Caso real en Tlaxcala. La esclava sorjuana fue obligada a callar, pero alguien habló por ella. 1887. Bienvenidos a un nuevo episodio. Si aún no te has suscrito al canal, hazlo ahora y activa la campanita para no perderte ninguna historia. Déjanos en los comentarios desde dónde nos ves y a qué hora estás escuchando esta historia.

Ahora sí, comencemos. El viento de febrero soplaba con fuerza inusual sobre Tlaxcala en 1887, levantando nubes de polvo que hacían difícil distinguir las siluetas de quienes caminaban por las calles empedradas. La ciudad colonial, con sus iglesias de cantera rosa y sus casonas de adobe, parecía aferrarse al pasado con la misma terquedad con que sus habitantes se aferraban a sus tradiciones.

En el convento de Santa Clara, ubicado en el centro de la ciudad, el silencio era una ley más estricta que cualquier mandamiento divino. Juana Inés, no la poeta, sino una mujer de carne y hueso, cuyo nombre compartía con aquella ilustre figura por decisión de su madre, quien soñaba con que su hija alcanzara alguna forma de grandeza.

Había ingresado al convento 10 años atrás, no por vocación, sino por necesidad. Su piel morena delataba su origen indígena y en aquellos años las opciones para una mujer de su condición eran limitadas. el servicio doméstico, el matrimonio con algún peón de hacienda o la vida religiosa como hermana de velo blanco, esas monjas de segunda clase que realizaban el trabajo más duro del convento.

Tenía 28 años cuando comenzó todo, aunque su rostro curtido por el trabajo la hacía parecer mayor. Sus manos ásperas y agrietadas contaban la historia de miles de tortillas hechas, pisos lavados, ropa tallada en el río. En el convento, Sorjuana no rezaba en el coro con las monjas de velo negro.

Ella lavaba sus hábitos, preparaba sus alimentos, limpiaba sus celdas. Era invisible como lo había sido toda su vida. La madre superiora, Sor María del Sacramento era una mujer de origen español cuya familia había llegado a México tres generaciones atrás. Alta de facciones duras y ojos grises que parecían capaces de atravesar el alma, gobernaba el convento con Mano de Hierro.

Tenía 52 años y llevaba 30 en Santa Clara, los últimos 15 como superiora. Bajo su mandato, el convento había prosperado económicamente, pero a costa de un sistema que muchas susurraban en privado, pero nadie se atrevía a cuestionar abiertamente. Todo cambió el 14 de febrero de 1887, cuando Sorana desapareció. Nadie la vio salir.

Nadie escuchó nada fuera de lo común. Simplemente cuando llegó la hora de preparar el desayuno, Sor Juana no estaba en la cocina. Las otras hermanas de Velo Blanco, Sor Catalina y Sor Refugio, asumieron inicialmente que estaría enferma. Pero al ir a buscarla a su celda, un cuarto estrecho de 2 metros por dos sin ventanas, con apenas un catre y una imagen de la Virgen de Guadalupe, encontraron el espacio vacío. Su hábito de repuesto seguía colgado en el clavo.

Sus sandalias estaban junto a la cama. Su pequeño rosario de madera permanecía sobre la mesa. Sor Catalina, una mujer zapoteca de 40 años que había llegado al convento desde Oaxaca, sintió un escalofrío recorrerle la espalda. En los 10 años que llevaba ahí, nunca había visto a ninguna hermana abandonar el convento sin autorización.

Era simplemente impensable. Las puertas se cerraban con llave cada noche y solo la madre superiora y la portera tenían acceso. La noticia llegó a oídos de Sor María del Sacramento durante la misa de las 7 de la mañana. Su rostro no mostró sorpresa, solo una dureza aún mayor que la habitual.

Después de la comunión, convocó a todas las hermanas al refectorio. El silencio era absoluto, interrumpido apenas por el crujir de los hábitos y el roce de las sandalias contra el piso de ladrillo. “Hermanas”, comenzó Sor María, su voz firme y sin inflexión, “Una de nuestras sirvientas ha abandonado la casa de Dios.

Sor Juan Inés ha cedido a las tentaciones del mundo y ha huido durante la noche, rompiendo sus votos y traicionando la confianza que depositamos en ella. Rezaremos por su alma pecadora, pero no se hablará más del asunto. Ella ha elegido su camino hacia la perdición. Las palabras cayeron como piedras en agua quieta. Las monjas de velo negro asintieron con solemnidad.

Las de velo blanco mantuvieron la mirada baja, pero sus mentes trabajaban. Sor Catalina sabía algo que la superiora no mencionaba. La puerta de la cocina que daba al huerto había amanecido cerrada con llave desde dentro. Ella misma había tenido que abrirla esa mañana. Si Sorjuana había huído, no lo había hecho por ahí.

Y las otras dos salidas del convento, la puerta principal y la del locutorio, eran imposibles de abrir sin las llaves que solo la superiora guardaba. Pero guardar silencio era su única opción. Cuestionar a la madre superiora era impensable. En la ciudad de Tlaxcala, la desaparición de una monja no causó mayor revuelo.

El padre Sebastián Mora, párroco de la catedral y confesor del convento, recibió la notificación oficial de Sor María del Sacramento. La carta era breve y clara. Sor Juana Inés había abandonado el convento voluntariamente, probablemente para regresar con su familia o buscar una vida secular. El padre Mora, un hombre de 60 años que había visto de todo en sus décadas de sacerdocio, aceptó la explicación sin hacer preguntas.

