típica de la época, con roles claramente definidos y estrictamente observados, donde los hombres manejaban los negocios, las finanzas y tomaban todas las decisiones importantes que afectaban al núcleo familiar, mientras que las mujeres se encargaban del hogar, supervisaban a los sirvientes, mantenían las apariencias sociales y cultivaban las relaciones con otras familias de su

nivel. Doña Catalina manejaba la casa con eficiencia, supervisando a las tres criadas que vivían en las habitaciones del servicio en la planta baja, planificando las comidas, organizando las visitas sociales y asegurándose de que todo funcionara según las estrictas normas de decoro que dictaba la sociedad poblana de principios del siglo XX.

El martes 17 de octubre de 1911 amaneció fresco y nublado en Puebla con ese tipo de cielo bajo y gris que parece presionar sobre la ciudad. Las nubes bajas ocultaban completamente las cimas de los volcanes y el ambiente tenía esa humedad característica que presagia lluvia y que hace que los olores se intensifiquen. El aroma del pan recién horneado que salía de las panaderías del centro, el humo de leña de los braseros donde se cocinaba en las casas más modestas, el olor a tierra mojada de las macetas en los patios. Emilia se levantó temprano, como era su costumbre desde

niña, despertándose naturalmente con las primeras luces del alba que se filtraban a través de las cortinas de encaje de su habitación. Se vistió con la ayuda de Lupe, una de las criadas jóvenes, poniéndose un vestido sencillo de algodón color crema apropiado para el desayuno en familia, y bajó al comedor donde la familia tomaba la primera comida del día juntos cuando los compromisos lo permitían.

El comedor era una habitación amplia con paredes pintadas de amarillo pálido, decoradas con cuadros de naturalezas muertas y retratos de antepasados. Una lámpara de cristal colgaba del techo alto y la mesa de caoba oscura, pulida hasta brillar, podía acomodar fácilmente a 12 comensales.

Ese día la mesa estaba puesta con el juego de porcelana blanca con bordes dorados que doña Catalina reservaba para el uso diario de la familia, no tan fino como la vajilla de limos que se usaba cuando había invitados, pero de buena calidad. En el centro de la mesa había un arreglo de flores frescas del jardín, crisantemos amarillos y naranjas que una de las criadas había cortado esa misma mañana.

Don Roberto ya estaba sentado a la cabecera de la mesa leyendo el diario de los debates, uno de los periódicos más importantes de la época, mientras tomaba su café cargado y sin azúcar. vestía un traje de lana oscura, chaleco con cadena de reloj de oro cruzando su pecho abultado y su bigote canoso estaba cuidadosamente encerado en las puntas.

Roberto Junior estaba a su derecha también revisando algunos papeles relacionados con el negocio. Y Fernando llegó poco después que Emilia, todavía con aspecto somnoliento y el cabello ligeramente despeinado. Doña Catalina supervisaba desde su lugar en el otro extremo de la mesa mientras Petra, la criada más vieja que llevaba con la familia desde antes del nacimiento de Roberto Junior, servía el desayuno.

Había chocolate caliente espeso, preparado al estilo tradicional, con canela y un toque de vainilla, servido en tazas de porcelana pintadas a mano. También había molletes recién salidos del horno, pan dulce de la panadería de don Agustín en la esquina, tamales de dulce envueltos en hojas de maíz y platos de papaya y mamei maduros cortados en rebanadas perfectas.

Durante el desayuno, la conversación giró inevitablemente en torno a los acontecimientos políticos del momento que seguían dominando las discusiones en todos los hogares mexicanos. Francisco I Madero había asumido la presidencia apenas unos meses antes, en junio, después de que Porfirio Díaz fuera finalmente obligado a renunciar y exiliarse en Francia, terminando con más de 30 años de dictadura.

El país entero parecía respirar con cierta esperanza cautelosa después de décadas de represión política, pero también había inquietud, incertidumbre sobre lo que vendría después. Las estructuras del viejo régimen habían sido sacudidas, pero no completamente desmanteladas.

Y muchos se preguntaban si realmente había llegado el cambio prometido o si solo habían intercambiado un grupo de gobernantes por otro. Madero es un idealista, opinaba don Roberto mientras untaba mantequilla en un mollete. Tiene buenas intenciones, no lo dudo, pero carece de mano dura. El país necesita orden, estabilidad, no más agitación.

Papá, después de 30 años de dictadura, la gente quiere libertad, no más mano dura”, replicó Fernando con la pasión característica de los jóvenes idealistas. Madero representa un nuevo comienzo, la posibilidad de construir una verdadera democracia. La democracia es un lujo que México no puede permitirse todavía, insistió don Roberto. Mira lo que está pasando. Bandidos por todos los caminos, grupos armados que no quieren deponer las armas. La economía inestable.

Los comercios estamos sufriendo. Roberto Junior asintió en acuerdo con su padre. He oído que varios comerciantes de Cholula fueron asaltados la semana pasada por hombres que decían ser revolucionarios, pero que en realidad solo eran ladrones aprovechándose del caos. Los rumores de bandidos y grupos armados que aún vagaban por los caminos del Estado, residuos de la fase armada de la revolución, que técnicamente había terminado, pero que había dejado el campo plagado de hombres armados.

sin ocupación clara ni lealtades definidas, hacían que los viajes fueran cada vez más peligrosos y que el comercio entre ciudades se viera afectado. Las diligencias que viajaban entre Puebla y la Ciudad de México, un trayecto que normalmente tomaba dos días con paradas nocturnas en las posadas del camino, ahora contrataban escoltas armadas y viajaban en convoyes para mayor seguridad.

Ten cuidado en el camino, Roberto”, dijo doña Catalina mientras servía más chocolate caliente en las tazas, su voz teñida de genuina preocupación. He oído historias terribles. Dicen que han asaltado varias diligencias entre aquí y México, que se han llevado no solo el dinero, sino también algunos pasajeros para pedir rescate.

“No te preocupes, mujer”, respondió don Roberto con esa seguridad que daba el éxito sostenido en los negocios y cierta ceguera masculina ante los peligros reales. Viajaremos en la diligencia de las 9, la de la compañía Hernández, que lleva escolta armada de seis hombres bien equipados. Además, Roberto viene conmigo.

Estaremos perfectamente seguros y de vuelta pasado mañana, jueves por la tarde, a más tardar. Ese día, don Roberto tenía que viajar a la ciudad de México para cerrar un negocio importante con un proveedor francés, Monsur Bont, que acababa de recibir un cargamento de telas finas directamente de Leon. Era una oportunidad que no podía desperdiciar a pesar de los riesgos del viaje.

El mercado de telas de lujo había sido afectado por la inestabilidad política del año anterior y los clientes adinerados estaban ansiosos por volver a tener acceso a productos europeos de calidad. Si lograba asegurar una buena cantidad de esas telas a precios favorables, don Roberto podría adelantarse a sus competidores y asegurar buenas ganancias para los próximos meses.

Roberto Junior lo acompañaría como parte de su entrenamiento para eventualmente manejar el negocio. Solo era importante que aprendiera a negociar con los proveedores importantes, a evaluar la calidad de las telas, a cerrar contratos ventajosos. Esto dejaría a doña Catalina Fernando y Emilia en la casona durante dos días, algo que no era inusual, pero que siempre hacía que doña Catalina se sintiera ligeramente ansiosa, a pesar de que Fernando ya era un hombre hecho y derecho perfectamente capaz de proteger a su madre y hermana.

Emilia apenas probó su desayuno, empujando distraídamente los trozos de papaya alrededor de su plato con el tenedor de plata. Había tomado solo unos sorbos de chocolate y mordisqueado un pedazo de pan dulce, dejando el resto intacto. Tenía la mirada perdida en el patio visible a través de las puertas de cristal emplomado del comedor, donde la lluvia había comenzado a caer suavemente, creando un repiqueteo rítmico sobre las losas de barro cocido y haciendo que las hojas de las bugambilias se movieran con el viento fresco. Las gotas de agua corrían por

los pétalos fucsia de las flores, brillando como pequeños diamantes. Su madre lo notó con esa percepción especial que tienen las madres para detectar cuando algo no está bien con sus hijos. Un sexto sentido desarrollado a través de años de observación y cuidado.

¿Qué te pasa, hija? Apenas has tocado tus molletes y el chocolate se está enfriando. ¿No te sientes bien? No es nada, mamá. Solo estoy un poco cansada. No dormí muy bien anoche, respondió Emilia forzando una sonrisa que no alcanzó sus ojos. Tuviste pesadillas. Sabes que no debes leer esas novelas tan tarde en la noche. Te sobreexcitan la imaginación y luego no puedes dormir tranquila. No leí anoche, mamá. Te prometo que me acosté temprano.

Pero la verdad era muy diferente. Emilia había pasado la mayor parte de la noche despierta, dando vueltas en su cama de hierro forjado con dosel de tela blanca, su mente revoloteando de un pensamiento a otro, como una mariposa atrapada en un frasco. No era cansancio lo que la perturbaba, sino una mezcla compleja de emociones que no sabía cómo procesar. Exitación, miedo, culpa, anticipación.

Esa mañana temprano, mientras todavía estaba oscuro afuera y el resto de la casa dormía, había recibido una carta que ahora guardaba doblada cuidadosamente en el bolsillo oculto de su vestido, donde la sentía presionar contra su muslo como un secreto peligroso. La carta había sido entregada por Lupe, la criada joven de apenas 16 años, a quien Emilia había sobornado discretamente con algunas monedas de plata durante las últimas semanas para que actuara como intermediaria.

Lupe, una muchacha de origen humilde que había entrado a trabajar con la familia García hacía solo 6 meses, había aceptado el arreglo no solo por el dinero extra, que representaba más de lo que ganaba en un mes de trabajo, sino también por cierto sentido romántico que la hacía identificarse con la situación de Emilia.

Lupe misma tenía un novio secreto, un aprendiz de carpintero del barrio de la luz y entendía la necesidad de Emilia de comunicarse en secreto con alguien a quien su familia no aprobaría. La carta venía sin remitente visible, en un sobre de papel ordinario, sin ninguna marca distintiva, pero Emilia reconoció inmediatamente la letra elegante y segura de Alejandro Ruiz, el joven profesor de música.

que había dado clases particulares de piano a las señoritas de las familias acomodadas de Puebla durante los últimos dos años. Emilia había estado tomando lecciones con él durante los últimos seis meses, sesiones de una hora dos veces por semana en la sala de música de la casona, donde un piano vertical alemán de madera oscura y teclas de marfil ocupaba el lugar de honor junto a una ventana que daba al patio.

Alejandro Ruiz provenía de una familia de artesanos del barrio de Analco, al otro lado del río San Francisco, un área que, aunque respetable, era definitivamente de clase trabajadora. Su padre era tallador de madera, creando muebles y detalles decorativos para iglesias y casas de gente adinerada, y su madre tomaba en costuras para complementar el ingreso familiar. Alejandro era el segundo de cinco hijos y había mostrado talento musical desde muy pequeño, cantando en el coro de la parroquia del barrio y luego aprendiendo a tocar el órgano con el sacerdote de la Iglesia, quien había reconocido su don especial. Gracias a la intercesión de ese

sacerdote y al apoyo de varios benefactores, Alejandro había conseguido una beca para estudiar en el Conservatorio Nacional de Música en la Ciudad de México, donde había pasado 5 años perfeccionando su técnica de piano, estudiando teoría musical, composición y pedagogía. Era un joven de 26 años, de aspecto refinado, a pesar de su origen humilde, con manos largas y elegantes de pianista, dedos que se movían sobre las teclas con una gracia que Emilia encontraba hipnótica. tenía el cabello negro y ondulado que insistía en

mantener pulcramente peinado hacia atrás con brillantina, aunque algunos mechones rebeldes siempre se escapaban sobre su frente durante las clases. Sus ojos oscuros brillaban con una intensidad particular cuando hablaba de música y tenía esa pasión contagiosa que caracteriza a los verdaderos artistas. Había regresado a Puebla hacía dos años después de completar sus estudios en la capital, porque su padre había enfermado gravemente y la familia necesitaba el apoyo económico que él podía proporcionar. Se ganaba la vida dando

clases particulares a los hijos e hijas de familias acomodadas, cobrando tarifas modestas que las familias ricas podían pagar sin pensarlo, pero que para él representaban un ingreso decente. También tocaba el órgano en la catedral durante las misas solemnes de los domingos y en ocasiones especiales, ganando un pequeño estipendio adicional y ocasionalmente daba pequeños recitales en salones privados o en el teatro de la ciudad.

