Iba camino a la universidad, disfrutando de la fresca brisa de la mañana y el canto de los pájaros que llenaba el aire. El sol comenzaba a asomarse por el horizonte, y los colores del día se mezclaban en un hermoso espectáculo. Ya casi llegaba, cuando, de repente, una mujer en sus sesenta apareció de la nada. Su rostro arrugado y su mirada llena de odio me hicieron sentir un escalofrío. Sin previo aviso, se acercó y me abofeteó con fuerza. El sonido resonó en mis oídos y, aturdido, la miré con incredulidad.
—¡Si tú te acercas a la muchacha que es compañera tuya, que se llama Amalia y que tiene un tatuaje de flores en el cuello… te juro que vuelvo por ti y te mato! —me dijo en un tono amenazante, mientras me apretaba el cuello con una mano.
La mujer se alejó rápidamente, dejándome allí, atónito y con la mejilla adolorida. Mientras frotaba mi rostro, noté que tenía un tatuaje de serpiente enrollada en su pantorrilla derecha y el ojo de Horus en la pierna izquierda. La escena era tan surrealista que no podía entender lo que acababa de suceder. Pasé al baño a refrescarme antes de entrar a clases, intentando sacudirme la sensación de incomodidad que me había dejado aquel encuentro.
Después de lavarme la cara y tomar un respiro profundo, me dirigí a la sala de clases. Al entrar, vi a mi amiga Tatiana sentada en la parte de atrás, rodeada de otros compañeros. Me senté a su lado, pero no quise contarle sobre el extraño encuentro con la anciana violenta. No quería preocuparla ni hacer que pensara que estaba loco.
La clase ya había comenzado cuando una chica de ondeado pelo largo y negro entró, notoriamente atrasada. Se sentó en la fila de adelante, justo frente a mí, y comenzó a tomar apuntes de inmediato. La observé con curiosidad, y a medida que el profesor explicaba, no pude evitar fijarme en ella. A media clase, el profesor hizo una pregunta difícil, y ella fue la única que la contestó correctamente.
—Excelente respuesta… —dijo el profesor—. ¿Cuál es su nombre, señorita?
—Amalia Torres —contestó ella con una voz cálida y aterciopelada que resonó en mi mente. Algo en su tono me resultaba familiar, como si ya lo hubiera escuchado antes. Al final de la clase, el profesor dejó una tarea grupal. Amalia volteó hacia nosotros y preguntó si podía trabajar con nosotros. Nuestras miradas se cruzaron, y en ese instante vi el tatuaje de flores en su cuello.
Mi mente se inundó de imágenes agridulces que nos involucraban. Me vi caminando tomado de la mano de Amalia, besándola, durmiendo juntos por primera vez, discutiendo, caminando por el parque, estudiando, riendo y saliendo a comer. La última escena de esa secuencia era ella llorando, mientras me decía que no quería verme más. Pude sentir de manera muy vívida su piel suave, sus labios carnosos, sus ojos tristes, sus manos entrelazadas y el perfume de su cabello ondulado.
Tatiana, al verme tan absorto en mis pensamientos, le contestó que sí a Amalia. Esta respuesta me hizo salir del trance y me trajo de vuelta a la realidad, recordándome la amenaza de la mujer mayor que me atacó más temprano ese día.
—¡No quiero tener problemas por culpa tuya, Amalia! Ándate a desordenarle la vida a alguien más. ¡No voy a trabajar contigo! —le dije de manera muy grosera.
Amalia tomó sus cosas y se fue llorando. Tatiana me lanzó una mirada de reprobación antes de dejarme solo. Antes de irse, me refrendó muy enojada:
—¡Ella no te hizo nada para ganarse esas palabras! Amalia trabajará conmigo de ahora en adelante… No quiero volver a saber nada de ti por un tiempo…
Me quedé allí, sintiéndome como el villano de una historia que ni siquiera comprendía. El resto del día pasó lentamente, y cada vez que pensaba en lo que había dicho, me sentía más culpable. La imagen de Amalia llorando se repetía en mi mente, y sabía que había cruzado una línea que no debía haber tocado.
Después de la última clase del día, esperé a que Amalia estuviera sola para disculparme. La vi sentada en un banco del campus, mirando al vacío. Cuando me acerqué, ella me vio y apuró el paso, pero yo la alcancé y la tomé del brazo para detenerla.
—Amalia, espera —le dije, sintiendo que mi corazón latía con fuerza.
En ese momento, ella me vio a los ojos, y estoy seguro de que vio en su mente las imágenes de nuestro futuro juntos. Se veía angustiada y trató de liberarse de mí, pero no pudo. Lo siguiente que recuerdo es que Flavio, compañero de carrera de ambos, me noqueó de un certero golpe en el estómago.
Desde el suelo, vi cómo ese muchacho —que superaba por dos cabezas la estatura de Amalia— la abrazaba por los hombros y la alejaba de mí. Entonces, otra secuencia de imágenes vino a mi cabeza. En ella, Flavio y Amalia tenían su primera cita, y miraban el amanecer después de haber pasado la noche juntos; conocían a la familia del otro y se comprometían en matrimonio.
La última escena de esta secuencia fue la de Amalia mostrándole un test de embarazo positivo a Flavio. Él, de felicidad, la besaba y la levantaba del suelo. Se veían felices juntos, y eso me llenó de una tristeza profunda.
