Manuel Herrera llevaba más de 20 años en el oficio de la albañilería. Sus manos callosas y su piel curtida por el sol queretano daban testimonio de una vida dedicada a la construcción. Nunca había rechazado un trabajo, por complicado que fuera.
Sin embargo, cuando recibió la llamada para restaurar el antiguo altar de la Iglesia de Santa Rosa de Viterbo, un escalofrío recorrió su espalda. La iglesia construida en el siglo XVII era una joya del barroco mexicano. Sus torres gemelas y su fachada de cantera rosa atraían a turistas de todo el

mundo.
Sin embargo, entre los lugareños circulaban historias inquietantes sobre extrañas desapariciones y lamentos nocturnos. No sea supersticioso, don Manuel”, le había dicho el padre Ignacio, un hombre de unos 60 años con rostro afable, pero ojos que parecían guardar secretos. “Solo necesitamos reparar

unas grietas en el altar mayor. La última restauración fue hace más de 50 años.
Ese lunes de noviembre, Manuel llegó con su cuadrilla. Rodrigo, un joven aprendiz de apenas 19 años. Felipe, su compadre de toda la vida, y Jorge, un albañil experimentado que había trabajado con él en varias ocasiones. El frío matutino se colaba por las grietas de los vitrales y el olor a incienso

y cera derretida impregnaba el ambiente.
“Comenzaremos por retirar las placas de mármol dañadas”, indicó Manuel mientras se persignaba disimuladamente. La primera anomalía apareció cuando retiraron la tercera placa. En lugar del mortero antiguo que esperaban encontrar, había una cavidad sellada con un cemento mucho más reciente. “Esto no

tiene más de 10 años”, murmuró Felipe extrañado.
Rodrigo, curioso por naturaleza, comenzó a golpear suavemente las paredes cercanas con su martillo. El sonido hueco que produjo una de ellas llamó la atención de todos. Hay algo detrás”, dijo el joven con una mezcla de emoción y aprensión. Manuel dudó. Las instrucciones del párroco habían sido

claras: limitarse a reparar las grietas visibles, pero su instinto profesional le decía que debían investigar.
Vamos a abrir un poco más con cuidado, ordenó finalmente. A medida que retiraban el cemento, un olor náuse abundo comenzó a inundar la iglesia. No era el olor a humedad o a tierra que habían esperado, sino algo más perturbador, más orgánico. “¿Qué demonios es eso?”, exclamó Jorge cubriéndose la

nariz con un pañuelo. La respuesta llegó cuando la última capa de cemento se dio.
Dentro de la cavidad, envuelto en una sábana parcialmente descompuesta, yacía el cuerpo de una mujer joven. Su rostro, sorprendentemente conservado, mostraba una expresión de terror congelada en el tiempo. No parecía llevar muerta más de unos meses. El grito de Rodrigo resonó por toda la iglesia,

rompiendo el silencio sepulcral.
Manuel, paralizado por el horror, no podía apartar la mirada de aquellos ojos sin vida que parecían mirarlo directamente. Felipe fue el primero en reaccionar. Hay que llamar a la policía”, dijo con voz temblorosa mientras sacaba su teléfono. Pero cuando Jorge, impulsado por una mórbida curiosidad,

golpeó otra sección del altar, el eco hueco que resonó les indicó que el macabro hallazgo no era el único.
La antigua Iglesia de Santa Rosa de Viterbo guardaba más secretos de los que podían imaginar. El padre Ignacio, alertado por el alboroto, apareció en el umbral. Su rostro, normalmente sereno, se había transformado en una máscara de pánico. “¿Qué han hecho?”, susurró con voz apenas audible.

La llegada de la policía convirtió la tranquila iglesia en un hervidero de actividad. Cintas amarillas acordonaban el altar mayor, mientras los técnicos forenses, enfundados en trajes blancos, trabajaban meticulosamente. Manuel y su cuadrilla habían sido separados para ser interrogados. Desde una

banca lateral observaba como el padre Ignacio gesticulaba nerviosamente mientras hablaba con el comandante Velázquez, un hombre corpulento con mirada penetrante que lideraba la investigación.
“Juro por Dios que no sabía nada”, repetía el sacerdote, su voz quebrándose por momentos. La última restauración fue antes de mi llegada a esta parroquia, pero Manuel notaba algo extraño en su comportamiento. Conocía al Padre desde hacía años y nunca lo había visto tan alterado. En la comisaría el

interrogatorio fue exhaustivo.
Les preguntaron sobre sus antecedentes, sus relaciones con la iglesia, incluso sus creencias religiosas. Manuel respondió con la verdad. Era un simple albañil que había aceptado un trabajo de restauración. ¿Notó algo inusual en el comportamiento del padre Ignacio cuando lo contrató?, preguntó el

comandante. Manuel dudó. parecía ansioso.
Insistió mucho en que nos limitáramos a reparar las grietas visibles sin explorar demasiado. Esa noche ninguno pudo dormir. La imagen del cadáver, con aquella expresión de terror se había grabado en sus retinas. Pero lo que más perturbaba a Manuel era que, según los forenses, la mujer llevaba

muerta unos 6 meses no más. Al día siguiente, la noticia había estallado en los medios locales.
Macabro hallazgo en Iglesia Colonial de Querétaro, rezaban los titulares. La policía había encontrado tres cuerpos más, todos en diferentes estados de descomposición, todos escondidos en cavidades del altar. Manuel regresó a la iglesia, ahora de cierta, excepto por algunos oficiales que vigilaban

la escena del crimen.
Necesitaba entender, buscar alguna explicación racional a aquella pesadilla. En la sacristía, un joven diácono llamado Miguel ordenaba nerviosamente unos documentos. “No deberías estar aquí”, le dijo al ver a Manuel. “Necesito entender qué está pasando”, respondió el albañil. ¿Conocías bien al

padre Ignacio? Miguel miró a su alrededor como asegurándose de que estaban solos.
El padre llegó hace 12 años, susurró. Desde el principio hubo rumores, desapariciones de mujeres jóvenes que venían a confesarse, pero nadie quería creerlo. Le mostró a Manuel un viejo diario parroquial. Fíjate en las fechas de las restauraciones anteriores. Siempre coinciden con la llegada de un

nuevo párroco. El corazón de Manuel se aceleró.
Si lo que Miguel sugería era cierto, el horror no había comenzado con el padre Ignacio. Estás diciendo que es una tradición, interrumpió Miguel. Su voz apenas un susurro, un pacto que se remonta a la fundación de la Iglesia. Cada nuevo párroco debe ofrecer un sacrificio para purificar el templo.

Manuel sintió náuseas. Es una locura. Querétaro tiene secretos oscuros, Manuel.
Continuó Miguel. Bajo esta ciudad hay túneles que se construyeron durante la colonia. Algunos dicen que conectan las principales iglesias con edificios del gobierno. Un ruido en la puerta los sobresaltó. Era el comandante Velázquez. Señor Herrera, necesito que venga conmigo”, dijo con tono grave.

