El olor del miedo tenía color en el desierto de Chihuahua. Era amarillo como el sol del mediodía, pegajoso como el polvo que subía de la tierra reseca y apestaba a sudor agrio mezclado con sangre seca. En la hacienda piedra seca, la propiedad más grande de aquellas tierras, el silencio de los peones, pesaba más que el calor de diciembre, porque allí nadie se atrevía a quejarse, nadie se atrevía a parar, nadie se atrevía siquiera a buscar la sombra de un mezquite sin sentir el sabor amargo del látigo en la carne. Él hacendado Jacinto Salvatierra era dueño de todo lo

que la vista alcanzaba. Tierras, ganado, jacales de adobe y hasta la voluntad de los hombres que trabajaban de sol a sol, sin ganar ni lo suficiente para comprar piloncillo. Él caminaba por la propiedad con el látigo de cuero crudo enrollado en el brazo, los ojos pequeños y crueles, vigilando cada movimiento, cada suspiro, cada gota de sudor que escurría de los rostros quemados de los trabajadores.

Aquí mando yo y la sombra es lujo de olgazanes. Repetía, escupiendo las palabras como quien escupe al suelo, mientras forzaba a los campesinos a trabajar desde el amanecer hasta el anochecer, sin agua fresca, sin descanso, sin un minuto siquiera de respiro, lejos de aquel horno que era el desierto de Chihuahua.

El ascendado salvatierra no era solo cruel, era sádico. Encontraba placer en el sufrimiento ajeno. Sonreía cuando veía a un hombre temblar de cansancio. Reía cuando alguien se desmayaba de insolación. Tenía 60 y tantos años. La panza prominente de quien comía carne todos los días, mientras los demás roían huesos, el rostro colorado de quien bebía mezcal importado mientras los trabajadores se secaban de sed.

Usaba sombrero de ala ancha de cuero fino, pero no para protegerse del sol. Lo usaba para mostrar poder, para recordar a todos que él podía andar en la sombra mientras los otros se asaban bajo la luz. Sus botas de caña alta pisaban fuerte en el suelo seco, levantando nubes de polvo que se pegaban a la piel sudada de los hombres y mujeres que desciervaban, cargaban piedra, componían cercas, todo bajo aquel sol que derretía hasta las ganas de vivir.

En la hacienda Piedra Seca, el sufrimiento era la única cosecha garantizada y Salvatierra era el señor absoluto de aquella tierra  Los trabajadores eran hombres y mujeres de piel curtida por el sol, manos callosas, ojos hundidos de hambre y cansancio. Entre ellos estaba Juan Severino, primo lejano de José el chihuahuense, uno de los hombres de confianza de Pancho Villa.

Juan era un hombre de treint y tantos años, delgado como vara de mezquite, pero trabajador como ninguno. se levantaba antes de que cantara el gallo y solo paraba cuando la luna ya estaba alta. Tenía mujer y tres hijos pequeños, todos viviendo en un jacal que más parecía madriguera, con el techo agujerado y las paredes rajadas.

Juan no se quejaba de la vida, no pedía favores, solo quería trabajar en paz y llevar un puñado de tortillas a casa al final del día. Pero en la hacienda de Salvatierra, hasta eso era demasiado difícil. El desierto en aquella época del año era un horno sin piedad. El sol de diciembre caía como hierro al rojo vivo sobre el mezquital, quemando todo.

Los nopales quedaban marchitos, losaches perdían las hojas, hasta las liebres desaparecían de las madrigueras, buscando un frescor que no existía. La tierra se rajaba en dibujos que parecían cicatrices y el viento caliente que venía de la sierra solo empeoraba las cosas, trayendo polvo que entraba en los ojos, en la boca, en la nariz, pegándose a la piel mojada de sudor.

Los trabajadores sentían el olor de tierra seca mezclado con el edor de miedo que salía de sus propios cuerpos. Era un olor agrio, nauseabundo, que se pegaba a la ropa y no salía ni cuando lavaban en el arroyo. El sonido de la hacienda era el silencio roto apenas por el chasquido del látigo, por el gemido ahogado de quien recibía una paliza, por el chirrido de las carretas cargadas de piedra.

Órale, compa, si les gustó este inicio chingón, denle like y si no están suscritos todavía, suscríbanse al canal que hay muchas historias de Pancho Villa por aquí. Vamos a seguir. Cierto día, en el pico del calor de diciembre, cuando el sol estaba en lo más alto y la temperatura pasaba fácil de los 40 gr, Juan Severino sintió que las piernas le flaqueaban.

Estaba cargando piedra para reparar un muro que se había caído en la última lluvia, piedras grandes, pesadas, que lastimaban las manos y hacían que los hombros dolieran como si tuvieran clavos enterrados. Juan ya había hecho aquello unas 20 veces esa mañana y el cuerpo empezó a dar señales de que no aguantaba más.

La vista se le nubló, la boca se le secó como lija y el corazón le latía tan rápido que parecía que iba a estallar en el pecho. Soltó la piedra en el suelo, tambaleó hasta el mezquite más cercano y cayó de rodillas bajo la sombra bendita de aquel árbol, respirando hondo, tratando de no desmayarse. Fueron solo cuestión de minutos hasta que el ascendado salvatierra apareció montado en su caballo Alasán.

Los ojos pequeños chispeando de rabia, la boca torcida en una sonrisa cruel. ¿Qué es esto, Juan? ¿Ya te cansaste? ¿Crees que aquí es casa de oración que puedes parar cuando te dé la gana? Juan trató de levantarse. Trató explicar que se estaba sintiendo mal, que solo necesitaba un minuto para recuperarse, pero Salvatierra no quiso escuchar.

Bajó del caballo con una agilidad que no combinaba con el tamaño de su panza. desenrolló el látigo y gritó a los pistoleros que estaban cerca, “Agarren a este olgazán y átenlo al poste del corral. Voy a enseñarle una lección que no va a olvidar.” Los pistoleros eran tres hombres de cara cerrada, armados con rifle y machete, que obedecían al ascendado sin cuestionar.

Agarraron a Juan por los brazos, lo arrastraron por el suelo de tierra batida, levantando polvo que entró en la boca del pobre hombre, y lo hizo atragantarse. Juan trató de resistir, trató de gritar, pero los pistoleros eran demasiado fuertes y él estaba demasiado débil. Lo amarraron al poste de madera que estaba en medio del corral, las manos hacia arriba, la espalda expuesta, el cuerpo temblando de miedo y agotamiento.

Los otros trabajadores pararon lo que estaban haciendo y se quedaron mirando desde lejos, los ojos abiertos de horror, pero nadie se atrevió a intervenir. Quien se metiera iba a terminar en el mismo lugar que Juan. El ascendado salvatierra caminó despacio hasta el poste, saboreando cada paso, cada segundo de terror que veía en los ojos de Juan.

levantó el látigo, sintió el peso del cuero crudo en la mano y dejó caer el primer golpe con toda su fuerza en la espalda del trabajador. El chasquido del látigo resonó por la hacienda como un disparo y Juan soltó un grito que cortó el aire caliente del desierto, un grito de dolor puro, de desesperación, de humillación. La piel se abrió en una línea roja y la sangre empezó a escurrir.

Caliente, pegajosa, mezclada con el sudor. Salvatierra rió, una risa baja y asquerosa y siguió azotando. Dos, tres, cuatro, cinco golpes. Cada uno más fuerte que el anterior, cada uno abriendo más carne, cada uno arrancando más gritos. La espalda de Juan se volvió un mapa de heridas, la piel desgarrada colgando en tiras, la sangre escurriendo por los pantalones y goteando en el suelo de tierra seca.

