La nochebuena en la mansión de Javier Mendoza era la misma. Silencio, soledad y un árbol decorado que nadie miraba. 38 años, CEO de una de las mayores empresas tecnológicas de España, Javier lo tenía todo, excepto una cosa, alguien con quien compartir las fiestas. Durante 10 años había pasado cada Navidad solo en aquella enorme mansión en las afueras de Barcelona, rodeado de lujo, pero devorado por la soledad.

Entonces, aquella noche del 24 de diciembre, mientras la nieve caía intensa y él se preparaba para otra cena solitaria, alguien llamó a la puerta. Una mujer rubia de ojos cansados y una niña de 6 años con un paquete de regalo rojo entre las manos. Estaban perdidas, congeladas. esperadas. Javier no sabía que al abrir esa puerta cambiaría tres vidas para siempre y descubriría que a veces la familia no es la que esperas, sino la que el destino te trae justo cuando has dejado de buscarla.

Javier Mendoza miró por la ventana panorámica de su oficina en el centro de Barcelona. La ciudad se preparaba para la Navidad. Luces de colores en cada calle, familias haciendo compras de última hora, parejas abrazándose frente a escaparates decorados. Él observaba todo esto como quien mira una película en un idioma que no entiende.

Era 23 de diciembre y su oficina llevaba horas vacía. Todos los empleados se habían ido a casa con sus familias. Javier se había quedado por costumbre, no porque tuviera trabajo urgente. A los 38 años, Javier había construido un imperio. Su empresa, Mendozatecía más de 500 millones de euros. desarrollaban software para las corporaciones más grandes de Europa.

Había aparecido en Forbs, en expansión, en cada revista de negocios española. Era considerado uno de los jóvenes empresarios más exitosos del país. Pero mientras conducía su Mercedes hacia la mansión en las afueras de Barcelona aquella tarde, sentía el peso familiar de la soledad que lo acompañaba cada año en esta época.

La mansión había sido una compra impulsiva 5 años atrás, 800 m²ad de lujo moderno encaramado en las colinas con vista a la ciudad, seis dormitorios que nunca usaba, una piscina cubierta donde no nadaba, un gimnasio donde se ejercitaba mecánicamente. Era más un museo que un hogar perfecto pero vacío como él. Javier no siempre había sido así.

Hubo un tiempo, 10 años atrás, cuando creía en el amor, en la familia, en el futuro compartido. Se llamaba Andrea y habían estado juntos 6 años. Habían hablado de matrimonio, de hijos, de una vida construida juntos. Luego llegó el éxito de Mendozatec, las semanas de trabajo de 80 horas, los viajes continuos, las cenas perdidas, los cumpleaños olvidados.

Andrea había resistido lo que pudo, luego se fue. Le dijo que lo amaba, pero no podía competir con su ambición, que quería un compañero, no un fantasma. Se fue a Londres y Javier nunca más la volvió a ver. Después de Andrea hubo otras, pero Javier había aprendido a mantener las distancias, relaciones superficiales, salidas ocasionales, nada que requiriera verdadera inversión emocional.

Se decía a sí mismo que era mejor así, que su vida era demasiado complicada para una relación seria, que el éxito tenía un precio y este era el suyo. Pero cada Navidad, cuando el mundo entero celebraba junto y él se encontraba solo, la mentira pesaba como plomo. Aquella noche del 24 de diciembre, Javier siguió su ritual solitario.

Encendió la chimenea, preparó un whisky caro que no saboreaba realmente, puso música clásica que llenara el silencio. El árbol de Navidad en el salón era perfecto, decorado por un servicio profesional que venía cada año. Luces doradas, bolas elegantes, plateadas y azules, todo coordinado con el diseño moderno de la casa.

Era hermoso y completamente sin alma, como todo lo demás. Estaba a punto de sentarse a una cena preparada por el catering cuando oyó un ruido inusual, motor de coche que se apagaba, luego silencio, luego el motor intentando arrancar sin éxito. Se acercó a la ventana y vio un viejo Seat Bisa parado al inicio del camino de entrada de su propiedad.