En esa época, los asuntos internos de los conventos eran territorio exclusivo de las superioras. Sin embargo, había alguien que no podía aceptar esa versión tan fácilmente. Tomasa García era la hermana menor de Sorjuana. Tenía 23 años y trabajaba como la bandera en una casa de comerciantes cerca de la plaza principal.

A diferencia de su hermana, Tomasa, había elegido el matrimonio, aunque su esposo, un carpintero llamado Esteban Ramírez, había muerto de neumonía el invierno anterior, dejándola viuda y sin hijos. Las dos hermanas se habían visto por última vez en diciembre durante una de las pocas visitas que el convento permitía. Sorana le había parecido cansada, más delgada de lo usual, pero cuando Tomasa le preguntó si estaba bien, su hermana solo había sonreído débilmente y dicho que el trabajo era duro, pero que Dios le daba fuerzas.

La noticia de la desaparición llegó a Tomasa a través de padre Mora, quien la mandó llamar el 16 de febrero. En su despacho en la sacristía, el sacerdote le explicó la situación con palabras cuidadosamente elegidas. Tu hermana ha decidido dejar el convento, hija.

No es algo que ocurra con frecuencia, pero tampoco es inaudito. Algunas mujeres descubren que la vida religiosa no es para ellas. Tomasa, sentada en una silla de madera frente al escritorio del padre, sintió que algo no encajaba. ¿Y a dónde fue, padre? Volvió a nuestro pueblo. El sacerdote negó con la cabeza. La madre superiora no tiene esa información, simplemente desapareció durante la noche.

Seguramente quiso evitar explicaciones dolorosas. ¿Dejó alguna nota, algún mensaje para mí? Nada, hija, lo siento. Tomasa salió de la sacristía con más preguntas que respuestas. Conocía a su hermana. Juana era metódica, cuidadosa, incapaz de tomar una decisión impulsiva. Si hubiera querido dejar el convento, habría hablado con ella primero.

Habrían planeado juntas qué hacer, dónde vivir. No tenía sentido que hubiera desaparecido sin decir nada. Esa misma tarde, Tomasa fue al convento de Santa Clara. La portera Sor Guadalupe, una mujer mayor de expresión amable, la recibió en el locutorio. Entre ellas extendía una reja de hierro forjado que separaba el mundo exterior del interior del convento.

“Vine a preguntar por mi hermana Sorana Inés”, dijo Tomasa tratando de mantener la calma. Sor Guadalupe bajó la mirada. “La madre superiora ha dejado instrucciones de que no se hable del tema. Hija, tu hermana ya no está aquí. Es todo lo que puedo decirte, pero es mi hermana. Tengo derecho a saber qué pasó. Lo siento mucho. No puedo ayudarte.

Tomasa insistió, su voz subiendo de tono, pero Sor Guadalupe simplemente se levantó y se retiró, dejándola sola frente a la reja. La frustración y el miedo comenzaban a transformarse en algo más, determinación. Durante los siguientes días, Tomasa hizo preguntas por toda la ciudad. Habló con comerciantes, con otras lavanderas, con conocidos de su hermana.

Nadie había visto a Sorjuana. Visitó el pueblo de San Miguel Contla, a 5 km de Tlaxcala, donde ambas habían nacido. Sus padres habían muerto años atrás, pero quedaban tíos, primos. Ninguno había tenido noticias de Juana. El 25 de febrero, 11 días después de la desaparición, Tomasa tomó una decisión que muchos consideraron una locura. Fue a ver al alcalde municipal.

Don Joaquín Pérez era un hombre de leyes que había estudiado en la Ciudad de México y regresado a Tlaxcala con ideas progresistas sobre justicia y orden público. Tenía 45 años. Era de complexión robusta. y usaba anteojos de montura dorada que le daban un aire de autoridad intelectual. Su oficina en el palacio municipal era pequeña, pero ordenada, con estantes llenos de códigos legales y documentos oficiales.

Tomasa entró con el sombrero en las manos, visiblemente nerviosa. Una mujer indígena, viuda, sin recursos ni influencias, pidiendo audiencia con el alcalde, era algo casi inaudito, pero don Joaquín, para sorpresa de muchos, la recibió. ¿En qué puedo ayudar la señora? Tomasa le contó todo.

La desaparición de su hermana, la explicación de la superiora, sus sospechas, la imposibilidad de que Juana hubiera huido sin despedirse. Don Joaquín escuchó con atención, tomando notas en un papel. Cuando ella terminó, se reclinó en su silla y se quitó los anteojos para limpiarlos con un pañuelo. Señora Ramírez, entiendo su preocupación, pero debe comprender que los conventos son instituciones autónomas.

La autoridad civil no puede simplemente entrar y hacer investigaciones sin causa grave y sin la autorización de las autoridades eclesiásticas. Pero mi hermana desapareció. Señor alcalde, ¿no es eso causa suficiente? Según la madre superiora, su hermana se fue voluntariamente, sin evidencia que contradiga esa versión.

La evidencia es que nadie la ha visto, que no llevó sus cosas, que no me dijo nada. Mi hermana no haría eso. Don Joaquín suspiró. Había algo en la determinación de aquella mujer que lo conmovía. Además, como hombre de leyes, tenía sus propias dudas sobre algunos de los conventos de la región. Había escuchado rumores, historias que circulaban en voz baja sobre castigos excesivos, sobre monjas que desaparecían o morían en circunstancias extrañas, pero rumores no eran evidencia.

