
Era una tarde silenciosa y dorada, de esas en las que el sol parece detenerse un instante antes de esconderse detrás de las montañas. En el largo camino privado que conducía a la mansión de los Ortega, un automóvil negra avanzaba lentamente. Dentro, el señor Alejandro Ortega, uno de los empresarios más conocidos de la ciudad, regresaba antes de lo previsto de su viaje de negocios.
Nadie en casa sabía que el vuelo se había adelantado y que en pocas horas estaría cruzando nuevamente el umbral de su hogar. Mientras el coche se detenía frente a la entrada principal, Alejandro respiró profundo. Estaba cansado, sí, pero también curioso. Habían sido semanas intensas, reuniones, contratos, hoteles fríos.
Todo lo que quería era sentir el olor de su casa, ese aroma a madera y flores frescas que siempre lo hacía sentirse en paz. bajó del coche, tomó su maletín y observó por un momento la fachada de la mansión. Se veía igual que siempre, elegante, impecable, silenciosa, tal vez demasiado silenciosa. Empujó la pesada puerta de roble y esta se dio sin esfuerzo.
Ni siquiera estaba cerrada con llave. Alejandro frunció el ceño. “Qué raro”, murmuró en voz baja. Normalmente, Lucía, su empleada doméstica, era muy cuidadosa con la seguridad. Siempre se aseguraba de cerrar todo antes de salir a hacer las compras o antes de empezar a limpiar los pisos superiores.
El sonido de sus zapatos resonó en el mármol del vestíbulo. Cada paso parecía amplificarse en la quietud de la casa. Dejó el maletín sobre la mesa de entrada y miró alrededor. Las luces estaban apagadas, pero una suave claridad se filtraba desde el salón principal. En el aire flotaba un olor dulce, una mezcla de perfume barato y cera para muebles.
Alejandro sonríó con cierta melancolía. Cuántas veces había deseado poder quedarse en casa, lejos de los negocios y los compromisos. Pero el destino de los hombres exitosos pensaba era sacrificar la calma por el poder. De pronto, un sonido suave, casi imperceptible, lo hizo detenerse. Era una melodía, una canción que no lograba reconocer.
provenía del fondo de la casa, tal vez de salón. Caminó lentamente con pasos medidos, tratando de no hacer ruido. Cada vez que avanzaba, la música se hacía más clara, más rítmica. Había algo extraño en ella. No era la radio ni el televisor, era una voz humana. Se detuvo frente a la puerta entreabierta del salón. Desde dentro llegaban risas suaves, un golpeteo rítmico y el eco de alguien cantando.
Alejandro arqueó una ceja. ¿Quién estaría ahí? ¿Lucía hablando por teléfono? ¿O acaso había alguien más en su casa? Su corazón empezó a latir con fuerza, no por miedo, sino por sorpresa. Llevaba tanto tiempo fuera que no sabía si debía entrar o anunciarse primero. Finalmente apoyó la mano en la puerta y la empujó suavemente.
“Lucía”, dijo en voz baja. No obtuvo respuesta. Solo escuchó la voz femenina al otro lado cantando con una pasión inesperada. Y entonces, sin imaginar lo que estaba a punto de ver, dio un paso dentro de salón. Alejandro empujó lentamente la puerta de salón y la luz cálida del atardecer se derramó por la habitación. Lo primero que vio fue el reflejo del sol dorado sobre los muebles pulidos.
Todo parecía normal al principio. Los sofás perfectamente alineados, los cojines en su lugar, las cortinas abiertas de hand entraron a brisa suave que movía apenas las plantas de rincón. Pero entonces algo rompió completamente aquella calma elegante. En medio del salón, de pie sobre la alfombra blanca, estaba Lucía, su empleada doméstica.
Llevaba unos auriculares enormes y sostenía la escoba como si fuera un micrófono de concierto. Sus ojos estaban cerrados y su rostro iluminado por una emoción genuina. bailaba con libertad, moviendo la cadera y girando sobre sí misma, completamente ajena a la presencia de su jefe. Lucía cantando con pasión varias notas musicales.