Una mujer salió, abrió el capó, miró dentro con expresión desesperada. Del coche bajó también una niña pequeña con un abrigo rojo demasiado ligero para aquella tarde helada. Javier dudó. No era asunto suyo. La mujer llamaría a una grúa, pero luego vio a la niña temblar. Vio a la mujer revisar el teléfono con creciente pánico, probablemente sin señal en aquella zona aislada.

Era nochebuena, hacía bajo cero. La nieve empezaba a caer intensa contra todo su instinto de proteger su propia soledad. Javier tomó un abrigo y salió. La mujer se sobresaltó cuando lo vio acercarse. Era joven, quizás 30 años, cabello rubio recogido en una cola desordenada, ojos cansados pero dulces. La niña se escondió detrás de ella apretando un paquete de regalo rojo contra su pecho.

Javier no estaba preparado para lo que sucedió después. La mujer, con voz quebrada por la vergüenza y la desesperación, explicó que se habían perdido buscando la casa de su hermana en Sidges. El GPS había dejado de funcionar, el coche se había averiado y el teléfono no tenía señal. Se llamaba Laura García y era madre soltera de Madrid.

La niña era su hija Sofía, 6 años. Iban a pasar la Navidad con la hermana, pero ahora estaban atrapadas, congeladas, completamente perdidas. Javier debería haberles indicado el camino más cercano, ofrecerse a llamar a un mecánico cuando el teléfono tuviera señal, despedirlas educadamente. En cambio, se encontró diciendo algo que lo sorprendió tanto como las sorprendió a ellas.

Podían entrar, calentarse, usar el teléfono fijo, esperar a salvo a que alguien viniera a recogerlas. No podía dejarlas ahí fuera en el frío la noche de Navidad. Laura dudó visiblemente. Aceptar la invitación de un desconocido con su hija iba contra todo instinto materno, pero miró a Sofía temblando. Miró la nieve que empezaba a caer más fuerte.

Miró la mansión iluminada y cálida. Asintió con gratitud cautelosa. Javier les hizo señas de seguirlo. Cuando entraron en la mansión, Sofía se quedó boquia abierta. Nunca había visto una casa tan grande, tan hermosa. El árbol de Navidad en el salón era más alto que 3 m. Las decoraciones brillaban, la chimenea crepitaba invitante.

Por primera vez en años, Javier vio su casa a través de los ojos de alguien más y se dio cuenta de lo espectacular y lo vacía que estaba. Laura llamó a su hermana desde el teléfono fijo. La conversación fue breve y frustrante. La hermana vivía al otro lado de la ciudad, a casi una hora de distancia, en condiciones normales, imposible de alcanzar aquella noche con la nieve y sin coche.

El mecánico más cercano no llegaría hasta el día siguiente por Navidad. Laura cerró los ojos, la derrota evidente en su rostro. Tendría que llamar un taxi, buscar un hotel, arruinar la Navidad de Sofía. Fue entonces cuando Javier dijo lo más loco que había dicho en su vida. Podían quedarse allí por la noche. Tenía seis dormitorios vacíos, comida suficiente para un regimiento.

Y, francamente, sería agradable tener compañía por una vez. Las palabras salieron antes de que pudiera detenerlas y una vez dichas no pudo retractarse. Laura lo miró como si hubiera propuesto algo absurdo. Probablemente lo era, pero Sofía, con la inocencia de los 6 años preguntó si podían quedarse de verdad en aquella casa hermosa para Navidad.

Sus ojos brillaban de esperanza. Laura miró a su hija, miró a Javier, leyó en su rostro algo que debió tranquilizarla. aceptó, pero solo por esa noche, y los compensaría de algún modo. Aquella noche, por primera vez en 10 años, Javier Mendoza cenó con alguien más en Nochebuena. Y mientras miraba a Sofía reír emocionada frente al árbol y a Laura sonreír cansada, pero con gratitud, algo en su pecho se movió, algo que había enterrado hacía tanto tiempo, la sensación de ser parte de algo más grande que él mismo.

Javier preparó una de las habitaciones de invitados con una velocidad que lo sorprendió. Encontró pijamas nuevos sin usar, toallas suaves. Encendió la calefacción de suelo radiante. Laura protestó que era demasiado, pero la gratitud en sus ojos era innegable. Sofia exploraba la habitación como una princesa, descubriendo su castillo, tocando todo con reverencia.