La relación entre Emilia y Alejandro había comenzado de manera completamente inocente en marzo de ese año. Doña Catalina, cumpliendo con su deber de asegurar que su hija tuviera las habilidades artísticas apropiadas para una joven de buena familia, había contratado a Alejandro después de escucharlo tocar en la catedral y quedar impresionada por su técnica.

El piano era considerado un instrumento apropiado para las señoritas y saber tocarlo decorosamente era parte de la educación que se esperaba de las jóvenes que aspiraban a hacer buenos matrimonios. Las primeras clases fueron puramente instructivas. Alejandro era un profesor paciente y talentoso, capaz de transmitir su amor por la música de una manera que despertaba en Emilia un entusiasmo genuino que iba más allá del mero cumplimiento de una obligación social.

Trabajaban en escalas y ejercicios técnicos. Luego progresaban a piezas sencillas de Mozart y Betoven y eventualmente a los estudios más emotivos de Shoping que Emilia encontraba fascinantes. Doña Catalina siempre estaba presente durante las primeras clases, sentada en un sillón en una esquina de la sala con su bordado, actuando como chaperona, según dictaban las normas de decoro.

Pero después de algunas semanas, confiando en la respetabilidad de Alejandro y cansada de pasar dos horas dos veces por semana escuchando repeticiones de escalas y ejercicios, comenzó a retirarse dejando la puerta de la sala entreabierta y permaneciendo en la habitación adyacente donde podía escuchar lo que ocurría, pero no necesitaba estar físicamente presente.

Fue entonces cuando la naturaleza de las clases comenzó a cambiar sutilmente. Al principio, las conversaciones durante los breves descansos entre ejercicios se extendieron más allá de asuntos puramente musicales. Alejandro le preguntaba a Emilia sobre los libros que estaba leyendo, notando los volúmenes que ella a menudo dejaba sobre el piano.

descubrieron que compartían un amor por la literatura, por las ideas, por las discusiones intelectuales que iban más allá de los temas triviales que usualmente dominaban las conversaciones en los salones sociales. Alejandro comenzó a prestarle libros de su propia colección, obras que había adquirido durante sus años en la Ciudad de México, algunas de ellas consideradas controversiales o inapropiadas para señoritas.

Novelas realistas de Benito Pérez Galdó que mostraban las realidades crudas de la vida española. Obras de Emil Sola, que exploraban temas sociales incómodos, incluso algunos ensayos de pensadores liberales mexicanos como Ignacio Manuel Altamirano y Justo Sierra, que cuestionaban las estructuras tradicionales de la sociedad.

Emilia los leía ávidamente en secreto, escondiéndolos entre las páginas de novelas más aceptables, y luego discutían las ideas que contenían durante las clases, hablando en voz baja para que doña Catalina no escuchara desde la habitación contigua. Hablaban sobre los cambios que la revolución podría traer a México, sobre si las mujeres deberían tener acceso a educación superior y derechos políticos, sobre la importancia del arte en la sociedad, sobre sus sueños personales, que iban más allá de los caminos predeterminados que sus respectivas posiciones sociales les ofrecían. Para

el verano de 1911 esas conversaciones se habían vuelto lo más importante de la semana para ambos, más importantes incluso que las lecciones de piano que supuestamente eran el propósito de los encuentros, sin que ninguno de los dos pudiera identificar exactamente cuándo o cómo había ocurrido.

En algún momento entre las escalas de Hanón y las mazurcas de Chopín, entre las discusiones sobre literatura y las confidencias sobre sus frustraciones y aspiraciones, Emilia se había enamorado perdidamente de su profesor de música y él, a pesar de todos sus esfuerzos por mantener la profesionalidad y la distancia apropiada, a pesar de ser plenamente consciente de la imposibilidad absoluta de la situación, se había enamorado de ella también.

La primera vez que se tocaron las manos más allá del contacto necesario para corregir la posición de los dedos en el teclado fue en julio, durante una tarde sofocante de verano cuando Emilia estaba tratando de dominar un pasaje particularmente difícil de un nocturno de Chopen. Frustrada por su inhabilidad para hacer que sus dedos obedecieran lo que su mente entendía, había dejado caer las manos en su regazo con un suspiro de exasperación.

Alejandro, sentado en el taburete junto a ella, como siempre hacía durante las lecciones, había tomado su mano derecha para mostrarle nuevamente cómo debía curvarse sobre las teclas, pero en lugar de soltarla inmediatamente después de la demostración, la había sostenido por un momento más largo de lo necesario, sus dedos entrelazándose brevemente con los de ella.

Sus ojos se habían encontrado y en ese momento ambos supieron que habían cruzado una línea invisible, pero definitiva. Después de eso, las clases se volvieron una dulce tortura. encontraban excusas para tocarse de maneras que podían parecer accidentales, sus hombros rozándose cuando se sentaban juntos en el banco del piano, sus manos encontrándose al pasar las páginas de la partitura, sus dedos rozndose cuando él le pasaba una taza de agua durante los descansos, comenzaron a intercambiar miradas cargadas de significado, comunicándose en silencio cosas que no podían decir en voz voz alta con doña Catalina en la habitación contigua. Para

finales de agosto, Alejandro había comenzado a escribirle cartas que entregaba discretamente a Lupe con instrucciones de dárselas solo a Emilia. Eran cartas cuidadosas que no decían nada explícitamente comprometedor en caso de que fueran descubiertas, pero que estaban cargadas de emoción contenida y referencias veladas. que ambos entendían perfectamente.

Emilia guardaba esas cartas en una caja de madera tallada que escondía en el fondo de su armario, debajo de sábanas dobladas y ropa de invierno. A principios de octubre, Alejandro finalmente había sido explícito en una de sus cartas, declarando abiertamente su amor por ella y preguntando si ella sentía lo mismo.

familia había respondido afirmativamente escribiendo por primera vez las palabras que había estado guardando en su corazón durante meses. Pero ambos sabían que su amor era imposible. La diferencia de clase social era un abismo infranqueable en el México de principios del siglo XX, donde los matrimonios entre familias de diferente nivel económico y social eran vistos con escándalo y desaprobación.

Si la familia García Mendoza se enteraba de que había algo más que una relación profesor alumna entre Emilia y Alejandro, las consecuencias serían devastadoras. Alejandro perdería inmediatamente su trabajo, no solo con la familia García, sino con todas sus otras familias clientes, porque la noticia se esparciría rápidamente en los círculos sociales cerrados de Puebla.

Su reputación quedaría destruida y no podría continuar trabajando como profesor privado en la ciudad. Emilia, por su parte, sería recluida en casa bajo estricta vigilancia o posiblemente enviada a un convento hasta que sus padres encontraran un marido apropiado dispuesto a casarse con ella a pesar del escándalo.

Probablemente alguien mayor o viudo necesitado del dinero de la dote que don Roberto estaría dispuesto a pagar para asegurar el matrimonio. La carta que Emilia había recibido esa mañana, que ahora presionaba contra su muslo como un carbón ardiente, era más urgente y desesperada que las anteriores. La letra de Alejandro, usualmente tan controlada y elegante, mostraba signos de agitación con algunos trazos más fuertes de lo normal, pequeñas manchas de tinta donde la pluma había vacilado.

Le pedía que se encontraran esa misma tarde en la casa del alfeñique, una antigua casona colonial que ahora funcionaba como museo municipal y que estaba relativamente desierta durante las horas de la tarde entre semana. Decía que tenía algo importante que decirle, algo que no podía esperar, algo que cambiaría todo.

El tono de urgencia de la carta había mantenido a Emilia despierta toda la noche, imaginando qué podría ser tan importante. Habría decidido Alejandro que debían terminar su relación imposible antes de que los descubrieran. O tal vez había encontrado alguna solución, alguna manera de que pudieran estar juntos.

Su mente había girado en círculos durante horas, construyendo y destruyendo escenarios, hasta que el amanecer había comenzado a clarear el cielo y había escuchado a Petra moviéndose en la cocina, comenzando los preparativos del desayuno. Después del desayuno, don Roberto y Roberto Junior partieron hacia la estación de diligencias ubicada en la calle 11 Norte, donde la compañía Hernández tenía su base de operaciones.

La lluvia había cesado temporalmente, dejando las calles brillantes y con charcos que reflejaban fragmentos del cielo gris. Los adoquines húmedos brillaban como espejos rotos. Don Roberto llevaba su mejor maletín de cuero y una bolsa de viaje y Roberto Junior cargaba una segunda maleta más grande.

Se despidieron de la familia en el Saguán, don Roberto besando a su esposa en la mejilla y dando palmadas en los hombros de Fernando, quien se quedaría como el hombre de la casa durante los próximos dos días. Cuida de tu madre y tu hermana, instruyó don Roberto a Fernando con seriedad. Y no te distraigas demasiado con tus libros de leyes. Mantente alerta. Sí, papá, descuida, todo estará bien.

Doña Catalina se retiró a sus aposentos poco después, sintiéndose uno de esos dolores de cabeza que la aquejaban con frecuencia desde hacía años. probablemente migrañas, aunque nunca había sido diagnosticada formalmente. Estos dolores la dejaban incapacitada, sensible a la luz y al ruido, nauseceosa y temblorosa.

El doctor Fernández, el médico de la familia, le había recetado una tintura de opio diluida en alcohol que tomaba cuando los dolores se volvían insoportables. La medicina le proporcionaba alivio, pero también la dejaba profundamente dormida durante varias horas. Fernando salió hacia el colegio del estado alrededor de las 9:30 de la mañana con sus libros de leyes bajo el brazo y vestido con su traje oscuro de estudiante.

Tenía clases de derecho civil y derecho penal que ocuparían toda la mañana. Luego un seminario sobre la nueva Constitución que se estaba discutiendo y probablemente no regresaría hasta después de las 6 de la tarde, cuando ya estaría oscureciendo. Emilia se quedó en la casona con las tres criadas. Petra, la mayor, que tenía casi 60 años y había trabajado con la familia desde que era una joven de 20.

Lupe, la joven cómplice de 16 años, y Carmen, una mujer callada de mediana edad, que se encargaba principalmente de la cocina y la lavandería. La casa se sumió en un silencio relativo, roto solo por los sonidos domésticos habituales, el murmullo del agua de la fuente en el patio, el ruido de ollas y platos desde la cocina donde Carmen preparaba la comida del mediodía.

Los pasos suaves de Petra mientras supervisaba la limpieza de las habitaciones del segundo piso. Emilia intentó mantener las apariencias de normalidad, haciendo las cosas que normalmente haría. se sentó en la sala principal con su bastidor debordado, trabajando en un mantel que llevaba meses elaborando, añadiendo flores y pájaros con hilos de colores en patrones complicados, pero sus manos temblaban ligeramente y no podía concentrarse en las puntadas.