“Hemos encontrado algo en el teléfono del padre Ignacio, algo que lo involucra a usted. El comandante Velázquez condujo a Manuel por las calles empedradas del centro histórico de Querétaro. El cielo estaba cubierto por nubes grises, anticipando la tormenta que se avecinaba. ¿A dónde me lleva?”,

preguntó Manuel cada vez más nervioso.
Al archivo histórico respondió Velázquez sec, hay algo que debe ver. El archivo histórico de Querétaro ocupaba un antiguo edificio colonial de cantera. Sus pasillos laberínticos albergaban documentos que databan desde la fundación de la ciudad en el siglo XV. En una sala reservada, una mujer de

mediana edad los esperaba. se presentó como la doctora Carmona, historiadora especializada en el periodo colonial.
“Lo que voy a mostrarles está clasificado”, explicó mientras sacaba un antiguo manuscrito de una caja fuerte. Este documento fue encontrado durante la restauración de la catedral en 1978, pero las autoridades eclesiásticas y civiles acordaron mantenerlo en secreto.

El manuscrito escrito en español antiguo con tinta descolorida, databa de 1631. narraba la fundación de una cofradía secreta llamada Los Guardianes del Umbral, compuesta por clérigos y funcionarios de alto rango. Según este documento, continuó la doctora, la cofradía creía que existían puntos

energéticos bajo la ciudad, puertas a otro plano de existencia.
Construyeron las principales iglesias sobre estos puntos para sellarlos. Manuel escuchaba con incredulidad, “¿Y los cuerpos? Sacrificios humanos, respondió Velázquez, su voz cargada de disgusto. Creían que la sangre reforzaba los sellos. La tradición continuó en secreto durante siglos. En el

teléfono del padre Ignacio, añadió el comandante, encontramos mensajes que lo vinculan con una versión moderna de esta cofradía.
Y también encontramos su nombre, señor Herrera. Manuel palideció. Mi nombre. Eso es imposible. Yo solo soy un albañil. No un albañil cualquiera intervino la doctora Carmona observándolo con atención. Según nuestras investigaciones, usted es descendiente directo de Diego Herrera, uno de los

fundadores de la cofradía. La revelación golpeó a Manuel como una bofetada.
Recordó las historias que su abuelo le contaba sobre sus antepasados constructores de iglesias desde la época colonial. siempre había sentido un extraño orgullo por esa herencia. No puede ser coincidencia que fuera usted quien encontrara los cuerpos, continuó Velázquez. El padre Ignacio lo eligió

específicamente para este trabajo.
Un trueno retumbó en la distancia y la lluvia comenzó a golpear con fuerza los ventanales del archivo. “¿Hay algo más?”, dijo la doctora sacando un mapa antiguo de Querétaro. Las cinco principales iglesias coloniales forman un pentágono perfecto y según la leyenda, si los sellos se rompen

simultáneamente, no pudo terminar la frase.
El suelo comenzó a temblar violentamente, haciendo caer libros y documentos de los estantes. Las luces parpadearon antes de apagarse por completo. “Es un terremoto!”, gritó Velázquez. tratando de mantener el equilibrio. Pero Manuel sabía que no era un terremoto común. El miedo ancestral que había

sentido al entrar en la iglesia ahora se multiplicaba.
Algo estaba despertando bajo la ciudad. Cuando el temblor cesó, los tres corrieron hacia la salida. Las calles de Querétaro estaban sumidas en el caos. La gente corría despavorida mientras las sirenas de ambulancias y patrullas sonaban por todas partes. “Tenemos que volver a la iglesia”, dijo

Manuel con determinación.
Creo que sé lo que está pasando. En el camino, Velázquez recibió una llamada que confirmó sus peores temores. Se habían reportado temblores localizados en cada una de las cinco iglesias coloniales de la ciudad y en todas ellas los altares habían sido abiertos. La cofradía había puesto en marcha su

plan.
La lluvia caía implacable sobre Querétaro cuando Manuel Velázquez y la doctora Carmona llegaron a la iglesia de Santa Rosa de Viterbo. El edificio normalmente imponente parecía ahora vulnerable bajo el cielo tormentoso. La escena que encontraron en el interior los dejó sin aliento. El altar mayor

había sido completamente demolido, revelando una escalera de piedra que descendía hacia la oscuridad.
Los técnicos forenses yacían inconscientes en el suelo y no había rastro de los oficiales que vigilaban el lugar. ¿Quién pudo hacer esto? Murmuró Velázquez desenfundando su arma. La cofradía, respondió Manuel. Deben haber actuado cuando comenzó el temblor. La doctora Carmona se acercó a examinar la

escalera.
Estos peldaños son antiguos, probablemente contemporáneos a la fundación de la iglesia. Manuel recordó las palabras de Miguel sobre los túneles subterráneos. Conectan las iglesias, dijo. Es así como se mueven sin ser vistos. Velázquez llamó a refuerzos, pero las líneas estaban saturadas. La ciudad

entera se encontraba en estado de emergencia. No podemos esperar, decidió Manuel. Tengo que bajar.
Es una locura, protestó Velázquez. No sabemos qué hay ahí abajo. Mi familia ha sido parte de esto durante siglos sin saberlo, respondió Manuel con determinación. Tengo que detenerlo. Armados con linternas y el arma de Velázquez, los tres comenzaron el descenso. Los peldaños, desgastados por el

tiempo, conducían a un túnel abobedado que se extendía en la oscuridad.
El aire era denso y húmedo, con un olor a tierra y algo más, algo metálico que Manuel reconoció como sangre. Las paredes del túnel estaban cubiertas de inscripciones antiguas y símbolos que la doctora Carmona identificó como una mezcla de latín eclesiástico inaguatlle, la lengua de los aztecas. Es

una fusión de creencias, explicó mientras avanzaban cautelosamente.
Los españoles no eliminaron los cultos indígenas, los absorbieron y transformaron. A medida que se adentraban en el laberinto subterráneo, el sonido de cánticos comenzó a llegar hasta ellos. Voces graves que entonaban una letanía en un idioma desconocido. “Viene de más adelante”, susurró Velázquez.

apagando su linterna para no delatarse. Siguiendo el sonido, llegaron a una gran cámara circular. Escondidos tras una columna, presenciaron una escena sacada de una pesadilla. En el centro de la cámara había un altar de piedra, similar al que habían encontrado en la iglesia, pero mucho más antiguo.

