El Invierno y la Espera

Polinka se sentó en el taburete frente a la estufa, abrazando sus rodillas, mientras las llamas comenzaban a bailar tras la puerta de hierro fundido. El calor se extendía poco a poco por la habitación, disipando el frío que se había instalado en las paredes, en el suelo, en los huesos de la niña. Afuera, el viento aullaba, empujando la nieve contra los cristales, y el reloj de pared, con su tic-tac monótono, marcaba las siete y cuarto.

Su madre seguía sin aparecer.

Polinka, de apenas ocho años, tenía el cabello rubio enmarañado y los ojos grandes, llenos de un brillo que no era alegría, sino una especie de atención contenida. No sonreía, pero por primera vez en dos días sus ojos se relajaron. El calor de la estufa era un pequeño triunfo, una victoria sobre el hielo y la soledad.

No lloraba. No porque no quisiera, sino porque sentía que si lloraba, se rompería en mil pedazos. Y si ella se rompía, ¿quién quedaría para cuidar la casa? ¿Quién vigilaría la estufa, para que no se apagara? ¿Quién dejaría migas en el alféizar para los pequeños pájaros que, a veces, se posaban en la rama frente a su ventana?

Polinka se sentía la guardiana de todo: de la casa, del fuego, de los recuerdos. Sabía que debía ser fuerte.

El Hambre y la Rutina

Durante el día, la niña recorrió la casa, buscando restos de comida. En la alacena, detrás de un trapo, encontró medio pan endurecido. Lo olió, lo golpeó suavemente contra la mesa: estaba duro, pero no mohoso. También halló, envuelto en un papel viejo y arrugado, un terrón de azúcar. Lo partió con cuidado: medio para ahora, medio para más tarde.

Con eso, y un poco del agua del cubo que quedaba junto a la puerta, volvió a su cama. Aún vestía la sudadera de su madre, demasiado grande, que olía a humo y a jabón barato. Se acurrucó bajo la manta, mirando el techo, escuchando los sonidos de la casa: el crujido de la madera, el silbido del viento, el lejano ladrido de un perro.

Afuera, la nieve comenzaba a caer, silenciosa y persistente, cubriendo el mundo de blanco y haciendo que la noche llegara antes de lo habitual.

Polinka se levantó y se acercó a la ventana. Con el dedo, dibujó un corazón en el vaho del cristal. En su mente, lo llenaba de palabras que no sabía escribir, pero sí sentía: mamá, vuelve, te espero.

La Noche y los Sueños

La noche cayó otra vez. No había luna, solo el reflejo pálido de la nieve iluminando la ventana. La casa crujía bajo el peso del frío y el silencio era tan profundo que Polinka podía oír su propio corazón.

Se metió en la cama, envolviéndose en la sudadera y la manta. Cerró los ojos y se obligó a respirar despacio. Soñó con pasos en la nieve, con una silueta acercándose a la casa, con una mano tibia en su frente y una voz suave que la llamaba por su nombre. Pero al despertar, todo estaba igual. Más frío. Más silencio. Menos esperanza.

Sin embargo, no se dejó vencer. Se levantó, encendió la estufa con los dos leños que quedaban, movió los brazos para entrar en calor y se sentó con su cuaderno. Con un lápiz gastado, dibujó lo que más deseaba: una taza de té humeante y su madre sentada a su lado, sonriendo. Dibujó la estufa, la mesa, las patatas humeantes, incluso el pan que ya no tenía.

El Llamado a la Puerta

Fue entonces cuando oyó los golpes en la puerta. Al principio pensó que los había imaginado. Pero no: tres golpes firmes, seguros, que resonaron en el silencio como un trueno.

Polinka se quedó inmóvil, el corazón latiéndole con fuerza. ¿Y si era mamá? ¿Y si era un desconocido? Se acercó a la puerta en puntas de pie y abrió apenas una rendija.

Era una mujer. No su madre, sino otra, con un abrigo largo, botas forradas y una bufanda tejida de colores apagados. Tenía el rostro cansado, pero sus ojos eran cálidos.

—Hola, pequeña —dijo suavemente—. Soy de los servicios sociales. ¿Estás sola?

Polinka no respondió, solo asintió despacio, sin apartar la mano del picaporte.

La mujer entró con cuidado, como si la casa fuera una caja de cristal a punto de romperse. Llevaba una bolsa grande. Sacó una manta gruesa, una barra de pan, una pequeña bolsa de patatas y una lata de carne en conserva. Luego se arrodilló junto a Polinka y, sin preguntar más, la abrazó. Fue ese calor humano, más que el de la estufa, el que finalmente quebró la muralla de la niña. Polinka apoyó la cabeza en su hombro y lloró, en silencio, como si todo el dolor, la angustia y el miedo se derritieran de golpe.