La sombra es lujo de olgazanes, Juan. Vas a aprender que aquí nadie descansa, nadie. Salvatierra gritaba entre los golpes, la voz ronca de odio y placer. Juan ya no podía gritar más. El dolor era tanto que solo gemía. un gemido bajo y continuo mientras el cuerpo temblaba y las piernas flaqueaban.

Cuando Salvatierra finalmente paró, satisfecho con la destrucción que había causado, mandó a los pistoleros que dejaran a Juan amarrado ahí mismo en el poste, bajo el sol abrasador, sin agua, sin ayuda, sin piedad. Déjenlo ahí hasta mañana en la mañana para que sirva de ejemplo a los otros holgazanes. Y se fue, montó en el caballo y volvió a la casa grande, donde había agua fresca, comida abundante y la sombra que negaba a los trabajadores.

Juan Severino pasó toda la tarde amarrado en aquel poste, el sol quemando las heridas abiertas, las moscas posándose en la carne viva, la sed consumiéndolo por dentro. Los otros trabajadores miraban desde lejos con los ojos llenos de lágrimas de rabia e impotencia, pero nadie podía hacer nada. Salvatierra tenía pistoleros de guardia y cualquier intento de ayudar a resultar en más sangre derramada.

Cuando cayó la noche, Juan todavía estaba vivo, pero apenas respiraba. Las heridas se habían infectado, la fiebre se había apoderado del cuerpo y deliraba, llamando a su mujer y a sus hijos. Al tercer día, cuando finalmente cortaron las cuerdas y lo dejaron caer al suelo, Juan Severino ya estaba muerto, el cuerpo quemado por el sol, la espalda podrida de infección, los ojos vidriosos mirando al cielo sin ver nada.

La noticia de la muerte de Juan corrió por la región como fuego en el mesquital seco. Llegó a oídos de su mujer, que se desplomó en el suelo y gritó de dolor hasta quedar ronca. llegó a oídos de los trabajadores, que quedaron aún más callados, aún más asustados, y llegó a oídos de José el chihuahüense, que estaba acampado con Pancho Villa y la banda en una cañada escondida cerca de Parral.

Cuando José el chihuahüense escuchó lo que le había pasado a su primo, sintió que la sangre le hervía en las venas, los puños se le cerraron de rabia, las ganas de montar en el caballo e ir directo a la hacienda Piedra Seca a acabar con Salvatierra ahí mismo. Pero sabía que no podía actuar solo. Tenía que llevar esto al líder.

Tenía que contarle a Pancho Villa porque Villa era quien decidía. Villa era quien hacía justicia. José el chihuahüense llegó al campamento cuando el sol ya había bajado detrás de la sierra, dejando el cielo pintado de rojo y morado, colores que parecían sangre mezclada con morado de golpe. El campamento estaba en una cañada escondida, rodeada de peñascos altos yes espinosos, un lugar que solo quien conocía el desierto con los ojos cerrados podía encontrar.

Ahí había unas 10 carpas improvisadas con lona y ramas secas, fogatas encendidas con leña de mezquite y los caballos amarrados en una sombra, descansando después de un día de cabalgata. Pancho Villa estaba sentado en una piedra lisa, limpiando el rifle con un trapo viejo, los ojos concentrados en el arma, pero la mente siempre alerta.

tenía el don de parecer tranquilo cuando en realidad estaba atento a cada sonido, cada movimiento, cada cambio en el aire. Cuando vio a José el chihuahüense llegar a pie con la cara seria y los ojos rojos, Villa supo de inmediato que algo grave había pasado. ¿Qué pasó, José? ¿Traes una cara que parece que viste al Preguntó Villa, dejando el rifle a un lado y levantándose de la piedra.

José el chihuahüense respiró hondo. Trató de controlar la rabia que hervía dentro de él, pero la voz le salió temblorosa de todos modos. Es mi primo general Juan Severino. El ascendado salvatierra lo mató. El silencio que cayó en el campamento fue pesado como piedra de molino.

Los otros revolucionarios que estaban cerca pararon lo que hacían y voltearon a escuchar, porque cuando alguien hablaba de muerte de un familiar, la cosa era seria. Villa entrecerró los ojos. Aquellos ojos que podían ser dulces como miel duros como piedra, dependiendo de la situación, e hizo señal a José el chihuahüense para que continuara. José el chihuahüense contó todo.

Cómo Juan había caído de cansancio, cómo había buscado la sombra del mesquite, como Salvatierra había mandado amarrarlo al poste y lo azotó hasta abrirle la carne, como lo dejó tres días ahí bajo el sol, hasta que la infección y la fiebre mataron al pobre hombre.

Cada palabra que salía de la boca de José el chihuahüense era como un balazo en el pecho de Villa que sentía la rabia crecer dentro de él. Una rabia fría y calculada del tipo que no explota en el momento, pero que se guarda hasta el momento correcto de hacer justicia. Cuando José el chihuahüense terminó de contar, tenía los ojos aguados, los puños cerrados, la voz quebrada.

General, necesito hacer justicia. Juan era sangre de mi sangre y murió como perro por culpa de un ascendado hijo de la chingada. Villa puso la mano en el hombro de José el chihuahuense, un gesto firme de solidaridad y comprensión. José, tienes mi palabra. Salvatierra va a pagar por lo que hizo, pero no va a ser como él espera. No va a ser rápido ni fácil.

Este desgraciado va a sentir en su propia piel lo que le hizo a tu primo y a tantos otros pobres. Vamos a hacer una justicia que todo el desierto va a recordar. Los otros revolucionarios que estaban escuchando empezaron a murmurar entre sí, algunos golpeando el muslo con el puño, otros escupiendo al suelo.

Todos de acuerdo en que el acendado tenía que pagar. El coyote, que estaba afilando el cuchillo en un pedazo de piedra, levantó la cabeza y habló alto con aquella voz gruesa y autoritaria que tenía. “General, yo digo que invadamos la hacienda esta misma semana, agarremos al acendado por el pescuezo y lo degollemos enfrente de sus pistoleros”. Rápido y certero, Villa movió la cabeza pensativo.

El coyote era uno de los hombres más bravos de la banda, valiente hasta demasiado a veces, pero tenía el genio caliente y le gustaba resolver las cosas a balazos y acuchilladas. Villa respetaba eso, pero sabía que no siempre la solución más rápida era la mejor. Coyote, te entiendo, pero no va a ser así.

Si llegamos metiendo bala, los pistoleros van a reaccionar, va a haber tiroteo y puede ser que alguien de nuestra banda salga herido. Y más importante, si matamos al ascendado rápido, no va a sufrir como tiene que sufrir. Tiene que sentir el sol quemar su piel. Tiene que sentir la sed, el hambre, la desesperación.

tiene que sentir exactamente lo que les hizo a los trabajadores. El coyote refunfuñó, no muy satisfecho, pero sabía que cuando Villa decidía algo, eso era lo que iba a pasar. Adelita, que estaba sentada cerca de la fogata cosiendo un remiendo en los pantalones, levantó los ojos y habló con aquella voz firme y decidida que hacía que todos la respetaran tanto como respetaban a Villa. Villa tiene razón.

Nosotros no somos como los ascendados que matan por placer. Nosotros matamos cuando es necesario y cuando matamos es para hacer justicia. Este salvatierra tiene que servir de ejemplo para todo el desierto. Tiene que mostrar que quien maltrata a los pobres va a pagar caro. Adelita era la mujer de Villa, pero era mucho más que eso.

Era consejera, guerrera y tenía una inteligencia afilada que ayudaba a la banda en momentos de decisión difícil. Villa la miró con aquella mirada de cariño y respeto y asintió con la cabeza. Es exactamente eso, Adelita, lo vamos a hacer bien. El Chapo, un muchacho de unos veinte y tantos años, delgado como rama, pero letal con el rifle, estaba recargado en un árbol limpiando su arma. Era sobrino de Villa.