Alrededor, una docena de figuras encapuchadas formaban un círculo.
Entre ellos, Manuel reconoció al padre Ignacio, que sostenía un antiguo libro mientras dirigía el ritual. Sobre el altar, atada e inconsciente, yacía una joven mujer. Manuel reconoció con horror a María, la sobrina de Felipe, que había desaparecido hacía una semana. “Van a sacrificarla”, susurró

sintiendo como la ira y el miedo se mezclaban en su interior. “Hay que detenerlos”, dijo Velázquez comprobando su arma.
Pero antes de que pudieran actuar, el suelo volvió a temblar, esta vez con más fuerza. Del centro del altar comenzó a emanar una luz rojiza y las inscripciones de las paredes brillaron como si estuvieran hechas de fuego. “El portal se está abriendo”, gritó uno de los encapuchados con júbilo.

El padre Ignacio levantó un cuchillo ceremonial listo para completar el sacrificio. Manuel no lo pensó dos veces. Salió de su escondite y corrió hacia el altar, seguido por Velázquez, que apuntaba su arma a los encapuchados. “Detenganse”, gritó el comandante. “Policía de Querétaro.” Los miembros de

la cofradía se volvieron hacia ellos, sus rostros ocultos por las capuchas, revelando solo ojos llenos de fanatismo.
“Manuel Herrera”, dijo el padre Ignacio con una sonrisa perturbadora. Sabíamos que vendrías. Tu sangre es parte de esto desde el principio. Esto se acaba hoy respondió Manuel avanzando hacia él. Pero antes de que pudiera alcanzarlo, el suelo se abrió bajo sus pies. La cámara entera comenzó a

derrumbarse mientras una fuerza invisible parecía tirar de todo hacia el centro del altar.
El portal, gritó la doctora Carmona, se está desestabilizando. En medio del caos, Manuel logró llegar hasta María y liberarla de sus ataduras. Velázquez disparaba contra los miembros de la cofradía que intentaban detenerlos, mientras la doctora Carmona buscaba desesperadamente una salida. “Por

aquí!”, gritó señalando un túnel lateral que parecía más estable.
Cargando a María, Manuel corrió hacia la salida. Detrás de ellos, los gritos de los miembros de la cofradía se mezclaban con un rugido sobrenatural que parecía venir de las profundidades de la tierra. El túnel los condujo a través de un laberinto de pasadizos hasta unas escaleras que ascendían.

Exhaustos y cubiertos de polvo, emergieron finalmente en el sótano del palacio de gobierno, en el centro de Querétaro.
Afuera, la tormenta había amainado y los primeros rayos del sol comenzaban a asomar entre las nubes. Los temblores habían cesado. “Se acabó”, dijo Velázquez mirando hacia la dirección de la iglesia. Pero Manuel no estaba tan seguro. Mientras los paramédicos atendían a María y las autoridades

acordonaban el área, no podía evitar sentir que algo fundamental había cambiado en la ciudad.
La doctora Carmona se acercó a él sosteniendo un fragmento del libro que el padre Ignacio había estado utilizando. La cofradía creía que estaban conteniendo algo antiguo y maligno. Dijo en voz baja, algo que existía antes de la llegada de los españoles, antes incluso de los aztecas. ¿Y usted qué

cree? Preguntó Manuel. La historiadora miró hacia el horizonte, donde las cinco iglesias coloniales de Querétaro se perfilaban contra el cielo del amanecer.
“Creo que hay secretos que deberían permanecer enterrados”, respondió. “Y creo que Querétaro nunca volverá a ser la misma.” Los días siguientes, a lo que los medios llamaron el incidente de Santa Rosa, pasaron en un borroso torbellino de interrogatorios, declaraciones y especulaciones.

La versión oficial hablaba de un culto fanático que había utilizado las iglesias coloniales para sus rituales macabros y de un derrumbe en túneles subterráneos clandestinos. Manuel había sido proclamado héroe por rescatar a María, mientras que el padre Ignacio y los pocos miembros de la cofradía

que sobrevivieron fueron arrestados.
La mayoría guardaba silencio con miradas vacías que parecían mirar más allá de las paredes de sus celdas. Pero Manuel sabía que la verdad era mucho más perturbadora. La noche del derrumbe, mientras cargaba a María por los túneles, había visto algo que no se atrevía a mencionar a nadie. Por un

instante, cuando el portal en el altar se abrió completamente, vislumbró un mundo de oscuridad pulsante y criaturas que se retorcían en formas imposibles.
Una semana después del incidente, Manuel regresó a su rutina de albañil. había rechazado las entrevistas y las ofertas para contar su historia. Solo quería olvidar esa mañana mientras trabajaba en la reparación de una casa en el barrio de la cruz, notó algo extraño en el comportamiento de las

personas a su alrededor.
Una mujer de mediana edad caminaba con la mirada perdida, murmurando palabras incomprensibles. Un niño dibujaba obsesivamente el mismo símbolo que Manuel había visto en las paredes de los túneles. inquieto, decidió visitar a la doctora Carmona en el archivo histórico. La encontró rodeada de

antiguos manuscritos con ojeras pronunciadas que revelaban noches sin dormir.
“Han comenzado a aparecer”, dijo sin preámbulos cuando Manuel entró en su oficina. ¿Quiénes?, preguntó él, aunque temía la respuesta. Los síntomas, respondió ella, mostrándole un mapa de Querétaro con puntos rojos marcados. Casos de comportamiento extraño, alucinaciones colectivas, personas que

aseguran ver sombras que se mueven por las esquinas de sus ojos.
Todos los casos se concentraban en un radio de 5 km alrededor de la iglesia de Santa Rosa de Viterbo. La cofradía tenía razón en una cosa, continuó la doctora. Había algo contenido bajo las iglesias, algo que ahora está despertando. Manuel sintió un escalofrío. ¿Qué podemos hacer? He estado

investigando”, dijo ella, sacando un manuscrito especialmente antiguo.
Este texto habla de un ritual de contención más antiguo que la cofradía, de origen puramente indígena. No requiere sacrificios humanos, sino un ancla viviente, alguien que sirva como puente entre los dos mundos, “Un ancla viviente”, repitió Manuel confundido. “Alguien con sangre de los

constructores originales”, explicó la doctora con mirada significativa.
“Alguien como tú, Manuel.” Antes de que pudiera responder, su teléfono sonó. Era Felipe. Su voz temblorosa al otro lado de la línea. Manuel, tienes que venir al hospital, dijo. Es María. Algo, algo está mal con ella. En el hospital general, María había sido aislada en una habitación de máxima

seguridad.
Desde su rescate había estado inconsciente, pero esa mañana había despertado gritando en un idioma que nadie reconocía. Cuando Manuel entró en la habitación, escoltado por Velázquez, encontró a la joven atada a la cama. Su cuerpo se contorcionaba en ángulos imposibles y sus ojos, completamente

negros, parecían pozos sin fondo.
“Ha estado así desde el amanecer”, explicó el médico, visiblemente perturbado. Sus patrones cerebrales son anormales. Nunca había visto algo así. Al ver a Manuel, María se quedó inmóvil. Una sonrisa antinatural se dibujó en su rostro. Herrera dijo con una voz que no era la suya, más grave y

