
La muerte tiene un sonido peculiar en las mansiones antiguas. No llega con trompetas ni tambores de guerra, sino con el rose casi imperceptible de cortinas pesadas contra ventanas selladas, con el crujido de maderas que gimen bajo el peso de los siglos, con el eco de pasos solitarios en corredores donde nadie debería caminar.
Edward Whmore conocía bien ese sonido. Lo había escuchado toda su vida en Wickham Hall. Primero cuando su madre exhaló su último suspiro entre sábanas de seda, después cuando su padre se desplomó junto a la chimenea del salón principal. Y ahora, en el otoño de 1887, ese mismo susurro mortuorio lo perseguía a él. El viaje desde Londres había sido un infierno.
Cada sacudida del carruaje era una puñalada en sus pulmones enfermos. Cada bocanada de aire una batalla perdida contra la tuberculosis que lo devoraba desde dentro. Los médicos de Harley Street habían sido claros. 6 meses quizá menos. “Vaya a casa, mi lord”, le había dicho el Dr. Hastings con esa mezcla de compasión y resignación que caracteriza a quienes han visto demasiada muerte.
“Busque paz, ponga sus asuntos en orden. Paz.” La palabra le parecía una burla cruel. ¿Qué paz podía encontrar un hombre de 34 años que había desperdiciado su vida en salones londinenses, en apuestas sin sentido, en relaciones vacías que no dejaron más huella que facturas de sastre y notas de agradecimiento escritas con letra femenina y perfumadas? Había heredado un condado, una fortuna considerable y el apellido más antiguo de Yorkshire.
Pero, ¿qué valor tenía todo eso cuando ni siquiera podía subir una escalera sin que sus pulmones ardieran como carbones? Encendidos, Wickham Hall recibió con la indiferencia de quien ya ha presenciado demasiadas muertes. La mansión georgiana se alzaba entre la niebla como un barco fantasma varado en un mar de brezo y hierba alta.
Las ventanas, muchas de ellas cerradas con postigos, parecían ojos ciegos. El jardín otrora orgullo de su madre era ahora un laberinto de rosales salvajes y estatuas cubiertas de musgo. Eduward bajó del carruaje tambaleándose, rechazando con un gesto brusco la mano que el cochero le ofrecía. Aún le quedaba orgullo, aunque poco más.
La señora Pemberton, la gobernanta que había servido a la familia desde tiempos de su abuelo, lo esperaba en el umbral. Su rostro era una máscara de compostura profesional, pero Edward vio la verdad en sus ojos. Lo veía como un muerto que caminaba. “Bienvenido a casa, mi lord”, dijo ella. Y esas palabras sonaron como el cierre definitivo de un ataúd.
Antes de continuar con esta historia de amor, redención y segundas oportunidades, me encantaría saber desde qué país nos acompañas. Escribe en los comentarios tu ubicación. Me fascina saber hasta dónde llegan nuestras historias y conectar con almas que como tú creen en el poder transformador del amor. Tu comentario me inspira a seguir creando.
Los primeros días en Wickam Hall transcurrieron en una bruma de láudano y desesperación. Eduward había elegido la habitación de la Torre Este, la misma donde había dormido de niño cuando el mundo aún parecía lleno de posibilidades infinitas.
Ahora, encerrado entre esas cuatro paredes tapizadas de Damasco verde oscuro que olía a humedad y tiempo, contemplaba el techo mientras sus pulmones producían ese silvido húmedo que los médicos llamaban estertor y que él llamaba la cuenta atrás hacia el infierno. La señora Pemberton había contratado a una enfermera de York, una mujer severa llamada señorita Blackwood, toda almidón y eficiencia, que entraba tres veces al día para administrarle medicamentos que no servían de nada, cambiar las sábanas empapadas en sudor nocturno y mirarlo con esa mezcla de lástima y repugnancia que los sanos reservan para los moribundos. Edward la
despidió al tercer día. No necesito que nadie me vea pudrirme”, le espetó con la poca voz que le quedaba después de un ataque de tos que dejó manchas de sangre en su pañuelo de lino irlandés. “Mi lord debe tener a alguien que intentó protestar. La señora Pemberton.
Déjeme en paz”, fue su respuesta y después más suave, casi suplicante, “Por favor.” La gobernanta se retiró con los labios apretados en una línea delgada de desaprobación, pero obedeció. Durante tr días, Edward estuvo completamente solo, excepto por el mayordomo que dejaba bandejas de comida intactas frente a su puerta, y el ama de llaves que cambiaba la ropa de cama cuando él dormía, moviéndose con la discreción de un fantasma.
En esa soledad absoluta, Edward comenzó a hacer inventario de su vida, no de sus posesiones materiales. Esas ya estaban meticulosamente catalogadas por su abogado en Londres, sino de algo mucho más doloroso, sus arrepentimientos. Cada noche, en la oscuridad rota apenas por el brillo mortescino de una vela, repasaba mentalmente cada decisión errónea, cada oportunidad desperdiciada, cada corazón que había roto con su indiferencia aristocrática.
Recordaba a Charlotte Ashford, la hija del varón de Debonsir, que lo había amado con devoción canina durante dos temporadas sociales completas. Ella había abordado pañuelos con sus iniciales. Había aprendido sus poemas favoritos de Byron. Había rechazado a tres pretendientes esperando que él le propusiera matrimonio.
Edward había jugado con esa devoción como un niño cruel. Juega con un insecto, manteniéndola cerca lo suficiente para disfrutar de su adoración, pero nunca lo bastante para comprometerla. Al final, Charlotte se había casado con un comerciante de té de Manchester, un hombre bondadoso y aburrido que la valoraba.
Edward había asistido a la boda con una cortesana en cada brazo y champán en su copa de plata. Ahora esa memoria le quemaba peor que la fiebre. Recordaba a su hermano menor, Thomas, que había muerto en la India sirviendo como oficial del ejército británico. Thomas había venido a despedirse antes de embarcar con sus ojos azules brillantes de entusiasmo juvenil y sueños de gloria imperial.
“Ven conmigo, Edward”, le había suplicado. “Tengamos una aventura juntos como cuando éramos niños.” Pero Edward había estado demasiado ocupado con sus apuestas en el club Wites, demasiado enredado en su última conquista amorosa, demasiado importante como para desperdiciar tiempo en sentimentalismos fraternales.
Thomas había muerto de fiebre tifoidea 6 meses después, solo en un hospital militar de Calcuta, rodeado de extraños. Eduward nunca lo perdonó, no a los médicos, no al ejército, sino a sí mismo. Recordaba incontables noches de bailes, óperas, cenas en casas de otros nobles, conversaciones vacías sobre política, cotilleos crueles sobre reputaciones ajenas, risas falsas y brindis hipócritas.
Había gastado una fortuna en trajes de Savil Row que usaba una sola vez, en caballos de carreras que nunca ganaban, en regalos extravagantes para mujeres cuyos nombres apenas recordaba ahora. Había vivido como si la vida fuera interminable, como si la juventud fuera un derecho inalienable de su clase social. Y ahora la cuenta había llegado. La ironía no se le escapaba.
Había heredado Wickham Hall a los 23 años después de la muerte de su padre, y desde entonces había evitado la mansión como si fuera un recordatorio incómodo de responsabilidades que prefería ignorar. Había dejado la gestión de la propiedad en manos de administradores. Había firmado documentos sin leerlos.
Había cobrado rentas sin preguntarse de dónde venían. Wickam Hall había sido para él simplemente una fuente de ingresos que financiaba su vida en Londres. Ahora irónico y cruel, había regresado a morir en el único lugar que siempre había sido suyo por derecho, pero nunca por elección. La cuarta noche de su aislamiento autoimpuesto, Edward tuvo un sueño. O quizás fue una alucinación provocada por la fiebre que subía y bajaba como mareas.
Soñó que caminaba por los jardines de Wickham Hall, tal como lucían en su infancia, los rosales podados con perfección geométrica, las fuentes funcionando y cantando su canción de agua, los senderos de grava impecablemente rastrillados.
Su madre estaba allí, joven y hermosa, como en los retratos del salón, vestida de blanco y con un cesto de flores en el brazo. Ella lo miraba con ternura infinita, pero también con tristeza profunda. “¿Has venido a rendirte, Edward?”, le preguntó su madre en el sueño. He venido a morir, respondió él. No es lo mismo dijo ella y comenzó a alejarse entre las rosas.
“Madre, espera”, gritó Edward, pero su voz salió como un susurro ronco y sus piernas no le respondían. Despertó empapado en sudor, con el corazón galopando en su pecho como un caballo desbocado y los pulmones ardiendo. La vela se había apagado y la habitación estaba sumida en una oscuridad absoluta que parecía tener peso y textura.
Como si la muerte misma se hubiera materializado y estuviera sentada en su pecho, robándole el aire poco a poco. Por primera vez desde su diagnóstico, Edward sintió verdadero pánico. No miedo a la muerte. Ese ya lo había aceptado con el cinismo cansado que caracteriza a los desesperanzados, sino terror existencial a morir solo, sin haber significado nada para nadie, sin dejar huella alguna, excepto deudas pagadas y propiedades heredadas.
Con manos temblorosas alcanzó la campanilla junto a su cama y la agitó con fuerza desesperada. La sñra Pemberton llegó en cuestión de minutos, envuelta en una bata de lana y con una lámpara de aceite en la mano. La expresión en su rostro, medio dormida, medio alarmada, se transformó en preocupación genuina cuando vio el estado de Edward.
“Mi lord está ardiendo en fiebre”, dijo posando su mano sobre la frente de él con la familiaridad de quien lo había conocido desde la cuna. Necesito comenzó Edward, pero otro ataque de tos lo interrumpió, este más violento que los anteriores, cuando finalmente pudo respirar de nuevo, había más sangre en el pañuelo. Necesito vivir, terminó en un susurro quebrado.
Aunque sea un poco más, no así, no solo. La señora Pemberton lo miró largamente y algo en su expresión se suavizó. Asintió con decisión. Hay una muchacha”, dijo finalmente llegó hace dos días al pueblo, española creo, busca trabajo. Dice que sabe de remedios que su abuela era curandera.
Los del puerto la recomendaron cuando pregunté si alguien conocía a alguien dispuesto a a cuidar de un enfermo grave. “¿Por qué no la contrataste de inmediato?”, preguntó Edward. La gobernanta titubeó. “Es extranjera, mi lord, y joven. No parecía apropiado.” Edward soltó una risa que se convirtió en tos. Estoy muriendo, señora Pemberton.