Deme unos días”, dijo finalmente, “Hablaré con el padre Mora y con el obispo. Si hay algo irregular, lo investigaremos. Tiene mi palabra.” Tomasa salió de la oficina con una mezcla de esperanza y escepticismo. Al menos alguien la había escuchado. Don Joaquín cumplió su promesa. Dos días después se reunió con el padre Mora en la casa cural. La conversación fue tensa.

El sacerdote insistió en que el caso estaba cerrado, quejuana había decidido dejar la vida religiosa y que no había nada más que investigar. Pero cuando el alcalde mencionó la posibilidad de involucrar a la autoridad civil debido a las circunstancias sospechosas de la desaparición, el padre Mora palideció visiblemente. No hay nada sospechoso, don Joaquín.

solo una mujer que tomó una decisión difícil. Entonces no tendrán problema en que hable directamente con la madre superiora y con algunas de las hermanas que convivían con Sor Juana. El padre Mora tartamudeó una respuesta, pero finalmente accedió a organizar una reunión. El encuentro se realizó el 2 de marzo en el locutorio del convento.

Don Joaquín llegó acompañado de su secretario, un joven llamado Roberto Sánchez, que tomaba notas taquigráficas. Sor María del Sacramento los recibió con cortesía fría. Su postura era rígida, sus manos entrelazadas sobre el regazo. “Madre superiora, agradezco que me reciba”, comenzó don Joaquín.

Estoy aquí porque la hermana de Sorjuana Inés ha expresado preocupación por la desaparición de su familiar. Ya he explicado la situación al padre Mora. Sorana decidió abandonar el convento. No hay misterio alguno. Dejó alguna nota explicando sus razones. No. Presumiblemente temía ser disuadida. Alguien la vio salir. Fue durante la noche. Las hermanas duermen en sus celdas.

¿Cómo salió del convento si las puertas están cerradas con llave? Por primera vez, Sor María mostró una mínima vacilación. La puerta del huerto no estaba cerrada apropiadamente esa noche. Fue un descuido de Sor Guadalupe, nuestra portera, ya ha sido reprendida. Puedo hablar con las hermanas que compartían trabajo con Sorjuana. No veo la necesidad.

Madre superiora, con todo respeto, estoy tratando de determinar si hay base para una investigación formal. Si coopera, esto puede resolverse rápidamente. Si no, me veré obligado a solicitar una orden judicial. El rostro de Sor María se endureció aún más, pero asintió. Minutos después, Sor Catalina y Sor Refugio fueron llamadas al locutorio. Sor Catalina era la mayor de las dos.

Sus ojos oscuros mostraban inteligencia y algo más. Miedo. Cuando don Joaquín le preguntó sobre la última vez que vio a Sorjuana, respondió con voz apenas audible. Fue en la cena del 13 de febrero. Cenamos juntas en la cocina después de servir a las madres. ¿Cómo la encontró? triste, preocupada, ansiosa. Sor Catalina miró a la superiora antes de responder. Estaba cansada.

Siempre estaba cansada. El trabajo es mucho. ¿Les mencionó alguna vez que deseaba dejar el convento? No, señor, nunca. ¿Y usted notó algo inusual esa noche? ¿Algún ruido, alguna conversación? Sor Catalina vaciló. Don Joaquín se dio cuenta de que quería decir algo, pero no se atrevía.

Hermana, lo que me diga podría ayudar a encontrar a su compañera. Yo escuché pasos en el pasillo después de completas, pero no vi nada. Pasos de ¿quién? No lo sé, señor. Solo escuché. Sor refugio. Más joven y claramente aterrorizada, apenas pudo aportar información. confirmó que Sorjuana nunca había mencionado querer irse y que su ausencia era completamente inesperada.

Cuando las hermanas se retiraron, don Joaquín se dirigió nuevamente a la superiora. Madre superiora, ¿puedo ver la celda de Sorjuana? Eso es completamente inapropiado. Esta es una clausura. Entonces me veré obligado a regresar con una orden judicial y con la policía municipal. Prefiere eso silencio que siguió fue tenso. Finalmente, Sor María se levantó. Síganme.

Pero esto es una profanación de nuestro espacio sagrado y será reportado al obispado. La celda de Sorguana era exactamente como Sor Catalina la había descrito, pequeña, oscura, desprovista de cualquier comodidad. Don Joaquín observó cuidadosamente. El hábito de repuesto estaba doblado con precisión, las sandalias colocadas juntas, el rosario en su lugar.

No había señales de que alguien hubiera empacado apresuradamente. Todo parecía ordenado, como si Sorana hubiera salido brevemente y planeara regresar. ¿Esta es toda su ropa? Preguntó don Joaquín. Las hermanas de velo blanco tienen dos hábitos, uno para usar, otro para lavar. Y ella estaba usando el otro cuando desapareció.

Presumiblemente don Joaquín se arrodilló y miró debajo del catre. Nada. Se levantó y examinó las paredes de adobe. En una esquina cerca del piso, notó algo. Arañazos en la pared, como si alguien hubiera intentado escribir o grabar algo con las uñas. se acercó más y pudo distinguir lo que parecían ser letras, pero estaban demasiado borrosas para leerlas claramente. ¿Qué es esto?, preguntó señalando las marcas.

Sor María se acercó y frunció el ceño. No lo sé. Probablemente imperfecciones de la construcción. Pero don Joaquín no estaba convencido. Pidió a su secretario que las dibujara en su libreta. Cuando salieron del convento media hora después, don Joaquín estaba más preocupado que antes. Algo no encajaba.

Una mujer que planeaba huir habría llevado al menos su rosario, algo de valor sentimental. Las marcas en la pared sugerían angustia, desesperación y el miedo evidente en los ojos de Zorcatalina indicaba que había algo más que no se atrevía a decir. Esa noche, en su oficina, don Joaquín estudió los dibujos que Roberto había hecho de las marcas en la pared.