antigua, el último de los constructores. Manuel se acercó cautelosamente. ¿Quién eres?, preguntó. La sonrisa de María se ensanchó.
Somos muchos y somos uno. Existíamos antes de que tu especie aprendiera a hablar. antes de que construyeran sus templos sobre nuestras puertas. ¿Qué quieres?, exigió Velázquez, su mano instintivamente sobre su arma. Queremos lo que es nuestro, respondió la entidad a través de María. Este mundo que

una vez nos perteneció. Los sellos se han roto y las puertas están abiertas. Ya no hay vuelta atrás.
En ese momento, las luces del hospital parpadearon y el suelo tembló ligeramente. A través de la ventana, Manuel vio como una bruma oscura comenzaba a formarse sobre la ciudad. “Ya ha comenzado”, dijo María, o lo que fuera que hablaba a través de ella. “La convergencia. Pronto no habrá diferencia

entre tu mundo y el nuestro.
” Manuel miró a la doctora Carmona que había palidecido. El ritual susurró, “Tenemos que intentarlo.” Pero antes de que pudieran actuar, María se arqueó violentamente y un humo negro comenzó a emanar de su boca, nariz y ojos. La habitación se llenó rápidamente de aquella sustancia etérea que parecía

moverse con voluntad propia.
“Salgan todos!”, gritó Velázquez empujando al médico hacia la puerta. Manuel intentó seguirlos, pero el humo lo envolvió paralizándolo. Sentía como se filtraba por sus poros, invadiendo su cuerpo, susurrando secretos antiguos directamente en su mente. Y entonces lo vio todo. La verdadera historia

de Querétaro, de la cofradía, de su propia familia.
No habían sido constructores comunes, sino guardianes de un conocimiento terrible. Las iglesias no habían sido construidas para honrar a Dios, sino para aprisionar a entidades que existían más allá de la comprensión humana. Cuando la oscuridad finalmente se disipó, Manuel cayó de rodillas jadeando.

María yacía inmóvil en la cama, sus ojos nuevamente normales, pero vacíos de vida. Se ha ido”, susurró la doctora Carmona acercándose cautelosamente. “Pero ha dejado algo en ti, ¿verdad?” Manuel asintió, incapaz de expresar con palabras lo que acababa de experimentar. Sentía un conocimiento antiguo

arremolinándose en su mente, un poder que no comprendía, pero que ahora era parte de él.
Afuera, la bruma oscura se había disipado, pero Manuel sabía que era solo un respiro temporal. La entidad había dejado a María para extenderse por la ciudad, para infectar a otros, para preparar el camino para la convergencia. “Tenemos que actuar rápido”, dijo, poniéndose de pie con renovada

determinación. “Sé lo que debemos hacer.
La batalla por Querétaro apenas comenzaba. Y Manuel Herrera, el último de los constructores, estaba en el centro de todo. La ciudad de Querétaro se transformaba día a día, lo que había comenzado como casos aislados de comportamiento extraño, ahora se extendía como una epidemia silenciosa. Las

autoridades hablaban de una psicosis colectiva o de algún contaminante en el agua, pero Manuel sabía la verdadera causa. Desde su encuentro con la entidad en el hospital.
Había desarrollado una sensibilidad especial. Podía ver la infección oscura que se propagaba de persona a persona, una sombra imperceptible para los ojos normales que se adhería a sus víctimas como una segunda piel. Manuel Velázquez y la doctora Carmona habían establecido un centro de operaciones

improvisado en el sótano del archivo histórico.
Las paredes estaban cubiertas de mapas, fotografías y antiguos textos que la doctora había recopilado frenéticamente. “La propagación sigue un patrón”, explicó Manuel señalando un mapa donde habían marcado los casos conocidos. se mueve a través de los antiguos canales subterráneos de la ciudad,

siguiendo líneas de energía que los indígenas conocían mucho antes de la llegada de los españoles.
Velázquez, que había logrado mantener el incidente relativamente contenido gracias a sus contactos en el gobierno, observaba con preocupación. “¿Cuánto tiempo tenemos?”, preguntó. “Días, tal vez horas”, respondió la doctora Carmona. Según los textos, la convergencia ocurrirá durante el próximo

eclipse lunar, cuando la barrera entre los mundos será más delgada.
“Mañana por la noche”, murmuró Manuel sintiendo como el peso de la responsabilidad caía sobre sus hombros. El ritual que habían descubierto requería reconstruir los sellos en las cinco iglesias principales, utilizando a Manuel como el ancla viviente que conectaría los sellos y cerraría

definitivamente el portal. Es un suicidio. Había protestado Felipe cuando le explicaron el plan.
No sobrevivirás al ritual. Pero Manuel sabía que no había alternativa. La entidad que había poseído a María y que ahora se extendía por la ciudad era solo la avanzadilla de algo mucho mayor y más terrible. Esa tarde, mientras preparaban los materiales necesarios para el ritual, Manuel recibió una

llamada inesperada de Jorge, su compañero albañil, que no había vuelto a ver desde el descubrimiento en la iglesia.
Necesito verte”, dijo Jorge, su voz extrañamente monótona. “He encontrado algo en las ruinas de Santa Rosa que deberías ver.” Manuel accedió a reunirse con él en las afueras de la iglesia, ahora acordonada y vigilada. Velázquez insistió en acompañarlo, desconfiando del repentino contacto.

El atardecer teñía de naranja las calles empedradas cuando llegaron al lugar. Jorge los esperaba junto a un muro de ruido, su figura recortada contra el sol poniente. “Has cambiado, Manuel”, dijo a modo de saludo. “puedo verlo en tus ojos. La oscuridad te ha tocado también.” Manuel se mantuvo

alerta. Había algo extraño en la forma en que Jorge se movía, como si sus articulaciones funcionaran de manera diferente.
“¿Qué encontraste, Jorge?”, preguntó directamente. Jorge sonró. una sonrisa demasiado amplia para ser natural. “No encontré nada”, dijo su voz cambiando gradualmente a ese tono más profundo y antiguo que Manuel había escuchado en María. Pero ellos me encontraron a mí. Antes de que pudieran

reaccionar, Jorge se abalanzó sobre ellos con una fuerza sobrehumana.
Velázquez alcanzó a disparar una vez, pero la bala pareció no afectar a Jorge, que lo golpeó con tanta fuerza que lo lanzó contra el muro. Manuel esquivó el siguiente ataque por instinto. Desde su encuentro con la entidad, sus reflejos habían mejorado inexplicablemente, como si una parte primitiva

de su cerebro hubiera despertado.
Sé lo que planeas”, dijo Jorge o lo que fuera que controlaba su cuerpo. “El ritual no funcionará. No puedes sellar lo que ya ha sido liberado.” Con un movimiento fluido, Manuel tomó un trozo de hierro de los escombros y lo blandió como arma improvisada. “No eres Jorge”, dijo. “¿Qué has hecho con