La propiedad ha dejado de ser una preocupación relevante. Tráigala. Es casi medianoche, mi lord. Entonces, tráigala al amanecer, por favor. Fue el por favor lo que selló el asunto. La señora Pemberton nunca había escuchado al joven conde usar esa palabra con sinceridad.
Catalina Morales había aprendido desde niña que el mundo no tenía piedad con los débiles. Lo había aprendido viendo a su madre morir de parto cuando ella tenía apenas 6 años. dejándola al cuidado de su abuela Remedios en un pueblo pequeño de Andalucía, donde el sol quemaba las piedras y las habladurías mataban reputaciones.
Lo había confirmado cuando su abuela, la única persona que la había amado incondicionalmente, falleció 3 años atrás, dejándola completamente sola a los 20 años. La herencia de su abuela había sido modesta, una casa de una habitación con paredes encaladas, un pequeño huerto de hierbas medicinales y conocimientos que no podían escribirse en ningún testamento oficial.
Remedios había sido lo que en el pueblo llamaban con respeto o con miedo, dependiendo de quién hablara, una curandera. Conocía qué raíz masticar para el dolor de muelas, qué cataplasma aplicar para bajar la fiebre, qué infusión preparar para calmar la ansiedad o ayudar en un parto difícil.
Había enseñado todo eso a Catalina desde que la niña pudo sostener un mortero entre sus manos pequeñas, pero el conocimiento, por valioso que fuera, no pagaba la renta cuando el terrateniente venía a cobrar. Y en un pueblo donde la mitad de los hombres se habían ido a trabajar en fábricas de Barcelona o buscar fortuna en las Américas, donde las mujeres solteras sin familia eran vistas con sospecha, Catalina había entendido rápidamente que no tenía futuro allí. Inglaterra había sido casi un accidente.
Un primo lejano de su padre, un hombre al que apenas recordaba haber visto dos veces en su vida, trabajaba en las minas de Duram y había enviado una carta diciendo que en el norte había trabajo para quien no le tuviera miedo al frío ni al trabajo duro.
La carta había llegado tres meses después de la muerte de su abuela, cuando Catalina ya había vendido todo lo que poseía, excepto la ropa que llevaba puesta, una maleta pequeña de cuero gastado y el cuaderno donde Remedios había anotado sus recetas con letra temblorosa pero precisa. El viaje había sido una pesadilla de barcos abarrotados, mareos constantes y miedo a cada persona que se le acercaba demasiado.
Catalina había llegado a Inglaterra con tres libras esterlinas en el bolsillo interior de su falda, un inglés rudimentario, aprendido de un misionero protestante que había pasado por su pueblo años atrás y una determinación férrea de sobrevivir. Duram sido una decepción cruel. El primo de su padre había muerto en un accidente minero dos meses antes de que ella llegara, aplastado por un derrumbe junto con otros seis hombres cuyos nombres estaban escritos en una placa conmemorativa en la iglesia local. Nadie conocía a Catalina, nadie la esperaba y,
desde luego, nadie le debía nada por el mero hecho de compartir apellido con un muerto. Había trabajado donde pudo, lavando ropa en una pensión para mineros, donde el agua siempre estaba negra de carbón, sirviendo cervezas en una taberna donde los clientes tenían manos largas y ella un cuchillo pequeño, pero afilado en el delantal, limpiando pescado en el mercado donde el edor se pegaba a la ropa y al cabello durante días.
Cada trabajo duraba pocas semanas antes de que algo saliera mal. Una patrona que la acusaba de robo, un cliente borracho que se ponía violento, un administrador que le ofrecía mejores condiciones a cambio de favores que ella se negaba a conceder. Había sido en Whitby, donde finalmente la suerte, si es que podía llamarse así, había cambiado un poco.
El pequeño puerto ballenero en la costa de Yorkshire tenía una comunidad de pescadores españoles y portugueses que trabajaban en las flotas de pesca de arenque. No eran muchos. Pero eran suficientes para que Catalina pudiera escuchar su idioma en las tabernas del muelle, para que pudiera comprar aceite de oliva en vez de manteca de cerdo, para que no se sintiera completamente sola en un país de niebla perpetua, donde el sol era un rumor. Había encontrado alojamiento en una pensión barata, regentada por una viuda galesa que cobraba poco y
preguntaba menos. trabajaba en el puerto remendando redes y ocasionalmente ayudando a las esposas de pescadores cuando alguien enfermaba. Sus remedios, infusiones de tomillo para la tos, cataplasmas de mostaza para la congestión, vapores de eucalipto para los pulmones, funcionaban lo suficientemente bien como para que su nombre comenzara a circular entre la comunidad.
Fue una de esas mujeres, María de Oporto, quien le había hablado de Wickham Hall. Buscan a alguien que cuide a un enfermo”, le había dicho María mientras tomaban té negro endulzado con miel en la cocina diminuta de la pensión. Un noble conde o algo así. Dicen que está muy mal, que se está muriendo. Nadie del pueblo quiere el trabajo.
Tienen miedo de contagiarse, ¿sabes? Y además dicen que el conde es un hombre difícil, de mal carácter. ¿Pagan bien?, había preguntado Catalina con el pragmatismo de quien no puede darse el lujo de ser exigente. No lo sé, pero es una casa grande, noble, seguro que pagan mejor que aquí en el puerto. Catalina había ido a Wickham Hall.
El camino desde Whby era largo, casi 3 horas a pie, siguiendo un sendero de tierra que serpenteaba entre páramos cubiertos de brezo. Había preguntado direcciones tres veces a pastores que la miraban con curiosidad. Una muchacha morena y pequeña caminando sola por los páramos no era algo que vieran todos los días, pero que le señalaban el camino con amabilidad suficiente.
Wickam Hall aparecido de repente como un barco emergiendo de la niebla. La mansión era imponente. Tres pisos de piedra gris, ventanas altas con marcos de madera pintada de blanco, chimeneas que sobresalían del tejado de pizarra como dedos apuntando al cielo. Pero había algo decadente en ella, algo que hablaba de gloria pasada y abandono presente.
El jardín era un caos de maleza, varias ventanas tenían postigos cerrados y la fuente del patio delantero estaba seca y llena de hojas muertas. Catalina había llamado a la puerta de servicio con el corazón latiendo fuerte contra sus costillas.
Una mujer con vestido negro y delantal blanco inmaculado había abierto. Sus ojos, grises y afilados como cuchillos, habían evaluado a Catalina de arriba a abajo en menos de 3 segundos. Sí, había dicho con una voz que no invitaba a familiaridades. He oído que que buscan una empleada, había dicho Catalina en su inglés imperfecto con acento marcado que convertía las vocales en música.
Yo sé cuidar enfermos. Mi abuela me enseñó, ¿de dónde eres? España, Andalucía. La mujer que después se presentaría como la señora Pemberton, gobernanta de Wickham Hall desde hace 30 años había arqueado una ceja. ¿Hablas inglés? Un poco, pero aprendo rápido.
¿Tienes experiencia en casas nobles? No, pero sé limpiar, sé cocinar, hice medicina de plantas, remedios para enfermedades del pecho, de los pulmones. Catalina había señalado su propio pecho para asegurarse de que la entendían. La sñra Pemberton había permanecido en silencio durante largos segundos, claramente debatiendo consigo misma. Finalmente había suspirado.
El conde está muy enfermo. Tuberculosis pulmonar. Los médicos dicen que no hay nada que hacer. Probablemente morirá en pocas semanas. Es una situación difícil. No es un trabajo agradable. He visto morir gente antes había dicho Catalina. Simplemente no me asusta.
Algo en su tono directo, sin dramatismo, pero sin brabuconería tampoco, había impresionado a la gobernanta. Necesitarías vivir aquí, estar disponible día y noche si es necesario. El salario sería de 12 chelines por semana, más habitación y comida. 12 chelines. Era más de lo que había ganado en cualquiera de sus trabajos anteriores. Catalina había asentido inmediatamente. Sí, acepto. Ni siquiera has preguntado cuáles serían tus deberes específicos.
Cuidar a un moribundo”, había dicho Catalina encogiéndose de hombros, mantenerlo limpio, mantenerlo cómodo, darle medicinas, preparar remedios, lo que sea necesario. La señora Pemberton había estudiado su rostro, joven, sí, pero con ojos que habían visto demasiado como para ser ingenua y había asentido lentamente. “Está bien, puedes comenzar mañana.
Trae tus cosas, te mostraré tu habitación y te explicaré las reglas de la casa.” Pero esa noche, cerca de medianoche, un mozo de cuadra había aparecido en la pensión donde se alojaba Catalina golpeando la puerta con urgencia. “La señora Pemberton dice que vengas ahora”, había dicho sin aliento. “El conde ha tenido una crisis. Te necesitan inmediatamente.
” Catalina había metido sus escasas pertenencias en su maleta. Había seguido almozo hasta un pequeño carruaje y había llegado a Wickham Hall en plena oscuridad de la madrugada. La mansión parecía aún más imponente y sombría bajo la luna menguante, sus ventanas como ojos negros que la observaban con desconfianza. La señora Pemberton la había recibido en la puerta.
Su compostura habitual, ligeramente alterada por la prisa. Está en la habitación de la Torre este, tercer piso. Ha tenido un ataque terrible. El doctor no puede venir hasta mañana por la tarde. Necesitamos hacer algo ahora. Habían subido las escaleras en silencio.
Catalina con su maleta en una mano y una vela en la otra, la señora Pemberton delante con otra lámpara que proyectaba sombras danzantes en las paredes forradas de retratos de antepasados Whore que parecían desaprobar esta intrusión extranjera en su hogar ancestral. La puerta de la habitación estaba entreabierta.
Catalina podía escuchar desde el corredor ese sonido que conocía tamban bien, la tos húmeda y desesperada de pulmones ahogándose en su propio fluido. Había entrado sin vacilar. La habitación era grande, pero estaba oscura, iluminada apenas por una vela agonizante en la mesilla de noche. El aire estaba viciado, pesado, con olor a sudor, sangre y enfermedad. Las cortinas estaban cerradas, las ventanas selladas.
Era como entrar en una tumba y en la cama, retorciéndose entre sábanas empapadas estaba él. Lo primero que pensó Catalina, con la claridad brutal de quien ha aprendido a enfrentar la realidad sin adornos, fue, “Es joven para estar tan cerca de la muerte.