Había entrado a la revolución joven y aprendió todo lo que sabía con su tío. Cómo disparar, cómo esconderse, cómo sobrevivir en el desierto. El Chapo era de pocas palabras, pero cuando hablaba todos escuchaban. “General, ¿cuántos pistoleros tiene el ascendado en la hacienda?” Villa volteó hacia José el chihuahüense, que conocía bien la región.

José, ¿sabes cuántos hombres armados hay ahí? José el chihuahüense pensó un poco repasando en la mente la información que tenía. Hay unos seis pistoleros fijos, general, todos armados con rifle y revólver, pero el ascendado no confía mucho en ellos. Cree que su poder viene del miedo, no de la protección. Los pistoleros están más vigilando a los trabajadores para que nadie se escape o robe nada.

Villa sonrió. una sonrisa fina y peligrosa. Entonces, ¿quiere decir que si llegamos de sorpresa de madrugada, podemos desarmar a esos pistoleros sin disparar ni un tiro? José el chihuahüense asintió con la cabeza. Puedo, general. Conozco cada rincón de aquella hacienda. Sé por dónde entrar sin ser visto.

Órale, mi gente. ¿Les está gustando esta historia chingona? Entonces compartan este video con los amigos. ¿Qué historia de justicia en el desierto merece ser contada? Y no olviden activar la campanita de notificaciones. Vamos a seguir. Villa empezó a trazar el plan usando una ramita para dibujar en el suelo de tierra.

dibujó el plano de la hacienda, conforme José el chihuahüense iba describiendo. La casa grande estaba en el centro, rodeada por un patio grande con árboles de mango y mequites. El corral estaba del lado izquierdo y las casas de los trabajadores estaban más alejadas del lado derecho. Los pistoleros dormían en una casa separada, cerca del portón de entrada.

Vamos a entrar de madrugada cuando los pistoleros estén dormidos profundamente. El Chapo y el Coyote van con José el chihuahüense a desarmar a los pistoleros. Yo, Adelita y el resto de la banda vamos a rodear la Casa Grande. No quiero ni un tiro disparado, a menos que sea necesario. Lo vamos a hacer en silencio, como víbora en el desierto.

Los revolucionarios escucharon atentos, memorizando cada detalle, cada instrucción. El coyote, todavía medio refunfuñando, preguntó, “¿Y después de que agarremos al asendado, ¿qué hacemos con él?” Villa lo miró fijo a los ojos y dijo con una voz que no dejaba duda, “Lo vamos a amarrar en el techo de su casa grande, bien en medio, donde no hay ni un poquito de sombra, y lo vamos a dejar ahí por tres días y tres noches, de la misma forma que él dejó a Juan Severino, sin agua, sin comida, sin piedad.

Va a sentir el sol quemar su piel. Va a sentir la sed. Va a rogar por misericordia, pero no la va a tener. Solo después de tr días lo bajamos. Si sobrevive, va a quedar marcado para siempre. Y todo el desierto va a saber que quien maltrata a los pobres paga caro. El silencio que siguió fue de aprobación.

Hasta el coyote, que quería justicia rápida, tuvo que admitir que el plan de villa era perfecto, era cruel, era simbólico e iba a dejar una marca que nadie iba a olvidar. El Chapo checó la munición del rifle. José el chihuahüense empezó a pensar en las mejores rutas para llegar a la hacienda sin ser visto y Adelita organizó las provisiones que iban a llevar en la misión.

Toda la banda entró en movimiento, cada uno preparando sus armas, sus mochilas, sus caballos. La noche cayó completa sobre el desierto y las estrellas brillaban en el cielo como pedazos de vidrio roto, iluminando débilmente el campamento donde hombres y mujeres se preparaban para hacer justicia. Villa se quedó despierto hasta tarde, sentado cerca de la fogata, mirando el fuego que chisporroteaba y soltaba chispas hacia el cielo.

Adelita se sentó a su lado, recostó la cabeza en su hombro y se quedó ahí en silencio, porque sabía que Villa necesitaba ese momento para pensar, para organizar las ideas. Después de un rato, él habló más para sí mismo que para ella. El desierto es cruel, Adelita, pero la crueldad de los ascendados es peor que la sequía, peor que el hambre.

Pisan a los pobres como si fueran hormigas, como si no tuvieran ningún valor. Por eso hago lo que hago. Alguien tiene que mostrarles a estos desgraciados que los pobres también tienen quien los defienda. Adelita le apretó la mano y susurró, “Y tú lo haces mejor que nadie, villa. Todo el desierto lo sabe.” A la mañana siguiente, antes de que saliera el sol, la banda levantó el campamento.

Eran 15 revolucionarios en total. Villa, Adelita, el Coyote, el Chapo, José el Chihuahüense y 10 hombres y mujeres más de confianza, todos armados hasta los dientes, todos listos para hacer lo que fuera necesario. Montaron en los caballos y empezaron la cabalgata rumbo a Chihuahua, siguiendo veredas escondidas en el desierto, pasando por cañadas y peñascos, siempre atentos para no ser vistos. El desierto estaba seco en aquella época.

Las ramas de los árboles parecían huesos expuestos y el suelo rajado crujía bajo los cascos de los caballos. El viento caliente levantaba polvo que se pegaba a la piel sudada. Y el sol, aunque todavía débil de la mañana temprano, ya anunciaba que iba a ser un día de calor infernal. Después de 2 horas de cabalgata, pararon en una cañada cerca de un arroyo casi seco para descansar los caballos y tomar agua.

José el chihuahüense aprovechó para repasar los detalles de la hacienda con Villa, mostrando en el suelo los puntos de entrada, los lugares donde los pistoleros solían hacer guardia y la mejor ruta para llegar hasta la casa grande. General, el acendado duerme en un cuarto del segundo piso. Hay una ventana que da al patio y es por ahí que podemos entrar sin hacer ruido.

Villa escuchó todo con atención, haciendo preguntas cuando necesitaba. Ajustando el plan conforme surgía algún detalle nuevo, cuando consideró que todo estaba listo, dio la orden de seguir viaje. La madrugada cayó sobre la hacienda piedra seca como un manto pesado y silencioso.

Eran las 3 de la mañana cuando Villa y su banda llegaron a los alrededores de la propiedad desmontando de los caballos a unos 200 m de distancia para no hacer ruido. La luna creciente apenas iluminaba el desierto, pero era luz suficiente para quien conocía aquellas tierras. José, el chihuahüense, iba al frente pisando despacio entre las piedras y las ramas secas, indicando con gestos dónde debían pisar los demás.

El silencio se rompía apenas por el canto distante de un búo y por el viento débil que mecía las ramas de loses. Los revolucionarios se movían como sombras, cada uno cargando su rifle o su cuchillo, los rostros cubiertos por paliacates para no ser reconocidos en caso de que algún pistolero despertara.

Villa iba justo detrás de José el chihuahuense. Los ojos atentos a cada movimiento, cada sonido, cada olor. Tenía el instinto de cazador. Sabía cuándo el peligro estaba cerca. Sabía cuándo era seguro avanzar. José el chihuahüense se detuvo cerca de una cerca de alambre de púas e hizo señal al grupo para que se agachara.

Del otro lado de la cerca, a unos 50 m, estaba la casa de los pistoleros. Una construcción simple de adobe con techo de teja y dos ventanas pequeñas. No había luz encendida y el silencio indicaba que los hombres estaban durmiendo. José el chihuahuense volteó hacia villa y susurró tan bajo que casi no se oyó. General, allá adelante hay dos pistoleros de guardia.

Se turnan cada 4 horas. Ahora debe haber solo uno despierto. El otro debe estar dormitando. Villa asintió con la cabeza e hizo señal a el Chapo y el Coyote para que se acercaran. Los tres se apartaron un poco del grupo y Villa dio las instrucciones en voz baja. Chapo, tú vas por la izquierda, Coyote por la derecha. Cuando yo dé la señal, los dos avanzan al mismo tiempo y neutralizan al guardia sin ruido, sin disparo. Entendido.