él?” La criatura en el cuerpo de Jorge Río, un sonido áspero como piedras frotándose.
Jorge está aquí conmigo, como todos los demás, lo estarán pronto. Este cuerpo es solo un recipiente temporal. Velázquez se había incorporado sangrando de una herida en la cabeza, pero con su arma firme en la mano. Aléjate de él, gritó. Pero la criatura era rápida. En un parpadeo estaba sobre

Velázquez. Sus manos transformadas en garras que desgarraron el uniforme del comandante.
Manuel actuó por puro instinto, golpeando a la criatura con el hierro. Para su sorpresa, el metal brilló con una luz azulada al contacto y la criatura chilló de dolor, apartándose violentamente. “El hierro”, murmuró Manuel recordando fragmentos del conocimiento antiguo que había recibido. El hierro

forjado los lastima.
Aprovechando la distracción, Manuel ayudó a Velázquez a levantarse y ambos corrieron hacia la camioneta. La criatura que habitaba el cuerpo de Jorge los observó alejarse con una sonrisa que prometía que aquel no sería su último encuentro. De vuelta en el archivo relataron lo sucedido a la doctora

Carmona. Tiene sentido dijo ella consultando rápidamente sus notas.
El hierro ha sido tradicionalmente considerado una protección contra seres sobrenaturales en muchas culturas. Los antiguos otomíes que habitaban esta región antes de la conquista creaban amuletos de hierro para protegerse de lo que llamaban los que caminan entre mundos. Entonces modificamos el

plan, decidió Manuel. Necesitamos armas de hierro y tenemos que asumir que todos están infectados hasta que se demuestre lo contrario.
Esa noche, mientras la luna se alzaba sobre Querétaro, los tres trabajaron incansablemente. Fabricaron cinco sellos de hierro forjado, grabados con símbolos que la doctora había descifrado de los textos antiguos. Cada sello debía ser colocado en el altar de cada una de las cinco iglesias

principales de la ciudad, formando un pentágono perfecto que, según la teoría, cerraría el portal permanentemente.
Manuel sería el encargado de activar el ritual utilizando su conexión única con la entidad como un canal para redireccionar la energía del portal. El texto no especifica exactamente qué te sucederá”, admitió la doctora Carmona con preocupación. Solo dice que el ancla viviente debe entregar su

esencia para sellar la brecha. “No importa”, respondió Manuel pensando en María, en las otras víctimas, en toda la ciudad que pronto caería si no actuaban. Lo haré.
A medianoche, cuando la ciudad dormía inquieta bajo un cielo nublado, pusieron el plan en marcha. Se dividieron. Velázquez tomaría la catedral y la iglesia de San Francisco. La doctora Carmona se dirigiría a San Antonio y la Cruz, mientras Manuel regresaría a Santa Rosa de Viterbo, donde todo había

comenzado, para completar el ritual.
Las calles estaban inusualmente desiertas, como si la ciudad misma contuviera la respiración ante lo que estaba por venir. En cada esquina, Manuel podía sentir ojos invisibles que los observaban desde las sombras. Al llegar a la iglesia de San Antonio, la doctora Carmona se encontró con las puertas

abiertas de par en par.
El interior estaba iluminado por velas y un cántico bajo y monótono resonaba en la nave principal. No puede ser, susurró sacando su teléfono para alertar a los demás, pero antes de que pudiera marcar, una figura emergió de las sombras. Era el diácono Miguel, su rostro ahora una máscara de serenidad

inhumana.
Doctora Carmona, saludó con una voz que no era completamente suya. La esperábamos. Detrás de él, docenas de figuras comenzaron a materializarse desde los bancos de la iglesia. Todos habitantes de Querétaro, todos con la misma mirada vacía y la misma sonrisa antinatural. La doctora Carmona

retrocedió lentamente hacia la puerta, pero estaba rodeada.
“El ritual no funcionará”, dijo Miguel avanzando hacia ella. “La convergencia es inevitable. Esta noche los dos mundos se fusionarán y nosotros por fin seremos libres. Mientras tanto, Velázquez había logrado colocar el primer sello en la catedral, pero al llegar a San Francisco se encontró con una

escena similar.
La iglesia estaba tomada por docenas de personas infectadas que se movían en perfecta sincronía como un solo organismo. Manuel logró transmitir por radio antes de verse obligado a huir. Están por todas partes. Conocen nuestro plan. En Santa Rosa de Viterbo, Manuel recibió el mensaje con un nudo en

el estómago. Si no podían colocar los cinco sellos, el ritual fallaría.
observó el eclipse lunar que comenzaba a formarse en el cielo, parcialmente visible entre las nubes. El tiempo se acababa. Fue entonces cuando tuvo una revelación. El conocimiento antiguo que había recibido le mostraba otra posibilidad, un camino más oscuro y peligroso. Pero tal vez el único que

quedaba. “Puedo hacerlo solo”, murmuró para sí mismo.
“Puedo canalizar toda la energía desde aquí.” sabía que las probabilidades de sobrevivir eran nulas, pero no tenía alternativa. Con determinación comenzó a preparar el altar mayor de Santa Rosa, colocando el sello de hierro en el centro. Afuera, la ciudad de Querétaro se transformaba.

Una niebla espesa y antinatural descendía sobre las calles y quienes la respiraban caían bajo el control de la entidad. Los pocos que resistían se atrincheraban en sus hogares sin comprender lo que estaba sucediendo. En el centro exacto del Pentágono formado por las cinco iglesias, el cielo parecía

rasgarse, revelando momentáneamente un paisaje alienígena de estructuras imposibles y criaturas indescriptibles. La convergencia había comenzado. Manuel trabajaba contra reloj.
había transformado el altar mayor de Santa Rosa en un centro ritual improvisado, utilizando su conocimiento de albañilería para trazar líneas precisas en el suelo que conectaban simbólicamente con las otras cuatro iglesias. El hierro forjado del sello central brillaba con una luz azulada que se

intensificaba a medida que el eclipse lunar avanzaba.
A través de la ventana rota del ápside, Manuel podía ver como la sombra de la Tierra devoraba lentamente la Luna. Su teléfono sonó. Era Velázquez, su voz entrecortada por interferencias estáticas. He logrado esconderme en la cripta de San Francisco informó. Están por todas partes. ¿Has sabido algo

de Carmona? Nada aún, respondió Manuel sintiendo un peso en el corazón. Temía lo peor para la historiadora.
¿Qué hacemos ahora?, preguntó Velázquez. Manuel tomó aire. He encontrado otra forma, un ritual alternativo que puedo realizar desde aquí, canalizando la energía de todos los puntos a la vez. Eso es suicidio, protestó Velázquez. Es nuestra única opción, respondió Manuel con calma. Escucha, necesito