Había esperado un anciano, quizás un hombre de 60 o 70 años consumido por una vida larga y difícil. En cambio, el hombre en la cama no podía tener más de 35 años. Incluso demacrado por la enfermedad, incluso con la piel pálida como papel de arroz y sombras profundas bajo los ojos, se podía ver que había sido, o quizás aún era, bajo la máscara de la tuberculosis, extraordinariamente atractivo. Tenía el tipo de belleza aristocrática que Catalina había visto en grabados de revistas inglesas.
Mandíbula fuerte, nariz recta, pómulos altos, cabello castaño oscuro que ahora caía húmedo de sudor sobre una frente que ardía con fiebre. Pero era su mirada lo que la había detenido en seco. Cuando él abrió los ojos del color del cielo de tormenta y la vio de pie junto a la puerta, no había en ellos súplica ni alivio, sino algo mucho más desconcertante, furia pura y transparente.
¿Quién diablos eres tú? Había gruñido con voz ronca y después la tos lo había doblado sobre sí mismo. La señora Pemberton había dado un paso adelante. Mi lord, esta es la muchacha de la que le hablé, la española. Ha venido a ayudar. No la quiero aquí. Había jadeado Edward entre convulsiones de tos. No quiero con testigos.
Catalina había dejado su maleta en el suelo con un golpe seco que sorprendió a todos. Había caminado directamente hacia la ventana más cercana y para horror de la señora Pemberton, la había abierto de par en par. El aire frío de la noche de Yorkshire había entrado como una inundación, trayendo consigo olor y tierra húmeda.
“¿Qué estás haciendo? El aire nocturno es peligroso para los pulmones enfermos”, había protestado la gobernanta. “El aire nocturno es mejor que aire podrido”, había respondido Catalina en su inglés quebrado pero firme. Había abierto una segunda ventana, después una tercera. Él no puede respirar porque, ¿cómo se dice?, porque el aire está muerto aquí dentro.
Edward la había observado con una mezcla de asombro e indignación mientras ella transformaba sistemáticamente su tumba autoimpuesta en una habitación habitable. Catalina había encendido más velas, había corrido las cortinas, había recogido los pañuelos manchados de sangre del suelo con eficiencia clínica y sin asco visible.
“Tú”, le había dicho finalmente, señalándolo con un dedo sin ceremonias que habrían horrorizado a cualquier empleada inglesa. “Necesitas sentarte acostado así, los líquidos se quedan aquí.” Había señalado su propio pecho. Se ahogan. Siéntate. ¿Cómo te atreves a Había comenzado Edward, pero otra convulsión de tos lo interrumpió.
Esta tan violenta que terminó vomitando sangre en la palangana que Catalina había colocado junto a la cama con anticipación casi sobrenatural. Cuando el ataque finalmente pasó, él estaba temblando, exhausto, sin fuerzas para protestar más.
Catalina había aprovechado ese momento para colocar almohadas detrás de su espalda, forzándolo a una posición semisentada que, aunque incómoda, aliviaba un poco la presión en sus pulmones. “Señora Pemberton”, había dicho Catalina sin apartar los ojos de su paciente, “neito agua hirviendo, mucha y estas hierbas.” Había sacado de su maleta varios paquetes pequeños envueltos en tela.
Esta es eucalipto, esta romero, esta tomillo. También necesito, ¿cómo se dice? Miel y algo para calentar agua en el cuarto. Un brasero, había sugerido la gobernanta, completamente fascinada a pesar de sus reservas. Sí, brasero. Mientras esperaban, Catalina había humedecido un paño en el agua de la jarra del lavabo y había comenzado a limpiar el rostro de Edward con movimientos firmes, pero sorprendentemente gentiles.
Él había intentado apartarla con un movimiento débil de la mano. “Déjame”, había murmurado. “No”, había respondido ella simplemente. “Estás sucio. El sudor enfría demasiado rápido y vuelves a tener fiebre.” Esto había señalado la situación general con un gesto que abarcaba la habitación, las sábanas.
El propio Eduward, esto es hacer más difícil curarte. No hay cura, había dicho él con amargura. Los mejores médicos de Londres lo dijeron. Catalina se había encogido de hombros, un gesto mediterráneo completamente fuera de lugar en una mansión inglesa. Los médicos no lo saben todo. Mi abuela decía, “Mientras el corazón late, hay esperanza.
Tu corazón había puesto su mano sobre el pecho de él, un gesto tan natural y carente de coquetería que Edward no había sabido cómo reaccionar. Late fuerte, solo necesita ayuda. Por primera vez en meses, Edward había sentido algo diferente a desesperación. No era exactamente esperanza. Eso hubiera sido demasiado optimista, pero era algo parecido a curiosidad.
Esta muchacha española que no podía tener más de 23 o 24 años, que hablaba inglés como si estuviera inventando las reglas gramaticales sobre la marcha, que lo trataba no como un noble moribundo, sino como un problema práctico que resolver era absolutamente desconcertante. ¿Cómo te llamas? Le había preguntado.
Catalina. Catalina Morales. Yo soy sé quién eres, el conde. Pero para mí había hecho una pausa buscando las palabras en inglés. Para mí eres solo un hombre enfermo que necesita cuidado. Está bien. Nadie, absolutamente nadie en toda su vida había hablado a Edward Whmore, séptimo conde de Wickham, con tan completa falta de reverencia. Debería haberlo ofendido.
En cambio, para su propia sorpresa, se había encontrado sonriendo por primera vez en semanas. Una sonrisa pequeña y dolorosa que se convirtió en tos, pero sonrisa al fin. Está bien. Había aceptado la sñra Pemberton había regresado con una criada cargando un brasero de hierro, un caldero de agua hirviendo y las provisiones que Catalina había solicitado.
Lo que sucedió después se grabó en la memoria de todos los presentes como algo entre ciencia y magia. Catalina había trabajado con la confianza de quien ha realizado estos rituales cientos de veces. Primero preparó un vaporizador improvisado, agua hirviendo en una olla de cerámica grande colocada sobre el brasero, a la que añadió generosas cantidades de eucalipto, romero y unas gotas de un aceite que sacó de un frasquito de cristal oscuro.
El aroma que llenó la habitación era intenso, medicinal, limpiador. “¡Respira, esto”, le había ordenado a Eduward colocando la olla humeante en una mesa junto a la cama e indicándole que se inclinara sobre el vapor profundo. Duele un poco al principio, pero después Eduward había obedecido inhalando el vapor aromático.
Inmediatamente había comenzado a toser, pero era diferente a antes. Tos productiva que expulsaba la mucosidad espesa de sus pulmones en lugar de ahogarla dentro. Bueno, había aprobado Catalina, saca todo lo malo. Mientras el vapor hacía su trabajo, ella había preparado el segundo remedio. Una cataplasma compleja hecha de harina de mostaza, miel caliente, raíz de altea molida y algo más que sacó de otro paquete misterioso. Lo había extendido sobre un paño de lino limpio.
Esto va a quemar un poco”, le había advertido, desabrochando la camisa de dormir de Edward con eficiencia profesional que no dejaba espacio para pudor, pero saca la congestión del pecho. Había aplicado la cataplasma directamente sobre su pecho desnudo. Edward había siseado por el calor intenso, pero no se había quejado.
Los dedos de Catalina, pequeños fuertes, habían masajeado sus costados, su espalda, presionando puntos específicos que parecían corresponder a un mapa conocido solo por ella. Mi abuela decía que el cuerpo tiene, ¿cómo se dice?, caminos, caminos de energía. Si masajeas los puntos correctos, ayudas al cuerpo a curarse solo. La señora Pemberton había observado todo esto con creciente fascinación y escepticismo mezclados.
¿Esto realmente funciona? A veces sí, a veces no, había admitido Catalina con honestidad brutal. Depende de qué tan lejos está la enfermedad, pero había mirado a Eduward directamente a los ojos. Él es joven, fuerte todavía aquí dentro. Había tocado nuevamente su pecho sobre el corazón.
¿Tiene chance? Finalmente había preparado una infusión, agua caliente con miel, jugo de limón, tomillo y algo más que molió en un mortero pequeño que había traído en su maleta. El líquido resultante era de color ámbar turbio y olía a hierbas medicinales con un toque de amargor. “Bebe”, le había ordenado acercando la taza a sus labios. Edward había probado con cautela. El sabor era terrible.
“Dios santo, esto es malo. Sí, pero funciona. Bebe todo.” Él había obedecido haciendo muecas con cada trago. Cuando terminó, Catalina había sentido satisfecha y había comenzado a recoger sus cosas. “¿Ya terminaste?”, había preguntado Edward. sintiéndose extrañamente abandonado ante la idea de que ella se fuera. Por ahora, el vapor debe seguir toda la noche. Yo duermo aquí.
Había señalado el sofá junto a la ventana. Cada dos horas más vapores, cada 4 horas más infusión. Mañana por la mañana cambiamos la cataplasma. No puedes dormir en un sofá, había protestado la señora Pemberton. Eso no es Está bien, había interrumpido Catalina. He dormido en lugares peores y necesito estar cerca si él si algo pasa en la noche.
Edward las había observado a ambas, la gobernanta inglesa con sus reglas y propiedades, la curandera española con su pragmatismo mediterráneo y había sentido algo que no experimentaba desde hacía mucho tiempo, una chispa pequeña, casi imperceptible, de algo que se parecía peligrosamente a la esperanza. Esa noche, por primera vez en semanas, Edward Whitmore durmió sin pesadillas.
El vapor de eucalipto llenaba la habitación con su aroma medicinal. El aire fresco entraba por las ventanas abiertas, llevándose el edor de la enfermedad. y cerca del sofá podía escuchar la respiración suave y regular de alguien que vigilaba para que la muerte no lo visitara sin anunciarse. Cuando despertó al alba, con el primer ataque de tos del día, Catalina ya estaba ahí preparando una nueva olla de vapor con el cabello oscuro recogido en una trenza simple y los ojos atentos pero sin pánico. “Buenos días”, le había dicho con su acento marcado que hacía que las palabras sonaran como una
canción. ¿Cómo te sientes? Y Edward para su propio asombro había respondido con la verdad mejor. ¿Te está gustando la historia de Edward y Catalina? Si quieres seguir descubriendo cómo el amor puede sanar incluso las heridas más profundas, suscríbete y activa la campanita para no perderte ningún capítulo.