Los dos confirmaron con la cabeza y desaparecieron en la oscuridad, moviéndose con la agilidad de gatos. Villa esperó contando mentalmente los segundos, el corazón latiendo firme pero controlado. Había hecho aquello decenas de veces. invadir haciendas, desarmar pistoleros, capturar asados, pero cada vez era única, cada vez tenía sus peligros.

Después de unos 2 minutos, el Chapo y el Coyote reaparecieron, arrastrando el cuerpo inconsciente de un pistolero. Había sido rápido y limpio. El coyote había llegado por la espalda y aplicó una llave perfecta, cortándole el aire al sujeto hasta que se desmayó. Villa sonríó satisfecho e hizo señal al resto de la banda para avanzar.

Atravesaron la cerca con cuidado, teniendo cuidado de no hacer ruido con el alambre de púas, y se acercaron a la casa de los pistoleros. José, el chihuahüense indicó la puerta del frente, que estaba cerrada, pero no con llave. En el desierto, los pistoleros se sentían tan protegidos por el poder del acendado, que ni se tomaban la molestia de cerrar con llave las puertas.

Villa empujó despacio y la puerta se abrió con un chirrido leve. Adentro podía ver las siluetas de cinco hombres durmiendo en hamacas y camas improvisadas, los rifles recargados en la pared. Villa entró primero, seguido de cerca por Adelita, y tres revolucionarios más se movieron en silencio absoluto, cada uno agarrando un rifle de la pared y apuntando al pistolero más cercano.

Cuando todos los pistoleros estaban bajo la mira, Villa encendió una lámpara de aceite que estaba en una mesa y la luz débil iluminó el cuarto. “Buenos días, muchachos. No hagan ruido y no se van a lastimar”, dijo Villa con aquella voz tranquila pero amenazante. Los pistoleros despertaron asustados, parpadeando contra la luz, y cuando vieron a los revolucionarios armados alrededor de ellos, entendieron de inmediato que estaban en desventaja.

Uno de ellos, más joven, trató de alcanzar el cuchillo que estaba colgado en el cinturón de los pantalones, pero el coyote fue más rápido. Cruzó el cuarto en dos pasos. y puso la punta del cuchillo en el cuello del muchacho. No hagas eso, chamaco, si no quieres morir antes de tiempo. El pistolero tragó saliva y levantó las manos, temblando de miedo.

Los otros cinco siguieron el ejemplo, levantando las manos y quedándose quietos como piedra. Adelita y los otros revolucionarios amarraron a los pistoleros con soga gruesa, dejándolos sentados en el suelo, de espaldas unos a otros, sin posibilidad de escapar. Villa se agachó frente al pistolero más viejo, un hombre de unos 40 años con cicatriz en la cara y le preguntó, “¿Dónde está el acendado, el pistolero? Udó mirando a los compañeros, pero cuando vio la mirada dura de Villa, decidió que era mejor cooperar.

Está en la casa grande, durmiendo en el cuarto de arriba, pero hay dos pistoleros más de guardia allá en el frente. Villa sonrió. Gracias por la información. Ahora quédense quietos ahí y no les va a pasar nada. Pero si alguno de ustedes intenta gritar o escapar, regreso aquí y les corto la lengua a todos. ¿De acuerdo? Los pistoleros asintieron con la cabeza, los ojos abiertos de miedo, dejando a dos revolucionarios de guardia en la casa de los pistoleros.

Villa y el resto de la banda siguieron hacia la casa grande. La construcción era imponente, con dos pisos, paredes pintadas de blanco y un portal grande al frente con columnas de madera. Había un jardín alrededor con rosales y jaes y el olor dulce de las flores contrastaba con el olor de polvo y sudor que dominaba el resto de la hacienda.

José el chihuahuense señaló a los dos pistoleros que estaban de guardia en el portal, uno sentado en una mecedora dormitando y el otro recargado en la columna fumando un cigarro de hoja. Villa hizo señal a el Chapo y otro revolucionario y los dos avanzaron en silencio. El Chapo llegó por la espalda del pistolero que fumaba y en un movimiento rápido puso el cañón del rifle en su nuca.

No hagas ruido y tira el cigarro al suelo. El pistolero obedeció temblando mientras el otro revolucionario desarmaba al compañero que dormitaba en la mecedora. En menos de un minuto, los dos pistoleros estaban desarmados y amarrados sin haber dado ni un grito. Ahora era el turno de entrar a la casa grande.

Villa empujó la puerta del frente, que estaba sin llave y entró al pasillo principal. El piso era de tabla barnizada y las paredes tenían cuadros con retratos de familia y santos católicos. Todo ahí olía a cera de vela y madera vieja. Villa subió la escalera despacio pisando en las orillas de los escalones para no hacer chirrido, seguido de cerca por Adelita, el Coyote y José el chihuahüense. En el segundo piso había un pasillo con tres puertas.

José el chihuahuense señaló la puerta del medio. Es aquella, general, es el cuarto del ascendado. Villa se acercó a la puerta y puso la oreja en la madera. podía escuchar el ronquido fuerte de alguien durmiendo profundamente. Miró a los compañeros, hizo un conteo silencioso con los dedos. Un, dos, tres y pateó la puerta con fuerza, abriéndola de golpe.

El ascendado salvatierra despertó de un brinco, sentándose en la cama y parpadeando, tratando de entender qué estaba pasando. Cuando vio a los cuatro revolucionarios armados parados en la puerta de su cuarto, su rostro se puso blanco como sudario. ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren aquí? gritó con la voz ronca de sueño y miedo. Villa entró al cuarto con pasos lentos, el rifle en la mano, los ojos fijos en el ascendado.

Buenos días, hacendado salvatierra. Vine a hacer una visita. El asendado reconoció a Villa de inmediato. Todo el mundo en el desierto conocía al revolucionario y Salvatierra sabía que si Villa estaba ahí, era porque algo grave había pasado. Órale, mi gente, si les está gustando esta historia de venganza en el desierto, comenten aquí abajo diciendo qué les parece.

Y no olviden compartir qué buena historia se tiene que difundir. Vamos, Villa. Yo yo no hice nada para merecer esto. El acendado empezó a tartamudear tratando de salir de la cama, pero el coyote dio un paso adelante y le apuntó con el machete. Quédate ahí quieto, desgraciado, o te corto antes de tiempo. salvatierra quedó paralizado, las manos temblando, el sudor empezando a escurrir por la frente. Villa se acercó a la cama y habló con una voz baja y amenazante.

No hiciste nada. Mataste a Juan Severino, primo de José el chihuahüense, aquí amarraste al pobre hombre al poste. Lo azotaste hasta abrirle la carne y lo dejaste tres días bajo el sol hasta que murió. Y dices que no hiciste nada. El asendado tragó saliva, los ojos yendo de villa a José el chihuahuense, que estaba parado en la puerta con el odio estampado en el rostro.

Yo yo no sabía que era pariente de ustedes, fue un malentendido. El hombre estaba olgazaneando. Yo solo quise dar una lección. Villa dio un paso más cerca y su voz se volvió aún más dura. Olgazaneando, el hombre se estaba muriendo de cansancio. Buscó una sombra para no desmayarse. Y tú pensaste que era olgazanería.

Eres una criatura sin corazón salva y hoy vas a pagar por eso. El asendado, dándose cuenta de que estaba en una situación desesperada, cambió de estrategia. Trató negociar. Villa, tengo dinero, mucho dinero. Tengo oro guardado. Tengo ganado. Tengo tierras. Todo eso puede ser de ustedes, solo déjenme en paz.