Cometía errores, tenía que deshacer trabajos, volver a empezar. Su mente estaba completamente enfocada en la carta en su bolsillo y en la cita que había aceptado mentalmente encontrar. El reloj de péndulo alemán en el pasillo, una pieza elaborada de madera oscura tallada con un mecanismo visible detrás de cristal marcaba lentamente el paso interminable de las horas.

El tic tac constante parecía resonar en los oídos de Emilia como el latido de un corazón gigante. A las 12 del mediodía, las campanas de la catedral sonaron anunciando el ángelus y ese sonido fue repetido por las campanas de las otras iglesias de la ciudad en una cascada de campanadas que se extendió por todo Puebla. Carmen preparó una comida ligera para Emilia y para las otras criadas.

Pero Emilia apenas pudo comer. Se disculpó diciendo que también sentía un poco de dolor de cabeza y subió a revisar cómo estaba su madre. Doña Catalina estaba profundamente dormida en su cama con las cortinas cerradas para bloquear la luz, respirando profunda y regularmente bajo el efecto del láudano. familia sabía por experiencia que su madre probablemente no despertaría hasta bien entrada la tarde, tal vez ni siquiera hasta la hora de la cena.

A las 2 de la tarde, con el corazón latiéndole tan fuerte que estaba segura de que todos en la casa podían escucharlo, Emilia tomó su decisión. subió a su habitación y se cambió el vestido casero por uno más presentable de lana color vino, con pequeños botones de nácar en el frente, con detalles elaborados de encaje color crema en el cuello alto y los puños.

Era uno de sus vestidos favoritos, elegante, pero no demasiado formal, apropiado para una salida al centro de la ciudad. Se puso su sombrero, un modelo discreto pero favorecedor de fieltro negro. adornado con una cinta de tercio pelo del mismo color y una pequeña pluma de faisán en el lado, y fijó con alfileres la horquilla para mantenerlo en su lugar.

Se puso su capa de lana gris oscuro, pues la tarde seguía fría y amenazaba con más lluvia, con nubes bajas que se movían rápidamente empujadas por el viento que bajaba de las montañas. Antes de salir, escribió una breve nota que dejó sobre su tocador de caoba con el espejo oval, donde su madre seguramente la vería si despertaba y subía a buscarla. Mamá, he salido a devolver unos libros a la biblioteca del colegio.

Regreso antes de la cena. Tu hija que te quiere, Emilia. Era una mentira, por supuesto, pero una mentira pequeña y razonable que no debería levantar sospechas inmediatas. Emilia había ido a la biblioteca del colegio en otras ocasiones, generalmente acompañada por Fernando o por una de las criadas, para consultar libros que no estaban disponibles en la modesta biblioteca familiar.

Bajó las escaleras tratando de no hacer ruido, aunque su corazón latía tan fuerte que estaba segura de que el sonido resonaba por toda la casa. La criada vieja Petra estaba, afortunadamente en la cocina ayudando a Carmen con los preparativos para la cena de esa noche y Lupe estaba en el piso superior haciendo las camas y ordenando las habitaciones.

Emilia abrió cuidadosamente la pesada puerta del saguán, que rechinó ligeramente sobre sus goznes de hierro y salió a la calle 5 de mayo. Fuera. El aire estaba fresco y húmedo, con ese olor característico a tierra mojada, mezclado con el humo de leña que salía de las chimeneas de las casas vecinas. La calle estaba relativamente tranquila a esa hora de la tarde entre semana, con solo algunos transeútes ocasionales, un aguador con su burro cargado de barriles, un vendedor ambulante de tamales empujando su carrito, dos señoras de edad con rebozos oscuros que

conversaban en voz baja cerca de un portal. Emilia comenzó a caminar rápidamente hacia el centro, sintiendo como su corazón seguía latiendo con fuerza en su pecho. Cada paso la alejaba más de la seguridad conocida de su casa y la acercaba más a un punto de no retorno que no comprendía completamente, pero que intuía.

El cielo seguía encapotado con nubes grises que se movían rápidamente, amenazando con descargar más lluvia en cualquier momento. El aire olía a tierra mojada, mezclado con el humo de las cocinas cercanas, donde se preparaba la comida de la tarde, con el aroma del carbón y la leña mezclándose con los olores de frijoles, chiles y tortillas recién hechas.

Las calles empedradas seguían brillantes por la lluvia matutina, con algunos charcos persistentes en las irregularidades donde los adoquines se habían hundido con el paso de los siglos. Emilia caminó con la cabeza ligeramente baja tratando de no llamar la atención, aunque una señorita de buena familia caminando sola por las calles del centro era en sí mismo algo inusual que inevitablemente atraería miradas.

Pasó frente a tiendas familiares la botica de don Esteban con sus frascos de vidrio llenos de líquidos de colores en el escaparate, la librería de los hermanos Sánchez con sus estantes visibles desde la calle. La sombrería de don Julián, donde maniquíes sin rostro exhibían los últimos modelos venidos de Europa.

La casa del alfeñique estaba ubicada a unas seis cuadras de la casa de los García. en la calle 4 Oriente. Era un edificio extraordinario, una verdadera joya de la arquitectura barroca poblana del siglo XVII, que destacaba incluso en una ciudad llena de construcciones coloniales magníficas. Su nombre venía de la yesería blanca extraordinariamente elaborada que cubría toda su fachada, tan delicada y ornamentada con ángeles, guirnaldas, frutas y motivos florales, que parecía hecha de azúcar, como el dulce de alfeñique que se vendía en los mercados durante el día de muertos. Cada centímetro de la fachada estaba cubierto

de decoración, creando un efecto casi abrumador de elaboración barroca. Había sido la residencia de una familia extremadamente acaudalada durante la época colonial, comerciantes que habían hecho fortuna en el comercio entre la ciudad de México y el puerto de Veracruz.

Pero esa familia había desaparecido hacía décadas, extinguiéndose o empobreciéndose, y el edificio había pasado por varios dueños hasta que finalmente el gobierno municipal lo había adquirido y lo había convertido en un pequeño museo que albergaba una colección modesta de arte colonial, objetos históricos y documentos relacionados con la fundación de Puebla. No era un museo muy visitado.

La mayoría de los poblanos ni siquiera sabían de su existencia. Y durante las tardes, entre semana, estaba prácticamente desierto con solo el anciano vigilante que dormitaba en una silla cerca de la entrada. Emilia llegó poco después de las 2:30 de la tarde. Su respiración agitada no solo por el paso rápido, sino también por los nervios que hacían que su estómago se retorciera.

El portón principal del museo estaba entreabierto y entró al saguán oscuro que conducía al patio interior. Sus ojos necesitaron un momento para ajustarse después del brillo exterior, incluso en un día nublado. El patio interior de la casa del alfeñique era hermoso, pero con un aire de abandono melancólico.

Los arcos coloniales sostenidos por columnas de cantera mostraban manchas de humedad y musgo en las esquinas. En el centro del patio había una fuente de piedra elaborada, pero había sido desconectada hacía años y ahora estaba seca. Su pileta llena de hojas secas acumuladas y polvo. Algunos elechos silvestres habían comenzado a crecer en las grietas de la cantera.

Alrededor del patio había plantas en macetas descuidadas, geranios que habían florecido sin control y bugambilias que trepaban desordenadamente por las paredes sin la poda regular que necesitaban. Alejandro ya estaba allí esperando cerca de la fuente seca. Al ver a Emilia, su rostro se iluminó por un momento con una mezcla de alivio y alegría que transformó completamente sus facciones, haciéndolo parecer más joven y vulnerable.

Pero luego volvió a ensombrecerse como si recordara el peso de lo que tenía que decir. Vestía su mejor traje, el único que poseía realmente apropiado para ocasiones formales, de lana gris oscura, un poco raída en los puños y el cuello, pero pulcramente planchada, con una camisa blanca impecable y una corbata negra.

Su cabello negro estaba cuidadosamente peinado hacia atrás con brillantina, brillando bajo la luz difusa que entraba del patio abierto. “Emilia”, susurró, acercándose rápidamente y tomando sus manos entre las suyas, sin importarles si alguien pudiera verlos. Las manos de Emilia estaban frías, a pesar de los guantes de algodón color crema que llevaba puestos. Él podía sentirlas temblar ligeramente. Gracias por venir.

Sé que es arriesgado, que es peligroso para ambos, pero necesitaba verte. Necesitaba hablar contigo en persona. Alejandro, tu carta sonaba tan urgente, tan desesperada. ¿Qué ocurre? ¿Ha pasado algo? Él miró nerviosamente alrededor del patio vacío, asegurándose de que estuvieran realmente solos.

Luego la condujo hacia un rincón menos visible, detrás de una de las columnas de cantera labrada, donde la sombra era más profunda y donde no podían ser vistos fácilmente desde la entrada del museo. El museo estaba prácticamente vacío, como Alejandro había anticipado. Solo un anciano vigilante, don Tiburcio, un veterano de las guerras liberales del siglo anterior, que había perdido una pierna en la batalla de Puebla de 1862 contra los franceses, dormitaba en una silla de mimbre cerca de la entrada principal, envuelto en un sarape raído y con su sombrero de petate calado sobre

los ojos. Emilia, ya no puedo seguir así”, comenzó Alejandro una vez que estuvieron en su refugio de sombras, su voz cargada de emoción contenida que hacía que las palabras salieran atropelladas y temblorosas. Estos últimos se meses han sido simultáneamente los más felices y los más tormentosos de toda mi vida.

No duermo por las noches pensando en ti, en nosotros. En esta situación imposible en la que nos hemos metido, me levanto con tu nombre en los labios y me acuesto con tu imagen en mi mente. Las clases de piano, esos preciosos dos momentos a la semana cuando puedo verte, hablar contigo, estar cerca de ti, se han convertido en lo único que importa, pero al mismo tiempo son una tortura porque tengo que pretender, tengo que mantener la distancia apropiada, actuar como si fuera solo mi alumna cuando cada fibra de mi ser quiere gritar lo que realmente siento. Yo tampoco duermo,

admitió Emilia. con lágrimas comenzando a formarse en sus ojos color miel, haciendo que brillaran en la penumbra. Paso las noches leyendo y releyendo tus cartas, memorizándolas palabra por palabra, hasta que las conozco mejor que mis propias oraciones.

Vivo de martes a martes, de jueves a jueves, contando las horas hasta nuestras clases. El resto del tiempo es solo espera, solo vacío. Pero, Alejandro, ¿qué podemos hacer? Mi familia jamás aceptaría. Lo sé. La interrumpió él. apretando sus manos con más fuerza, como si tuviera miedo de que fuera a desvanecerse si la soltaba. Tu padre me despreciaría como un aprovechado que busca ascender socialmente a través de su hija.

Tu madre se horrorizaría ante la idea de que su hija de buena familia se case con el hijo de un carpintero. Tus hermanos probablemente querrían desafiarme a duelo o simplemente golpearme y echarme de la ciudad. Todo tu círculo social nos rechazaría. Serías una paria.

excluida de las reuniones sociales del círculo al que has pertenecido toda tu vida, susurrada a tus espaldas y yo perdería todo, mi reputación, mi medio de vida en esta ciudad. Lo sé perfectamente. Lo he pensado mil veces tratando de encontrar alguna solución, alguna salida. Pero, Alejandro, ¿acaso importa tanto lo que piensen los demás? preguntó Emilia, aunque incluso mientras pronunciaba las palabras, sabía que sí importaba, que vivían en una sociedad donde la opinión pública podía destruir vidas.

No tenemos derecho a elegir nuestro propio destino, a decidir con quién queremos pasar nuestras vidas. Era una conversación peligrosa, revolucionaria en el sentido más profundo y radical de la palabra, mucho más subversiva que cualquier debate político sobre presidentes y constituciones.

