El último invierno de Galina Stepanovna
Galina Stepanovna miraba por la ventana del coche, su rostro tenso, pero una sonrisa torcida jugaba en sus labios. Afuera, la ciudad parecía ajena a sus problemas: la nieve caía suavemente sobre los tejados, cubriendo de blanco los parques y las aceras, mientras los transeúntes apuraban el paso, encogidos bajo abrigos gruesos. Era un día frío, uno de esos inviernos rusos que parecían no tener fin. Pero dentro del coche, la atmósfera era aún más gélida.
Estaba en shock, pero también, de alguna manera, satisfecha. Después de todo, la nueva esposa de su hijo menor la había echado de la casa, algo que ni siquiera en sus peores pesadillas había imaginado. Galina Stepanovna, que durante toda su vida había controlado a sus hijos con mano de hierro, ahora se veía desplazada, marginada, como una extraña en su propia familia.
—Te imaginas, Antosh… ¡Ayer fui a ver a la nueva esposa de tu hermano y me echó del piso! ¡De su piso! ¡Resultó ser una mujer aún más grosera que tu Lida! ¡Estoy en shock! —le dijo a su hijo mayor, Anton, mientras él manejaba, sin hacerle mucho caso.
Anton, ya acostumbrado a los gritos y al caos que su madre siempre generaba, la miró con los ojos entrecerrados, sin ganas de involucrarse más en la tormenta emocional que era Galina Stepanovna.
—¿Y por qué te echó? —le preguntó, con una clara señal de cansancio en su voz.
Galina Stepanovna sonrió satisfecha, disfrutando de la polémica. Le encantaba provocar reacciones, sentir que aún tenía poder sobre los suyos.
—¡Y me gusta! —dijo, como si fuera un triunfo.
—¿Qué te gusta, mamá? —preguntó Anton, aún más confundido.
—¡Que ya no te opongas cuando llame grosera a tu inútil esposa! ¡Eso sí que es un progreso! —exclamó, sin inmutarse.
Anton se frotó la frente, sintiendo que el nivel de paciencia que tenía con su madre estaba llegando a un límite peligroso.
—¿Qué sentido tiene decirte algo? ¡Solo empeorar las cosas! ¡Gracias, pero no! ¡No quiero! —respondió, intentando mantener la calma mientras se centraba en la carretera.
Galina Stepanovna suspiró profundamente y se cruzó de brazos. Miró por la ventanilla, observando el paisaje urbano que pasaba rápidamente. Recordó los días en que sus hijos eran pequeños y ella era el centro de sus universos. Ahora, sentía que el mundo se le escapaba de las manos.
—¡Deberías haber aceptado hace tiempo que tu Lida es una auténtica serpiente y divorciarte de ella antes de que los niños empeoraran! ¡Pero no, la quieres! Y ahora la mantienes a ella y a otros dos mocosos que…
—¡Mamá! ¡Para! ¡Te dejo aquí mismo! —le dijo Anton, furioso, mientras su madre no paraba de hablar.
—¡Inténtalo! ¡Inténtalo! ¡Entonces podrás considerar que ya no tienes madre y que nunca la tuviste! ¿Entendido? ¡Igual que tu hermano! —ladró Galina Stepanovna, sin dejar de hablar.
Anton sintió cómo la furia le subía por la garganta, pero tomó aire y apretó los dientes.
—Sí, ya tengo esa sensación, ¡y cada vez es más persistente! Solo entiende que tengo mi propia familia, ¡soy feliz! ¡Quiero a Lida y a nuestros hijos! ¡A tus nietos, por cierto! Si no puedes hacer esto, ama a nuestra familia, ¡al menos no les tires barro, porque hasta mi paciencia angelical se rompe!
La mujer intentó decir algo más, pero, al ver el brusco giro que su hijo dio en la carretera, no pudo evitar un pequeño grito de sorpresa. El coche se desvió y ella mordió la lengua, sintiendo la furia de Anton y, al mismo tiempo, una extraña mezcla de triunfo y desesperación.