Villa rió, pero fue una risa fría, sin humor. ¿Crees que vine aquí por dinero? Vine a hacer justicia y la justicia no se compra con oro. El ascendado insistió, la voz volviéndose más aguda, más desesperada. Entonces, ¿qué quieren? ¿Quieren que pida disculpas? Está bien, las pido. Perdón, José el chihuahüense, me equivoqué. No lo voy a volver a hacer.

Lo prometo, José el chihuahüense escupió al suelo con asco. Tus disculpas no traen a mi primo de vuelta, cabrón, y tus promesas no valen nada. Villa hizo señal a los otros revolucionarios: “Agárrenlo y llévenlo afuera y traigan una soga bien larga.

” El coyote y otro revolucionario agarraron al acendado por los brazos y él empezó a forcejear gritando, “¡No! No pueden hacer esto. Soy un hombre importante. Tengo amigos poderosos. La policía los va a perseguir. Villa lo miró fijo y dijo, “La policía ya me está persiguiendo hace años y no me ha agarrado todavía. y tus amigos poderosos no van a hacer nada cuando sepan lo que hiciste.

Arrastraron al asendado escaleras abajo, él patealeando y gritando hasta llegar al patio de la casa grande. Villa miró el techo de teja roja, calculando la mejor forma de subir. Adelita trajo una escalera que estaba recargada en el cobertizo y la posicionó contra la pared. “Súbanlo”, ordenó Villa.

El coyote y el Chapo agarraron al acendado con fuerza y empezaron a subir la escalera, uno de cada lado, sosteniendo al hombre que seguía forcejeando y gritando. Cuando llegaron al techo, lo posicionaron bien en medio en la parte más alta, donde no había ni un poco de sombra, y lo amarraron con soga gruesa, las muñecas amarradas en la espalda, los tobillos amarrados juntos y una soga alrededor del pecho, amarrándolo a una viga de madera que atravesaba el techo.

El asendado quedó sentado, incapaz de moverse, los ojos abiertos de terror. subió la escalera y se quedó de pie en el techo, mirando al asendado amarrado. Salva tierra. Te vas a quedar aquí tres días y tres noches de la misma forma que dejaste a Juan Severino, sin agua, sin comida, sin sombra. Vas a sentir el sol quemar tu piel.

Vas a sentir la sed, vas a rogar por misericordia, pero no la vas a tener. Solo después de tr días, si sobrevives, regreso aquí y te bajo. Hasta entonces eres problema del sol. El acendado empezó a llorar, lágrimas bajando por el rostro gordo, la voz saliendo en sollozos. Por favor, Villa, me voy a morir aquí. Ten piedad.

Villa bajó la escalera sin mirar atrás y habló fuerte para que todos escucharan. Piedad es algo que tú no tuviste con los trabajadores. Ahora aguanta. El primer día comenzó con el sol saliendo manso, pintando el cielo de naranja y rosa. Pero aquella belleza era engañosa. En cuestión de una hora, el calor ya era insoportable.

El asendado salvatierra, amarrado en el techo de su propia casa grande, sintió los primeros rayos de sol golpeando su piel, y al principio no pareció tan malo. Todavía tenía la esperanza de que Villa iba a retractarse, de que alguien iba a tener piedad de él, de que aquello era solo un susto para que aprendiera la lección. Pero cuando el sol subió más alto, cuando los rayos empezaron a quemar de verdad, cuando la sed empezó a apretar la garganta, el ascendado entendió que no iba a haber ninguna piedad.

Las tejas rojas debajo de él se calentaban como plancha de estufa, el calor subiendo por los pantalones y quemando la piel de las piernas y las nalgas. intentó moverse para encontrar una posición menos dolorosa, pero las sogas estaban demasiado apretadas, cortando la circulación de las muñecas y los tobillos.

La boca ya estaba seca, la lengua pegándose al paladar y la sed, aquella sed, empezó a consumir cada pensamiento suyo. Las horas pasaban despacio como melaza escurriendo y el sol subía en el cielo como un juez implacable. sentenciando al acendado a cada minuto que pasaba, alrededor de las 10 de la mañana, Salvatierra empezó a gritar.

Gritaba por agua, gritaba por los pistoleros, gritaba por el padre del pueblo, gritaba hasta por Dios pidiendo misericordia. Pero los gritos se perdían en el aire caliente del desierto y nadie venía a socorrerlo. Los trabajadores de la hacienda, reunidos abajo en el patio, escuchaban aquellos gritos y se quedaban en silencio, sin saber si sentían lástima o satisfacción.

La mayoría sentía las dos cosas al mismo tiempo. Lástima porque veían a un ser humano sufriendo y satisfacción porque finalmente el tirano estaba probando de su propia medicina. Abajo en la hacienda, Villa reunió a todos los trabajadores en el patio de enfrente de la Casa Grande.

Eran unas 30 personas en total, hombres, mujeres, hasta algunos niños. Todos con aquella cara de quien vive en la miseria, delgados, sucios, asustados. Los rostros marcados por el sol y por el sufrimiento contaban historias que ni siquiera necesitaban palabras. Cicatrices de látigo en las espaldas de los hombres, manos callosas hasta sangrar en las mujeres, ojos hundidos de hambre en los niños.

Cuando vieron a los revolucionarios armados, muchos pensaron que iban a morir, que Villa había venido a hacer una masacre, que aquel era el fin de todo. Pero Villa levantó las manos en un gesto de paz y habló fuerte con aquella voz firme que hacía que todos prestaran atención. Mi gente, no tengan miedo. No vine aquí a hacerles daño. Vine a hacer justicia.

El ascendado salvatierra mató a un trabajador, primo de José el chihuahüense aquí, y por eso está pagando ahora. durante tres días va a quedarse amarrado en aquel techo ahí sintiendo el mismo sol que ustedes sienten todos los días, sintiendo la misma sed, el mismo dolor. Y durante esos tres días ustedes no van a trabajar, van a descansar, van a comer, van a tomar agua fresca, porque nadie merece ser tratado como esclavo. Los trabajadores se miraron unos a otros sin poder creer lo que estaban oyendo.

Una mujer de unos 40 años, con el rostro marcado por el sol y las lágrimas, cabello gris amarrado en un moño apretado, dio un paso adelante y preguntó con la voz temblorosa, “Pero, ¿y después, señor Villa? Cuando usted se vaya, el ascendado se va a vengar de nosotros. Nos va a matar uno por uno, va a quemar nuestras casas, va a hacer cosas peores de las que ya hizo.

Otros trabajadores murmuraron de acuerdo, porque todos tenían miedo de lo que iba a pasar cuando los revolucionarios se fueran. Villa movió la cabeza y respondió, mirando a los ojos de aquella mujer con respeto. Después de que me vaya, el ascendado no va a tener más ningún poder. La historia de lo que pasó aquí va a recorrer todo el desierto, va a pasar de boca en boca y nadie lo va a respetar más. Un ascendado sin respeto es como árbol sin raíz.

se cae con el primer viento y si intenta hacerles daño a alguno de ustedes, regreso aquí y termino el trabajo de una vez. Mi palabra está dada, y quien conoce a villa sabe que mi palabra vale más que oro. Los trabajadores empezaron a murmurar entre sí, algunos todavía desconfiados, otros con los ojos brillando de esperanza.

Por primera vez en años, un viejo de cabello blanco, todo encorbado de tanto cargar peso en la espalda, dio un paso adelante y dijo con la voz ronca, “Señor Villa, usted es el primer hombre poderoso que nos mira como gente. Que Dios lo bendiga.” Villa asintió con la cabeza, sintiendo el peso de aquellas palabras y respondió, “No soy santo, viejo, pero tampoco soy demonio. Soy solo un hombre que se cansó de ver a los débiles recibiendo golpes de los fuertes.