Cada like y comentario me inspira a seguir creando historias que toquen tu corazón. Nos vemos en el próximo capítulo. Tentar nuevamente herrer. Continue de onde parou. Los días que siguieron establecieron una rutina que poco a poco comenzó a transformar no solo el estado físico de Edward, sino la atmósfera misma de Wickam Hall.
Era como si la llegada de Catalina hubiera roto un hechizo de silencio y decadencia que había caído sobre la mansión desde hacía años. Catalina se despertaba antes del amanecer, cuando la luz todavía era apenas una promesa gris en el horizonte de Yorkshire. Lo primero que hacía era abrir todas las ventanas de la habitación de Eduward, sin importar cuánto protestara él sobre el frío de octubre. “El aire frío despierta los pulmones”, decía con esa lógica inquebrantable que no admitía debate.
En mi pueblo, las abuelas decían, “El aire es medicina gratis que Dios pone en el cielo cada día.” Después preparaba el primer vapor del día. El ritual se había vuelto casi ceremonial. agua hirviendo, eucalipto fresco cuando podía conseguirlo en el pueblo o seco de sus reservas cuando no.
Romero del jardín abandonado que había descubierto creciendo salvaje detrás de las caballerizas, y siempre, siempre, tres gotas exactas del aceite esencial que guardaba en un frasco de color ámbar, como si fuera oro líquido. ¿Qué es ese aceite?, le había preguntado Edward una mañana, observándola trabajar con la fascinación de quien descubre un mundo completamente nuevo. Orégano había respondido ella, midiendo las gotas con cuidado.
Pero no el que se pone en la comida. Este es especial, salvaje. Mi abuela lo recolectaba en las montañas, en lugares donde casi no llega la gente. Decía que el orégano que crece en las rocas, luchando por cada gota de agua, tiene más poder de curación. Poder. Edward había arqueado una ceja. su escepticismo aristocrático luchando contra la evidencia creciente de que fuera lo que fuera que esta muchacha estaba haciendo, parecía estar funcionando. Catalina se había encogido de hombros, ese gesto tan característico de ella. No sé la ciencia, solo sé que
funciona. El orégano mata, ¿cómo se dice en inglés? Las cosas malas en el pecho. Bacterias, creo que dicen los médicos ahora. Mi abuela las llamaba espíritus de enfermedad. Diferente nombre, mismo problema. Edward había sonreído ante eso. Tu abuela sonaba como una mujer sabia. Lo era.
La voz de Catalina se había suavizado, teñida de una tristeza que rara vez mostraba. Salvó muchas vidas. Ayudó a nacer a la mitad de los niños del pueblo. Curó fiebres, infecciones, dolores que los médicos no sabían tratar. Pero cuando ella se enfermó, había hecho una pausa, sus manos deteniéndose un momento en su trabajo.
Nadie pudo ayudarla, ni siquiera yo. A veces pienso, pienso que sabía demasiado sobre salvar a otros, pero no sobres salvarse a sí misma. Era uno de los pocos momentos en que Edward la había visto vulnerable y algo en su pecho, algo que no tenía nada que ver con la tuberculosis, se había contraído dolorosamente.
Había extendido su mano, todavía débil, pero más firme que días atrás, y había tocado ligeramente su brazo. “Lo siento”, había dicho simplemente. Catalina había mirado esa mano aristocrática sobre su brazo moreno y encallecido por el trabajo y había asentido. Gracias, pero ella me enseñó bien y ahora uso lo que aprendí para ayudar a otros como tú. Así su conocimiento no muere.
vive en cada persona que curo. Después del vapor matutino venía el desayuno que Catalina preparaba personalmente en las cocinas para consternación de la cocinera de Wickham Hall, una mujer robusta llamada señora Hatchins que consideraba su dominio culinario sacrosanto.
No es que su comida sea mala, le había explicado Catalina con diplomacia a la señora Pemberton después de la tercera protesta de la cocinera. Solo que para un enfermo la comida debe ser diferente, ligera pero nutritiva, fácil de digerir pero que dé fuerza. Así que cada mañana Catalina preparaba para Eduward un desayuno que habría parecido extraño a cualquier noble inglés.
Gachas de avena cocidas con leche y endulzadas con miel, pero con adiciones inusuales como almendras molidas, pasas y una pizca de canela. Pan tostado untado con mantequilla y un poco de ajo machacado, huevos revueltos con hierbas frescas y siempre, siempre una taza de su infusión especial que Eduward había aprendido a beber sin protestar, aunque el sabor seguía siendo desagradable. “El ajo en el desayuno es bárbaro”, había protestado Edward la primera vez.
El ajo limpia la sangre”, había respondido Catalina implacable, “y mata infecciones. En España decimos ajo, cebolla y limón y déjate de inyección.” Eso no rima en inglés, pero es verdad en cualquier idioma. Edward había descubierto que discutir con Catalina era inútil. Ella tenía una respuesta para todo, generalmente respaldada por algún proverbio de su abuela o alguna lógica práctica que, por irritante que fuera, era difícil de refutar cuando él se sentía un poco mejor cada día. Las mañanas continuaban con ejercicios de
respiración que Catalina le enseñaba con paciencia infinita. “Respira profundo desde aquí”, decía, colocando su mano sobre su propio abdomen, no desde el pecho, desde la barriga. Como cuando eres bebé, los bebés respiran correctamente. Los adultos olvidan como Edward practicaba sintiéndose ridículo al principio, pero gradualmente notando que podía respirar un poco más profundo sin que sus pulmones protestaran con tos inmediata. Catalina le hacía levantar los brazos, estirar el torso, caminar lentamente alrededor de la habitación,
apoyado en su brazo sorprendentemente fuerte para alguien tan pequeña. “El cuerpo necesita moverse”, explicaba. Si te quedas en la cama todo el tiempo, los pulmones se hacen perezosos. Necesitan trabajar un poco, no mucho, pero un poco.
Por las tardes, cuando el sol cuando había sol en Georshire, lo cual no era garantía, entraba por las ventanas, Catalina insistía en que Edward se sentara en el sillón junto a la ventana abierta. Ella traía mantas para abrigarlo, pero la ventana permanecía abierta sin negociación posible. El sol es medicina, también decía, mata las bacterias en el aire y la luz hace que el cuerpo produzca, no sé la palabra en inglés, pero algo que fortalece los huesos y la sangre.
Vitamina D, había sugerido Edwardando vagamente algo que había leído en una revista médica años atrás. Sí, esa vitamina D. El sol la da gratis, pero la gente rica se esconde de él. Había sacudido la cabeza con desaprobación. En mi pueblo, los viejos se sentaban al sol todos los días. Por eso vivían tanto. Durante esas tardes soleadas habían comenzado a hablar. Al principio, conversaciones breves y prácticas, Edward preguntando sobre los remedios, Catalina explicando con su inglés que mejoraba día a día, pero gradualmente las conversaciones se habían vuelto más personales. Edward le había contado
sobre su infancia en Wickam Hall, corriendo por los jardines que ahora estaban abandonados, trepando árboles que su madre le había dicho que no eran apropiados para un futuro conde. Le había hablado de Thomas, su hermano menor, y cómo su muerte en la India había dejado un agujero en su vida que ninguna cantidad de whisky o juego había podido llenar. Lo envidié, había confesado una tarde mientras la luz otoñal pintaba la habitación de Dorado.
Thomas era todo lo que yo no era, valiente, idealista, apasionado por causas que importaban. Yo era el hermano mayor responsable, el que tenía que gestionar la propiedad y continuar el linaje. Él era libre de elegir su camino y, en lugar de alegrarme por él, lo envidiaba. Fui un hermano terrible.
Catalina había estado sentada en el alfizar de la ventana remendando una de las camisas de Edward, una tarea que había asumido sin que nadie se lo pidiera. Había levantado la vista de su costura. Era su mano. Había dicho simplemente, “Los humanos sienten envidia a veces. No te hace terrible.
Lo que te haría terrible sería si no te importara ahora, si no sintieras dolor por haberlo perdido. ¿Cómo eres tan sabia siendo tan joven? Le había preguntado Eduward genuinamente curioso. No soy sabia, solo he vivido diferente que tú. Cuando tienes que luchar por cada comida, por cada lugar donde dormir, aprendes rápido qué importa y qué no. Las emociones complicadas son lujo de gente con tiempo para pensarlas.
Eso suena terriblemente triste a veces, pero también te hace fuerte. había vuelto a su costura, sus dedos moviéndose con destreza. Mi abuela decía, “El árbol que crece en la tormenta tiene raíces más profundas que el que crece en invernadero. Tu abuela tenía un proverbio para todo, ¿verdad?” Catalina había sonreído.
Sí, a veces era molesto, pero tenía razón casi siempre. Edward también había aprendido sobre la vida de Catalina, aunque ella era más reservada con sus historias. Le había contado sobre su pueblo en Andalucía, donde el sol era tan fuerte que las calles se vaciaban.
durante las horas del mediodía y todo el mundo dormía la siesta sobre cómo su abuela la había enseñado a identificar plantas medicinales cuando tenía apenas 6 años, llevándola en largas caminatas por las colinas mientras recitaba nombres y propiedades como si fueran poesía. “¿Cómo terminaste aquí en Inglaterra de todos los lugares posibles?”, le había preguntado Eduward una tarde lluviosa mientras observaba las gotas deslizarse por los cristales. Catalina había dudado antes de responder. No había nada para mí allí después de que murió mi abuela.
Sin familia, sin dinero, sin futuro. Una mujer sola en un pueblo pequeño. La gente habla, ¿sabes? Dicen cosas. Me llamaban bruja a veces, como a mi abuela. No con respeto, con miedo y desprecio. Había apretado los labios. Pensé que en un país nuevo donde nadie me conociera, podría empezar de nuevo, pero había reído sin humor.
Resulta que ser extranjera sin dinero es casi tan difícil como ser bruja en un pueblo pequeño. Y sin embargo, viniste a cuidar de un conde moribundo en una mansión aislada. ¿No tenías miedo? ¿Miedo de qué? De la tuberculosis. Había sacudido la cabeza. Mi abuela cuidó a muchos enfermos con tuberculosis.
Me enseñó cómo protegerme, lavar las manos siempre, no compartir vasos o cubiertos. Respirar aire fresco, mantener fuerte mi propio cuerpo. Además, había sonreído ligeramente. Necesitaba el trabajo. El miedo es lujo cuando tienes hambre. Era esa honestidad brutal, esa falta absoluta de autocompasión o dramatismo lo que Edward encontraba tan fascinante y refrescante.