que hagas algo por mí. Si sobrevivo, no seré yo mismo.
Prométeme que harás lo que sea necesario. Hubo un largo silencio antes de que Velázquez respondiera. Lo prometo. Manuel cortó la comunicación y se concentró en la tarea. Según el conocimiento antiguo que ahora fluía en su mente, necesitaba un catalizador, algo que sirviera como puente entre él y la

entidad.
y sabía exactamente qué usar. De su bolsillo sacó un pequeño fragmento de hueso que había recogido del primer cuerpo encontrado en el altar. Lo colocó sobre el sello de hierro y comenzó a recitar las palabras del ritual, un idioma más antiguo que el nawatle, más antiguo que cualquier lengua humana

conocida.
A medida que las palabras fluían de su boca, Manuel sentía como algo se desgarraba dentro de él. Su conciencia se expandía conectándose con cada punto del Pentágono, con cada persona infectada en la ciudad, con la entidad misma que ahora se manifestaba plenamente en el cielo nocturno de Querétaro.

La tierra comenzó a temblar y las paredes de la antigua iglesia crujieron peligrosamente.
El sello de hierro ahora brillaba con tanta intensidad que resultaba doloroso mirarlo directamente. A través de esta conexión sobrenatural, Manuel pudo ver a la doctora Carmona atrapada en la iglesia de San Antonio, rodeada de infectados, pero aún resistiendo, pudo ver a Velázquez atrincherado en la

cripta, usando su última bala para mantener a raya a las criaturas que intentaban alcanzarlo.
Y pudo ver algo más, la verdadera naturaleza de la entidad. No era malvada en el sentido humano, sino completamente ajena, incomprensible para la mente mortal. Un ser de pura energía y conciencia que había existido eones antes que la humanidad, confinado accidentalmente en un plano dimensional

paralelo cuando la tierra misma se estaba formando. “Tú”, dijo la entidad directamente en su mente, “El último de los constructores.
¿Crees que puedes detenerme?” No, respondió Manuel mentalmente, pero puedo redirigirte. Con un último esfuerzo sobrehumano, Manuel completó el ritual. El sello de hierro se fundió con el altar y una columna de luz azul se elevó hacia el cielo, conectándose con las otras cuatro iglesias y formando

un pentágono perfecto de energía sobre Querétaro.
La entidad ahulló de rabia y dolor mientras era succionada hacia el portal que Manuel había creado, no para cerrar la brecha entre mundos, sino para redirigirla. El cuerpo de Manuel se elevó en el aire. Sus ojos brillando con la misma luz azul del sello. Sentía como cada molécula de su ser se

desintegraba y recomponía simultáneamente como su conciencia humana se fusionaba con algo mucho más vasto y antiguo.
En un instante eterno, Manuel Herrera dejó de existir como ser humano. Cuando el comandante Velázquez logró llegar a Santa Rosa de Viterbo, el amanecer ya despuntaba sobre una Querétaro silenciosa. El eclipse había terminado y con él la presencia sobrenatural que había amenazado la ciudad. La

iglesia estaba parcialmente derruida, con grandes grietas en las paredes y el techo colapsado sobre el altar mayor.
Entre los escombros encontró el cuerpo de Manuel, tendido pacíficamente como si solo estuviera dormido. Pero cuando se acercó a comprobar sus signos vitales, los ojos de Manuel se abrieron de golpe. Eran completamente azules, sin pupila ni iris, como dos fragmentos de cielo atrapados en un rostro

humano.
“Manuel”, preguntó Velázquez cautelosamente su mano en la pistola. La criatura que había sido Manuel Herrera sonrió con una expresión a la vez familiar y completamente ajena. “Manuel ya no existe”, respondió con una voz que parecía contener ecos de incontables otras. Pero tampoco la entidad que

temían. Somos algo nuevo.
Se incorporó con movimientos fluidos, estudiando sus propias manos como si fueran objetos fascinantes y desconocidos. El ritual funcionó, pero no como estaba previsto. Continuó. En lugar de sellar la brecha o permitir la convergencia, creé un tercer camino, una fusión, un equilibrio. Velázquez

mantuvo su distancia recordando su promesa. ¿Eres una amenaza?, preguntó directamente.
La criatura pareció considerar la pregunta con genuina curiosidad. No para la humanidad, respondió finalmente, el hambre de la entidad ha sido saciado, su soledad milenaria aplacada a través de mí. Ahora comprende a los humanos como yo comprendo su naturaleza. Se acercó a una de las paredes

agrietadas y la tocó suavemente.
Bajo sus dedos las grietas comenzaron a sellarse, la piedra fluyendo como si fuera arcilla blanda. Soy el guardián ahora dijo, el verdadero propósito de los constructores, no para aprisionar, sino para mediar entre mundos. Veláquez bajó lentamente su arma, asimilando lo que veía. ¿Qué pasará ahora?

Las personas infectadas volverán a la normalidad sin recordar lo sucedido. La ciudad sanará y yo vigilaré.
Hay más portales, más brechas en el mundo de lo que imaginan. lugares donde la realidad es delgada. Miró hacia el horizonte, donde las otras cuatro iglesias de Querétaro se perfilaban contra el cielo del amanecer, conectadas por hilos invisibles de energía que solo él podía ver. “Debo irme”, dijo

finalmente. “Hay mucho que hacer, mucho que reparar.
” Antes de que Velázquez pudiera responder, la figura de Manuel se desvaneció como niebla bajo el sol matutino, dejando solo un leve aroma a ozono y tierra húmeda. Afuera, Querétaro despertaba lentamente, sus habitantes confusos, pero ilesos, sin recordar la noche de horror que habían vivido.

Las calles se llenaban gradualmente de actividad normal, vendedores preparando sus puestos, estudiantes caminando hacia sus escuelas, turistas admirando la arquitectura colonial. Solo Velázquez y más tarde la doctora Carmona, cuando la encontraron desorientada, pero viva en San Antonio, conocerían

la verdad de lo sucedido y del sacrificio de Manuel Herrera.
Y solo ellos notarían en los meses siguientes las sutiles señales de una presencia vigilante en la ciudad. Grietas que se reparaban solas en edificios antiguos, sombras que se movían con propósito propio en los atardeceres y ocasionales destellos de luz azul en los campanarios de las cinco iglesias

coloniales. Durante las noches de luna llena. Querétaro guardaba secretos más antiguos que sus calles empedradas y sus iglesias barrocas.
Y ahora tenía un guardián a la altura de esos secretos. 6 meses después de los eventos en Santa Rosa de Viterbo, Querétaro había vuelto a su aparente normalidad. Los turistas seguían fotografiando sus callejones coloniales. Los queretanos continuaban con sus vidas cotidianas y las autoridades