Adelita y los otros revolucionarios fueron a los almacenes de la hacienda, construcciones grandes de adobe, con puertas cerradas con candado grueso, y lo rompieron todo. Adentro había de todo. Ales de harina de maíz, frijol negro y pinto, arroz, piloncillo en tabletas grandes, ceesina salada colgada en ganchos, botellas de mezcal alineadas en los estantes, latas de ate de guayaba y hasta algunos quesos frescos guardados en ollas de barro.

Era comida suficiente para alimentar a aquellos trabajadores por meses, pero el ascendado guardaba todo bajo llave mientras la gente pasaba hambre. Adelita gritó a los trabajadores, “Vengan a agarrar. Todo esto es de ustedes ahora. Tomen lo que necesiten.

Al principio, los trabajadores se quedaron con miedo, pensando que era una trampa. Pero cuando vieron a los revolucionarios distribuyendo los costales de comida, empezaron a acercarse tímidos al principio, después con más confianza y, finalmente, corriendo a agarrar las provisiones como si fuera la última oportunidad de comer en la vida. Niños corrían alrededor con pedazos de piloncillo en las manos, riendo y saltando, saboreando aquel dulce que nunca habían probado antes.

Las mujeres abrazaban los costales de harina y lloraban de alegría mientras los hombres cargaban la cecina y el frijol para cocinar en las fogatas que empezaron a encender por el patio. El olor de comida al fuego se esparció por la hacienda. Frijoles cocinándose con pedazos de cecina, harina siendo tostada en la sartén, piloncillo derritiéndose para hacer miel.

Era un olor de abundancia, de vida, que contrastaba con el olor de muerte y desesperación que venía del techo donde el ascendado agonizaba. José el chihuahüense se quedó conversando con algunos de los trabajadores que conocían a su primo Juan Severino. Sentados en la sombra de un mezquite, tomando agua fresca de una olla de barro, contaron historias que hicieron crecer aún más el odio dentro del pecho de José el chihuahuense. Un hombre llamado Severino, de unos 50 años, contó.

Juan era un hombre bueno, trabajador, nunca se quejaba de nada. El día que el ascendado lo amarró al poste, queríamos soltarlo, pero los pistoleros nos apuntaron con las armas y dijeron que quien intentara ayudar a terminar en el mismo lugar. Tuvimos que quedarnos viendo al pobre hombre morir sin poder hacer nada.

Fue la cosa más dolorosa que he visto en mi vida. José el chihuahüense apretó los puños, las uñas entrando en la palma de la mano y respondió, Severino. Juan no murió en vano. La justicia llegó tarde, pero llegó. Mientras tanto, arriba en el techo, el asendado seguía gritando. Gritaba por agua, gritaba por ayuda, gritaba maldiciones contra villa y contra el mundo entero.

Perros, malditos, voy a mandar la policía tras ustedes. Voy a pagar pistoleros para cazar a cada uno. Voy a Pero la voz fue debilitándose conforme pasaban las horas, porque la garganta se secaba cada vez más. Y gritar sin agua es como intentar hacer fuego sin leña. No dura mucho.

Al mediodía, cuando el sol estaba en el punto más alto y el calor pasaba fácil de los 45 gr, el acendado dejó de gritar y empezó a gemir, un gemido bajo y continuo, porque la garganta ya estaba demasiado seca para producir sonido fuerte. La piel del rostro, de los brazos y del cuello empezó a ponerse roja.

Después rosa fuerte, después rojo oscuro, quemándose como si hubiera agarrado fuego de verdad. Las tejas debajo de él estaban tan calientes que empezó a sentir los pantalones humear y el olor de tela quemada subió al aire mezclado con el olor de piel tostada. Órale, mi gente chingona del desierto. Si esta historia te está llegando al corazón, dale like a este video ahora.

Y si conoces a alguien que necesita oír sobre justicia verdadera, etiqueta a esa persona en los comentarios. La historia de Villa necesita ser contada y recontada. Vamos a difundirla. Al final de la tarde del primer día, cuando el sol empezó a bajar y el cielo se pintó de rojo y morado, el calor disminuyó un poquito, pero la sed del ascendado solo aumentaba.

Villa subió al techo para ver cómo estaba el prisionero. Salvatierra tenía los ojos cerrados, la boca abierta tratando de agarrar aire, la respiración débil e irregular, el pecho subiendo y bajando con dificultad. Cuando escuchó los pasos de villa en las tejas, abrió los ojos despacio y susurró con la voz tan ronca que casi no se entendía. Agua, por favor, solo un trago, se lo suplico.

Los ojos suyos estaban rojos, inyectados de sangre y lágrimas secas habían dejado marcas sucias en el rostro quemado. Villa lo miró sin ninguna emoción en el rostro, los ojos duros como piedra y habló. Juan Severino también pidió agua cuando estaba amarrado al poste y tú no le diste.

Dijiste que la sombra era lujo de olgazanes, ¿recuerdas? Entonces ahora el agua es lujo de perro. Aguanta. y bajó del techo, dejando al asendado solo con su desesperación y sufrimiento. La noche cayó sobre la hacienda piedra seca, trayendo un alivio temporal del calor abrasador.

La temperatura bajó unos 10 ºC y el ascendado logró respirar un poco mejor, llenando los pulmones de aire fresco, que parecía una bendición después de un día entero respirando fuego. Pero la sed seguía torturándolo. lengua se había hinchado dentro de la boca, gruesa y pesada como piedra, y la garganta dolía como si hubiera tragado vidrio molido. Y ahora había otro problema, tan malo como el calor.

Los mosquitos, cientos, tal vez miles de mosquitos subieron del monte alrededor de la hacienda, atraídos por el olor de sangre y sudor, y atacaron al asendado como enjambre de abejas furiosas. Se posaban en el rostro, en los brazos, en el cuello, en las orejas, picando cada pedazo de piel expuesta, chupando la sangre que ya faltaba por la deshidratación.

Salvatierra intentó espantarlos, sacudiendo la cabeza de un lado a otro, moviendo los hombros, soplando con la boca, pero no servía de nada. Las manos estaban amarradas en la espalda y no podía protegerse de ninguna manera. La noche fue larga, interminable, dolorosa, llena de comezón y desesperación.

Y cuando salió el sol del segundo día, el ascendado ya estaba en estado deplorable. El segundo día fue aún peor que el primero. El sol volvió con fuerza total, subiendo en el cielo limpio, sin ni una nube para dar un alivio. Y esta vez el ascendado ya no tenía fuerzas para gritar. Su piel, que ayer estaba roja, ahora estaba llena de ampollas.

Ampollas grandes, llenas de líquido amarillento, algunas ya reventadas y goteando un líquido claro mezclado con pus. Los labios se habían partido en varias partes, sangrando, y pedazos de piel seca colgaban como arapos. La lengua hinchada apenas cabía dentro de la boca y cada intento de tragar saliva, saliva que ya no existía, era una tortura nueva.

El ascendado entró en un estado de delirio conforme la deshidratación afectaba el cerebro. Empezó a ver cosas que no existían, hablar con personas muertas hace años, a reír sin motivo y llorar enseguida. Llamaba a su madre, que había muerto hacía 20 años. Mamá, trae agua. Mamá, tengo sed.

Imploraba perdón a los santos pintados en los cuadros de la iglesia que veía en la imaginación. San José, sálvame. Santa Lucía, quita este dolor. Prometía ser un hombre mejor si Dios tenía misericordia. Dios, te juro, voy a cambiar. Voy a tratar bien a los trabajadores. Voy a dar comida, agua, sombra. solo sácame de aquí por el amor de Cristo.

Pero abajo, en la hacienda, la vida seguía completamente diferente. Los trabajadores estaban descansando por primera vez en años, acostados en las sombras de los árboles, conversando, riendo, comiendo hasta llenarse la panza. Los niños jugaban en ronda cantando canciones que hacía tiempo no cantaban porque no tenían alegría en el corazón.