Toda su vida había estado rodeado de personas que hablaban en eufemismos elegantes, que escondían la verdad detrás de cortesía social y conveniencia aristocrática. Catalina decía las cosas exactamente como eran, sin adornos, pero sin crueldad tampoco. Las noches eran quizás los momentos más íntimos, aunque de manera completamente inocente.
Catalina había trasladado sus pocas pertenencias a la habitación de Edward durmiendo en el sofá, que había convertido en una cama improvisada con mantas y almohadas. Cada dos horas se levantaba sin despertador. Tenía algún reloj interno que la despertaba con precisión asombrosa y preparaba nuevo vapor. Verificaba la respiración de Edward.
Ajustaba las mantas si era necesario. Una noche, Edward se había despertado alrededor de las 3 de la madrugada y la había encontrado sentada junto a la ventana, mirando hacia las colinas oscuras, iluminadas por una luna casi llena. No estaba preparando medicinas ni haciendo ninguna tarea práctica.
Simplemente estaba allí con expresión melancólica cantando suavemente una canción en español que él no entendía, pero que sonaba como un lamento antiguo. “¿No puedes dormir?”, le había preguntado con voz ronca. Ella se había sobresaltado ligeramente, no esperando que estuviera despierto. “Lo siento, te desperté.” “No, la tos lo hizo. Tu canción es mucho más agradable.
” Había tosido un poco, pero era diferente. Ahora más suave. menos desesperada. ¿Qué cantabas? Una canción que mi abuela cantaba sobre es difícil traducir sobre nostalgia por casa, por gente que amas y ya no está. En español lo llamamos saudade. No hay palabra igual en inglés, homickness. Había sugerido Edward. Parecido, pero no exactamente. Saudade es más profundo. Es dolor feliz.
Recuerdas cosas buenas, pero te duele que se fueron. es dulce y amargo al mismo tiempo. Edward había comprendido perfectamente. Esa era exactamente la sensación que lo invadía cuando pensaba en Thomas, en su madre, en los días de su infancia, cuando todo parecía posible y la muerte era algo que solo les pasaba a personas muy viejas y lejanas.
Hechas de menos España le había preguntado todos los días, pero había hecho una pausa, eligiendo sus palabras cuidadosamente. Si volviera ahora, no habría nada para mí allí. Mi casa fue vendida para pagar deudas. Mi abuela está enterrada en el cementerio del pueblo, pero no tengo dinero para mantener su tumba. Los vecinos me recuerdan como la nieta de la bruja.
Entonces, ¿qué es casa realmente? Un lugar, gente, recuerdos. Había sacudido la cabeza. No lo sé. A veces pienso que casa es donde sea que encuentres propósito. Y lo has encontrado aquí. Edward no sabía por qué era tan importante conocer la respuesta, pero lo era. Catalina había girado para mirarlo directamente, sus ojos oscuros reflejando la luz de la luna. Estás vivo todavía.
¿Estás mejor entonces? Sí, por ahora he encontrado propósito. Algo en la forma en que lo dijo, por ahora, había causado una punzada extraña en el pecho de Edward. ¿Qué pasaría cuando se recuperara completamente? Catalina simplemente se marcharía buscando el siguiente enfermo que cuidar. el siguiente propósito temporal. La idea le resultaba inexplicablemente dolorosa.
La verdadera crisis llegó en la cuarta semana. Edward había estado mejorando constantemente. Toscía menos, podía caminar hasta el final del corredor sin quedarse sin aliento. Había ganado un poco de peso gracias a las comidas nutritivas que Catalina le preparaba.
Incluso había comenzado a pensar que quizás, solo quizás no iba a morir después de todo. Entonces, una noche particularmente fría de finales de octubre, todo cambió. Edward se había despertado cerca de la medianoche con una sensación extraña en el pecho. No dolor exactamente, sino una opresión que le resultaba aterradoramente familiar. Intentó respirar profundo y descubrió que no podía.
El aire simplemente no entraba más allá de su garganta. El pánico se apoderó de él inmediatamente. Intentó llamar a Catalina, pero su voz no salió. Intentó levantarse, pero la habitación comenzó a girar. Lo último que recordaba con claridad era el sonido de su propio cuerpo golpeando el suelo de madera. Cuando recuperó la conciencia, segundos o minutos después no podía saberlo, Catalina estaba sobre él, su rostro a centímetros del suyo, sus manos presionando con fuerza su pecho en un ritmo rápido y constante. Estaba contando en español, 1 2 3 cu
mientras presionaba y liberaba, presionaba y liberaba. Después sus labios estaban sobre los de él. No un beso, sino algo médico, desesperado, soplando aire directamente en sus pulmones. Edward sintió su pecho expandirse involuntariamente, sus pulmones llenándose de aire que no había podido conseguir por sí mismo.
Otra ronda de presiones en el pecho, otra respiración forzada. De repente, algo se desbloqueó. Edward tosió violentamente, escupiendo sangre y mucosidad, pero el aire regresó. Dulce, precioso aire llenando sus pulmones como agua fría. En un día de verano, Catalina se había sentado sobre sus talones, respirando tan pesadamente como él, con lágrimas corriendo por sus mejillas. “No te mueras”, había susurrado en español y después en inglés.
“Don’t die, please don’t die”. Era la primera vez que Edward la veía llorar, la primera vez que la veía perder su compostura de curandera profesional. Había extendido una mano temblorosa y había tocado su rostro limpiando las lágrimas con su pulgar. No voy a hacerlo”, había prometido con voz ronca. “No ahora, no cuando finalmente tengo una razón para vivir.” Ella había cerrado los ojos, apoyándose en su mano.
Y en ese momento Edward había comprendido una verdad que había estado creciendo en su interior durante semanas sin que se atreviera a nombrarla. Se había enamorado de Catalina Morales. No del tipo de amor superficial que había experimentado docenas de veces en Londres.
No la fascinación pasajera por una cara bonita o una conversación ingeniosa, sino algo profundo y transformador, algo que lo había cambiado a nivel celular. Ella le había devuelto no solo la salud, sino la capacidad de importarle algo más allá de sí mismo. La señora Pemberton había llegado corriendo, despertada por el ruido. Detrás de ella venían criados con lámparas y expresiones alarmadas.
La gobernanta había evaluado la escena con un solo vistazo, el conde en el suelo, la muchacha española sentada junto a él con las manos manchadas de sangre, ambos respirando como si hubieran corrido una maratón. Llamen al Dr. Thorton, había ordenado con voz firme inmediatamente, pero Catalina había sacudido la cabeza. No hay tiempo. Necesito mis cosas ahora.
Todas las hierbas, el orégano, todo el frasco y necesito, ¿cómo se dice? musgo. Musgo de los árboles del jardín, el que crece en la parte norte de los troncos. Muso. La señora Pemberton había mirado a Catalina como si se hubiera vuelto loca. Sí, tiene medicina para el pulmón que sangra. Por favor, confía en mí.
Algo en su tono, desesperación mezclada con absoluta certeza, había convencido a la gobernanta. Había enviado criados corriendo en diferentes direcciones mientras ella misma ayudaba a Edward a volver a la cama. Lo que siguió fue la noche más larga de la vida de Edward. Catalina había trabajado con intensidad febril, preparando remedios que parecían más alquimia que medicina.
El musgo Liken había corregido después lo había hervido con agua y miel hasta crear una pasta espesa y verde que olía a bosque húmedo. Había forzado a Edward a tragar la cucharada por cucharada mientras él luchaba contra el reflejo de vomitar. “Sé que es horrible”, había dicho con lágrimas aún húmedas en sus mejillas, “pero esto salvó la vida de mi abuela una vez cuando ella tuvo hemorragia en el pulmón. Es lo único que sé que funciona cuando hay sangrado interno.
Después había preparado la cataplasma más intensa hasta ahora. mostaza, ajo machacado crudo, jengibre rallado, miel caliente y todo el frasco de aceite de orégano concentrado. Era tan caliente y fuerte que Edward había gritado cuando la aplicó sobre su pecho.
“Lo sé, lo sé, duele, pero tiene que quemar”, había murmurado Catalina como un mantra mientras sus manos se movían sobre su torso con presión firme. “El calor saca la infección, el orégano mata las bacterias, tiene que quemar.” Edward había mordido un pañuelo para no gritar más, no por él, sino porque no quería asustarla más de lo que ya estaba.
Su piel bajo la cataplasma se sentía como si estuviera en llamas, pero extrañamente dentro de su pecho, la opresión terrible comenzaba a aliviarse. Catalina no se había movido de su lado en toda la noche. Cada hora cambiaba la cataplasma, preparaba nueva infusión, verificaba su pulso y su respiración con dedos que temblaban ligeramente, pero que nunca dejaron de ser precisos. y seguros.
Al amanecer, cuando la luz gris del alba comenzó a filtrar por las ventanas, Eduward seguía vivo. La hemorragia se había detenido. Podía respirar con dificultad, sí, pero podía respirar. Catalina estaba sentada en la silla junto a su cama, completamente exhausta, con manchas de sangre, hierbas y sudor en su vestido, el cabello escapando de su trenza en todas direcciones. Nunca le había parecido más hermosa.
“Gracias”, había dicho Edward con voz apenas audible. Ella había levantado la vista, sorprendida de que estuviera consciente. No me agradezcas todavía. No estás fuera de peligro. Aún así, gracias por no rendirte, por no dejarme morir. Catalina había cerrado los ojos, nueva humedad acumulándose en sus pestañas. No podría.
No, no quiero que mueras. ¿Por qué? había tenido que preguntarlo. Necesitaba saberlo. Solo porque soy tu paciente. Ella había abierto los ojos entonces y lo había mirado con una intensidad que le quitó lo poco de aliento que le quedaba. Durante un momento largo había permanecido en silencio, claramente debatiendo consigo misma.
Finalmente había respondido en español tan bajo que él casi no lo escuchó. Porque te quiero, sea. Y no debería. Edward no hablaba español fluido, pero conocía suficiente para entender esas palabras. Su corazón, ese órgano que los médicos habían dicho que era fuerte a pesar de los pulmones enfermos, había dado un salto en su pecho.
Catalina, pero ella se había levantado bruscamente. Necesito dormir un poco. Tú también descansa. Había salido de la habitación antes de que él pudiera decir nada más, dejándolo solo con el amanecer, y un corazón que latía por razones que no tenían nada que ver con enfermedad ni con curación, sino con algo mucho más peligroso y transformador. Amor. Los días posteriores a la crisis fueron extraños y tensos.