Condujeron en silencio durante unos diez minutos. Anton ya comenzaba a pensar que, tal vez, por fin su madre empezaba a comprender que amaba a su familia y que, al menos, debería alegrarse por él. Pero Galina Stepanovna tenía sus propios pensamientos. En su mente, la lucha por el control aún no había terminado.
Sabía que, antes de conocer a Lydia, su esposa, siempre había sido ella quien elegía las novias para Anton. Las hijas de sus amigas, esas que ella consideraba ideales, fueron las opciones que Galina Stepanovna aprobaba. Y cuando su hijo menor, Igor, decidió irse a vivir lejos para escapar de la influencia de su madre, ella no lo perdonó. Sin embargo, ahora, se encontraba con una nueva batalla, y esta vez no la había ganado.
El regreso de su madre a la vida de su hermano Igor había sido más conflictivo de lo que imaginaba. Galina Stepanovna se había presentado en la casa de Igor con toda la intención de ganarse su aprobación, pero las cosas no salieron como ella había esperado. La esposa de Igor, embarazada, la había echado de la casa con un grito, pidiendo que nunca volviera.
Y ahora, Anton, cansado de las constantes críticas y de las expectativas poco realistas de su madre, estaba más decidido que nunca a cortar los lazos con ella, al menos en cuanto a su familia se refería.
—¿Lo has entendido ahora? —dijo Anton mientras estacionaba el coche frente a la casa—. Lo que pasa en la vida de mi hermano no te incumbe. Y lo que pasa en la mía, tampoco.
Galina Stepanovna no dijo nada más. Bajó del coche en silencio, y aunque intentó decir algo, la mirada decidida de su hijo la calló.
Anton sabía que, por mucho que intentara, no podía cambiar a su madre. Pero estaba dispuesto a proteger a su familia de sus venenosas palabras, sin importar lo que ella pensara.
—
Los recuerdos de Galina
Esa noche, mientras cenaba sola en su pequeño apartamento, Galina Stepanovna no pudo evitar recordar su juventud. Había crecido en una familia donde la autoridad materna era incuestionable. Su propia madre, una mujer dura y exigente, había gobernado la casa con mano firme. Galina aprendió desde niña que el control era la clave para mantener el orden y la seguridad.
Cuando se casó, creyó que su vida sería igual: una familia unida, hijos obedientes, una casa donde ella mandaría. Pero la realidad fue muy distinta. Su esposo, un hombre tranquilo y sumiso, apenas intervenía en la educación de los hijos. Todo recaía sobre ella, y ese peso la hizo aún más rígida.
Sus hijos crecieron bajo su sombra. Anton, el mayor, siempre intentó complacerla, pero nunca fue suficiente. Igor, el menor, era más rebelde; desde pequeño mostró un espíritu independiente que a Galina le resultaba incomprensible y, en el fondo, aterrador.
Ahora, sentada sola, Galina se preguntaba en qué momento había perdido el control. ¿Había sido cuando Anton conoció a Lida? ¿O cuando Igor se mudó lejos y dejó de llamarla? La soledad la golpeaba como un viento frío. Pero su orgullo no le permitía mostrar debilidad.
—
La familia de Anton
Mientras tanto, en la casa de Anton, el ambiente era muy distinto. Lida, su esposa, preparaba la cena junto a sus hijos. La risa de los niños llenaba la cocina, y el olor a sopa caliente envolvía el hogar en una atmósfera acogedora.
Anton llegó cansado, pero al ver a su familia, una sonrisa sincera iluminó su rostro. Besó a Lida en la mejilla y abrazó a sus hijos. Por un momento, olvidó el episodio con su madre.
—¿Todo bien? —preguntó Lida, notando la tensión en su mirada.
—Sí, solo fue un día largo —respondió Anton, sin entrar en detalles.
Lida lo miró con comprensión. Sabía lo difícil que era para Anton lidiar con Galina Stepanovna. Pero también sabía que él era fuerte, y que juntos podían superar cualquier obstáculo.