Mientras Laura acostaba a Sofía, Javier se encontró preparando chocolate caliente en la cocina. No había hecho chocolate caliente en años, quizás desde que era niño, pero parecía lo correcto. Cuando lo subió, encontró a Sofía en la cama con su paquete de regalo rojo todavía apretado contra su pecho. Laura estaba sentada junto a ella cantando una nana con voz dulce pero cansada.

Javier se quedó en la puerta sin querer interrumpir, pero Sofía lo vio. Le sonríó. Esa sonrisa inocente de los niños que aún no conocen la desconfianza. Le preguntó qué hacía allí solo en una casa tan grande. La pregunta directa lo tomó desprevenido. Laura la regañó suavemente, pero Javier respondió con honestidad.

Vivía solo porque trabajaba demasiado y había olvidado cómo hacer otra cosa. Sofía pensó en eso con la seriedad de una filósofa de 6 años. Luego declaró que era triste y que nadie debería estar solo en Navidad. Javier sintió algo apretarse en su garganta. Laura lo miró con ojos que entendían demasiado. Después de que Sofía se durmiera, Laura y Javier bajaron al salón. Él sirvió vino.

Ella aceptó agradecida. Hablaron. No la conversación superficial que Javier tenía con sus raras citas, sino conversación real. Laura contó su historia. Viuda a 27 años cuando su esposo Carlos murió en un accidente de moto. Se quedó sola con Sofía, que apenas tenía un año. Había trabajado duro como enfermera, criado a su hija sola, sacrificado todo para darle una vida estable.

No tenían mucho, pero tenían suficiente y sobre todo, se tenían la una a la otra. Javier escuchó fascinado. Esta mujer había perdido tanto, pero no hablaba con amargura. Hablaba de su difunto esposo con afecto, no lamento. Hablaba de Sofía con amor puro. Hablaba de la vida con una gratitud que Javier, con todas sus riquezas nunca había sentido.

Se encontró compartiendo su historia. Algo que nunca hacía, el éxito que se había vuelto una prisión, la soledad que enmascaraba con trabajo. Andrea y cómo se había convencido de que era mejor, solo que decepcionado de nuevo. Laura escuchó sin juzgar. Luego dijo algo que se le quedó grabado. El éxito sin alguien con quien compartirlo era solo ruido.

La riqueza sin amor era pobreza con ropa cara. No estaba criticando, estaba observando y tenía razón. Javier la miró de verdad por primera vez aquella noche. No la mujer desesperada en la carretera, sino Laura. Y vio fuerza, bondad, belleza, no del tipo que aparece en revistas, sino del tipo que viene de dentro. Hablaron hasta tarde, hasta que Laura empezó a bostezar.

Cuando se fue a la cama, Javier se quedó en el salón mirando el árbol que de repente parecía menos vacío. Arriba, en uno de sus dormitorios, dormían una mujer y una niña que había conocido pocas horas antes. Y por primera vez en 10 años la mansión no parecía un museo, sino un hogar. La mañana de Navidad, Javier se despertó con un ruido inusual, risas.

Bajó y encontró a Sofía frente al árbol, los ojos muy abiertos ante la vista de regalos que no estaban allí la noche anterior. Javier había hecho algo loco durante la noche. Había buscado por toda la mansión cualquier cosa que pudiera servir como regalo y las había envuelto. una tablet que nunca usaba para Laura. Juguetes decorativos que había comprado para impresionar a clientes que nunca venían, un oso de peluche de diseño, libros ilustrados para Sofía.

No eran regalos pensados para ellas, pero eran todo lo que tenía. Laura apareció desde las escaleras, el cabello suelto por primera vez, con una sudadera prestada del armario de Javier que le quedaba enorme. Lo miró con algo en sus ojos, algo entre sorpresa y ternura. le dijo que no debía, que era demasiado.

Pero Sofía ya estaba abriendo los regalos con entusiasmo y Javier se dio cuenta de que nunca había visto a alguien tan feliz por tan poco. Luego, Sofía tomó su paquete rojo, el que había sostenido todo el tiempo. Era un regalo que había hecho en la escuela para la tía. ¿Te está gustando esta historia? Deja un like y suscríbete al canal.