Edward se recuperaba lentamente, pero algo había cambiado entre él y Catalina. Ella seguía siendo profesional, eficiente, atenta con sus remedios y rutinas, pero había levantado un muro invisible entre ambos. ya no se sentaba junto a la ventana por las tardes a conversar, ya no cantaba canciones españolas en las noches.
Sus interacciones se habían vuelto corteses, pero distantes, como si tuviera miedo de lo que había confesado en español aquella madrugada. Edward, por su parte, no podía dejar de pensar en esas palabras: “Porque te quiero, sea, y no debería.” ¿Por qué no debería? Porque él era un conde y ella una curandera española sin un centavo.
Porque su mundo y el de ella eran tan diferentes como el sol. Mediterráneo y la niebla de Georhire, o porque ella sabía que cuando él se recuperara completamente sus vidas tomarían caminos separados. Una tarde lluviosa de principios de noviembre, Edward decidió que había tenido suficiente de ese silencio incómodo. Estaba sentado en su sillón habitual junto a la ventana.
Ahora podía caminar por toda la habitación sin ayuda cuando Catalina entró con su bandeja de té vespertino. Catalina, necesitamos hablar, dijo antes de que ella pudiera dejarlo todo y escapar como había estado haciendo. Tienes que beber el té mientras está caliente, respondió ella sin mirarlo a los ojos, comenzando a retirarse.
Catalina. Su voz era firme con ese tono de autoridad aristocrática que rara vez usaba con ella. Siéntate, por favor. Ella se detuvo claramente debatiendo si obedecer o ignorarlo. Finalmente, con un suspiro de resignación, se sentó en el borde del sofá, lo más lejos posible de él, con las manos apretadas en su refalso.
¿Qué quieres?, preguntó en voz baja. Quiero que me expliques por qué has estado evitándome. No te he estado evitando. He estado haciendo mi trabajo. Eres una mentirosa terrible. Edward sonrió ligeramente. Siempre ha sido brutalmente honesta. Excepto ahora. ¿Por qué? Catalina lo miró finalmente y había algo vulnerable en sus ojos oscuros que Edward nunca había visto antes.
Porque me equivoqué. Crucé una línea que no debía cruzar. Dije cosas que no debí decir. ¿Te refieres a cuando dijiste que me querías? Ella se puso pálida. Pensé que no entendías español. Entiendo suficiente. Y necesitas saber algo, Catalina. Edward se inclinó hacia adelante, ignorando la leve punzada en sus pulmones. No te equivocaste.
No fue un error. Sí lo fue. Ella sacudió la cabeza con vehemencia. Soy tu empleada. Una extranjera pobre que vino aquí porque no tenía otro lugar a donde ir. Tú eres un conde. Vives en un mundo completamente diferente al mío.
Cuando te recuperes completamente y lo harás, lo prometo, volverás a Londres a tu vida real. Yo iré a buscar otro trabajo. Y esto hizo un gesto que abarcaba la habitación a ambos. Esto habrá sido solo un momento extraño y aislado en nuestras vidas. Y si no quiero que sea solo un momento. Las palabras salieron antes de que Eduward pudiera pensarlas completamente, pero una vez dichas se dio cuenta de que eran absolutamente ciertas. Y si quiero que sea el resto de mi vida Catalina se puso de pie bruscamente. No digas eso.
No sabes lo que estás diciendo. Sé exactamente lo que estoy diciendo. Edward también se levantó moviéndose hacia ella. Estoy diciendo que me he enamorado de ti, Catalina Morales, de tu honestidad brutal, de tu obstinación imposible, de tu sabiduría disfrazada de proverbios de abuela, de cómo cantas en español cuando crees que estoy dormido, de cómo hueles a Romero y eucalipto, de cómo me miras como si fuera solo un hombre, no un título nobiliario.
Para, susurró ella con lágrimas comenzando a formarse en sus ojos. Por favor, para, no puedo. Porque por primera vez en mi vida adulta siento que estoy completamente vivo. Y es gracias a ti. No solo porque sanaste mis pulmones, sino porque sanaste algo más profundo. Me hiciste querer vivir de nuevo. Edward.
Era la primera vez que ella usaba su nombre de pila y sonaba como una oración en sus labios. Cuando pensé que iba a morir, continuó él, ahora frente a ella, lo suficientemente cerca para ver las pequeñas motas doradas en sus ojos oscuros, lo único que lamentaba era no haber vivido realmente, haber desperdiciado años en cosas que no importaban.
Pero ahora, gracias a ti, tengo una segunda oportunidad y quiero usar esa oportunidad para algo que realmente importe. Quiero usarla para esto, para nosotros. No hay nosotros, dijo Catalina, pero su voz carecía de convicción. No puede haberlo. El mundo no funciona así. Entonces cambiemos el mundo.
Eduward tomó sus manos entre las suyas. Eran pequeñas, encallecidas por el trabajo, manchadas de hierbas medicinales. Eran las manos más hermosas que había visto en su vida. O al menos nuestro pequeño rincón de él. Tu familia nunca lo aceptaría. La sociedad te rechazaría. Perderías tu reputación, tu posición. Mi familia murió hace años.
En cuanto a la sociedad, Edward rió sin humor. Pasé décadas tratando de impresionar a gente que no me importaba. Ya no quiero vivir así. Quiero vivir para mí y quiero vivir contigo. ¿Y qué sería yo, tu amante, tu secreto vergonzoso escondido en esta mansión? Había dolor y un toque de ira en su voz. Serías mi esposa. Las palabras salieron con claridad cristalina, sin duda ni vacilación.
Si me aceptas, Catalina se quedó completamente inmóvil, como si se hubiera convertido en estatua. ¿Qué? Cásate conmigo, Catalina. No porque me salvaste la vida, aunque lo hiciste. No porque necesites seguridad económica, aunque te la daré, sino porque no puedo imaginar vivir el resto de mis días sin ti.
Estás loco, susurró ella, pero había algo en su expresión, esperanza tal vez o miedo o ambos, que hizo que el corazón de Edward latera más rápido. Probablemente la tuberculosis tal vez me afectó el cerebro. Sonríó. Pero si estoy loco, es una locura que prefiero a cualquier cordura que conocí antes. Catalina cerró los ojos, lágrimas finalmente escapando y rodando por sus mejillas.
Y si no funciona? ¿Y si tu mundo me rechaza? ¿Y si tú te arrepientes cuando vuelvas a estar completamente sano y veas las cosas con claridad? Mírame. Esperó hasta que ella abrió los ojos. Ya estoy viendo con claridad. por primera vez en mi vida y lo único que veo claramente es esto. Te amo. Eso es lo único que importa.
Yo, Catalina, luchaba con las palabras dividida entre lo que sentía y lo que creía que debería hacer. Yo también te amo. Dios, cómo te amo. Pero tengo tanto miedo. Entonces, tengamos miedo juntos. Eduward levantó sus manos y las besó suavemente. No prometo que será fácil. Prometo que habrá desafíos, personas desagradables que juzguen, momentos en que querremos rendirnos, pero también prometo que lucharé cada día para hacerte feliz, para construir una vida juntos que valga la pena vivir.
Catalina lo miró largamente, estudiando su rostro como si intentara leer su futuro en sus facciones. Finalmente, una sonrisa pequeña y temblorosa apareció en sus labios. Mi abuela decía, “El amor verdadero no pregunta de dónde vienes, sino hacia dónde vas. Tu abuela era muy sabia. Sí, lo era. Catalina respiró profundo. Está bien. Sí, sí, sí.
Me casaré contigo, Edward Whmore, aunque probablemente estamos ambos completamente locos. Edward rió, una risa real, profunda y genuina que no había salido de su pecho en años y la tomó en sus brazos, besándola con toda la pasión, gratitud y amor que había estado conteniendo durante semanas.
Ella respondió con igual intensidad, sus brazos alrededor de su cuello, derribando finalmente el muro que había construido entre ellos. Cuando se separaron, ambos respiraban pesadamente. Él, por razones que aún tenían un poco que ver con sus pulmones en recuperación, ella por razones que solo tenían que ver con el beso.
“La señora Pemberton va a tener un ataque”, dijo Catalina riéndose entre lágrimas. “La señora Pemberton sobrevivirá. Esa mujer ha sobrevivido a tres generaciones de escándalos Whoreará.” La noticia del compromiso se extendió por Wickham Hall como fuego en brezo seco. Las reacciones fueron variadas. La señora Pemberton, para sorpresa de todos, fue más pragmática de lo esperado.
Bueno, había dicho con su habitual expresión estoica, he visto matrimonios mucho menos sensatos en esta familia. Al menos esta muchacha tiene algo de sentido común y lo mantuvo vivo cuando todos los médicos caros de Londres lo habían desahuciado. Eso cuenta para algo.
La cocinera, señora Hatchins, después de superar su shock inicial, había declarado que al menos ahora alguien en esta casa aprecia la buena comida mediterránea, lo cual Catalina tomó como una bendición a su manera. Los criados más jóvenes estaban claramente fascinados por el romance, una historia digna de novela gótica desarrollándose bajo su propio techo.
Los más viejos eran más reservados, preocupados por qué dirían los vecinos, qué pensaría la sociedad, cómo afectaría esto la reputación de Wickam Hall. Pero Edward descubrió que no le importaba. Por primera vez en su vida había algo, alguien más importante que la opinión pública. Las semanas siguientes fueron de transformación continua.
Edward siguió recuperándose bajo el cuidado constante de Catalina, pero ahora con un nuevo propósito. No solo quería estar sano, quería estar fuerte para construir una vida con ella. Comenzó a involucrarse en la gestión de Wickham Hall por primera vez en años. revisó las cuentas con su administrador, visitó a los arrendatarios en las propiedades que dependían del condado.
Hizo planes para restaurar los jardines que su madre había amado tanto. Catalina, mientras tanto, comenzó a integrarse lentamente en la vida de la mansión. Enseñó a los criados sobre medicina herbal. Muchos de ellos venían a pedirle remedios para sus propias dolencias menores. Comenzó a restaurar el antiguo jardín de hierbas detrás de las caballerizas, plantando tomillo, romero, lavanda, manzanilla y docenas de otras plantas medicinales que había conocido en España.