Con paciencia logró descifrar algunas letras, Sot, y más abajo Ayu. sótano, ayuda. No estaba seguro, pero su instinto le decía que Sorguana había intentado dejar un mensaje. Al día siguiente, don Joaquín fue a ver a Tomasa, le mostró los dibujos y le explicó sus dudas. Necesito que me digas todo lo que sepas sobre ese convento, cualquier cosa que tu hermana te haya mencionado. Tomasa pensó cuidadosamente.

Juana me contó una vez que había castigos, que cuando las hermanas cometían errores o desobedecían, las encerraban en un lugar oscuro y frío. Ella lo llamaba la corrección. dijo que nunca había estado ahí, pero que había escuchado a otras hermanas hablar de ello con terror. Un sótano, no lo sé, solo decía abajo.

Don Joaquín sintió que el caso tomaba un giro más oscuro. Los conventos coloniales a menudo tenían sótanos o criptas donde se enterraba a las monjas. Algunos también tenían celdas de castigo, herencia de una época en que la disciplina religiosa era extremadamente severa. Pero en 1887 tales prácticas deberían haber sido cosa del pasado.

Decidió que necesitaba más información antes de actuar. Durante los siguientes días, discretamente, comenzó a investigar la historia del convento de Santa Clara. visitó archivos municipales, habló con personas mayores que recordaban los viejos tiempos. Lo que descubrió lo perturbó profundamente. Don Amadeo Téz, un profesor jubilado de 70 años que había vivido toda su vida en Tlaxcala, le contó historias que se remontaban décadas atrás.

Ese convento siempre ha tenido fama de ser el más estricto de la región”, explicó el anciano mientras tomaban café en su modesta casa. Cuando yo era niño, en los años 20 se decía que las monjas que ingresaban ahí prácticamente desaparecían del mundo. Había una superiora, entonces, no recuerdo su nombre, que gobernaba con puño de hierro. Se rumoraba que tenía métodos muy duros para mantener la disciplina.

¿Qué tipo de métodos? Ayunos prolongados, vigilias de rodillas toda la noche, encierros en oscuridad, pero eran solo rumores. Nadie podía confirmarlo porque nadie entraba ahí. ¿Escuchó alguna vez sobre monjas que desaparecieran? Don Amadeo se quedó pensativo. Había una historia. Debe haber sido en 1845 o 1846. Una joven novicia, no recuerdo su nombre, fue declarada muerta de fiebres.

Pero su familia insistió en que la habían visto días antes y estaba perfectamente sana. Exigieron ver el cuerpo, pero el convento se negó diciendo que ya había sido enterrada en la cripta por razones de higiene. La familia armó un escándalo, pero al final no pudieron hacer nada. Las autoridades eclesiásticas respaldaron al convento.

Esta información hizo que don Joaquín se sintiera aún más surgido de actuar, pero sabía que necesitaba ser cuidadoso. No podía simplemente irrumpir en un convento con acusaciones sin fundamento. Necesitaba evidencia sólida. La oportunidad llegó de forma inesperada.

El 10 de marzo, Sor Catalina apareció en la casa de Tomasa al anochecer, vestida con ropa civil, que claramente no era suya. Estaba pálida, temblando y parecía no haber dormido en días. Tomasa casi no la reconoció cuando abrió la puerta. “Por favor”, susurró Sorcatalina. “Necesito hablar con el alcalde. Es sobre tu hermana. Sé lo que le pasó.

” Tomasa no hizo preguntas. envolvió a la mujer en un reboso y la llevó directamente a la casa de don Joaquín, quien vivía solo después de la muerte de su esposa años atrás. Cuando el alcalde abrió la puerta y vio a las dos mujeres, supo inmediatamente que estaba a punto de escuchar algo importante.

“Necesito protección”, dijo Sor Catalina que estuvieron dentro con las cortinas cerradas y una lámpara de aceite iluminando la sala. Si la madre superiora descubre que estoy aquí, mi vida correrá peligro. Tiene mi palabra de que estará a salvo, respondió don Joaquín. Ahora, por favor, cuénteme todo. Sor Catalina tomó aire profundamente y comenzó a hablar.

Su relato duraría casi 2 horas y cambiaría el curso de la investigación por completo. Sorjuana no huyó del convento. Comenzó. fue llevada al sótano el 13 de febrero por la noche después de completas. Yo escuché cuando se la llevaron. Escuché sus gritos. Tomasa dejó escapar un soyozo, pero don Joaquín le hizo un gesto para que dejara hablar a Sor Catalina.

¿Por qué fue llevada al sótano? Porque osó cuestionar a la madre superiora. Verá, señor alcalde, el convento de Santa Clara no es lo que parece ser desde fuera. Es cierto que es una institución religiosa, pero también es un negocio. Las hermanas de velo negro, las monjas de coro, vienen de familias adineradas, pagan dotes grandes para ingresar, pero las hermanas de Velo Blanco, como yo, como soruana, como Sor Refugio, somos pobres, somos indígenas.

No pagamos dote, ingresamos para servir, pero en realidad somos esclavas. La palabra cayó como un rayo. Don Joaquín se inclinó hacia delante. Esclavas, explíqueme mejor. Trabajamos desde antes del alba hasta pasada la medianoche. Cocinamos, limpiamos, lavamos, cocemos.