Ahora continuamos con el vídeo. Pero lo miró. miró a Javier y con la generosidad instintiva de los niños dijo que quería dárselo a él porque había sido tan amable y porque nadie debería estar solo en Navidad. Javier lo abrió con manos que temblaban ligeramente. Era un dibujo hecho con crayones de colores y mucho cuidado.

Mostraba una familia frente a una casa. Mamá, papá, niña. Arriba decía, “La familia es donde está el corazón.” Algo se rompió dentro de Javier en ese momento. Lágrimas que no derramaba desde hacía años le subieron a los ojos. Laura puso una mano en su hombro y ella también tenía los ojos húmedos. Pasaron la Navidad juntos, los tres en aquella enorme mansión.

Javier preparó desayuno. Laura cocinó una comida improvisada con lo que encontró en la cocina. Sofía llenó la casa de risas. Vieron películas navideñas, jugaron juegos de mesa que Javier había comprado años atrás y nunca abierto. Hablaron y rieron y por un día fueron algo que parecía extrañamente una familia.

Cuando llegó la tarde y el mecánico llamó diciendo que traería el coche repente, Javier sintió algo que no quería admitir. Decepción. No quería que se fueran. No quería volver al silencio. El día después de Navidad llegó demasiado rápido. El mecánico trajo el Seat reparado. Laura hizo las maletas. Sofía abrazó a Javier con una fuerza sorprendente para una niña tan pequeña.

Javier se encontró dándole a Laura su número, diciendo que si alguna vez necesitaban algo, debían llamar. Laura tomó el número con una sonrisa que parecía decir muchas cosas que no dijo en voz alta. Cuando se fueron, la mansión volvió al silencio, pero esta vez el silencio era diferente. Pesaba más porque ahora Javier sabía cómo era la alternativa.

Durante los días siguientes se encontró pensando en ellas constantemente. ¿Cómo estaba Sofía? Laura había conseguido llegar donde su hermana. Aquel caliente las había calentado lo suficiente. Pasó una semana. Javier volvió al trabajo después de Año Nuevo, pero estaba distraído. Sus colaboradores notaron el cambio, pero no se atrevieron a comentar.

Entonces, una noche, mientras trabajaba tarde en la oficina, su teléfono sonó. Era Laura. Llamaba solo para agradecerle de nuevo, para decirle que Sofía preguntaba siempre por él, que su gesto había significado más de lo que podía imaginar. Hablaron durante dos horas. Javier no hablaba tanto por teléfono ni con sus socios más cercanos.

Cuando colgaron, se encontró sonriendo, algo que sus colegas notaron al día siguiente con shock. Empezó a llamarla regularmente. Primero una vez a la semana, luego más seguido. Las conversaciones se convirtieron en lo más destacado de sus días. Un mes después, Javier hizo algo completamente fuera de carácter.

Invitó a Laura y Sofía a cenar en su mansión. Laura aceptó con cauteloso placer. Cuando llegaron, Javier había preparado todo personalmente. Había cocinado, puesto la mesa hasta decorado. Sofía lo abrazó en cuanto lo vio. Laura lo miró con ojos que decían, “¿Quién eres y qué has hecho con el cieo solitario?” La cena fue perfecta.

Javier había olvidado lo agradable que era compartir una comida con gente que le importaba. Después de cenar, mientras Sofía jugaba, Laura y Javier se encontraron hablando de nuevo. Ella le contó las dificultades de criar una hija sola. Él compartió las presiones de gestionar una empresa. Pero también hablaron de sueños, de esperanzas, de cómo a veces la vida te lleva donde no pensabas querer ir.

Las cenas se volvieron regulares. Cada fin de semana, Laura y Sofía venían a la mansión. Javier empezó a vivir para esos momentos. Enseñó a Sofía a nadar en la piscina cubierta. Llevó a Laura y Sofía de excursión. Se encontró haciendo cosas que nunca había considerado, parques infantiles, cines familiares, picnics y lentamente, inevitablemente, se enamoró de Laura.