En aquella época, en el México de 1911, que apenas comenzaba a salir de siglos de tradiciones rígidas, los matrimonios entre familias de buena posición se arreglaban cuidadosamente como transacciones comerciales o alianzas políticas, considerando meticulosamente factores económicos, conexiones sociales, reputaciones familiares y hasta consideraciones políticas.

El amor romántico era considerado secundario en el mejor de los casos, un lujo sentimental que tal vez podría desarrollarse después del matrimonio si había suerte y compatibilidad, pero ciertamente no un requisito ni mucho menos la base fundamental para una unión matrimonial. He estado pensando día y noche en esto”, continuó Alejandro soltando las manos de Emilia solo para tomar su rostro entre sus palmas con una ternura que la hizo temblar, buscando alguna manera de que podamos estar juntos sin destruir completamente nuestras vidas. Y creo que he encontrado una posibilidad, una

oportunidad que tal vez no volverá a presentarse. ¿Qué oportunidad?, preguntó Emilia, sintiendo como su corazón se aceleraba aún más, latiendo tan fuerte que podía sentir el pulso en sus cienes, en su cuello, en sus muñecas. He recibido una oferta de trabajo en la Ciudad de México, explicó Alejandro hablando rápidamente ahora, como si las palabras hubieran estado contenidas demasiado tiempo y finalmente pudieran salir.

El maestro Villanueva, uno de mis profesores del conservatorio, que ahora es el director musical del teatro Arbeu, uno de los teatros más importantes de la capital, me ha ofrecido un puesto como pianista de orquesta. Es una posición respetable, con un salario decente que me permitiría vivir cómodamente, no con lujo, pero con dignidad. La ciudad de México es enorme, Emilia, no como Puebla donde todos se conocen y todos vigilan las vidas de todos los demás. Allá podríamos ser anónimos.

Podríamos comenzar de nuevo sin el peso del pasado, sin las miradas de juicio, sin las expectativas sofocantes. Emilia sintió un vértigo repentino, como si el suelo se moviera bajo sus pies. entendió a dónde conducía esta conversación antes de que Alejandro lo dijera explícitamente.

“Allá hay más oportunidades para un músico como yo”, continuó él, sus ojos oscuros, fijos en los de ella, con una intensidad que era casi física. podría conseguir trabajo adicional dando clases en el conservatorio, tocando en eventos privados, quizás eventualmente componiendo música para producciones teatrales.

La ciudad está cambiando, modernizándose, las viejas estructuras sociales se están aflojando un poco. La gente es más abierta, más progresista. Nadie preguntaría demasiado sobre nuestro pasado, de dónde venimos, cómo nos conocimos. Alejandro, dijo Emilia, su voz apenas un susurro tembloroso, está sugiriendo que que vengas conmigo, que nos vayamos juntos a la ciudad de México, que dejemos atrás Puebla y todo lo que representa, las restricciones, las expectativas imposibles, las barreras artificiales entre las personas.

Podríamos casarnos allá en una iglesia pequeña donde nadie nos conozca. o simplemente vivir juntos si prefieres, como hacen muchas parejas modernas. Podríamos construir una nueva vida basada en lo que realmente queremos, no en lo que la sociedad espera de nosotros. Tú podrías estudiar si quisieras. Hay escuelas para mujeres ahora. La Escuela Nacional de Altos Estudios está aceptando alumnas.

Podrías trabajar incluso ser independiente, tener tu propia vida más allá de ser simplemente la esposa de alguien. Seríamos socios, compañeros de vida de verdad, no solo cumpliendo roles tradicionales. La propuesta flotó en el aire entre ellos como algo a la vez maravilloso y aterrador, una posibilidad que brillaba con promesa, pero que también amenazaba con destruir todo lo que Emilia había conocido.

había leído sobre este tipo de cosas en las novelas que Alejandro le prestaba. Historias románticas de amantes que desafiaban las convenciones sociales, que elegían el amor por encima de la familia y la tradición, pero siempre le habían parecido fantasías lejanas e irreales, no algo que pudiera sucederle realmente a ella, a Emilia García Mendoza de la calle 5 de Mayo en Puebla. Alejandro, yo no sé si puedo hacer eso.

Mi familia, mis padres, mis hermanos, los amo, los quiero. No puedo simplemente desaparecer de sus vidas sin explicación, dejarlos preocupados, horrorizados. Mi madre, Dios mío, mi madre, esto la mataría, el escándalo, el qué dirán. ¿Y qué hay de tu propia vida, de tu propia felicidad?”, presionó él, tomando ahora sus hombros, mirándola con una intensidad desesperada.

No tienes derecho a eso también. Tu familia te ama, sí, pero también te ven como su propiedad, como alguien cuyo destino ellos tienen derecho a decidir. Tu madre ya está haciendo planes, ¿verdad? Ya está considerando pretendientes apropiados para ti. Era verdad. Y Emilia lo sabía muy bien.

A los 17 años estaba en edad casadera según los estándares de la época y su madre ya había comenzado a hacer comentarios cada vez menos sutiles sobre ciertos jóvenes de buena familia que serían excelentes partidos. Había incluso mencionado específicamente en varias ocasiones durante las últimas semanas a Rodrigo Velasco, el hijo del dueño de una importante hacienda azucarera en las afueras de Puebla.

Un hombre de 30 años, 13 años mayor que Emilia, viudo desde hacía 2 años después de que su primera esposa muriera en el parto junto con el bebé. Velasco tenía una reputación no del todo limpia, rumores de mal temperamento y de tratar mal a sus trabajadores, pero tenía una fortuna considerable en tierras y en la producción de azúcar, y su apellido era respetado.

“He oído los rumores”, continuó Alejandro con un tono amargo que Emilia nunca le había escuchado antes. La gente habla, los sirvientes hablan entre ellos y eventualmente las noticias llegan a oídos de gente como yo. Tu madre ha estado haciendo averiguaciones sobre posibles pretendientes. Ese Velasco ha expresado interés en conocerte formalmente. Cesa la vida que quieres, Emilia.

Un matrimonio arreglado con un hombre al que no amas, al que ni siquiera conoces realmente, que probablemente te ve como una mercancía valiosa, una forma de mejorar su posición social al conectarse con la familia García, pasar el resto de tu vida en una hacienda aislada, teniendo hijos uno tras otro, envejeciendo antes de tiempo, sin jamás usar esa inteligencia brillante que tienes, sin leer los libros que amas.

sin las conversaciones que tanto disfrutas, reducidas simplemente al papel de esposa decorativa y madre sumisa. Las lágrimas ahora rodaban libremente por las mejillas de Emilia, manchando el encaje de su cuello. Alejandro tenía razón, ella lo sabía. Ese era exactamente el futuro que le esperaba si seguía el camino trazado por su familia y la sociedad.

Un matrimonio conveniente con alguien apropiado, elegido por sus padres. Una vida cómoda materialmente, pero vacía espiritualmente, hijos muchos probablemente, cada embarazo arriesgando su vida, como le había pasado a tantas mujeres, envejeciendo en el aislamiento de una vida doméstica, sus sueños y aspiraciones gradualmente sofocados hasta que apenas recordara que alguna vez los había tenido.

Necesito tiempo para pensarlo”, dijo finalmente Emilia, aunque en algún rincón profundo de su corazón ya sabía que estaba siendo arrastrada hacia una decisión que cambiaría su vida para siempre, para bien o para mal. No puedo simplemente decidir algo así en un momento. Es es demasiado grande, demasiado importante.

No tenemos mucho tiempo, insistió Alejandro. Y había una nota de verdadera desesperación en su voz. Ahora debo dar una respuesta al maestro Villanueva antes del fin de mes. Son solo dos semanas. El teatro Arbeu necesita llenar la posición rápidamente porque la temporada de otoño está comenzando. Si no acepto, le ofrecerán el puesto a otro candidato y perderé esta oportunidad que tal vez nunca vuelva a presentarse.

Me iré el próximo lunes en el tren de las 8 de la mañana con o sin ti. Pero Emilia, mi amor, mi vida, mi vida no tendrá ningún sentido, ningún color, ninguna alegría si no estás a mi lado. Eres lo mejor que me ha pasado jamás. Contigo podría enfrentar cualquier dificultad, cualquier privación. Sin ti, incluso el éxito más grande sería vacío y sin significado.

Hablaron durante más de una hora escondidos en aquel rincón sombreado del patio del museo, mientras la tarde avanzaba y las sombras se alargaban y profundizaban. Don Tiburcio seguía dormitando en su silla en la entrada, ocasionalmente emitiendo un ronquido sonoro completamente ajeno al drama que se desarrollaba a pocos metros de él.

Alejandro pintó un cuadro cada vez más tentador y detallado de su vida futura en la ciudad de México. Un pequeño departamento en algún barrio respetable como la colonia Santa María la Rivera o la colonia San Rafael con dos o tres habitaciones modestas pero limpias y cómodas.

Él trabajando en el teatro por las noches y dando clases privadas durante el día, ganando lo suficiente para vivir decorosamente. Emilia pudiendo estudiar, asistir a conferencias en la universidad, leer todo lo que quisiera, tal vez incluso encontrar trabajo como profesora o traductora usando su conocimiento de francés e inglés.

vivirían como personas modernas, ilustradas, liberadas de las cadenas pesadas y oxidadas de la tradición que sofocaba tantas vidas en las provincias. Podríamos ir a conciertos, a conferencias literarias, a galerías de arte”, decía Alejandro con los ojos brillando de entusiasmo. “La ciudad de México está experimentando un renacimiento cultural.

Ahora que terminó la dictadura de días, hay ideas nuevas circulando, arte nuevo, música nueva. Podríamos ser parte de eso, vivir en el centro de ese mundo intelectual y artístico que ambos amamos. No seríamos ricos. No te mentiré sobre eso. No tendríamos sirvientes, ni carroza, ni todas las comodidades a las que estás acostumbrada, pero tendríamos algo mucho más valioso. Libertad.

amor verdadero, la posibilidad de ser nosotros mismos completamente. Emilia sentía vértigo, como estar parada al borde de un precipicio altísimo, mirando hacia abajo a un abismo oscuro cuyo fondo no podía ver, sintiendo simultáneamente el tirón del terror paralizante y la fascinación magnética de la caída libre.

Por un lado estaba su familia, su vida cómoda y predecible, la seguridad de lo conocido, el amor de sus padres y hermanos, las expectativas claras de la sociedad que, aunque restrictivas, al menos proporcionaban certeza y estructura. Por otro lado, la promesa brillante, pero incierta del amor romántico, de la libertad personal, de elegir su propio camino, aunque fuera rocoso e incierto y lleno de dificultades que apenas podía imaginar.

piénsalo bien durante los próximos días”, le dijo Alejandro cuando finalmente se dieron cuenta de que habían estado allí demasiado tiempo y que Emilia necesitaba regresar a casa antes de que su ausencia fuera notada de manera alarmante. “Considera todo, los pros y los contras, lo que ganarías y lo que perderías.” Pero mi amor, mi Emilia querida, recuerda esto.

Esta podría ser nuestra única oportunidad de ser verdaderamente felices, de vivir una vida auténtica en lugar de simplemente representar los papeles que otros han escrito para nosotros. Te enviaré otra carta en dos días, el jueves, esperando tu decisión final. Si decides venir conmigo, nos encontraremos el lunes muy temprano en la estación del tren.

Si decides quedarte, respetaré tu decisión y desapareceré de tu vida para siempre, aunque me rompa el corazón en mil pedazos. Cuando finalmente se separaron, Alejandro tomó el rostro de Emilia entre sus manos con infinita ternura y besó suavemente su frente en un gesto casto, pero que contenía toda la ternura, toda la desesperación, todo el amor imposible del mundo.