Las mujeres lavaban ropa en el arroyo cercano sin prisa, sin miedo de recibir latigazos por estar tardando demasiado. Los hombres fumaban cigarros de hoja y jugaban dominó. Actividades simples que parecían lujo imposible antes de que Villa llegara. Por primera vez en tanto tiempo, aquellas personas se sentían gente, sentían que tenían valor, sentían que merecían vivir con dignidad.

Villa pasó buena parte del segundo día conversando con los trabajadores, escuchando sus historias, entendiendo el sufrimiento que habían pasado bajo el yugo cruel del hacendado salvatierra, sentado en la sombra generosa de un mesquite viejo, con el tronco grueso y retorcido, rodeado de hombres, mujeres y niños que se apretujaban para escuchar cada palabra, Villa habló sobre justicia de una forma que aquella Nunca había escuchado antes.

No soy un santo empezó quitándose el sombrero y limpiando el sudor de la frente con un paliacate. Yo mato, yo robo, hago lo que tiene que hacerse para sobrevivir en este desierto maldito. Pero no les hago daño a los pobres. Les hago daño a los ricos que les hacen daño a los pobres.

Así es como el desierto se equilibra cuando la ley no funciona, cuando el juez es corrupto, cuando la policía trabaja para los ascendados, entonces la justicia tiene que venir de otra forma y esa otra forma soy yo. Es la revolución. Son los hombres y mujeres que no aceptan vivir de rodillas. Los trabajadores escuchaban en silencio religioso, algunos con lágrimas en los ojos, otros con los puños cerrados de emoción.

Un niño de unos 8 años, hijo de uno de los trabajadores que tenía marcas de látigo en la espalda, se acercó tímidamente a Villa, los pies descalzos levantando polvo, y preguntó con aquella voz finita de niño, “Señor Villa, ¿usted es el  del que hablan los padres en misa? ¿O es un ángel que Dios mandó para protegernos? Villa miró a los ojos de aquel niño y por un momento sus ojos duros se suavizaron, mostrando una humanidad que rara vez dejaba aparecer.

sonríó, una sonrisa rara y genuina y respondió, “No soy ni uno ni otro niño. Soy solo un hombre del desierto que se cansó de ver injusticia, que se cansó de ver a los débiles recibiendo golpes de los fuertes sin nadie que los defienda. Si los padres me llaman es su problema. Pero si ustedes quieren llamarme amigo, acepto con el corazón.

” El niño pensó un poco, la frente fruncida de concentración y después dijo, “Entonces usted es un héroe como los que aparecen en las historias que cuenta mi abuela.” Villa movió la cabeza, poniéndose el sombrero de vuelta. Héroe es palabra demasiado bonita para mí, niño, pero si ustedes quieren verme así, ¿quién soy yo para discutir? Adelita, que estaba al lado de Villa todo el tiempo, puso la mano en su hombro en un gesto de cariño y orgullo.

Sabía que detrás de aquella cáscara dura de revolucionario había un hombre con corazón, un hombre que tenía sus propios principios y su propia noción de lo correcto y lo incorrecto. Y era por eso que había dejado todo para seguirlo por el desierto, enfrentando peligros, pasando hambre y sed, arriesgando la vida, porque creía en la justicia que Villa hacía, aunque el mundo entero dijera que era bandido.

Al final del segundo día, cuando el sol bajó detrás de las sierras y el cielo se pintó de rojo sangre, Villa subió una vez más al techo para ver el estado del ascendado. Salvatierra estaba casi irreconocible ahora, el rostro hinchado como vejiga llena de agua, cubierto de ampollas reventadas y costras de sangre seca, los ojos hundidos, en las órbitas como dos hoyos oscuros, los labios negros y partidos sangrando en varios lugares.

La piel de los brazos y del cuello estaba rojo oscuro, casi morado en algunos lugares, y empezaba a pelarse en grandes pedazos. Ya no hablaba, ya no gritaba. Solo gemía de vez en cuando un sonido tan débil que apenas se oía. Parecía más un cadáver ambulante que un hombre vivo. Villa se quedó mirando por un minuto, sin lástima, sin remordimiento, solo constatando que la justicia estaba haciéndose.

Entonces bajó del techo y volvió al campamento improvisado en el patio. La noche del segundo día fue aún más cruel que la primera. Los mosquitos volvieron en número todavía mayor, una nube negra y zumbando de insectos sedientos de sangre atacando al acendado sin misericordia. Salvatierra ya no tenía fuerzas ni para intentar espantarlos.

Se quedó ahí, inmóvil como estatua, dejando que los mosquitos hicieran la fiesta. Su rostro quedó cubierto de picaduras, hinchándose aún más, y algunas picaduras se infectaron rápidamente en el calor y la suciedad. Durante la noche tuvo fiebre alta, el cuerpo temblando sin control, los dientes chocando uno con otro, mientras el frío de la noche contrastaba con el fuego que quemaba por dentro.

Deliraba completamente ahora, hablando solo, riendo y llorando, viendo visiones del infierno que lo esperaba. El tercer día amaneció con nubes cargadas en el cielo y por un momento pareció que iba a llover, lo que daría un alivio tremendo al acendado moribundo. Los trabajadores miraron al cielo con esperanza.

No esperanza de que el ascendado fuera salvado, sino esperanza de que la sequía finalmente terminara y los cultivos pudieran crecer de nuevo. Pero las nubes, como tantas veces pasa en el desierto, pasaron sin soltar ni una gota, llevadas por el viento caliente que venía del norte.

El sol volvió a dominar el cielo, aún más fuerte que los días anteriores, como si quisiera terminar el trabajo que había empezado. El ascendado ya no se movía. Quedó parado como estatua rota, la cabeza caída hacia el lado derecho, la boca abierta agarrando moscas, los ojos cerrados y hundidos. Los sopilotes empezaron a circular en el cielo dando vueltas lentas y elegantes, sintiendo el olor de carne moribunda, esperando pacientemente el momento de bajar y hacer la fiesta. Pero Villa había prometido tres días y tres días eran tres días, ni más ni menos. La palabra

de villa valía más que cualquier contrato firmado, más que cualquier juramento hecho en la iglesia. Durante el tercer día, Villa organizó una reunión con todos los trabajadores de la hacienda. Sentados en círculo en el patio bajo la sombra de los árboles, explicó lo que iba a pasar después de que la banda se fuera.

Mi gente, ustedes van a dividir estas tierras entre ustedes. Ya no es del ascendado, es de ustedes que la trabajaron toda la vida sin ganar nada a cambio. Siembren lo que quieran, críen animales, vendan la producción en el mercado y si algún otro hacendado o pistolero viene a intentar quitarles la tierra, mándenme aviso y regreso aquí a resolver el problema. Los trabajadores quedaron boquiabiertos.

La idea de ser dueños de su propia tierra, de trabajar para sí mismos en vez de trabajar para el hacendado, parecía un sueño imposible. Un hombre llamado Francisco, de unos 35 años, preguntó con la voz llena de duda, “Pero, señor Villa y los documentos, la escritura está a nombre del acendado.

¿Cómo vamos a probar que la tierra es nuestra?” Villa sonrió. Aquella sonrisa peligrosa que mostraba los dientes blancos contra la piel curtida por el sol. Francisco, en el desierto la posesión vale más que papel. Ustedes cuiden la tierra, trabájenla, defiéndanla y no va a haber ningún juez que se las quite. Y si lo hay, regreso y converso con ese juez a mi manera. Los trabajadores explotaron en aplausos y gritos de alegría.