Este jardín le había dicho a Edward una tarde mientras trabajaban juntos la tierra, el cabando, ella plantando, ambos con las manos sucias y felices, será mi legado como el jardín de mi abuela, un lugar donde el conocimiento antiguo crece junto con las plantas. Nuestro legado había corregido Eduward, todo lo que construyamos será de ambos. En diciembre llegó el Dr.
Thorton, para el que sería su último examen de Edward. El médico escéptico hasta el final había revisado minuciosamente a su paciente. Escuchó sus pulmones, verificó su peso, tomó su pulso, pidió muestras de esputo para analizar. Al final había sacudido la cabeza con asombro. Es extraordinario. Hace dos meses te estaba preparando para la muerte. Ahora tus pulmones suenan casi limpios. Has ganado peso.
Tu color es saludable. Es Había mirado a Catalina con una mezcla de respeto y confusión. Francamente milagroso, no es milagro, había dicho Catalina simplemente. Es medicina antigua y amor. El amor cura tanto como cualquier remedio. El Dr. Thornton había torcido incómodamente ante la mención del amor.
Los médicos victorianos no estaban cómodos con nociones tan sentimentales, pero no podía discutir con los resultados. Bueno, sea lo que sea, continúa haciéndolo. Aunque había dudado después se había dirigido a Edward. He oído rumores en el pueblo sobre tu compromiso. Los rumores son ciertos, había confirmado Eduward tomando la mano de Catalina sinvergüenza. Ya veo.
Bueno, no es mi lugar juzgar asuntos del corazón, pero debes saber que habrá comentarios, especialmente en tu círculo social de Londres. Entonces, es bueno que ya no tenga intención de frecuentar ese círculo, había respondido Edward con calma. El Dr. Thorton había asentido lentamente. Entiendo. En ese caso les deseo lo mejor.
y joven se había dirigido a Catalina, sea lo que sea que le enseñó su abuela, vale más que todo lo que aprendí en la escuela de medicina. Ha logrado lo que ninguno de nosotros pudo. Debería estar orgullosa. Catalina había sonreído, sus ojos brillantes de emoción. Mi abuela estaría orgullosa y eso es suficiente para mí.
Se casaron en una ceremonia pequeña en la capilla de Wickham Hall a mediados de enero de 188. No hubo grandes celebraciones, no se enviaron invitaciones a la sociedad londinense, no hubo anuncio en el Times, solo estuvieron presentes los sirvientes de la casa, algunos arrendatarios locales que habían llegado a respetar a Catalina, el vicario del pueblo, un hombre anciano que había bautizado a Eduward y que estaba encantado de ver a su parroquiano finalmente sentar cabeza, y María de Oporto con su familia, la única conexión de Catalina con su comunidad española en Inglaterra. Catalina llevaba un vestido simple de
seda color marfil que la señora Pemberton había desenterrado de los baúles del ático. Había pertenecido a la madre de Edward. Necesitó alteraciones. Pero cuando Catalina se lo probó, Edward había sentido lágrimas en sus ojos. Era como si su madre bendijera esta unión desde donde quiera que estuviera.
En su cabello oscuro, recogido en un moño suave, Catalina llevaba flores de romero. Para memoria, había explicado, para recordar de dónde venimos y cómo llegamos aquí. Cuando Edward la vio caminar por el pasillo de la pequeña capilla, iluminada por velas y por la luz invernal que entraba por las ventanas emplomadas, pensó que nunca había visto algo tan hermoso.
No la elegancia artificial de las debutantes londinenses con sus vestidos de diseñador y joyas costosas, sino belleza real, honesta, ganada a través del trabajo duro y el amor genuino. Los votos fueron simples, pero profundos. Cuando llegó el momento de los anillos, Edward deslizó en el dedo de Catalina una banda de oro que había pertenecido a su abuela, la única pieza de joyería familiar que realmente le importaba.
Catalina, por su parte, le dio un anillo que había comprado con sus propios ahorros modestos. No era oro fino ni tenía piedras preciosas, pero para Edward valía más que cualquier tesoro, porque representaba el sacrificio de ella, su compromiso de construir una vida juntos con lo poco que tenía. Yo, Edward Wmore, te tomo a ti, Catalina Morales, como mi legítima esposa.
Había dicho con voz clara que resonó en la capilla silenciosa, para cuidarte en salud y enfermedad, en riqueza y pobreza, para honrarte y respetarte todos los días de mi vida. Me salvaste cuando estaba muriendo, no solo mi cuerpo, sino mi alma, y prometo pasar el resto de mis días tratando de ser digno de ese regalo. Catalina había tenido que parpadear para contener las lágrimas mientras decía sus propios votos.
Yo, Catalina Morales, te tomo a ti, Edward Whitmore, como mi legítimo esposo. Prometo estar a tu lado, amarte con honestidad, curarte cuando estés enfermo, celebrar contigo cuando estés feliz y construir contigo una vida que honre tanto tu mundo como el mío. Eres mi hogar ahora. Donde tú estés, ahí estaré yo.
Cuando el vicario finalmente dijo, “¿Puede besar a la novia?” Eduward tomó el rostro de Catalina entre sus manos con infinita ternura y la besó mientras las pocas personas presentes aplaudían con alegría genuina. Esa noche hubo una cena modesta en el comedor de Wickam Hall. La sñra Hatchins se había superado a sí misma preparando platos que mezclaban tradiciones inglesas con toques españoles que Catalina había sugerido.
Cordero asado con hierbas mediterráneas, patatas con romero, verduras frescas y para postre un flan que María de Oporto había enseñado a preparar a la cocinera. Hubo bríndis emotivos. La señora Pemberton, normalmente tan reservada, había levantado su copa de Jerez y dicho, “He servido a esta familia durante 30 años. He visto muchos cambios, algunos buenos y otros menos, pero esto había señalado a la pareja recién casada. Esto es bueno. Esto es correcto. Bienvenida a Wickham Hall, Lady Catalina.
Que sea tu hogar tanto como lo fue para aquellos que vinieron antes. El título Lady Catalina había sonado extraño en los oídos de Catalina. Ella que había sido llamada bruja extranjera pobre, ahora era técnicamente condesa de Wickam. era surrealista y un poco aterrador, pero cuando miró a Edward y lo encontró sonriéndole con ese amor transparente en sus ojos, todo lo demás dejó de importar.
Más tarde, en la privacidad de su habitación, ahora la habitación de ambos, habiendo trasladado las cosas de Catalina desde su pequeño cuarto de sirvienta, se sentaron juntos junto a la ventana abierta, mirando las estrellas sobre los páramos de Yorkshire. ¿Tienes miedo?, preguntó Edward con su brazo alrededor de los hombros de ella. un poco, admitió Catalina. Todo esto es tan diferente de todo lo que conocí.
A veces me pregunto si estoy soñando y voy a despertar en mi pequeña habitación de la pensión en Whitby. No es un sueño, es real. La besó en la 100 suavemente. Y si alguna vez se vuelve demasiado difícil, si alguna vez echas de menos tu antigua vida, tu libertad, tu España, dímelo. Encontraremos la manera de SH.
Catalina puso un dedo sobre sus labios. No echo de menos nada porque te tengo a ti y esto señaló la habitación, la mansión, sus vidas entrelazadas. Esto es más de lo que nunca soñé tener. Mi abuela solía decir, “Dios escribe derecho con renglones torcidos.
Todos los caminos difíciles, todas las pérdidas, todo el dolor me trajeron aquí a ti, y no cambiaría nada.” Se besaron con la ternura de quienes conocen el valor del tiempo, con la pasión de quienes han mirado a la muerte a los ojos y eligieron la vida, con el amor de quienes han encontrado en el otro no solo un compañero, sino un hogar. 3 años después, en la primavera de 1891, Wickham Hallado una transformación que los habitantes locales llamaban el milagro Whmmore.
Los jardines, después de años de abandono, florecían nuevamente con esplendor restaurado. Pero ahora entre las rosas tradicionales inglesas y los parterres de tulipanes crecían también lavanda, romero, tomillo y docenas de otras plantas mediterráneas que Catalina había introducido.
El antiguo jardín de hierbas se había convertido en algo legendario en la región. Personas venían de pueblos lejanos buscando los remedios de la condesa española. Catalina había establecido algo sin precedentes, una pequeña clínica gratuita en una de las salas desusadas de la mansión. Dos días por semana, cualquier persona, sin importar su clase social o capacidad de pago, podía venir a ser tratada.
Ella enseñaba a mujeres jóvenes del pueblo sobre medicina herbal. Escribía meticulosamente las recetas de su abuela en un libro que esperaba eventualmente publicar y lentamente ganaba el respeto incluso de los médicos más escépticos de Yorkshire. El Dr.
Thorton se había convertido en un aliado inesperado, reconociendo que la medicina tradicional y los remedios herbales podían complementarse en lugar de competir. Había comenzado a referirle pacientes con problemas respiratorios, problemas digestivos y otras condiciones donde los remedios de Catalina mostraban resultados extraordinarios. Edward, por su parte, había transformado la gestión de Wickam Hall.
Había modernizado las prácticas agrícolas en sus tierras, mejorado las condiciones de vida de sus arrendatarios y establecido un pequeño fondo educativo para los hijos de los trabajadores de la propiedad. Se había ganado una reputación como un terrateniente justo y progresista, muy diferente del noble ausente y desinteresado que había sido antes.
En Londres circulaban historias sobre él. El conde, que se casó con una curandera española, era objeto de chismes en los salones aristocráticos. Algunos lo veían como un escándalo vergonzoso, otros como algo romántico y rebelde.
Edward no visitaba Londres más que ocasionalmente para asuntos legales inevitables y nunca se molestaba en explicarse o defenderse. Su felicidad hablaba más fuerte que cualquier comentario malicioso. Una tarde de abril, con el sol brillando raramente fuerte sobre Yorkshire, Edward estaba en su estudio revisando cuentas cuando escuchó voces excitadas en el corredor.
reconoció la de Catalina hablando rápidamente en español, algo que solo hacía cuando estaba muy emocionada o muy molesta. Salió a investigar y la encontró en el vestíbulo principal hablando animadamente con María de Oporto y otras dos mujeres españolas que no reconocía. Había lágrimas en los ojos de Catalina, pero eran lágrimas de alegría. ¿Qué pasa?, preguntó acercándose.
Catalina se giró hacia él con una sonrisa radiante. Edward, estas son Carmen y Rosa. Vienen de mi pueblo, de Andalucía. El corazón de Eduward dio un vuelco. Buenas o malas noticias. Y me encontraron, explicó Catalina, su voz temblando de emoción. Han estado buscándome durante años.