Emilia cerró los ojos memorizando la sensación, el calor de sus manos, el olor de su colonia barata mezclada con el aroma a jabón de la banda. el sonido de su respiración. “Te amo”, susurró él contra su piel. “Pase lo que pase, recuerda siempre que te amo más de lo que jamás creí posible amar a alguien.

” “Yo también te amo,” respondió ella, las palabras saliendo antes de que pudiera detenerlas. Una confesión que selló algo entre ellos de manera irrevocable. Emilia salió de la casa del alfeñique, sintiéndose mareada, desorientada. como si estuviera caminando en un sueño o bajo el agua. Todo parecía irreal. Los edificios coloniales a su alrededor, las pocas personas que pasaban por las calles, el sonido lejano de las campanas de una iglesia marcando las 5 de la tarde. Ya eran casi las 5.

Había estado con Alejandro más de 2 horas. Necesitaba regresar a casa inmediatamente, pero en lugar de tomar el camino directo de regreso, sus pies la llevaron por una ruta diferente, más larga, como si su cuerpo necesitara más tiempo para procesar lo que acababa de ocurrir, lo que se le estaba pidiendo que decidiera. Caminó sin rumbo fijo, doblando esquinas al azar, pasando por calles que conocía desde niña, pero que ahora parecían extrañas y ajenas.

caminó por la calle 3 Norte, pasando frente a las tiendas que comenzaban a cerrar sus puertas de madera maciza al final de la jornada comercial, los comerciantes bajaban las cortinas metálicas con ese ruido metálico característico que resonaba en la calle empedrada, creando ecos que rebotaban entre las fachadas de cantera. Un grupo de niños jugaba con un aro de madera en una esquina, sus voces agudas y risas contrastando con el estado de ánimo sombrío de Emilia.

Una vendedora de flores marchitas ofrecía sus últimos ramos con voz cansada: “Flores, gerita, flores para la Virgen.” La luz comenzaba a declinar rápidamente, como siempre ocurre en otoño, cuando los días se acortan y la noche llega temprano. El cielo se había oscurecido aún más, con nubes negras acumulándose sobre la ciudad como un presagio.

familia se dio cuenta de pronto y con un sobresalto de alarma de que había caminado mucho más lejos de lo que pretendía. Estaba cerca del barrio del Alto, una zona menos próspera de la ciudad, al norte del centro, donde las casas eran más modestas, a menudo de un solo piso, con fachadas de adobe sin pintar y las calles más estrechas y menos cuidadas.

No era un barrio peligroso exactamente, pero tampoco era apropiado que una señorita de buena familia caminara sola por allí, especialmente al atardecer. Emilia sintió un primer escalofrío de verdadero miedo. Necesitaba regresar a casa inmediatamente. Su madre podría haber despertado ya de su siesta inducida por el láudano.

Petra o alguna de las otras criadas podría haber notado su ausencia prolongada. Fernando podría haber regresado del colegio si descubrían que había mentido sobre ir a la biblioteca, que había estado fuera. durante horas sin explicación satisfactoria habría preguntas difíciles, sospechas, posiblemente incluso una investigación sobre sus actividades que podría revelar su relación con Alejandro.

Decidió tomar un atajo que conocía desde niña, de cuando su padre la llevaba ocasionalmente a visitar a un antiguo socio comercial que vivía por esa zona antes de que ese socio se mudara a Veracruz. El atajo consistía en un callejón angosto que corría entre dos hileras de casas antiguas, algunas de ellas claramente abandonadas, con ventanas tapeadas y puertas colgando de sus gones rotos.

Durante el día, cuando había luz, el callejón era un paso transitado por residentes del barrio que lo usaban como ruta rápida entre calles paralelas. Pero al atardecer, con las sombras ya profundas y las pocas ventanas, con sus postigos de madera cerrados herméticamente, el callejón adquiría un aspecto siniestro y amenazador. Emilia vaciló un momento largo en la entrada del callejón.

su instinto, advirtiéndole que era mala idea, pero podía ver la salida del otro lado, apenas visible en la penumbra creciente, quedaba a la calle siete norte, desde donde estaría solo unas cuadras de su casa. Si daba toda la vuelta por las calles principales, llegaría por lo menos media hora más tarde.

Decidió que sería más rápido y más seguro simplemente atravesar el callejón. Rápidamente entró al callejón caminando rápido, casi corriendo, levantando ligeramente su falda larga para no tropezar, sus zapatos de tacón bajo produciendo un eco extraño contra las paredes de adobe que flanqueaban el estrecho pasaje.

El aire allí era notablemente más frío, más húmedo que en las calles abiertas, con un olor desagradable a moo, humedad acumulada, basura en descomposición y algo más indefinible, pero profundamente perturbador. El callejón no tenía más de 2 metros de ancho en su punto más amplio y las paredes a ambos lados parecían inclinarse hacia adentro, creando la sensación claustrofóbica de estar en un túnel.

A mitad del callejón, cuando Emilia estaba aproximadamente a igual distancia de ambos extremos, escuchó claramente pasos detrás de ella. pasos pesados, deliberados, de botas o zapatos masculinos sobre la tierra apisonada. Se volvió rápidamente, el corazón saltando en su pecho con un golpe doloroso, pero en la oscuridad creciente no pudo ver a nadie con claridad, solo sombras, formas indefinidas que podrían ser personas o simplemente los contornos irregulares de las paredes y los portales oscuros.

¿Quién está ahí?”, llamó con voz temblorosa, tratando de sonar más valiente de lo que se sentía. No hubo respuesta, solo silencio, pero un silencio de alguna manera amenazador, cargado de presencia. Emilia sintió el vello de sus brazos erizarse bajo las mangas de su vestido. Giró nuevamente hacia delante y aceleró el paso.

Ahora corriendo abiertamente, sin importarle el decoro, su capa ondeando detrás de ella, los pasos detrás también se aceleraron, manteniéndose a la misma distancia, persiguiéndola deliberadamente. El pánico puro inundó su sistema. adrenalina corriendo por sus venas, haciendo que cada sonido pareciera amplificado, cada sombra potencialmente peligrosa.

Pensó en gritar, pero el callejón estaba desierto y las casas a ambos lados parecían vacías o con sus habitantes ya encerrados para la noche, preparando la cena, ajenos a lo que ocurría en la calle. ¿Quién sabría si alguien respondería a un grito? y quién sabría si gritar solo haría que su perseguidor actuara más rápido.

Cuando estaba a punto de llegar a la salida del callejón, tan cerca que podía ver la calle iluminada por un farol de gas al otro lado, una figura emergió súbitamente de un portal oscuro directamente en su camino, como si hubiera estado esperando allí específicamente para ella. Emilia se detuvo bruscamente, resbalando ligeramente en el suelo húmedo, jadeando por el esfuerzo y el terror.

Era un hombre, definitivamente un hombre por la silueta y el tamaño, vestido con un abrigo largo y oscuro que le llegaba hasta las rodillas y con un sombrero de ala ancha calado bajo sobre su rostro, ocultando completamente sus facciones en sombra. No se movió, solo se quedó allí parado como una estatua, bloqueándole el paso hacia la salvación que estaba tan cerca.

“Disculpe, por favor”, dijo Emilia tratando desesperadamente de mantener la voz firme, aunque le temblaba violentamente, tratando de recurrir a la autoridad que su posición social normalmente le conferiría. “Necesito pasar. Mi familia me está esperando. Están esperándome ahora mismo. Si no llego pronto, vendrán a buscarme. El hombre no respondió ni se movió.

Emilia dio un paso decidido hacia un lado intentando rodearlo, pero él se movió en la misma dirección con velocidad sorprendente, manteniéndose directamente en su camino como si estuvieran ejecutando algún tipo de danza macabra. Los pasos detrás de ella se habían detenido, pero podía sentir esa otra presencia allí, cerrando cualquier posibilidad de retroceso, atrapándola entre dos fuerzas.

“Por favor”, dijo Emilia nuevamente, ahora con un temblor evidente en su voz, las lágrimas comenzando a picar en sus ojos. “No tengo mucho dinero conmigo, solo algunas monedas, pero pueden tomarlas. Tomen mi reloj también. Era de mi abuela, pero no importa, solo por favor déjenme ir a casa.

Fue entonces cuando el hombre frente a ella habló por primera vez con una voz extraña, deliberadamente ronca y distorsionada, como si estuviera hablando a través de tela o deliberadamente alterando su tono natural para no ser reconocido. Tu familia no te encontrará, señorita García. El uso de su nombre fue como un balde de agua helada. No era un asalto aleatorio, un encuentro casual con bandidos oportunistas.

Estos hombres la conocían, la habían estado buscando específicamente a ella, Emilia García Mendoza. ¿Pero por qué? ¿Quiénes eran? Su mente corrió frenéticamente tratando de encontrar sentido a la situación. Pero antes de que pudiera gritar o intentar correr nuevamente, sintió un golpe brutal en la parte posterior de su cabeza.

El dolor fue explosivo, cegador, blanco como el relámpago. El mundo entero se volvió brillante por un instante, demasiado brillante, como si 1000 soles hubieran explotado simultáneamente dentro de su cráneo. Luego la luz se transformó en oscuridad negra y absoluta. Lo último que vio antes de que la inconsciencia la reclamara por completo fue el cielo gris del atardecer poblano, enmarcado por las paredes altas del callejón, como si estuviera mirando desde el fondo de un pozo.

Y tuvo un pensamiento extrañamente claro y definitivo flotando en su mente mientras se hundía en la nada. Nunca volveré a ver a Alejandro. Nunca sabré qué hubiera elegido. Nunca sabré quién habría sido. Cuando doña Catalina finalmente despertó de su siesta inducida por el láudano, las sombras largas de la tarde ya se extendían por su habitación y un profundo silencio llenaba la casa.

se sentó en la cama lentamente, todavía mareada y desorientada por los efectos persistentes de la medicina, con la boca seca y un sabor amargo en la lengua. La habitación daba vueltas ligeramente cuando movía la cabeza demasiado rápido. Miró el reloj de mesa en su tocador y vio con sorpresa que eran casi las 6 de la tarde. Había dormido más de 5 horas.

se levantó con cuidado, poniéndose una bata de casa sobre su vestido arrugado, y se mojó la cara en la palangana de porcelana, que siempre mantenía llena de agua fresca. El agua fría ayudó a despejar algo la niebla en su cabeza. salió de su habitación y bajó las escaleras, agarrándose del pasamanos de madera pulida para mantener el equilibrio, llamando suavemente, Emilia, Petra, ¿hay alguien en casa? Petra apareció desde la cocina limpiándose las manos en su delantal manchado de salsa y harina. Su rostro

arrugado mostró alivio al ver a su señora levantada. “Señora, ¿se siente mejor? Hemos estado preocupadas por usted. Sí, gracias, Petra. Ese dolor de cabeza era terrible, pero la medicina ayudó. ¿Dónde está Emilia? ¿Está en su habitación? No lo sé, señora. No la he visto desde el mediodía antes de que usted se retirara a descansar.

Una pequeña alarma, todavía tenue, pero creciendo, comenzó a sonar en la mente de doña Catalina. No la has visto en toda la tarde, ¿dónde está entonces? Honestamente no lo sé, señora. Pensé que tal vez estaba con usted o en su habitación leyendo. Doña Catalina subió las escaleras más rápido ahora, ignorando el mareo, y fue directamente a la habitación de Emilia. La puerta estaba entreabierta, empujó y entró.

La habitación estaba ordenada, la cama perfectamente hecha, todo en su lugar, pero Emilia no estaba allí. Fue entonces cuando doña Catalina notó la nota sobre el tocador de Caoba doblada con el nombre Mamá, escrito en la letra elegante de Emilia. La tomó con manos ligeramente temblorosas y la leyó. Mamá, he salido a devolver unos libros a la biblioteca del colegio.