No fue como con Andrea, esa pasión arrolladora y consumidora. Fue algo más profundo, más tranquilo, más verdadero. Fue mirar a Laura reír y sentir el pecho calentarse. Fue ver a Sofía correr hacia él llamándolo Javier, y sentirse necesario por primera vez en años. Fue darse cuenta de que la vida que había construido tan cuidadosamente estaba incompleta sin ellas, pero había miedo. Laura había sido herida.

había perdido el amor de su vida. Sofía ya había perdido un padre. Javier no quería ser otro hombre que las decepcionara y estaba su trabajo, su vida complicada, su pasado de relaciones fallidas. ¿Quién era él para pensar que podía ser el hombre que necesitaban? Fueron Sofía y el destino quienes forzaron la mano.

Tres meses después de aquella primera Navidad, Sofía se enfermó. No grave, solo gripe. Pero Laura estaba preocupada. trabajaba turnos largos en el hospital y no podía quedarse en casa con ella. Su niñera habitual no estaba disponible. Llamó a Javier en pánico, disculpándose por la molestia, pero sin saber a quién más recurrir.

Javier no dudó. Canceló todas las reuniones del día y fue a buscar a Sofía. Pasó el día cuidándola, dándole medicinas, preparando caldo, leyendo cuentos, viendo dibujos animados. Sofía, febril y vulnerable, se acurrucó contra él y susurró que deseaba tener un papá como él. Las palabras golpearon a Javier como un rayo.

Cuando Laura regresó aquella tarde y entró en casa encontrando a Javier y Sofía dormidos juntos en el sofá, la pequeña apretada contra su pecho, algo en su rostro se suavizó completamente. Lo miró como si lo viera de verdad por primera vez. Después de acostar a Sofía, Laura y Javier se encontraron hablando de nuevo, pero esta vez era diferente.

Había una tensión en el aire, algo no dicho que presionaba por salir. Laura habló primero. Dijo que tenía miedo, que no quería arruinar la amistad que habían construido, pero que debía ser honesta. Se estaba enamorando de él. veía cómo trataba a Sofía, cómo se había abierto, cómo se había vuelto una parte tan importante de sus vidas, pero también tenía miedo, miedo de que fueran demasiado diferentes, de que su mundo y el de ellas no pudieran mezclarse, de que un día despertara y se diera cuenta de que había cometido un error. Javier escuchó con el corazón

latiendo tan fuerte que parecía imposible que ella no lo oyera. Luego tomó sus manos y dijo la verdad. Se había enamorado de ella y de Sofía. No planeado, no buscado, pero real. Durante años había creído que su vida estaba completa, que el éxito era suficiente. Pero aquella Navidad habían llamado a su puerta y le habían mostrado cuánto se equivocaba.

No tenía todas las respuestas. No sabía cómo equilibrar todo, pero sabía que quería intentarlo. Quería ser el hombre que necesitaban si ella le daba la oportunidad. Laura lo besó. Fue un beso dulce cargado de promesas y esperanza y miedo mezclados. Cuando se separaron, ambos tenían los ojos húmedos. Se abrazaron en aquella cocina mientras fuera Barcelona dormía.

Dos personas heridas que habían encontrado algo inesperado la una en la otra, una segunda oportunidad. Los meses siguientes fueron un viaje de descubrimiento y ajuste. Javier empezó a reducir horas de trabajo, algo que sus socios vieron con preocupación, pero que él sabía era necesario. Laura lo encontró a medio camino, permitiéndole ser parte de sus vidas, pero también dándole espacio para acostumbrarse.

Sofía, en su inocencia infantil aceptó a Javier completamente, llamándolo cada vez más mi Javier con posesividad adorable. No siempre fue fácil. Hubo momentos difíciles, como cuando Sofía tuvo una pesadilla sobre su padre muerto y gritó por él. Y Javier se sintió inadecuado compitiendo con un fantasma o cuando el trabajo de Javier requería viaje y debía elegir entre una reunión importante y el recital de danza de Sofía.

Elegió el recital y fue una de las mejores decisiones que había tomado. Laura presentó a Javier a su familia. Su hermana fue protectora inicialmente, interrogándolo sobre sus intenciones, asegurándose de que no fuera solo un rico jugando a la familia. Pero cuando vio cómo miraba a Laura, como Sofía se le trepaba encima con total confianza, se ablandó.

La familia de Javier, que había perdido después de la muerte de los padres años atrás, fue más complicada. Algunos primos fueron escépticos, viendo a Laura como alguien detrás de su dinero. Javier los cortó sin dudarlo. Un año después de aquella primera Navidad, en la misma mansión donde se habían conocido, Javier se arrodilló no solo frente a Laura, sino frente a ambas.