No solo para el convento, sino también para familias de fuera. La madre superiora tiene acuerdos con comerciantes ricos de la ciudad. Nosotras hacemos bordados finos, tejemos manteles, hacemos velas, preparamos dulces que luego se venden en el mercado. Todo el dinero va al convento a la madre superiora. Nosotras no vemos nada. Vivimos con lo mínimo.

Comemos las obras, dormimos en celdas sin luz. Y si protestamos, si nos quejamos, si mostramos cansancio, nos castigan. ¿Qué tipo de castigos? Ayunos, vigilias, flagelación. Y para las que son más rebeldes, el sótano. Hábleme del sótano. Sor Catalina cerró los ojos como si el solo recuerdo fuera doloroso. Es una cripta antigua debajo de la capilla.

Está húmeda, oscura, llena de nichos donde están enterradas las monjas de generaciones pasadas. Hay una celda especial ahí, sin ventanas, sin luz. La madre superiora la usa para correcciones graves. Las hermanas que van ahí pasan días en completa oscuridad, sin comida, solo agua. Algunas salen con la mente quebrada, otras no salen.

¿Qué quiere decir con que no salen? Sor Catalina abrió los ojos y miró directamente a don Joaquín. En los 10 años que llevo en el convento, tres hermanas han sido llevadas al sótano para corrección y nunca regresaron. Se nos dijo que habían muerto de enfermedades repentinas y fueron enterradas rápidamente, pero yo sé la verdad. Una de ellas era mi amiga Sor Dolores. Era joven, fuerte, saludable.

La enviaron al sótano por haber roto un plato valioso de una de las madres de Velo Negro. Cinco días después nos dijeron que había muerto de fiebres, pero yo la escuché gritar durante esos días. La escuché suplicar por agua, por comida y luego los gritos se detuvieron. El silencio en la sala era absoluto. Tomasa lloraba silenciosamente.

Don Joaquín sentía una mezcla de horror e ira. ¿Y Sorguana, ¿qué hizo para merecer ese castigo? Ella vio algo que no debía ver. El 13 de febrero, temprano en la mañana, la madre superiora le ordenó que limpiara la celda privada de Sor Teresa de Jesús, una de las monjas de velo negro más ancianas del convento.

    Teresa tiene casi 80 años y está muy enferma. Cuando Sor Juana entró a la celda, encontró a Sor Teresa inconsciente con fiebre alta. Corrió a buscar ayuda, pero la madre superiora le ordenó que volviera a la cocina. y no dijera nada. Sorjuana desobedeció. Fue directamente donde Sor refugio y le contó lo que había visto.

Sor refugio, asustada, fue a decirle a la madre superiora, “Y esa noche, después de completas, vinieron por Sor Juana.” ¿Quiénes vinieron por ella? La madre superiora y Sor Beatriz, la maestra de novicias. La sacaron de su celda a rastras. Sorjuana gritaba, pedía explicaciones. Yo las escuché desde mi celda. La llevaron al sótano y la puerta se cerró. Esa fue la última vez que alguien la vio con vida.

Está diciendo que Sorjuana está muerta. No lo sé con certeza, señor alcalde, pero basándome en lo que pasó con las otras, temo lo peor. El patrón es siempre el mismo. Primero dicen que la hermana huyó o que está enferma. Luego, después de unos días, anuncian que murió y finalmente la entierran rápidamente en la cripta sin permitir que nadie vea el cuerpo.

Don Joaquín se puso de pie y caminó hacia la ventana. Su mente trabajaba a toda velocidad. Si lo que Sorcatalina decía era verdad, no estaban ante una simple desaparición, sino ante algo mucho más grave. Abuso sistemático, posible asesinato, encubrimiento institucional. ¿Por qué no ha dicho nada antes? ¿Por qué ninguna de ustedes ha denunciado esto? Sor Catalina rió amargamente.

¿A quién íbamos a decirle? Al padre Mora. Él es cómplice. Visita el convento regularmente, escucha nuestras confesiones y nunca ve nada. ¿O no quiere ver? Al obispo. La madre superiora tiene conexiones poderosas. Su familia donó una fortuna para construir la nueva ala del convento hace 20 años. A las autoridades civiles, nosotras somos nadie.

Mujeres indígenas, sin educación, sin voz. ¿Quién nos creería contra una superiora respetada y un convento con siglos de tradición? Yo le creo”, dijo don Joaquín firmemente, “y voy a hacer algo al respecto, pero necesito que me ayude. ¿Puede dibujar un plano del convento? Especialmente la ubicación del sótano y cómo acceder a él.” Sor Catalina asintió.

Don Joaquín le dio papel y lápiz. Y durante la siguiente hora, la monja dibujó un plano detallado del convento. Mostró las celdas de las hermanas, el refectorio, la cocina, la capilla y, más importante, una escalera estrecha detrás del altar que bajaba a la cripta. “La puerta del sótano siempre está cerrada con llave”, explicó Sorcatalina.

Solo la madre superiora tiene la llave, pero hay una ventana pequeña casi al nivel del suelo en el jardín exterior. Está cubierta con tablas, pero desde ahí se puede escuchar lo que pasa adentro. ¿Usted ha escuchado desde ahí? Soralina bajó la mirada avergonzada. Una vez, hace dos años, cuando llevaron a Sor Dolores, escuché sus gritos durante tres noches.

Después solo hubo silencio. Don Joaquín sabía que tenía que actuar rápido. Cada día que pasaba podría significar la diferencia entre encontrar a Sor Juana viva o no encontrarla en absoluto. Pero también necesitaba hacerlo bien. Una acción precipitada podría arruinar el caso y permitir que los responsables escaparan de la justicia.