Regreso antes de la cena. Tu hija que te quiere, Emilia. Doña Catalina leyó la nota dos veces, luego una tercera, tratando de calmar la ansiedad creciente que comenzaba a formar un nudo en su estómago. La biblioteca del colegio. Emilia no había mencionado nada sobre devolver libros durante el desayuno y además si había salido alrededor del mediodía o incluso más tarde, definitivamente debería haber regresado así a rato.

La biblioteca del colegio cerraba a las 5 de la tarde sin excepción y era un trayecto de solo 20 minutos de ida y otro tanto de vuelta. Ya eran pasadas las 6. Bajó nuevamente y llamó a las tres criadas. Las interrogó meticulosamente, pero ninguna pudo proporcionar información útil. Petra había estado ocupada en la cocina toda la tarde preparando la cena. Carmen había salido al mercado alrededor de las 3 para comprar verduras frescas y había regresado una hora después y no había visto a Emilia ni a la salida ni al regreso.

Lupe, la más joven, estaba limpiando las habitaciones del segundo piso y tampoco había visto salir a la señorita. ¿Es normal que la señorita Emilia salga sola sin avisar? preguntó Petra, comenzando a compartir la preocupación de su señora. No, no es normal en absoluto, admitió doña Catalina, sintiendo como el miedo comenzaba a reemplazar la mera preocupación.

Emilia siempre avisa, siempre se lleva a una de ustedes como acompañante. Esto no es propio de ella. Cuando Fernando finalmente regresó del colegio poco después de las 6:30, con sus libros bajo el brazo y quejándose del frío que había caído sobre la ciudad con la noche, encontró a su madre visiblemente perturbada, caminando de un lado a otro en la sala con las manos retorciéndose nerviosamente.

“Mamá, ¿qué ocurre? ¿Por qué estás tan alterada?” Es Emilia. Salió esta tarde sin avisar correctamente. Dejó una nota diciendo que iba a la biblioteca, pero aún no regresa. Ya está oscureciendo completamente y no ha vuelto. Esto no es normal, Fernando. Emilia nunca hace esto. Fernando, un joven pragmático y de mente rápida, acostumbrado a resolver problemas gracias a su entrenamiento legal, inmediatamente tomó el control de la situación. Cálmate, mamá. Estoy seguro de que hay una explicación simple. Puedo ver la nota que dejó. Doña

Catalina le mostró el papel. Fernando lo leyó con atención, sus cejas frunciéndose ligeramente. Dice que fue a devolver libros a la biblioteca, pero eso no tiene mucho sentido. Emilia no ha mencionado nada sobre libros prestados últimamente. ¿O sí? No, que yo recuerde y habría dicho algo. Normalmente lo hace.

Iré a buscarla”, decidió Fernando dejando sus libros en una mesa. Probablemente se entretuvo en alguna parte, conversando con alguna amiga o se refugió en algún lugar cuando comenzó a llovisnar. “Ya sabes cómo es, Emilia. A veces pierde la noción del tiempo cuando está absorta en algo. Pero cuando Fernando regresó dos horas después, solo y con expresión cada vez más preocupada que había evolucionado a genuina alarma, el miedo en la casa García Mendoza se transformó en pánico absoluto. He preguntado en el colegio, en la

biblioteca, en las casas de todas sus amigas que conozco, informó Fernando a su madre. quien ya estaba al borde de las lágrimas. Nadie la ha visto en todo el día. Las bibliotecarias del colegio dicen que la señorita Emilia no ha ido allí en las últimas dos semanas, que no tiene ningún libro prestado actualmente.

Doña Catalina se dejó caer en una silla del comedor, llevándose una mano temblorosa al pecho, donde podía sentir su corazón latiendo dolorosamente rápido. Dios mío, ¿dónde puede estar? ¿Le habrá pasado algo terrible? Fernando, ¿qué vamos a hacer? Voy a mandar llamar inmediatamente a la policía, dijo Fernando con la mandíbula apretada tratando de mantener la compostura, aunque él también sentía el miedo frío extendiéndose por su pecho.

Y enviaré un telegrama urgente a papá a la ciudad de México. Tiene que enterarse de inmediato y regresar. La policía de Puebla en octubre de 1911 no era exactamente la institución más eficiente o profesional del mundo. El cuerpo policial todavía estaba en proceso de reorganización después de los cambios políticos de la revolución, con muchos de sus antiguos miembros despedidos por lealtades al régimen de días y nuevos reclutas sin experiencia tomando sus lugares.

Sin embargo, el jefe de policía del Distrito Central, el inspector Ernesto Palacios, era un hombre serio y competente que había logrado sobrevivir a los cambios políticos gracias a su reputación bien ganada de honestidad y profesionalismo. Palacios llegó a la casa de los García cerca de las 10 de la noche, mucho después de que la oscuridad completa había caído sobre Puebla y las calles se habían vaciado de transeútes.

Venía acompañado de dos agentes subalternos, hombres jóvenes con uniformes que parecían demasiado grandes para ellos. Era un hombre de mediana edad, de unos 45 años, con un bigote espeso y canoso que cubría completamente su labio superior y ojos penetrantes de color gris claro que parecían capaces de ver a través de las mentiras.

Había servido en la policía durante más de 20 años, comenzando como simple gendarme y ascendiendo gradualmente gracias a su trabajo diligente y su integridad en una profesión a menudo plagada de corrupción. escuchó atentamente mientras doña Catalina y Fernando le relataban los hechos, tomando notas detalladas en una libreta pequeña de cuero con un lápiz que periódicamente humedecía en su lengua.

Les hizo ver la nota que Emilia había dejado, examinándola cuidadosamente bajo la luz de una lámpara de aceite. “¿Esto es definitivamente la letra de su hija?”, preguntó. Sí, sin duda alguna, confirmó doña Catalina. Reconozco su letra perfectamente. Notaron algo inusual en el comportamiento de la señorita Emilia en los últimos días.

Parecía preocupada, asustada, ansiosa por algo? Doña Catalina y Fernando intercambiaron miradas pensativas. Quizás estaba un poco más callada de lo normal”, admitió doña Catalina lentamente, un poco más distraída en los últimos días, pero eso no es completamente inusual. Emilia siempre ha sido una niña pensativa, introspectiva.

Le gusta leer y pasar tiempo sola con sus pensamientos. ¿Han recibido alguna amenaza recientemente? ¿Alguna carta extraña? ¿Algún mensaje perturbador? Su esposo tiene enemigos comerciales, alguien que pudiera querer hacerle daño a través de su familia. “Mi esposo es muy respetado en la comunidad comercial”, insistió doña Catalina con cierta indignación ante la sugerencia. “Es un hombre honesto, justo en sus tratos.

No tiene enemigos que yo sepa, todos lo aprecian. Con todo respeto, señora. Los hombres de negocios exitosos siempre tienen enemigos. Aunque no sean conscientes de ello, dijo Palacios con la voz de la experiencia, un competidor resentido, un socio que se sintió engañado en algún trato pasado, un empleado despedido que guarda rencor.

En tiempos de inestabilidad como estos, las personas hacen cosas desesperadas. Fernando intervino. Inspector, ¿estás sugiriendo que mi hermana podría haber sido secuestrada? Es una posibilidad que debo considerar, señor García. Una joven señorita de buena familia desaparece sin explicación, dejando una nota falsa sobre ir a la biblioteca.

O fue por voluntad propia, lo cual parece poco probable, dado su background y educación, o fue forzada. Mi hija jamás se iría voluntariamente sin avisar”, exclamó doña Catalina con horror. Palacios hizo más preguntas, cabando más profundo en la vida de Emilia. preguntó sobre sus amigas, sus actividades diarias, sus maestros y tutores, si había mencionado conocer a alguien nuevo recientemente.

Fue Fernando quien recordó algo importante. Inspector, hay un profesor de música que viene a casa dos veces por semana para darle clases de piano a Emilia, un joven llamado Alejandro Ruiz. Lleva dándole clases desde marzo o abril. ¿Cuándo fue la última vez que estuvo aquí este profesor? El sábado pasado por la mañana, creo. Las clases son normalmente martes y sábado.

Necesitaré su dirección completa y también querré hablar con todas las amigas de la señorita Emilia, con cualquier persona que haya tenido contacto regular con ella. Después de recopilar toda la información posible, el inspector Palacios se puso de pie. guardando su libreta en el bolsillo interior de su chaqueta. Comenzaré la investigación de inmediato.

Enviaré patrullas a recorrer todas las calles del centro y los barrios circundantes, preguntando si alguien vio a una joven que coincida con la descripción de su hija. También interrogaremos al profesor de música mañana temprano y a cualquier otra persona que pudiera tener información. Mientras tanto, les aconsejo fuertemente que permanezcan en casa por si la señorita Emilia regresa o envía algún mensaje.

Si reciben cualquier comunicación, cualquier nota demandando rescate, deben notificarme inmediatamente sin intentar manejar la situación ustedes mismos. ¿Cree que la encontrará, inspector?, preguntó doña Catalina con voz quebrada por las lágrimas que finalmente comenzaban a derramarse. Palacios la miró con una mezcla de compasión profesional y realismo duro.

Haré todo lo que esté en mi poder, señora, pero debo ser honesto con usted. Las primeras 24 horas son críticas en este tipo de casos. Entre más tiempo pase, más difícil se vuelve a encontrar a la persona desaparecida con vida y sin daño. Las palabras cayeron sobre la familia como piedras heladas, con vida y sin daño.

La implicación de que había otras posibilidades, posibilidades terribles que nadie quería articular en voz alta, llenó la sala como un fantasma invisible. Esa noche nadie durmió en la casa de los García Mendoza. Doña Catalina pasó las horas en la capilla familiar, una pequeña habitación en el segundo piso dedicada a la devoción privada, arrodillada ante una imagen de la Virgen de Guadalupe, rodeada de velas botivas, rezando el rosario una y otra vez hasta que las cuentas de madera pulida estaban húmedas con sus lágrimas y el sudor de sus palmas. Fernando y las criadas mantenían

velas encendidas en todas las ventanas que daban a la calle, como faros guiando a alguien perdido de regreso a casa y esperaban ansiosamente cualquier sonido que pudiera indicar el regreso de Emilia o la llegada de noticias. Don Roberto y Roberto Junior recibieron el telegrama urgente en su hotel de la Ciudad de México cerca de la medianoche.

El mensaje enviado por Fernando era breve pero devastador. Emilia desaparecida esta tarde. Stop policia investigando. Stop. Regresen inmediatamente. Stop. Fernando. Don Roberto, un hombre habitualmente controlado y pragmático, sintió como el suelo se movía bajo sus pies al leer el telegrama. Su hija, su pequeña Emilia, su única hija mujer desaparecida.

¿Qué significaba eso? ¿Dónde podía estar? Su mente se negaba a considerar las posibilidades terribles que acechaban en los bordes de su conciencia. Despertaron al gerente del hotel, cancelaron abruptamente su reunión de negocios planeada para la mañana siguiente y organizaron partir de regreso a Puebla en la primera diligencia disponible que salía de la terminal antes del amanecer del miércoles.

Sería un viaje angustioso de casi dos días completos, cada hora sintiéndose como una eternidad, preguntándose qué estaba pasando en casa, si había noticias. si Emilia había sido encontrada. Mientras tanto, en algún lugar de Puebla, en una ubicación que ningún miembro de la familia García podía imaginar, Emilia despertó lentamente en la oscuridad absoluta.