habían clausurado oficialmente el caso, clasificándolo como un incidente criminal aislado, perpetrado por una secta religiosa extremista.
El comandante Javier Velázquez había sido ascendido a comisario de seguridad pública un premio que sentía más como una forma de silenciarlo que como un reconocimiento a su labor. La doctora Elena Carmona había regresado a sus investigaciones en el archivo histórico, ahora obsesionada con documentar

cada referencia histórica a fenómenos similares en la región.
Y Manuel Herrera había sido declarado oficialmente desaparecido, presumiblemente muerto durante el colapso parcial de la iglesia. Felipe, el compadre de Manuel, ahora se encargaba de su negocio de albañilería. Una tarde de mayo, mientras supervisaba la renovación de una casona antigua en el barrio

de la Cruz, notó algo extraño en uno de los muros recién descubiertos tras retirar capas de yeso.
“Mira esto”, llamó a Rodrigo, el joven aprendiz que había estado con ellos el día del descubrimiento en Santa Rosa. En la piedra caliza del muro, casi imperceptibles a simple vista, había símbolos tallados que Felipe reconoció inmediatamente. los mismos que habían visto en los túneles bajo la

iglesia.
“Deberíamos llamar a Velázquez”, sugirió Rodrigo, visiblemente nervioso. Felipe asintió, pero antes de que pudieran hacer nada, el sonido de un celular los sobresaltó. Era el teléfono de Felipe mostrando un número desconocido. Bueno, contestó cautelosamente. No llames a nadie, Felipe, dijo una voz

que reconoció de inmediato, aunque tenía un timbre diferente, como si hablaran al unísono. Soy yo, Manuel.
El corazón de Felipe dio un vuelco. Manuel, ¿dónde estás? Todos piensan que estás muerto. Para todos los efectos lo estoy respondió la voz. Pero necesito tu ayuda. Hay algo en esa casa que debo recuperar. Esa noche, cuando todos los trabajadores se habían marchado, Felipe regresó solo a la casona.

La luna llena iluminaba el patio central, proyectando sombras inquietantes a través de las columnas coloniales. Manuel llamó en voz baja. Una figura emergió de las sombras. familiar, pero a la vez profundamente alterada. Tenía la apariencia de Manuel, pero se movía con una gracia sobrenatural, y

sus ojos brillaban con una luz azul interior que parecía pulsar al ritmo de un corazón invisible.
“Gracias por venir, compadre”, dijo la criatura con la voz de Manuel, pero con aquel extraño eco múltiple. Felipe retrocedió instintivamente. “¿Qué te pasó? Me convertí en algo más, respondió simplemente. Parte humano, parte otra cosa, un puente entre mundos. Se acercó al muro donde habían

descubierto los símbolos y pasó su mano sobre la piedra.
Bajo su toque, los grabados comenzaron a brillar con la misma luz azul de sus ojos. Esta casa fue construida sobre un nodo energético menor”, explicó mientras trabajaba. un punto de conexión con el otro lado, no tan poderoso como los de las iglesias, pero significativo. Con movimientos precisos,

comenzó a reconfigurar los símbolos, alterando sutilmente sus formas.
La piedra se deformaba bajo sus dedos como si fuera arcilla. “¿Qué estás haciendo?”, preguntó Felipe, fascinado y aterrorizado a partes iguales. Reparando los sellos antiguos respondió. Después de lo sucedido, otros nodos se han desestabilizado. Si no los atiendo, podría haber filtraciones. Felipe

recordó con un escalofrío lo que habían presenciado en Santa Rosa.
Más de esas cosas podrían cruzar. Manuel asintió gravemente. La entidad que enfrentamos no era única. Hay otras, algunas incluso más antiguas y poderosas que ancían acceder a este plano de existencia. Terminó su trabajo con los símbolos, que ahora formaban una configuración completamente nueva.

La luz azul se intensificó momentáneamente antes de apagarse, dejando solo marcas apenas visibles en la piedra. He estado recorriendo la ciudad durante meses, continuó Manuel girándose hacia su antiguo amigo, reparando, fortaleciendo, preparándome para lo que pueda venir, pero no puedo hacerlo

solo. ¿Qué quieres de mí? Preguntó Felipe, sintiendo que estaba a punto de cruzar un umbral del que no habría retorno.
“Necesito ojos y oídos entre los humanos”, explicó Manuel. Alguien que pueda alertarme cuando aparezcan señales de actividad anómala, patrones extraños, comportamientos inusuales, descubrimientos arqueológicos inesperados. Se acercó a Felipe, sus ojos azules brillando intensamente en la oscuridad.

Me ayudarás, compadre, por el bien de Querétaro, por el bien de todos.
Felipe pensó en su familia, en María, que todavía se recuperaba del trauma, aunque no recordaba nada de lo sucedido, en los ciudadanos inocentes, que caminaban cada día sin saber los horrores que acechaban bajo sus pies. “Te ayudaré”, dijo finalmente, “pero con una condición.

Quiero saber la verdad completa, todo lo que has aprendido, todo lo que has visto.” Manuel sonríó. un gesto que mezclaba la calidez humana con algo completamente ajeno. “Te mostraré”, prometió, “Pero te advierto, una vez que veas el mundo como yo lo veo ahora, nunca podrás volver a la ignorancia.

” Extendió su mano, que brillaba sutilmente con aquella luz azul característica. Felipe, tras un momento de duda, la estrechó. Al instante, una cascada de imágenes invadió su mente. Civilizaciones antiguas que adoraban a entidades de las estrellas, túneles que se extendían bajo la tierra como raíces

de un árbol colosal, seres de pura energía que existían en dimensiones superpuestas a la nuestra, y la verdadera historia de Querétaro como un nexo donde múltiples realidades convergían. Cuando la visión terminó, Felipe cayó de rodillas jadeando.
El mundo a su alrededor parecía diferente ahora, más profundo, más complejo, con capas invisibles de realidad que antes no podía percibir. “¿Lo entiendes ahora?”, preguntó Manuel. Felipe asintió lentamente. “¿Qué hacemos? ¿Vigilamos? ¿Preparamos? ¿Protegemos?”, respondió Manuel con determinación.

