Cuando doña Marta entró al salón de
bodas, todos se quedaron mirándola, pero
no con cariño ni con respeto, no con
burla.

Una de las damas de honor soltó
una risa burlona y dijo en voz alta, “¿Y
esa quién es?” “La señora de la
limpieza.

” Otra respondió entre
carcajadas.

Seguro se coló.

“Mírale los
zapatos, parece que vienen del monte.


Y así entre risitas y comentarios
venenosos la fueron aislando.

Nadie se
acercaba, nadie le ofrecía una silla,
solo la miraban como si fuera un
estorbo.

Pero lo que nadie sabía es que
esa mujer con su vestido prestado y su
bolsita de tela en la mano era mucho más
importante que todos los invitados
juntos.

Marta tenía 62 años.

vivía en
una casita humilde a las afueras del
pueblo.

Vendía tamales en la plaza,
criaba gallinas y todavía se levantaba a
las 4 de la mañana para moler el maíz.

Nunca tuvo lujos, pero siempre tuvo algo
que muchos en esa boda no conocían.

Dignidad.

Ella había criado a Julián, el
novio, como si fuera su propio hijo.

Cuando él era apenas un niño, su madre
lo abandonó.

se fue con otro hombre,
dejándolo al cuidado de su abuela, que
ya estaba muy enferma.

Y fue Marta, la
vecina de al lado, la que empezó a
cuidarlo.

Al principio le daba un plato
de comida, luego lo llevaba a la escuela
y cuando vio que nadie se hacía cargo,
decidió hacerlo.

Ella con lo poco que
tenía, lo alimentaba, le compraba
cuadernos, le curaba la fiebre, lo
acompañó en sus tareas, en sus sueños,
en sus miedos.

Julián siempre decía,
“Marta es como mi segunda mamá.

” Y
aunque la vida los llevó por caminos
distintos, él jamás dejó de quererla.

Años después, él pudo estudiar gracias a
una beca.

Se fue a la ciudad, trabajó
duro, se convirtió en arquitecto y ese
día estaba por casarse con la mujer que
amaba.

Pero no se olvidó de Marta.

le
envió una invitación escrita a mano.

Con
cariño le pidió que estuviera presente
porque su historia no estaría completa
sin ella.

Marta lloró al recibir la
carta.

Nunca la habían invitado a algo
tan elegante.

No tenía qué ponerse.

Así
que una vecina le prestó un vestido azul
ya gastado, pero limpio y planchado.

Se
puso los únicos zapatos que tenía, un
poco rotos de los lados, y tomó el bus
de las 6 de la mañana para llegar a
tiempo.

Cuando llegó, vio todo tan
lujoso, tan brillante, que por un
momento pensó en no entrar.

se sintió
fuera de lugar, pero recordó las
palabras de Julián, “Usted es parte de
mi historia.

” Así que entró con el
corazón temblando y la mirada firme,
pero adentro la trataron como si fuera
invisible, o peor aún, como si
estorbara.

Algunas mujeres se tapaban la
nariz, otras cuchicheban cosas como,
“¡Qué vergüenza, quién la trajo? Parece
mendiga.

Incluso una camarera le
preguntó si se había perdido.

Marta se
fue al fondo del salón tratando de no
molestar.

No quería robar protagonismo,
solo quería ver feliz a ese muchacho que
ella había criado con tanto amor.

Y en
ese momento, cuando todos esperaban la
entrada triunfal del novio, pasó algo
que nadie imaginaba.

Julián apareció con
su traje impecable caminando con paso
seguro.

La música empezó a sonar.

La
gente se puso de pie, pero él no fue
directo al altar.

No.

Él se detuvo.

Miró
hacia el fondo y cuando vio a Marta
sonrió.

Caminó entre los invitados
directo hacia ella.

La gente murmuraba
sin entender quién era esa mujer que
tanto llamaba su atención.

Y entonces
Julián tomó el micrófono y con voz firme
dijo, “Antes de seguir con esta
ceremonia, quiero presentarles a la
persona más importante de mi vida.

Todos
quedaron en silencio.

Ella me cuidó
cuando nadie más quiso.

Me dio de comer
cuando tenía hambre.

Me enseñó a no
rendirme, a estudiar, a soñar.

Y aunque
hoy llevo este traje y me caso en este
lugar hermoso, si ella no hubiera
estado, yo no sería nada.

Las miradas
incómodas empezaron a aparecer.

Algunos
bajaron la vista.

Las damas que se
habían burlado ahora se miraban entre sí
con vergüenza.

Julián tomó la mano de
Marta, la llevó al centro del salón y
dijo, “Esta es mi madre del corazón y
hoy no me caso sin que ella esté a mi
lado.

” La abrazó frente a todos y por un
momento se hizo un silencio tan profundo
que hasta la música se detuvo.

Y luego
vinieron los aplausos, unos tímidos al
principio, luego fuertes, sinceros,
emocionados.

El maestro de ceremonias
cambió de tono.

La organizadora del
evento pidió disculpas.

La novia, con
lágrimas en los ojos, bajó del altar,
abrazó a Marta y le dijo, “Gracias por
haber hecho de Julián el hombre con el
que me voy a casar.

” Y como si fuera
poco, le entregó un paquete con un
vestido nuevo, blanco, con flores
bordadas y le dijo, “Quiero que esta
noche usted también brille.

” Marta no
sabía qué decir, solo alcanzó a
murmurar, “Yo no vine por la comida ni
por el vestido, solo quería verlo feliz.

Esa noche, doña Marta no comió sola,
estuvo en la mesa principal junto a los
novios.

Todos la saludaban con respeto,
algunos le pedían perdón, otros querían
saber más de su historia y por primera
vez en mucho tiempo se sintió
reconocida.

No por lo que tenía, sino
por lo que era.

Y mientras bailaba con
Julián, con los ojos llenos de lágrimas,
le dijo al oído, “Gracias por no
olvidarte, hijo.

” Y él le respondió,
“Gracias por nunca soltarme, mamá,
porque la verdadera familia no siempre
es la que te da la sangre, sino la que
te da el alma.

Y en esta vida podemos
vestirnos de seda, de marca, de brillo,
pero si no tenemos gratitud, no tenemos
nada.

Marta no tenía joyas, no tenía
perfume caro, pero tenía algo que pocos
poseen, el respeto de un buen hombre y
el amor eterno de un hijo del alma.

Y
eso vale más que cualquier traje, porque
la verdadera elegancia está en el
corazón.

Yeah.