El 11 de marzo por la mañana, don Joaquín redactó un documento oficial dirigido al obispo de Tlaxcala, el ilustrísimo señor don Luis García y Casbalzeta. En la carta expuso las acusaciones de Sor Catalina y solicitó permiso para realizar una inspección formal del convento de Santa Clara, específicamente de la cripta y los espacios de castigo.

fundamentó su petición en el Código Penal del Estado de Tlaxcala, que establecía que la autoridad civil tenía jurisdicción sobre cualquier delito común cometido incluso dentro de instituciones religiosas. La respuesta del obispo llegó esa misma tarde. Era breve y al punto. El obispo autorizaba la inspección, pero exigía estar presente junto con el padre Mora.

La inspección se realizaría al día siguiente, 12 de marzo, a las 10 de la mañana. Esa noche, don Joaquín apenas durmió. Repasaba mentalmente cada detalle, cada posible escenario. Si encontraban a Sor Juana viva, sería un triunfo de la justicia. Si la encontraban muerta, al menos habría evidencia para procesar a los responsables.

Pero si no encontraban nada, todo el caso se vendría abajo y Sorcatalina quedaría desprotegida ante posibles represalias. Tomasa tampoco durmió. Rezaba sin cesar, aferrada a un pequeño rosario que había pertenecido a su madre. rogaba a Dios que su hermana estuviera viva, que todo esto fuera un terrible malentendido, que pronto estarían juntas de nuevo.

Sor Catalina, refugiada en la casa del alcalde, bajo la protección de dos guardias municipales, miraba el techo oscuro de la habitación que le habían asignado. Por primera vez, en 10 años sentía algo que había olvidado, esperanza, pero también miedo. Si el alcalde no encontraba evidencia, ella habría roto sus votos y abandonado el convento para nada.

Estaría sola, sin hogar, sin sustento, posiblemente perseguida por la iglesia, pero ya no podía seguir callando. Sorana había sido amable con ella desde el primer día que llegó al convento. Le había enseñado a hacer las tortillas más finas. La había consolado cuando lloraba de agotamiento. Había compartido con ella sus escasas raciones cuando el hambre apretaba demasiado.

No podía traicionar su memoria guardando silencio. La mañana del 12 de marzo amaneció gris y fría. Una neblina ligera cubría la ciudad dándole un aspecto fantasmal. A las 9:30, don Joaquín salió de su casa acompañado de Roberto Sánchez. su secretario y de seis guardias municipales. También llevaba consigo a un médico, el Dr.

Ernesto Villegas, un hombre de 50 años que había servido como médico militar durante las campañas republicanas contra los franceses. Don Joaquín consideró que podría necesitar sus servicios profesionales y también su testimonio como testigo imparcial. En la puerta del convento de Santa Clara los esperaban el obispo García y Cazbalzeta y el padre Mora.

El obispo era un hombre alto y delgado, de rostro austero y mirada penetrante. Vestía sotana negra con ribetes morados y un crucifijo de plata sobre el pecho. El padre Mora parecía nervioso, evitando el contacto visual con el alcalde. “Don Joaquín”, saludó el obispo con voz grave. Espero que esta inspección sea verdaderamente necesaria y que no se trate simplemente de las fantasías histéricas de una monja descontenta. Ilustrísima le aseguro que tomo este asunto con la mayor seriedad.

Hay acusaciones graves que deben ser investigadas. La puerta del convento se abrió y apareció sor María del Sacramento. Su rostro era una máscara de indignación contenida. Excelencia. dijo dirigiéndose al obispo. Esto es una profanación sin precedentes. Nuestro convento ha servido a Dios y a la comunidad durante más de dos siglos sin mancha.

Estas acusaciones son difamación pura. Madre superiora, respondió el obispo, coopere con la inspección y permita que la verdad salga a la luz. Si no hay nada que ocultar, no tiene nada que temer. El grupo entró al convento. Las monjas de velo negro estaban reunidas en el coro rezando en voz baja. Las de velo blanco habían sido confinadas a sus celdas.

Se podía sentir la tensión en el aire como si las paredes mismas contuvieran la respiración. Don Joaquín, siguiendo el plano de Sor Catalina, se dirigió directamente a la capilla. El altar mayor era una estructura barroca elaborada, dorada y llena de imágenes de santos.

Detrás de él, parcialmente oculta por un pesado cortinaje, estaba la puerta que llevaba a la cripta. “Necesito que abra esa puerta”, dijo don Joaquín dirigiéndose a la superiora. Esa es la cripta de nuestras hermanas fallecidas. Es un lugar sagrado. Ábrala, madre superiora, es una orden. Sor María miró al obispo, quien asintió gravemente con movimientos lentos y deliberados, la superiora sacó un manojo de llaves de entre los pliegues de su hábito.

Seleccionó una llave grande y antigua, la insertó en la cerradura y giró. El sonido del mecanismo abriéndose resonó en el silencio de la capilla. La puerta se abrió revelando una escalera de piedra que descendía hacia la oscuridad. Un olor a humedad y moo emanaba del subsuelo.

Don Joaquín tomó una lámpara de aceite de las manos de uno de los guardias y comenzó a bajar. El obispo, el doctor Villegas, Roberto Sánchez y dos de los guardias lo siguieron. Sor María del Sacramento y el padre Mora cerraban la comitiva. Los escalones eran irregulares y resbaladizos por la humedad. A medida que descendían, la temperatura bajaba y el aire se hacía más pesado. Finalmente llegaron al fondo.