Al principio no pudo recordar dónde estaba ni qué había pasado. Todo era negro, completamente negro, sin un solo punto de luz. Su cabeza pulsaba con un dolor intenso y nause, donde había recibido el golpe. Cuando intentó llevarse una mano a la cabeza para tocar el punto doloroso, descubrió con horror creciente que no podía mover sus manos.

Estaban atadas a la espalda con una cuerda áspera que cortaba su piel cuando intentaba forzarla. Sus pies también estaban atados a la altura de los tobillos. Estaba acostada sobre un piso que parecía de tierra apisonada, frío y ligeramente húmedo, que empapaba su vestido de lana. Podía sentir pequeñas piedras presionando contra su mejilla, su hombro, su cadera.

El pánico la invadió de golpe, como una ola gigante aplastante, dejándola sin aliento. Gritó, o al menos lo intentó, pero descubrió que tenía un trapo metido en la boca, aparentemente asegurado con otra tela atada alrededor de su cabeza. Solo pudo emitir un gemido ahogado e inarticulado.

Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, calientes contra su piel fría. mientras luchaba inútilmente contra las cuerdas que la ata. Emilia forzó a su mente aterrorizada a calmarse, sabiendo que la histeria solo empeoraría las cosas. Necesitaba pensar, evaluar su situación, entender dónde estaba.

Poco a poco, mientras sus ojos se ajustaban a la oscuridad casi completa, pudo distinguir vagamente contornos a su alrededor. Parecía estar en algún tipo de bodega, sótano o cuarto de almacenamiento. Las paredes que apenas podía distinguir parecían de adobe o ladrillo y el techo bajo estaba sostenido por vigas de madera que proyectaban sombras apenas visibles. En una esquina lejana había unos bultos que parecían sacos de grano o productos almacenados.

No había ventanas o si las había estaban completamente tapadas o bloqueadas sin dejar pasar ni un rayo de luz. El único indicio de que existía un mundo exterior era una rendija delgada de luz mortecina, apenas perceptible, que se filtraba por debajo de lo que debía ser una puerta. Aunque Emilia no podía verla claramente desde su posición en el suelo, el aire tenía un olor desagradable, humedad acumulada durante años, mo creciendo en las paredes y algo más que no podía identificar, pero que le provocaba náuseas, algo animal, algo que se estaba descomponiendo.

No había ningún sonido, excepto ocasionales goteos de agua en alguna parte. y muy lejanamente, tan lejano que casi podría haber sido su imaginación, el ladrido de un perro. ¿Cuánto tiempo pasó en esa oscuridad sofocante? Emilia no lo supo. Sin luz, sin manera de ver su reloj, que de todos modos probablemente había sido robado o perdido.

El tiempo perdió todo significado. Podían haber sido horas o días. El frío del piso penetraba su vestido y su capa. haciéndola temblar incontrolablemente. Tenía sed, la boca seca y amarga alrededor del trapo que la amordazaba. Su cabeza seguía pulsando con dolor. En algún momento, exhausta por el trauma físico y emocional, perdió la conciencia nuevamente, cayendo en un sueño perturbado, lleno de pesadillas confusas.

Cuando despertó la segunda vez, había una diferencia. Luz. una luz tenue y parpade que le hizo entrecerrar los ojos después de la oscuridad absoluta. Una lámpara de aceite había sido colocada en el suelo a unos metros de dondecía, proyectando sombras grotescas y danzantes en las paredes de adobe que confirmaban lo que había intuido.

Estaba en algún tipo de bodega o almacén subterráneo. Escuchó pasos acercándose el crujido de madera bajo peso y luego una figura descendió lo que debían ser escalones de madera hacia donde estaba. Era un hombre, o al menos la silueta y el tamaño sugerían eso, pero su rostro estaba oculto por una capucha oscura que le cubría la cabeza y proyectaba su rostro en sombra profunda.

Vestía ropa de trabajo corriente, pantalones de manta y una camisa oscura, y se movía con una cojera ligera, pero notable en su pierna izquierda. El hombre se arrodilló junto a Emilia sin decir palabra. Ella se tensó aterrorizada sobre qué podría hacer, pero él simplemente alcanzó detrás de su cabeza y desató la tela que aseguraba la mordaza.

Luego sacó el trapo de su boca con un movimiento rápido que la hizo toser y jadear. Emilia llenó sus pulmones de aire, el aire rancio del sótano, pero que se sintió glorioso después de horas respirando a través de la tela. ¿Quién eres? logró preguntar con voz ronca y quebrada después de un momento. ¿Por qué me has traído aquí? ¿Dónde estoy? El hombre no respondió inmediatamente.

En cambio, se levantó y fue a buscar algo en una esquina oscura del sótano. Regresó con un vaso de barro lleno de agua. Se arrodilló nuevamente y lo acercó a los labios de Emilia. Emilia dudó por un momento, su mente corriendo a través de posibilidades terribles. Estaba envenenada el agua. Era algún tipo de droga, pero la sed era demasiado intensa, su garganta demasiado seca.

Si iban a matarla, había formas mucho más directas de hacerlo. Bebió ansiosamente mientras él inclinaba el vaso cuidadosamente, derramando solo un poco que corrió por su barbilla y mojó el cuello de su vestido. “Por favor”, suplicó Emilia cuando terminó de beber, su voz temblando con miedo y desesperación.

“Mi familia deben estar muy preocupados. estarán buscándome. Mi padre, mi padre es un hombre importante, un comerciante próspero. Si es dinero lo que quieres, él pagará cualquier rescate. Solo por favor, déjame enviar un mensaje. Déjame decirles que estoy bien. El hombre seguía sin hablar.

Se levantó y comenzó a caminar lentamente alrededor de la habitación. Y fue entonces cuando Emilia pudo observar mejor su complexión y sus movimientos. Era un hombre de mediana edad, ni muy alto ni muy bajo, probablemente alrededor de 1,70, con un cuerpo que mostraba años de trabajo físico pesado, hombros anchos y manos grandes y callosas. La cojera era definitiva.

Arrastraba ligeramente el pie izquierdo con cada paso. Finalmente, deteniéndose cerca de la lámpara de aceite para que su silueta se proyectara gigantesca contra la pared, habló con esa misma voz ronca y distorsionada que Emilia había escuchado en el callejón. No es dinero lo que quiero de tu familia, señorita García.

Entonces, ¿qué? ¿Qué quieres de mí? ¿Qué quieres de nosotros? Justicia. venganza, que se pague lo que se debe, que la sangre derramada sea compensada con sangre. Las palabras eran ominosas, cargadas de un odio profundo que Emilia podía sentir emanando del hombre como calor de un fuego, pero no tenían sentido para ella. No entiendo.

Mi familia no le ha hecho daño a nadie. Mi padre es un comerciante honesto, respetado por todos. Mi madre viene de una familia antigua y honorable. Mis hermanos son buenos hombres. Yo solo soy solo soy una muchacha que estudia piano y lee libros. No he hecho nada malo. No le he causado daño a nadie en mi vida. Tu padre, dijo el hombre. Y ahora su voz temblaba con emoción apenas contenida, que hacía que las palabras salieran con dificultad.

No es el hombre que crees que es. Tu familia tiene deudas antiguas que pagar, sangre inocente en sus manos que debe ser lavada. Los pecados de los padres caen sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación. Eso es mentira! Gritó Emilia sintiendo una oleada de indignación que temporalmente superó su miedo.

Mi padre es un hombre bueno, honrado, ha construido su negocio con trabajo duro y honestidad, ayuda a los pobres. Dona dinero a la iglesia, trata bien a sus empleados. El hombre se inclinó cerca de ella, tan cerca que Emilia finalmente pudo ver algo bajo la capucha. Ojos oscuros, casi negros, que brillaban con la intensidad del odio más profundo que había visto jamás.

Era un odio antiguo, alimentado durante años, cultivado como una planta venenosa, hasta que había consumido todo lo demás. La verdad, señorita García, es que tu abuelo paterno, el padre de tu padre, hace 30 años destruyó a mi familia. Nos quitó nuestras tierras a través de fraude y documentos falsificados.

Nos dejó en la miseria absoluta. Mi padre se ahorcó de la vergüenza y la desesperación. Mi madre murió de hambre y enfermedad. Mis hermanos se dispersaron, perdidos para siempre. Y tu familia, la familia García, prosperó sobre las ruinas de lo que era nuestro.

Emilia sintió un frío profundo que no tenía nada que ver con la temperatura del sótano. Mi abuelo murió cuando yo era bebé. No sé nada de eso. Si lo que dices es verdad, si realmente hubo alguna injusticia, podemos corregirla. Mi Padre es un hombre justo. Escuchará. Compensará cualquier daño. Compensar. El hombre prácticamente escupió la palabra.

¿Cómo se compensa una vida destruida, una familia aniquilada con dinero? El dinero no devuelve a los muertos, no borra décadas de sufrimiento. Entonces, ¿qué vas a hacer conmigo? Preguntó Emilia, sintiendo las lágrimas rodar nuevamente por sus mejillas. Vas a matarme para vengar algo que ocurrió antes de que yo naciera, algo de lo que no soy responsable.

El hombre se enderezó alejándose de ella. No voy a matarte, al menos no todavía. Pero tu padre necesita entender lo que es perder lo más preciado. Necesita sufrir como sufrió mi padre, como sufrí yo. Cuando haya pasado suficiente tiempo, cuando el dolor sea lo suficientemente profundo, entonces tal vez enviemos un mensaje. O tal vez no. Tal vez el no saber sea el peor castigo de todos.

Le volvió a poner la mordaza. A pesar de las protestas ahogadas y desesperadas de Emilia. y luego tomó la lámpara y salió del sótano, dejándola nuevamente en la oscuridad total. Emilia escuchó el sonido de una puerta pesada cerrándose, luego el ruido de un cerrojo o barra siendo colocada en su lugar desde el exterior.

Los días siguientes se convirtieron en una tortura interminable de oscuridad, frío, miedo y desesperación. El hombre encapuchado venía dos veces al día. Emilia pensaba, aunque sin luz natural era imposible estar segura. Le traía agua y comida escasa, tortillas duras, frijoles fríos, ocasionalmente un pedazo de queso o un huevo cocido.

Le quitaba la mordaza, solo el tiempo suficiente para que comiera y bebiera, ignorando sus súplicas, sus preguntas, sus lágrimas. Nunca le desató las manos o los pies. Una vez al día, con una humillación que casi la destruía, la ayudaba a ponerse en cuclilla sobre una cubeta en una esquina para que pudiera aliviar sus necesidades corporales.

Luego volvía a acostarla en el suelo. Emilia perdió completamente la noción del tiempo. Podían haber pasado 3 días o 10. La oscuridad constante, rota solo por los breves minutos cuando él traía la lámpara, la desorientaba completamente. Comenzó a tener alucinaciones, viendo luces que no existían, escuchando voces que la llamaban.

Pensaba en su familia constantemente, imaginando su dolor, su desesperación, su búsqueda frenética. pensaba en Alejandro preguntándose si habría esperado en la estación del tren el lunes, si habría partido finalmente a la Ciudad de México sin ella, si alguna vez sabría qué le había pasado. En algún momento enfermó. La combinación del frío constante, la humedad, el trauma y las condiciones insalubres cobraron su precio.

Desarrolló fiebre alta, escalofríos violentos, tos que la sacudía dolorosamente. Cuando el hombre encapuchado vino y la encontró ardiendo de fiebre, delirando y apenas consciente, por primera vez pareció alarmarse. no había planeado que muriera de enfermedad en ese sótano húmedo. Eso no sería venganza, solo desperdicio. Le trajo mantas ásperas de lana que olían a animales y una medicina amarga que la obligó a tragar.