Porque lo que despertó en Santa Rosa fue solo el principio. Hay tormentas más grandes en el horizonte y Querétaro está en el centro de todo. En lo alto del cielo nocturno, la luna llena brillaba sobre la ciudad colonial, sus rayos plateados, iluminando las cinco iglesias principales que vistas

desde arriba, formaban un perfecto pentágono protector.
Y entre las sombras de sus callejones empedrados, dos figuras caminaban lado a lado, guardianes de secretos más antiguos que la piedra misma sobre la que se alzaba Querétaro. La batalla por la realidad apenas comenzaba. El calor de agosto caía pesadamente sobre Querétaro. En las plazas los turistas

buscaban refugio bajo las sombras de los árboles centenarios, mientras los vendedores ambulantes ofrecían aguas frescas y helados para combatir las altas temperaturas.
Para la mayoría era un verano como cualquier otro, pero para Felipe Ramírez los últimos tres meses habían transformado su percepción de la realidad. Desde aquella noche en la casona colonial, cuando Manuel le había mostrado la verdad, Felipe veía patrones donde antes solo había coincidencias,

significados ocultos en las rutinas cotidianas de la ciudad.
Siguiendo las instrucciones de Manuel, había establecido una red informal de informantes, jardineros de plazas públicas, vigilantes de museos, trabajadores de mantenimiento en edificios históricos, incluso un par de arqueólogos del INA, que sin saberlo le reportaban cualquier hallazgo inusual. Esa

tarde Felipe recibió la llamada de Joaquín, un fontanero que trabajaba en el sistema de drenaje del centro histórico.
“Encontramos algo raro en los túneles de desagüe cerca del acueducto”, dijo Joaquín, su voz tensa por la línea telefónica. “Paredes con símbolos que brillan en la oscuridad y Felipe juraría que escuché voces donde no debería haber nadie.” Felipe sintió un escalofrío a pesar del calor. No toques

nada y sal de ahí, instruyó. Inventa una excusa.
Di que necesitas equipo especial, lo que sea, y por lo que más quieras, no lleves a nadie más ahí abajo. Esa noche Felipe se reunió con Manuel en el mirador del cerro de las campanas, desde donde se podía contemplar toda la ciudad iluminada. Como siempre, Manuel apareció de la nada,

materializándose desde las sombras como si fuera parte de ellas.
“Tenemos un problema”, dijo Felipe sin preámbulos, relatándole lo que Joaquín había encontrado. Manuel escuchó en silencio sus ojos azules brillando con mayor intensidad mientras procesaba la información. Ha comenzado antes de lo que esperaba”, dijo finalmente, “La congregación de sombras ha llegado

a Querétaro.” “La congregación de sombras”, repitió Felipe confundido.
“Un culto antiguo, mucho más viejo y peligroso que la cofradía que conocimos”, explicó Manuel. Mientras la cofradía intentaba contener a las entidades, la congregación busca liberarlas, canalizarlas, usarlas. se acercó al borde del mirador, contemplando la ciudad que se extendía a sus pies como un

mapa de luces.
Durante siglos han operado en las sombras, infiltrándose en gobiernos, religiones, corporaciones. Sintieron la perturbación energética de lo que sucedió en Santa Rosa y han venido a investigar. Felipe sintió que el peso de la responsabilidad se incrementaba. ¿Qué podemos hacer? Tengo que ver esos

símbolos”, decidió Manuel esta noche.
El sistema de drenaje bajo el centro histórico de Querétaro era un laberinto de túneles que databan de diferentes épocas, desde conductos coloniales de piedra hasta modernos tubos de concreto. Joaquín los esperaba nerviosamente en una entrada discreta cerca del acueducto. “Por aquí”, indicó

guiándolos a través de una rejilla oxidada.
Lo encontramos a unos 200 m en esa dirección cuando buscábamos la causa de una obstrucción. Felipe notó que las manos del fontanero temblaban mientras sostenía la linterna. “Puedes esperar aquí si prefieres”, ofreció. Joaquín asintió agradecido. “Ten cuidado, hay algo malo ahí abajo.” Manuel y

Felipe avanzaron por el túnel principal, agachándose ocasionalmente para evitar tuberías. que colgaban del techo.
El olor a humedad y descomposición se intensificaba a medida que se adentraban en el sistema. Aquí señaló Felipe cuando llegaron a una bifurcación. Joaquín dijo que giráramos a la izquierda. El túnel izquierdo era más antiguo, construido con piedra caliza que brillaba débilmente bajo la luz de sus

linternas. Después de unos 50 metros, Manuel se detuvo abruptamente. Apaga tu linterna, ordenó en voz baja.
En la oscuridad total, Felipe pudo verlo. Un tenue resplandor verdoso que emanaba de las paredes más adelante. A medida que sus ojos se adaptaban, distinguió símbolos tallados en la piedra, similares, pero distintos a los que habían visto en Santa Rosa. Son antiguos”, murmuró Manuel acercándose para

examinarlos. Pero han sido modificados recientemente.
Alguien ha estado trabajando en ellos, alterando su propósito. Pasó sus dedos sobre los símbolos que reaccionaron a su toque pulsando con una luz más intensa. Están intentando abrir un canal de comunicación”, explicó su voz mezclándose con ese eco múltiple que emergía cuando usaba sus habilidades,

no para traer algo aquí, sino para enviar información al otro lado. “¿Qué tipo de información?”, preguntó Felipe, manteniendo la distancia.
Conocimiento sobre mí”, respondió Manuel gravemente. Sobre lo que sucedió en Santa Rosa están reportando a algo más grande. De repente, los símbolos brillaron con intensidad cegadora y un zumbido agudo llenó el túnel. Manuel retrocedió, su expresión transformada por primera vez en algo cercano al

miedo. “Nos han detectado”, dijo.
“Tenemos que irnos ahora.” Pero antes de que pudieran moverse, el aire frente a ellos pareció condensarse, formando una silueta humanoide de pura oscuridad. No tenía rasgos distinguibles, excepto dos puntos de luz verde donde deberían estar los ojos. “Al fin te encontramos, guardián”, dijo la

figura con una voz que parecía provenir de todas partes y de ninguna a la vez.
El híbrido que selló la convergencia. Manuel se colocó protectoramente frente a Felipe. ¿Quién eres?, exigió. Un mensajero respondió la sombra. Los antiguos han sentido tu presencia, tu interferencia en el gran diseño. Tu gran diseño casi destruyó esta ciudad, replicó Manuel, sus ojos brillando

intensamente.
La figura soltó un sonido que podría interpretarse como una risa, destrucción, creación, conceptos tan limitados. TN humanos. Lo que viene es transformación. Se acercó flotando, su forma ondulando como humo. Te ofrecemos un lugar entre nosotros, guardián. Tu naturaleza dual es interesante. Podría

ser un activo valioso.
Manuel extendió su mano, que ahora brillaba con aquella luz azul característica. No estoy interesado, respondió. Una lástima, dijo la sombra. Entonces serás eliminado como todos los obstáculos. Con un movimiento fluido, la entidad se lanzó hacia ellos. Manuel reaccionó instantáneamente, proyectando

un escudo de energía azul que detuvo momentáneamente a la sombra.
“Corre”, gritó a Felipe. “Encuentra a Velázquez y a Carmona. Diles que ha comenzado. La historia no termina aquí y cuando la escuches completa ya no podrás dormir igual. Suscríbete y acompáñanos en la segunda parte.