Traen noticias, cartas, recuerdos de mi abuela que lograron salvar antes de que vendieran la casa. Una de las mujeres, Carmen, aparentemente, dio un paso adelante y le extendió a Catalina un paquete envuelto en tela. Tu abuela dejó esto para ti. Lo guardé todo este tiempo esperando encontrarte algún día. Catalina abrió el paquete con manos temblorosas.
Dentro había varios objetos, el rosario de su abuela, algunas fotografías antiguas amarillentas y lo más precioso, el cuaderno original donde Remedios había escrito todas sus recetas con su letra cuidadosa. Catalina ya tenía una copia que había hecho de memoria, pero este era el original, manchado de hierbas y tiempo, con notas en los márgenes escritas por generaciones de curanderas de su familia.
Pensé que lo había perdido para siempre”, susurró Catalina presionando el cuaderno contra su pecho como si fuera el tesoro más valioso del mundo. “Hay más”, dijo Rosa tímidamente. “En el pueblo ha cambiado. Las personas hablan ahora de tu abuela con respeto. Desde que te fuiste, desde que corrieron historias sobre una curandera española en Inglaterra que había salvado a un conde moribundo, la gente comenzó a recordar todas las veces que Remedios los había ayudado.
Allí incluso hablan de poner una placa en su honor en la plaza del pueblo. Catalina sozó abiertamente ahora. Todas las emociones contenidas durante años fluyendo libremente. Edward la abrazó dejando que llorara en su hombro mientras las mujeres españolas observaban con sonrisas comprensivas. “¿Se quedarán?”, preguntó Edward a las visitantes. “Tenemos habitaciones de sobra.
pueden quedarse todo el tiempo que deseen. Las mujeres aceptaron agradecidas y esa noche Wickham Hall resonó con conversaciones en español, risas, historias de Andalucía que Catalina había creído que nunca volvería a escuchar.
Eduward, sentado en un rincón del salón, observaba a su esposa completamente en su elemento, hablando en su lengua materna, gesticulando con las manos, riendo con esa libertad completa que rara vez mostraba en inglés, y sintió que su corazón podría explotar de felicidad. Más tarde, cuando todos se habían retirado y ellos estaban solos en su habitación, Catalina se acurrucó contra él en la cama. “Gracias”, susurró.
“¿Por qué?” “Por darles la bienvenida. por no juzgar, por todo, por darme una vida donde puedo ser completamente yo misma, española e inglesa, curandera y condesa, todo al mismo tiempo. No tienes que agradecerme por eso dijo Edward besando su cabello que ahora olía a las hierbas que había estado procesando esa tarde.
Me diste mi vida de vuelta. Lo menos que puedo hacer es darte un hogar donde seas feliz. Soy más que feliz. Catalina se incorporó un poco para mirarlo a los ojos. Y hay algo más que necesito decirte. Una razón adicional por la que estoy especialmente feliz ahora. Algo en su tono hizo que Edward se pusiera alerta.
¿Qué vamos a tener un bebé? Lo dijo simplemente, directamente, sin preámbulos ni dramatismo, exactamente como ella era. Por un momento, Edward simplemente la miró procesando las palabras. Después, una sonrisa lenta y maravillada se extendió por su rostro. Un bebé. ¿Estás segura? Completamente segura. Tengo casi tr meses. Quería estar absolutamente segura.
Antes de decírtelo, Edward la tomó en sus brazos riendo y llorando al mismo tiempo. Un bebé. ¿Vamos a tener un bebé? ¿Estás feliz? Preguntó Catalina, aunque la respuesta era obvia en su rostro. Feliz no es una palabra suficiente. Edward la besó con ternura infinita. Hace 3 años estaba esperando morir en esta misma habitación.
Ahora estoy aquí contigo esperando traer nueva vida al mundo. Es es más de lo que alguna vez soñé posible. Nuestro hijo”, dijo Catalina colocando la mano de Edward sobre su vientre que apenas comenzaba a abultarse. Crecerá con lo mejor de ambos mundos. Tu nobleza y mi medicina herbal, tu Inglaterra y mi España será un puente entre culturas como nosotros.
Será amado agregó Edward incondicionalmente, sin importar qué camino elija en la vida. Sí. asintió Catalina. Eso sobre todo, los meses siguientes fueron de preparación y anticipación. Catalina continuó con su trabajo en la clínica hasta que su embarazo avanzado lo hizo impráctico. Entrenó a dos jóvenes del pueblo, muchachas inteligentes y dedicadas, para que pudieran continuar su trabajo cuando ella estuviera ocupada con el bebé.
Carmen y Rosa se quedaron en Wickham Hall, convirtiéndose en parte de la familia extendida. Ayudaban en el jardín de hierbas, compartían historias de España, preparaban comidas andaluzas que hacían llorar de nostalgia y felicidad a Catalina. En octubre de 1891, exactamente 4 años después de que Edward había regresado a Wickam Hall esperando morir, Catalina dio a luz a una niña saludable con los ojos grises de su padre y el cabello oscuro de su madre.
La llamaron Remedios Charlotte Whtmore, Remedios por la abuela de Catalina, Charlotte por la madre de Edward. Era un hombre que honraba ambas herencias, ambas historias de amor y pérdida que habían llevado a su existencia. El día del bautizo, con la pequeña Remedios en brazos de su padre, Catalina miró alrededor de la capilla de Wickham Hall.
Estaban todos allí, los sirvientes que se habían convertido en familia, los arrendatarios que ahora la respetaban, las mujeres del pueblo que había entrenado, María de Oporto con su propia familia creciente, Carmen y Rosa, el Dr. Thornton, quien había venido a rendir homenaje.
Y en las paredes, los retratos de los antepasados Whore miraban hacia abajo. Edward siempre había pensado que con desaprobación, pero ahora le parecía que quizás era con bendición. Su madre, si hubiera vivido para ver esto, habría amado a Catalina y a su nieta. Después de la ceremonia, de pie en el jardín floresciente de Wickham Hall, con su esposo a un lado, su hija en brazos y sus amigos alrededor.
Catalina finalmente sintió que había llegado completamente a casa. ¿Recuerdas? le dijo a Edward mientras observaban a la pequeña remedios dormir pacíficamente. “Cuando dijiste que querías vivir para algo que realmente importara, lo recuerdo”, respondió Eduward con su brazo alrededor de la cintura de ella.
“Mira, Catalina hizo un gesto que abarcaba todo. La mansión restaurada, el jardín floresciente, las personas reunidas en celebración, la hija en sus brazos. Esto importa, lo construimos juntos. Contra todas las probabilidades, contra todo lo que el mundo dijo que era imposible, lo construimos. Lo construimos, acordó Edward besando su 100 y seguiremos construyendo por el resto de nuestras vidas. Y eso fue exactamente lo que hicieron.
Años después, cuando los niños del pueblo preguntaban sobre la historia de Lady Catalina, la condesa española que había llegado a Yorkshire sin nada y había transformado Wickham Hall en un lugar de curación y esperanza. Los ancianos contaban la historia con reverencia.
Había una vez un conde que fue a su mansión ancestral a esperar la muerte, pero la muerte no llegó. En su lugar llegó una joven curandera del sur, con remedios antiguos y sabiduría heredada. no solo salvó su vida, salvó su alma. Y a cambio él le dio lo que ella nunca había tenido, un hogar, seguridad, amor. Juntos demostraron que el amor verdadero no conoce fronteras de clase, nacionalidad o idioma.
El amor verdadero simplemente cura y cada primavera, cuando el jardín de hierbas de Wickham Hall florecía con la banda púrpura y romero aromático, cuando el viento traía aromas mediterráneos a los páramos de Yorkshire, las personas recordaban que los milagros a veces llegan en formas inesperadas y que la curación más poderosa no viene en frascos de Boticarios londinenses, sino en manos de quienes realmente aman.
¿Te ha emocionado esta historia de amor, redención y segundas oportunidades? Esta es solo una de las muchas historias que comparto aquí, cada una diseñada para tocar tu corazón y transportarte a mundos donde el amor verdadero triunfa contra todas las adversidades. Si el conde moribundo te ha conmovido, te invito a suscribirte al canal para no perderte ninguna historia nueva.
Activar la campanita para recibir notificaciones de cada nuevo capítulo. Dar like si esta historia tocó tu corazón. Comentar qué fue lo que más te gustó. ¿Qué momentos te hicieron llorar o sonreír? ¿Y qué otros tipos de historias te gustaría escuchar? Compartir con alguien que necesite creer en el poder del amor verdadero? Nos vemos en la próxima historia. Yeah.
News
Tuvo 30 Segundos para Elegir Entre que su Hijo y un Niño Apache. Lo que Sucedió Unió a dos Razas…
tuvo 30 segundos para elegir entre que su propio hijo y un niño apache se ahogaran. Lo que sucedió después…
EL HACENDADO obligó a su hija ciega a dormir con los esclavos —gritos aún se escuchan en la hacienda
El sol del mediodía caía como plomo fundido sobre la hacienda San Jerónimo, una extensión interminable de campos de maguei…
Tú Necesitas un Hogar y Yo Necesito una Abuela para Mis Hijos”, Dijo el Ranchero Frente al Invierno
Una anciana sin hogar camina sola por un camino helado. Está a punto de rendirse cuando una carreta se detiene…
Niña de 9 Años Llora Pidiendo Ayuda Mientras Madrastra Grita — Su Padre CEO Se Aleja en Silencio
Tomás Herrera se despertó por el estridente sonido de su teléfono que rasgaba la oscuridad de la madrugada. El reloj…
Mientras incineraban a su esposa embarazada, un afligido esposo abrió el ataúd para un último adiós, solo para ver que el vientre de ella se movía de repente. El pánico estalló mientras gritaba pidiendo ayuda, deteniendo el proceso justo a tiempo. Minutos después, cuando llegaron los médicos y la policía, lo que descubrieron dentro de ese ataúd dejó a todos sin palabras…
Mientras incineraban a su esposa embarazada, el esposo abrió el ataúd para darle un último vistazo, y vio que el…
“El billonario pierde la memoria y pasa años viviendo como un hombre sencillo junto a una mujer pobre y su hija pequeña — hasta que el pasado regresa para pasarle factura.”
En aquella noche lluviosa, una carretera desierta atravesaba el interior del estado de Minas Gerais. El viento aullaba entre los…
End of content
No more pages to load