Durante varios días más, Emilia flotó entre la conciencia y la inconsciencia, atrapada en un mundo febril de pesadillas y confusión. Cuando finalmente la fiebre se dio, estaba increíblemente débil, había perdido peso notablemente. Su piel estaba pálida como papel y sus ojos hundidos en su rostro demacrado.

Mientras tanto, en el mundo exterior, la búsqueda de Emilia García había alcanzado proporciones masivas. El inspector Palacios había movilizado a todos los recursos policiales disponibles. Patrullas recorrían cada calle. cada callejón, cada área de la ciudad y sus alrededores. Se interrogó a cientos de personas. La historia había aparecido en todos los periódicos de Puebla con descripciones detalladas de Emilia y ofrecimientos de recompensa por información que llevara a su recuperación.

Don Roberto, devastado y envejecido 10 años en una semana, había ofrecido una recompensa enorme, 1000 pesos de oro, una fortuna para la época, a cualquiera que proporcionara información que llevara a encontrar a su hija. Había contratado detectives privados adicionales. Había presionado a sus contactos políticos para que pusieran presión sobre la policía.

había gastado cada minuto de vigilia buscando, preguntando, siguiendo cada pista, por remota que fuera. Alejandro Ruiz había sido interrogado extensamente. El inspector Palacios había descubierto a través de interrogatorios hábiles y la búsqueda de su modesta habitación alquilada las cartas que Emilia le había enviado.

La relación secreta salió a la luz causando un escándalo adicional en la familia García. Don Roberto había querido golpear al joven músico, acusándolo de haber seducido y tal vez secuestrado a su hija. Pero Alejandro tenía una coartada sólida para la tarde de la desaparición. Había estado dando una clase de piano en la casa de otra familia en el otro extremo de la ciudad con múltiples testigos que confirmaban su presencia.

Además, sus propias cartas a Emilia encontradas también mostraban claramente que la amaba genuinamente y que estaba tan desesperado por encontrarla como cualquier otro. Se investigó cada teoría posible. Secuestro por dinero, aunque nunca llegó ninguna demanda de rescate. Trata de blancas, aunque Emilia no encajaba el perfil típico, huida voluntaria, aunque cada evidencia apuntaba contra eso.

Asesinato por un criminal oportunista. Cada pista conducía a callejones sin salida. Emilia García Mendoza había desaparecido como si la tierra se la hubiera tragado. Tres semanas después de la desaparición, cuando la esperanza comenzaba a transformarse en desesperación resignada, cuando doña Catalina había perdido tanto peso que sus vestidos le colgaban como trapos, y don Roberto había desarrollado una tos persistente por las noches sin dormir. Algo cambió.

El hombre encapuchado entró al sótano una noche con la lámpara y algo más, una silla de madera y papel con pluma y tinta. Por primera vez, desde que la había capturado, le desató completamente las manos. Emilia apenas podía moverlas. Sus muñecas estaban laceradas y sangrantes por las cuerdas, sus dedos entumecidos.

“Vas a escribir una carta a tu familia”, dijo con su voz ronca. Les dirás que estás viva, que no te han lastimado, pero que no serás liberada hasta que tu padre reconozca públicamente los crímenes de su familia y haga restitución completa de lo que fue robado. Con manos temblorosas y apenas capaces de sostener la pluma, Emilia escribió la carta que le dictó, modificándola ligeramente cuando él no estaba mirando, para incluir pistas sutiles que esperaba su familia pudiera interpretar.

mencionó tener frío como esa vez en el sótano del viejo almacén de grano. Habló de escuchar campanas de iglesia muy lejanas al norte, pequeños detalles que podrían significar algo si alguien los analizaba cuidadosamente. La carta fue entregada a la Casa García dos días después, deslizada bajo la puerta del zaguán en medio de la noche.

El alivio inicial de saber que Emilia estaba viva fue rápidamente reemplazado por confusión y horror al leer las demandas. Crímenes de la familia García, restitución. Don Roberto no tenía idea de qué hablaba la carta. El inspector Palacios analizó cada palabra, cada frase de la carta de Emilia.

Notó inconsistencias, las referencias extrañas. comenzó a investigar en una nueva dirección. La historia de la familia García, los negocios del padre de don Roberto, registros antiguos de propiedad. Lo que descubrió fue perturbador. 30 años atrás, en 1881, el padre de don Roberto, también llamado Roberto García, había estado involucrado en una disputa de tierras con otra familia, los Morales, sobre una propiedad valiosa en las afueras de Puebla.

Los documentos legales de la época mostraban que los García habían ganado el caso y tomado posesión de las tierras, que luego vendieron con gran ganancia dinero que se convirtió en la base de la fortuna familiar. Pero había también referencias vagas en periódicos viejos a acusaciones de fraude que nunca fueron probadas, a la familia Morales cayendo en desgracia y desapareciendo.

Palacios comenzó a buscar cualquier Morales que pudiera seguir viviendo en Puebla o sus alrededores. Encontró varios, pero uno en particular llamó su atención. Mateo Morales, de aproximadamente 45 años, que trabajaba como cargador en un almacén de granos en el barrio del Alto. Cjeaba de la pierna izquierda debido a un accidente de trabajo años atrás.

Vivía solo en una casa modesta, semiabandonada, que había pertenecido a su familia. Y esa casa, según los registros antiguos, tenía un sótano grande que se había usado para almacenar grano en tiempos mejores. La redada ocurrió al amanecer del cuarto día de noviembre de 1911, exactamente 26 días después de la desaparición de Emilia. El inspector Palacios, acompañado de una docena de agentes armados y don Roberto García, insistiendo en estar presente, a pesar de los intentos de Palacios de mantenerlo alejado, rodeó la casa de Mateo Morales. Encontraron a Emilia en el sótano, tal

como Palacios había deducido de las pistas en su carta. Estaba viva, pero en condiciones lamentables, demacrada, sucia, con la ropa hecha arapos, las muñecas y tobillos lacerados por las cuerdas, pero viva. Cuando su padre bajó corriendo las escaleras del sótano y la vio, ambos comenzaron a llorar incontrolablemente.

Mateo Morales fue arrestado sin resistencia. confesó todo abiertamente, sin mostrar remordimiento. Había planeado su venganza durante décadas, esperando el momento apropiado. Cuando se enteró de que don Roberto tenía una hija, supo cómo golpearlo donde más dolería.

Había observado a Emilia durante semanas, aprendiendo sus rutinas, esperando la oportunidad perfecta. El día que finalmente la capturó en el callejón, había tenido un cómplice, su primo también de apellido Morales, que ayudó en el secuestro, pero que había huido de Puebla inmediatamente después. El juicio de Mateo Morales fue uno de los casos criminales más sensacionales en la historia de Puebla en esa época. Los periódicos cubrieron cada detalle.

El debate público se dividió. Algunos veían a morales como un monstruo que había torturado a una joven inocente. Otros, particularmente entre las clases trabajadoras, veían una dimensión trágica en su historia. Un hombre destruido por injusticias antiguas que buscaba la única forma de justicia que conocía.

Durante el juicio salieron a la luz documentos que efectivamente mostraban que el abuelo de Emilia había usado métodos cuestionables, posiblemente fraudulentos, para apropiarse de las tierras de la familia Morales décadas atrás. Don Roberto, horrorizado por el descubrimiento, ofreció públicamente compensación completa a Mateo Morales y a cualquier otro miembro sobreviviente de su familia. Pero Morales rechazó todo.

Para él era demasiado tarde. El daño estaba hecho, irreversible. Mateo Morales fue sentenciado a 20 años de prisión por secuestro. moriría en la cárcel de Puebla 10 años después, en 1921, sin haber aceptado jamás disculpas ni compensación, aferrado a su odio hasta el final. Emilia nunca se recuperó completamente de su experiencia.

El trauma de esas semanas en el sótano oscuro, la enfermedad, el terror constante dejaron marcas psicológicas profundas. Desarrolló terror a la oscuridad y a los espacios cerrados. Sufría pesadillas frecuentes. Se volvió retraída, temerosa. Su relación con Alejandro Ruiz se reanudó brevemente después de su rescate.

Él había permanecido en Puebla rechazando el puesto en la Ciudad de México, incapaz de irse sin saber qué había pasado con ella. Pero la experiencia había cambiado a Emilia profundamente. Los sueños románticos de huir juntos, de construir una vida libre y moderna en la capital, ahora parecían ingenuas fantasías de una persona que ya no existía.

6 meses después, en abril de 1912, Emilia se casó con Rodrigo Velasco, exactamente el tipo de matrimonio arreglado que había temido. No fue por presión directa de sus padres, quienes ahora habrían aceptado cualquier cosa que la hiciera feliz, sino por su propia resignación.

El mundo le había mostrado su lado oscuro, había perdido su inocencia, sus esperanzas. Un matrimonio tradicional, seguro, predecible, ahora parecía no solo aceptable, sino deseable. Alejandro Ruiz finalmente se fue a la ciudad de México en 1913, cuando estalló otra fase de la revolución. Se desconoce qué fue de él después. Algunos dicen que murió durante los combates violentos en la capital. otros que se fue al extranjero, tal vez a Europa o a Estados Unidos.

Nunca se volvió a saber de él en Puebla. Emilia vivió hasta 1954, muriendo a los 60 años en la hacienda de los Velasco. Tuvo cinco hijos, ninguno de los cuales mostró mucho afecto por ella en sus memorias posteriores. Fue descrita por quienes la conocieron en sus últimos años como una mujer triste, distante, que pasaba horas sola mirando por las ventanas hacia las montañas.

nunca habló públicamente de su secuestro después del juicio. La casa en la calle 5 de Mayo, donde vivió la familia García, fue vendida en 1920 y eventualmente demolida en los años 60 para construir un edificio de oficinas moderno. La casa del Alfeñique, donde Emilia y Alejandro tuvieron su último encuentro, todavía existe hoy como museo.

Aunque pocos visitantes conocen la historia que ocurrió en sus patios silenciosos, el callejón donde Emilia fue capturada fue cerrado y convertido en propiedad privada décadas después. El sótano donde estuvo prisionera fue sellado cuando la casa de los Morales fue finalmente demolida en 1935. La historia de la desaparición de Emilia García se convirtió en leyenda local en Puebla, contada y recontada durante generaciones, cada versión añadiendo o quitando detalles hasta que la verdad se mezcló con la ficción.

Algunos dicen que el fantasma de Emilia todavía camina por las calles del centro histórico de Puebla en las tardes de octubre. una figura joven vestida de época buscando eternamente el camino a casa que nunca encontró realmente, incluso después de su rescate.

Lo que es cierto es que el caso expuso las heridas profundas del México de principios del siglo XX, un país tratando de transformarse, pero todavía cargando los pecados de generaciones pasadas, donde la justicia era frecuentemente selectiva, donde las diferencias de clase creaban abismos insalvables y donde una joven mujer con sueños de libertad y amor terminó siendo la víctima inocente de venganzas que no eran suyas.

El inspector Palacios escribió en su reporte final, “Este caso me ha enseñado que a veces las desapariciones más misteriosas tienen raíces en crímenes antiguos que creíamos olvidados. La justicia demorada es justicia negada y la injusticia no perdonada se convierte en semilla de tragedias futuras.” Emilia García Mendoza fue encontrada viva, pero la joven que entró a ese callejón en octubre de 1911 nunca realmente regresó.

Murió allí en cierto sentido y la mujer que rescatamos fue alguien diferente, marcada para siempre por la oscuridad. Y así termina la historia de la misteriosa desaparición que aterrorizó a Puebla en 1911. un recordatorio sombrío de que las decisiones que tomamos, las injusticias que cometemos pueden resonar a través de décadas y generaciones cobrando precios terribles en las vidas de los inocentes.