Dos meses después de aquel mal día en que conocí a Amalia, ella y Flavio hicieron su relación pública. A los seis meses se comprometieron, y a dos años de comprometerse, ella dejó la carrera de la noche a la mañana. Solo Tatiana y Flavio sabían la verdad detrás de esta desaparición tan repentina, pero yo no tenía relación con ninguno de los dos. Ni siquiera con Tatiana, a pesar de que antes éramos amigos.
Cerca de medio año después, un día soleado, Amalia llegó con un bebé en brazos a la universidad. Estaba esperando fuera de la sala que su prometido y su amiga salieran del examen. Yo recién salía de la sala y fui el primero en verla. Aparte del bebé que dormía plácidamente en sus brazos, noté desconcertado la serpiente en su pantorrilla derecha y el ojo de Horus en su pierna izquierda.
En ese momento, Flavio y Tatiana salieron de la sala del examen y se detuvieron a admirar a la hermosa criatura que ahora estaba despierta en los brazos de su madre. La risa de Flavio llenó el aire, y Amalia sonrió mientras acariciaba la cabeza del bebé. Pero entonces, ella se percató de que yo la estaba observando, y me dirigió una mirada cómplice, cargada de pena y dolor.
Otra secuencia de un futuro alternativo se proyectó en mi cabeza: Amalia lloraba destrozada después de dejarme; no hacía nunca su vida con nadie más, no tenía hijos, su familia moría y ella quedaba sola. En la última escena de esta extraña secuencia, la vi a ella, pero ya estaba anciana, golpeando y amenazando a mi yo de hace tres años.
Entonces, la última pieza del puzzle terminó de calzar: en algún punto del futuro, ella descubrió que conocerme iba a arruinarle la vida por completo, por eso volvió al pasado para cambiar el desolador destino que mi presencia le iba a deparar.
Desvié la mirada y me fui caminando en dirección contraria a la suya. Entendí entonces su manera de actuar y decidí respetarla. Y ahora cargo con el enorme peso de los recuerdos que nunca ocurrieron: su piel suave que nunca pude tocar, sus labios carnosos que nunca mordí, sus ojos tristes que nunca quise hacer llorar, sus manos que nunca me hicieron feliz y su futuro que ya no pude arruinar me acompañan en cada paso del camino.
Los días pasaron, y aunque intenté seguir adelante, la imagen de Amalia y su bebé se quedó grabada en mi mente. A menudo me preguntaba cómo habría sido nuestra vida juntos, si las cosas hubieran sido diferentes. La universidad se convirtió en un lugar de recuerdos amargos, y cada vez que veía a Flavio y Amalia juntos, sentía un vacío en mi pecho.
Un día, mientras caminaba por el campus, vi a Tatiana. Ella me miró con una mezcla de tristeza y compasión. Se acercó y me dijo:
—¿Has hablado con Amalia?
—No —respondí, sintiendo que las palabras se me atoraban en la garganta—. No creo que sea lo correcto.
Tatiana suspiró y me miró a los ojos.
—Ella no te guarda rencor. Solo… está tratando de construir su vida.
Su comentario me hizo reflexionar. ¿Realmente debía dejar que el pasado me consumiera? Sabía que Amalia había tomado decisiones por su propio bienestar, y debía respetarlas. A pesar de que mi corazón anhelaba volver a estar cerca de ella, entendía que lo mejor para ambos era seguir adelante.
Pasaron los meses, y aunque el recuerdo de Amalia seguía presente, aprendí a vivir con ello. Comencé a enfocarme en mis estudios y en mis amigos. Con el tiempo, la tristeza se convirtió en una especie de melancolía, y aunque nunca olvidaría a Amalia, entendí que debía dejarla ir.
Un día, mientras paseaba por el parque, vi a una mujer que se parecía a Amalia. Mi corazón se aceleró, pero al acercarme, me di cuenta de que no era ella. La mujer sonrió y me saludó, pero yo solo pude sonreír de vuelta, sintiendo una extraña mezcla de nostalgia y aceptación.
La vida continuó, y con el tiempo, me gradué de la universidad. En la ceremonia, mientras escuchaba los discursos, pensé en cómo había cambiado mi vida desde que conocí a Amalia. Aunque había pasado por momentos difíciles, también había aprendido lecciones valiosas sobre el amor, la pérdida y la importancia de dejar ir.
Finalmente, un día, mientras revisaba algunas fotos viejas, encontré una de aquella primera clase donde conocí a Amalia. La miré con una sonrisa melancólica, recordando los momentos que nunca viví con ella. En ese instante, comprendí que, aunque no se había materializado la vida que imaginé, había crecido como persona y había aprendido a valorar lo que realmente importaba.
Y así, con el tiempo, el recuerdo de Amalia se convirtió en una parte de mí, pero ya no me dolía. En su lugar, había un entendimiento profundo de que a veces, las cosas no salen como uno espera, pero eso no significa que no haya belleza en el camino recorrido.
La vida sigue, y aunque la historia de Amalia y la mía no se desarrolló como hubiera querido, siempre llevaré en mi corazón las lecciones aprendidas y los recuerdos que, aunque nunca ocurrieron, siempre serán parte de mi historia.
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