Hombres abrazaban a otros hombres. Mujeres lloraban de felicidad, niños saltaban y reían sin entender completamente lo que estaba pasando, pero sintiendo la alegría de los adultos. Era un momento histórico. Por primera vez en generaciones aquella gente iba a tener lo que siempre mereció: dignidad, libertad y un pedazo de tierra para llamar suyo.

Al final de la tarde del tercer día, cuando el sol empezó a bajar lentamente detrás de las sierras y el cielo se pintó de naranja, rojo y morado, colores hermosos que contrastaban con la crueldad de aquellos tres días, Villa subió al techo por última vez. fue acompañado de José el chihuahuense, que quería ver con sus propios ojos el estado del hombre que había matado a su primo y del coyote, siempre listo para ayudar en lo que fuera necesario.

Llegaron cerca del ascendado y Villa se agachó extendiendo la mano y colocando dos dedos en el cuello de Salvatierra buscando el pulso. Tardó unos segundos, pero lo encontró. Estaba débil, irregular, casi imperceptible, pero todavía latía. El hacendado salvatierra todavía estaba vivo, pero por muy poco. Había sobrevivido a los tres días en el techo, probando que hasta los peores seres humanos a veces tienen una resistencia sorprendente. “Corta las sogas”, ordenó Villa, su voz firme y sin emoción.

El coyote sacó el machete de la funda y cortó las sogas que ataban las muñecas y los tobillos del asendado. Las sogas habían cortado tan profundo en la piel que dejaron marcas moradas y sangrando. Y cuando fueron cortadas, el cuerpo de Salvatierra se desplomó en las tejas calientes como costal de papas podridas.

No tenía ninguna fuerza, era puro peso muerto. Los tres revolucionarios cargaron al acendado con cuidado, no por lástima, sino porque lo querían vivo para ver lo que iba a pasar después, y bajaron la escalera despacio, sosteniéndolo por los brazos y piernas. Cuando llegaron al suelo del patio, los trabajadores se acercaron formando un semicírculo.

Todos queriendo ver el estado del tirano que los había oprimido por tanto tiempo. Adelita trajo una cubeta de agua fresca del pozo y la arrojó en el rostro del ascendado. El agua helada hizo que Salvatierra tosciera y se atragantara, abriendo los ojos despacio, parpadeando contra la luz del atardecer, sin poder enfocar nada.

Sus ojos, que antes eran pequeños y crueles, ahora eran dos hoyos rojos e hinchados, casi cerrados por los párpados inflamados. Villa se agachó cerca del ascendado, sosteniéndolo por los hombros para que no cayera de lado, y habló con la voz firme y clara, queriendo que todos los trabajadores escucharan. Salva tierra, sobreviviste.

No pensé que ibas a aguantar, pero aguantaste. Pero mírame bien. Nunca vas a volver a ser el mismo hombre. Mira tu cuerpo. El acendado intentó mirar girando la cabeza con dificultad extrema y vio sus brazos, la piel rojo oscuro pelándose, llena de ampollas y heridas, quemada hasta el hueso en algunos lugares.

¿Sentiste lo que los trabajadores sienten todos los días cuando niegas sombra y agua? ¿Sentiste el sol sin piedad? La sed que mata despacio, el dolor que no pasa. Ahora sabes lo que es sufrir de verdad. Y todo el desierto va a saber lo que pasó aquí, la historia de como el ascendado salvatierra fue amarrado en su propio techo por tres días por orden de Pancho Villa. Tu reputación se acabó, tu poder se acabó, tu reinado de terror se acabó.

vas a vivir el resto de tu vida marcado, humillado, recordando todos los días lo que hiciste y lo que yo te hice. El acendado intentó hablar, la boca moviéndose despacio, pero ningún sonido salió. La garganta estaba destruida, las cuerdas vocales dañadas por la deshidratación y los gritos.

Solo logró soltar un gemido débil, patético, y lágrimas empezaron a escurrir de los ojos hinchados. No eran lágrimas de arrepentimiento, eran lágrimas de autocompasión de un hombre que finalmente había sido quebrado y humillado. Villa soltó sus hombros y dejó que el cuerpo se desplomara en el suelo de tierra batida. Entonces se levantó y volteó hacia los trabajadores.

Este hombre no merece muerte rápida. va a vivir, cargar las marcas de lo que hizo y todos los que lo miren van a recordar la justicia de Villa. Cuídenlo si quieren o déjenlo que se las arregle solo. La decisión es de ustedes. Los trabajadores quedaron en silencio por un momento. Después la mujer que había hablado el primer día se acercó y dijo, “Lo vamos a cuidar hasta que se recupere.

” No porque lo merece, sino porque nosotros no somos como él. Pero después de que mejore, se va de esta hacienda y nunca más regresa. Villa asintió con la cabeza satisfecho. Adelita se acercó a él y susurró, “Es hora de irnos, Villa. La policía debe haber sido avisada y puede estar viniendo.” Villa estuvo de acuerdo.

Reunió a la banda, montaron en los caballos y antes de partir, Villa dio un último discurso a los trabajadores reunidos en el patio. Mi gente, recuerden siempre que la justicia existe. Puede tardar, puede parecer que nunca va a llegar, pero llega. Y cuando llega es implacable. Ustedes ahora son dueños de estas tierras, son dueños de su propio destino.

Trabajen con dignidad, trátense unos a otros con respeto y si alguien viene a intentar oprimirlos de nuevo, luchen, porque la libertad no se da de regalo. Se conquista con sangre. Sudor y coraje. Los trabajadores aplaudieron y gritaron, saludando a los revolucionarios que montaban en los caballos.

Los niños corrieron detrás de los caballos por algunos metros, gritando: “¡Viva villa, viva la revolución!” La banda partió al atardecer, cabalgando por el desierto seco, siguiendo veredas escondidas que solo ellos conocían. El sol se puso completamente y la noche cayó sobre el desierto trayendo estrellas brillantes que iluminaban el camino de los revolucionarios.

Villa cabalgaba al frente, Adelita a su lado, y atrás venían el Coyote, el Chapo, José el Chihuahüense y los demás, todos satisfechos con la justicia que habían hecho. En los días siguientes, la historia del acendado salvatierra, amarrado en el techo por tres días, se esparció por el desierto como fuego en la paja seca.

Se volvió tema en los mercados, en las iglesias, en los comercios, en las casas humildes y hasta en las casas grandes de los otros hacendados que empezaron a tener miedo de sufrir el mismo destino. Los corridistas crearon corridos contando la historia y los niños jugaban a Villa y el Acendado Cruel, representando la justicia que se había hecho.

Los trabajadores de la hacienda Piedra Seca, ahora libres y dueños de su propia tierra, prosperaron. Sembraron maíz, frijol, chile, criaron cabras y gallinas, y nunca más pasaron hambre. Y cada vez que miraban el techo de la casa grande, recordaban el día en que la justicia finalmente llegó. El ascendado salvatierra sobrevivió, pero nunca se recuperó completamente.

Las marcas en la piel quedaron para siempre, quemaduras de tercer grado que dejaron cicatrices horribles en el rostro, en los brazos, en el cuello. Tuvo que dejar la hacienda, humillado y derrotado, y fue a vivir en un pueblo pequeño, lejos de ahí, donde nadie lo respetaba más. murió algunos años después, solo y olvidado, probando que quien siembra crueldad en el desierto cosecha soledad y desprecio.

La leyenda de Pancho Villa creció aún más después de este episodio. Se convirtió no solo en el líder revolucionario, sino en el símbolo de la justicia para los oprimidos, la pesadilla de los opresores, el hombre que hacía lo que la ley no tenía valor de hacer. Y mientras el sol continúe quemando el desierto, mientras haya injusticia y crueldad, el nombre de Pancho Villa será recordado y cantado.

En el desierto, donde la ley no llega, la justicia tiene nombre, tiene rostro y tiene una palabra que vale más que oro, la palabra de Pancho Villa. Yeah.