La cripta era un espacio amplio con techo abovedado. A lo largo de las paredes había nichos cerrados con placas de piedra que llevaban los nombres y fechas de las monjas enterradas allí. Algunas placas databan del siglo X. Don Joaquín levantó la lámpara y examinó el espacio.

En el extremo opuesto de la cripta vio lo que buscaba, una puerta de madera reforzada con hierro. “¿Qué hay detrás de esa puerta?”, preguntó. “Es es un almacén antiguo, respondió Sor María. No se usa desde hace años. Ábrala. No tengo la llave aquí. Madre superiora, intervino el obispo con voz de acero, o encuentra esa llave inmediatamente o ordeno que la puerta sea derribada.

La superiora palideció. Lentamente regresó al manojo de llaves y seleccionó otra. Se acercó a la puerta, introdujo la llave en la cerradura y después de un momento de vacilación la abrió. El olor que salió fue náuseabundo, una mezcla de humedad. descomposición y desesperanza. Don Joaquín entró primero levantando la lámpara.

Lo que vio lo hizo contener un grito. La habitación era pequeña, no más de 3 m por tres. No había ventanas. El piso era de tierra apisonada y en un rincón encadenada a la pared por los tobillos con grilletes de hierro estaba sorjuana. Estaba viva, pero apenas. Su rostro demacrado mostraba semanas de privación.

Sus labios estaban agrietados y sangrantes. Su hábito estaba sucio y desgarrado. Cuando la luz de la lámpara la alcanzó, levantó una mano débilmente para protegerse los ojos, acostumbrados a la oscuridad absoluta. “Doctor, rápido!”, gritó don Joaquín. El doctor Villegas entró corriendo con su maletín.

se arrodilló junto a Sorjuana y comenzó a examinarla mientras uno de los guardias trabajaba en romper las cadenas con un cincel. “Está severamente deshidratada y desnutrida”, dictaminó el doctor. Tiene signos de hipotermia. Necesita atención médica inmediata. Es un milagro que siga viva. Don Joaquín se giró hacia Sor María del Sacramento, quien se había quedado paralizada en la entrada.

Su rostro había perdido todo color. Madre superiora, queda arrestada por secuestro, tortura y tentativa de homicidio. Guardias, pónganle los grilletes. No puede hacer esto! Gritó el padre Mora. Esta es una autoridad religiosa, no está bajo jurisdicción civil. El código penal es claro, respondió don Joaquín con voz firme.

Los delitos comunes cometidos por cualquier persona, sin importar su estado o condición, son competencia de la autoridad civil. Esta mujer será juzgada por un tribunal de justicia. El obispo García y Cazbalzeta, que había permanecido en silencio observando la escena, finalmente habló. Tiene razón, alcalde. La Iglesia no protege a los criminales. Madre superiora, ha traído vergüenza y deshonra a esta institución sagrada.

La Iglesia cooperará plenamente con la investigación. Mientras los guardias esposaban a Sor María, quien ahora soyaba y murmuraba incoherencias, el Dr. Villegas y don Joaquín trabajaban en liberar completamente a Sorjuana. Cuando finalmente rompieron la última cadena, ella se derrumbó en los brazos del médico. “Agua”, susurró con voz ronca.

“Por favor, agua.” El doctor le dio pequeños sorbos de su cantimplora mientras la envolvían en una manta que uno de los guardias había traído. Sorana miraba a su alrededor con ojos vidriosos, como si no pudiera creer que su pesadilla finalmente había terminado. “¿Cuánto tiempo?”, preguntó débilmente.

27 días, respondió don Joaquín suavemente. Estuvo aquí 27 días, pero ya está a salvo. La sacaremos de aquí. Mientras llevaban a Sorjuana hacia la superficie, don Joaquín notó algo más en la celda. En las paredes de Adobe había marcas similares a las que había visto en la celda superior, pero estas eran más extensas.

Se acercó con la lámpara para examinarlas mejor. Eran palabras arañadas con las uñas sobre la pared. Día tres, tengo sed. Día 7, Dios mío, no me abandones. Día 12, Tomása, perdóname. Día 15, ya no puedo más. Día 20, si alguien encuentra esto, díganle a mi hermana que la amo. Don Joaquín sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

ordenó a Roberto que fotografiara las inscripciones. Sería evidencia crucial en el juicio. Cuando finalmente salieron de la cripta, un grupo de monjas de velo blanco estaba reunido en la capilla, habiendo desobedecido la orden de permanecer en sus celdas. Cuando vieron a Sorjuana siendo llevada en camilla por los guardias, algunas comenzaron a llorar, otras cayeron de rodillas, no en oración, sino en alivio.

Sor refugio corrió hacia la camilla y tomó la mano de Sorjuana. Lo siento, Soyoso, lo siento tanto. Yo le dije a la superiora a lo que dijiste. Fue mi culpa. Sorjuana, con esfuerzo, apretó débilmente la mano de su compañera. No es tu culpa susurróla. Ella nos controló a todas.

Sorjuana fue llevada inmediatamente a la casa de salud municipal, donde el doctor Villegas y dos enfermeras comenzaron a tratarla. Estaba severamente deshidratada. Había perdido casi 15 kg. tenía múltiples contusiones y cortes en las muñecas y tobillos por las cadenas y mostraba signos de trauma psicológico severo, pero estaba viva.