 La Transición

Los días siguientes fueron un torbellino de cambios. Polinka fue llevada a un hogar de acogida. No era un lugar lujoso, pero era cálido. Tenía una cama propia, comida caliente, y una mujer amable llamada Ludmila que la despertaba cada mañana con una taza de té y pan con mantequilla.

Al principio, Polinka no hablaba mucho. Observaba todo con ojos grandes y silenciosos: los otros niños, el jardín con columpios, la cocina donde siempre olía a sopa. Extrañaba su casa, la estufa, el rincón donde se sentaba a dibujar. Extrañaba a su madre, aunque nadie supiera decirle dónde estaba.

A veces, por la noche, se despertaba sobresaltada, esperando oír pasos en el pasillo, la voz de su madre llamándola. Pero solo oía el murmullo de los otros niños, el crujido de la madera, el lejano ulular del viento.

Los Recuerdos

Con el tiempo, Polinka empezó a adaptarse. Aprendió a vestirse sola, a hacer su cama, a compartir juguetes. Ludmila le enseñó a leer y a escribir. Polinka llenó cuadernos de dibujos: casas, estufas, tazas de té, corazones. Dibujaba a su madre con un vestido azul, siempre sonriendo.

A veces, Ludmila se sentaba a su lado y le preguntaba si quería hablar. Polinka negaba con la cabeza, pero agradecía el gesto. Sabía que Ludmila no iba a obligarla a contar lo que guardaba en el pecho.

En el fondo, Polinka seguía esperando. Cada vez que veía una estufa encendida, recordaba el calor de su casa, el olor a leña, la sensación de seguridad. Recordaba cómo, en las noches más frías, ella había mantenido el fuego vivo, había protegido el hogar, había sido fuerte.

El Valor de Seguir

La vida en el hogar de acogida no era fácil. Había días buenos y días malos. A veces, los niños peleaban por tonterías. A veces, Polinka sentía que no encajaba, que era diferente. Pero poco a poco, encontró su lugar. Hizo amigos. Aprendió a confiar.

Un día de primavera, Ludmila la llevó al parque. Se sentaron en un banco, bajo un árbol en flor.

—¿Sabes? —dijo Ludmila—. Hay personas que, aun siendo pequeñas, tienen un corazón enorme. Personas que, aunque pasen por cosas difíciles, siguen adelante. Tú eres una de esas personas, Polinka.

La niña la miró, sin saber qué decir. Pero sintió, por primera vez, que alguien la entendía.

El Futuro

Los años pasaron. Polinka creció. Cambió de hogar varias veces, pero siempre llevaba consigo una pequeña caja de cartón, donde guardaba sus dibujos, una ramita seca del árbol frente a su antigua casa y una piedra lisa que había encontrado junto a la estufa.

Nunca volvió a ver a su madre. Nadie supo qué ocurrió. Algunos decían que se había marchado en busca de trabajo y no pudo regresar. Otros, que algo malo le había pasado. Polinka aprendió a vivir con la ausencia, a llenar el vacío con recuerdos y esperanza.

En la escuela, Polinka destacó por su creatividad. Sus profesores admiraban sus dibujos y su capacidad para inventar historias. Sus compañeros la querían, aunque sabían que había algo en ella, una tristeza antigua, que no se podía borrar.

El Regreso

Un día, ya adolescente, Polinka volvió al pueblo donde había vivido de niña. Caminó por las calles nevadas, buscando la casa de su infancia. La encontró, vieja y abandonada, con las ventanas rotas y el jardín cubierto de maleza. Se acercó a la ventana y, con el dedo, dibujó un corazón en el cristal sucio. Cerró los ojos y recordó aquel invierno, el fuego de la estufa, la promesa que se había hecho a sí misma de no dejar que el frío la venciera.

Entró en la casa. Todo estaba cubierto de polvo y telarañas. Pero la estufa seguía allí, silenciosa, esperando. Polinka se sentó en el taburete, igual que entonces, y sintió una paz extraña. Sabía que había sobrevivido, que había crecido, que había aprendido a ser fuerte.

El Legado del Fuego

Años después, Polinka se convirtió en maestra. Enseñaba a niños pequeños a leer, a escribir, a dibujar. Siempre les decía que, aunque el mundo a veces fuera frío y difícil, dentro de cada uno había un fuego que no debía apagarse nunca.

En las tardes de invierno, encendía la estufa de la escuela y reunía a los niños a su alrededor. Les contaba historias de valor, de esperanza, de amor. Les enseñaba a no rendirse, a cuidar de los demás, a encontrar belleza incluso en los días más grises.

A veces, cuando el aula se llenaba de risas y calor, Polinka miraba el fuego y sonreía. Sabía que, incluso en los inviernos más duros, ella había mantenido el fuego vivo. Y eso, en su corazón, le daba fuerza para seguir adelante y para ayudar a otros a encontrar su propia luz.