Le preguntó a Sofía si le permitía ser su nuevo papá, no reemplazando al que había perdido, sino añadiéndose a su vida. Sofía dijo que sí entre lágrimas de alegría. Luego le pidió a Laura que se casara con él, que construyera una familia real con él, que llenara aquella mansión vacía con amor y risas y vida. Laura dijo que sí.

Sofía gritó de alegría tan fuerte que probablemente la oyeron hasta en Madrid. La boda fue pequeña y perfecta. En el jardín de la mansión con vista a Barcelona, frente a amigos verdaderos y familia que importaba. Sofía fue la dama de honor más orgullosa del mundo. Cuando el oficiante preguntó quién entregaba a Laura en matrimonio, Sofía levantó la mano y dijo, “Yo y mi nuevo papá nos damos mutuamente.

” No hubo un ojo seco presente. Javier adoptó oficialmente a Sofía 6 meses después. El día que el juez firmó los papeles, Sofía lo abrazó tan fuerte que casi no podía respirar. Dijo que ahora tenía dos papás, uno en el cielo y uno aquí con ella, y era la niña más afortunada del mundo. Javier lloró sinvergüenza, lágrimas de pura alegría.

La vida se estableció en una nueva normalidad. La mansión, que había sido un museo, se convirtió en un hogar de verdad. Juguetes esparcidos, dibujos en la nevera, risas llenando cada habitación. Javier aprendió a equilibrar trabajo y familia, no perfectamente, pero mejor. Contrató a Laura como consultora de bienestar para los empleados de su empresa, respetando su carrera mientras permitían que sus vidas se entrelazaran.

Dos años después de la boda nació un bebé. Lo llamaron Carlos. En honor al primer esposo de Laura. Javier insistió queriendo honrar al hombre que había dado vida a Sofía y había amado a Laura primero. Laura lo amó aún más por esto. Sofía se convirtió en la hermana mayor más protectora imaginable. Mirando a Laura Mesera, a su recién nacido, mientras Sofía leía un cuento junto a ella, Javier pensaba a menudo en aquella noche de Navidad de 3 años atrás, en como un coche averiado y un llamado desesperado a la puerta lo habían cambiado todo, en cómo casi había

despedido a dos extrañas congeladas en la nieve, en cómo el universo había conspirado para traerle exactamente lo que necesitaba cuando había dejado de buscarlo. Una noche con la familia reunida para la cena navideña, Sofía, ahora casi 10 años, le preguntó a Javier si recordaba aquella primera noche. Él dijo que la recordaba cada día.

Ella sonrió y dijo algo profundo para una niña. A veces las personas más importantes llegan cuando no las esperas y las mejores familias no son las que naces, sino las que eliges. Javier miró a su familia. Esta hermosa familia patchwork, que habían construido de las ruinas y la soledad, no eran perfectos. Tenían desafíos, momentos difíciles, pero eran reales, eran suyos y eran todo.

La mansión en las afueras de Barcelona ya no estaba vacía, estaba llena de vida, amor, hermoso caos. Y Javier Mendoza, el CEO que lo había tenido todo y nada, ahora tenía lo que realmente importaba: un hogar, una familia, alguien a quien volver. Ya no estaba solo, ya no perdido, estaba exactamente donde debía estar. Cada Navidad colgaban la tradición de dejar la luz del porche encendida toda la noche.

Para quien está perdido y necesita encontrar hogar, explicaba Laura a Carlos y Sofía. Era su forma de recordar, de devolver, de nunca olvidar que a veces los milagros vienen vestidos de desesperación y que abrir una puerta a un desconocido puede abrir tu corazón a una vida que no sabías era posible. Dale like si crees en los nuevos comienzos y en las familias elegidas por el corazón.

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A veces la familia no está en la sangre, sino en la elección. Y a veces todo lo que se necesita para cambiar una vida es abrir una puerta a alguien que llama en la noche, perdido y necesitado, justo como todos lo estamos. Porque al final nadie debería estar solo, especialmente en Navidad. Y los mejores milagros son los que creamos eligiendo ver la humanidad en otros y permitiéndoles verla nuestra.