Tomás llegó corriendo cuando le avisaron. Al ver a su hermana en la cama del hospital, se desplomó a su lado llorando. Sorjuana, aunque débil, logró sonreír. “Siempre, siempre supe que me encontrarías”, susurró. “Nunca me rendí. respondió Tomása entre lágrimas. Nunca. El doctor Villegas estimó que Sorjuana necesitaría al menos dos meses de recuperación física y probablemente años de recuperación emocional, pero tenía voluntad de vivir y eso, según el médico, era lo más importante. Mientras tanto, en la cárcel municipal, Sor María

del Sacramento fue interrogada. Inicialmente se negó a responder preguntas invocando privilegios religiosos. Pero cuando don Joaquín le presentó los testimonios de Sor Catalina y otras hermanas que habían comenzado a hablar y las evidencias físicas de la celda, su resistencia se quebró.

En un interrogatorio que duró tres horas, Sor María finalmente confesó, “Sí, había encerrado a Sorana en el sótano como castigo por insubinación. Sí, la había dejado ahí sin comida adecuada y con agua mínima, pero negó intentado matarla. Según su versión, era solo una corrección temporal, una forma de enseñarle disciplina y obediencia.

No esperaba que durara tanto, pero había surgido una inspección del obispo de otra diócesis y no podía arriesgarse a que Sorjuana fuera encontrada y contara lo que había visto sobre el maltrato de soresa de Jesús. Y las otras, preguntó don Joaquín. Sor Catalina mencionó otras hermanas que fueron al sótano y nunca regresaron. Sor María se cerró de nuevo.

Negó cualquier conocimiento de muertes. Insistió en que las hermanas mencionadas habían muerto de enfermedades naturales. Pero don Joaquín no le creyó. Ordenó una exhumación de la cripta. Los trabajos comenzaron el 15 de marzo y duraron 4 días. Lo que encontraron fue estremecedor.

De los 32 nichos en la cripta, cinco contenían cuerpos que habían sido enterrados en los últimos 20 años sin los registros apropiados. Cuando el doctor Villegas examinó los restos, encontró evidencias perturbadoras. Uno de los esqueletos mostraba fracturas en el cráneo inconsistentes con una caída accidental. Otro tenía las muñecas fracturadas.

como si hubiera estado encadenado. Un tercero mostraba signos de desnutrición extrema en el análisis de los huesos. El caso se expandió, ya no era solo sobre Sorjuana, sino sobre décadas de abuso sistemático. El obispo García Yasbalzeta, genuinamente horrorizado por los descubrimientos, ordenó una investigación exhaustiva de todos los conventos de la diócesis.

Lo que encontraron reveló que Santa Clara no era un caso aislado, aunque sí el más grave. El juicio de Sor María del Sacramento comenzó el 15 de abril de 1887 y se convirtió en uno de los casos más célebres de la época en Tlaxcala. El fiscal presentó testimonios de 15 hermanas de velo blanco que detallaron años de abuso, trabajo forzado, castigos crueles y un sistema que esencialmente convertía a las monjas pobres en esclavas de las monjas ricas.

Sorjuana, aunque todavía débil, testificó con voz temblorosa pero firme, describió sus 27 días en el sótano. Habló del frío penetrante, de la oscuridad absoluta, del hambre que la consumía, de la sed que la enloquecía. Describió cómo arañó las paredes intentando dejar un mensaje con la esperanza de que alguien algún día la encontrara.

Pensé que iba a morir ahí”, dijo mirando directamente a Sor María, quien mantenía la vista baja. Cada día esperaba que fuera el último, pero me aferré a la memoria de mi hermana, de mi madre, de las pocas cosas buenas que había conocido en la vida. Y cuando ya no tenía fuerzas para aferrarme a nada más, me aferré a la rabia, rabia de que una mujer que decía servir a Dios pudiera ser tan cruel. Esa rabia me mantuvo viva.

El jurado deliberó durante dos días. El veredicto fue unánime, culpable de secuestro, tortura, tentativa de homicidio y abuso de autoridad. Sor María del Sacramento fue sentenciada a 20 años de prisión. Fue despojada de su hábito y de todos sus títulos religiosos. El padre Mora, aunque no fue procesado criminalmente por falta de evidencia directa de su participación, fue removido de su puesto y enviado a un monasterio remoto en Michoacán.

El convento de Santa Clara fue intervenido por el obispado. Todas las hermanas de Velo Blanco fueron liberadas de sus votos si así lo deseaban. La mayoría eligió partir. Algunas, como Sor Catalina, se casaron y formaron familias. Otras encontraron trabajo en la ciudad.

Unas pocas, que genuinamente tenían vocación religiosa, fueron transferidas a otros conventos con mejor reputación. El edificio del convento fue parcialmente convertido en escuela para niñas pobres, administrada por una nueva orden religiosa con estricta supervisión civil. La cripta fue sellada permanentemente y se erigió un monumento en el jardín del convento en memoria de las hermanas que sufrieron y murieron ahí.

Sorjuana nunca regresó a la vida religiosa. Tras su recuperación fue formalmente dispensada de sus votos por el obispo. Se mudó con su hermana Tomasa y juntas abrieron una pequeña panadería en el centro de Tlascala. Sorana, ahora simplemente Juana García, descubrió que tenía un don para hacer pan dulce. La panadería prosperó y con el tiempo pudieron contratar a otras mujeres, muchas de ellas también exmonjas del convento. Juana nunca se casó.

Los traumas de su experiencia la habían marcado profundamente. Sufría pesadillas recurrentes sobre la oscuridad del sótano. No podía estar en espacios cerrados sin sentir pánico. Pero con el apoyo de su hermana y la ayuda de un médico progresista que había estudiado en Francia, lentamente aprendió a vivir con sus cicatrices.

Don Joaquín Pérez continuó su carrera en la administración pública. El caso de Sorjuana le valió reconocimiento nacional.