—
El aislamiento de Galina
Los días pasaron, y Galina Stepanovna sintió cómo el mundo se hacía cada vez más pequeño. Sus amigas, con las que solía reunirse para tomar el té y compartir chismes, comenzaron a distanciarse. Algunas habían enfermado, otras se habían mudado, y las más jóvenes preferían pasar tiempo con sus nietos.
Galina intentó llenar el vacío con actividades: tejía, leía novelas antiguas, veía programas de televisión. Pero nada lograba disipar la sensación de fracaso que la acompañaba.
Un domingo, decidió llamar a Igor. Marcó el número con manos temblorosas, esperando que, quizás, su hijo menor le respondiera con cariño. Pero la voz fría de su nuera la detuvo en seco.
—Igor está ocupado. No quiere hablar contigo —dijo la mujer, antes de colgar.
Galina se quedó mirando el teléfono, sintiendo una mezcla de rabia y tristeza. ¿Cómo era posible que sus propios hijos la rechazaran? ¿Acaso no había dado todo por ellos?
—
Un intento de reconciliación
Desesperada, Galina decidió intentar un acercamiento con Anton. Preparó una tarta de manzana, su especialidad, y fue hasta la casa de su hijo. Tocó el timbre, esperando que la recibieran con los brazos abiertos.
Lida abrió la puerta, sorprendida.
—Buenas tardes, Galina Stepanovna —dijo con cortesía, pero sin calidez.
—He traído una tarta para los niños —dijo Galina, intentando sonar amable.
Lida dudó un momento, pero finalmente la dejó pasar. Los niños corrieron a saludar a su abuela, y por un instante, Galina sintió que todo volvía a ser como antes.
Pero la ilusión duró poco. Durante la cena, Galina no pudo evitar hacer comentarios sarcásticos sobre la decoración de la casa, la comida de Lida y la educación de los niños. Anton la miró con decepción, y Lida, visiblemente incómoda, intentó mantener la paz.
Al finalizar la velada, Anton acompañó a su madre hasta la puerta.
—Mamá, tienes que entender que aquí las cosas son diferentes. Si quieres ser parte de nuestra vida, tienes que respetar a mi familia —dijo con firmeza.
Galina asintió, pero en su interior, el resentimiento crecía.
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El invierno más largo
El invierno continuó, implacable. Galina Stepanovna enfermó de gripe y pasó varios días en cama, sin que nadie la visitara. Miraba por la ventana, observando cómo la nieve cubría el mundo exterior, y se preguntaba si alguna vez volvería a sentirse parte de algo.
Una tarde, recibió una carta de Igor. No era una carta de reconciliación, sino una nota breve informándole que había nacido su nieto, pero que no esperaban su visita. Galina lloró en silencio, sintiendo que su mundo se desmoronaba.
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La aceptación
Poco a poco, Galina comenzó a aceptar que no podía controlar la vida de sus hijos. Empezó a asistir a un grupo de apoyo para personas mayores, donde conoció a otras mujeres que también luchaban con la soledad y la pérdida de control. Allí, por primera vez, pudo hablar abiertamente de sus miedos y frustraciones.
Descubrió que no estaba sola, y que aún podía encontrar una nueva forma de relacionarse con su familia, basada en el respeto y el cariño, no en el control.
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Un nuevo comienzo
Con el tiempo, Galina fue capaz de pedir perdón a Anton y Lida. No fue fácil, y la reconciliación no llegó de inmediato, pero sus esfuerzos fueron sinceros. Aprendió a disfrutar de sus nietos sin criticar, a escuchar en lugar de imponer, a amar sin exigir.
El invierno llegó a su fin, y con la primavera, la familia volvió a reunirse. Galina Stepanovna, sentada en el parque junto a sus nietos, comprendió que la verdadera felicidad no estaba en el control, sino en el amor y la aceptación.
Por primera vez en mucho tiempo, sonrió de verdad.
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