Soy la reina del castillo y nadie me lo quitará. Mi voz es mi corona, mi escoba mi espada. Varias notas musicales. Alejandro se quedó completamente inmóvil. Sus labios se entreabrieron sin saber si reír, gritar o esconderse. La escena era tan absurda como encantadora. La mujer que siempre lo saludaba con un formal. Buenos días, señor.
Ahora estaba saltando, bailando y cantando en el centro del salón con una energía que parecía sacada de un programa de televisión. El millonario se llevó una mano al pecho, fingiendo que su corazón no iba a salirse del lugar. En su mente pasaron mis pensamientos. Estoy soñando. Lucía siempre fue así. Esto está pasando realmente.
Lucía siguió bailando, girando con gracia improvisada. En un momento levantó la escoba hacia el techo y gritó una nota larga, como si estuviera en el final de una gran presentación musical. La brisa movía su delantal y el sol del atardecer la envolvía en un brillo casi teatral. Alejandro susurrando para sí. Pero, ¿qué demonios estoy viendo? Mi escoba italiana convertida en micrófono de estrella pop.
La canción terminó y Lucía hizo una reverencia exagerada frente a un público imaginario. Luego levantó la cabeza. respirando hondo, satisfecha con su actuación. Fue entonces cuando lo vio, sus ojos se abrieron de par en par, el color desapareció de su rostro. Se quitó los auriculares tan rápido que casi los rompió. Lucía tartamudeando.
Señor, señor Alejandro, yo yo no sabía que usted ya había vuelto. El silencio se volvió tan espeso que se podía oír el tic tac del reloj sobre la chimenea. Alejandro la miraba sin decir una palabra, con una mezcla de sorpresa y contención. Luego su expresión cambió. Sus labios se curvaron lentamente en una sonrisa.
Alejandro intentando contener la risa. Bueno, ahora entiendo por qu los pisos siempre brillan tanto. Limpiar con ritmo debe ser tu secreto, ¿eh? Lucía bajó la mirada completamente avergonzada mientras jugaba nerviosa con el mango de la escoba. narrador. El millonario no podía creer lo que había presenciado. La mujer más seria y discreta de su casa tenía un alma de artista escondida entre trapos y detergente.
Alejandro respiró profundo y en ese instante supo que aquel regreso temprano iba a ser mucho más divertido de lo que había imaginado. Lucía seguía quieta como una estatua de sal. La escoba todavía en su mano temblaba ligeramente y sus mejillas ardían de vergüenza. podía sentir el peso de la mirada de su jefe sobre ella. Ese hombre siempre tan elegante y reservado, a que jamás había visto sonreír de esa manera.
El silencio entre ambos parecía eterno, interrumpido solo por el zumbido del ventilador en el techo. Finalmente fue Alejandro quien rompió el hielo, dio un paso hacia delante y levantó las cejas con una expresión divertida, casi paternal. Alejandro. Lucía, si hubiera sabido que tenía un artista en casa, habría comprado micrófonos de verdad, no escobas.
Lucía apretó los labios sin saber si debía reír o disculparse. Bajó la mirada buscando las palabras correctas. Lucía tímidamente. Señor, yo yo solo estaba limpiando con música. La casa se siente tan grande y vacía cuando usted no está. Y pensé que bueno, que nadie me vería. Alejandro soltó una suave carcajada. Fue un sonido sincero, casi liberador.
No recordaba la última vez que había reído así. Alejandro sonriendo. Y pensar que regresé antes solo porque el vuelo se adelantó. Si no fuera por eso, me habría perdido el mejor concierto privado del año. Lucía levantó la vista sorprendida. Sus ojos brillaban con una mezcla de alivio y confusión. Lucía no está enojado. Alejandro enojado. Claro que no.
Solo un poco impresionado. He visto muchas cosas en mis viajes de negocios, pero nunca imaginé ver a mi empleada cantando con más pasión que una estrella de televisión. Lucía soltó una risa nerviosa. Se cubrió el rostro con las manos intentando esconder su rubor. Lucía, prometo que no volverá a pasar. Alejandro bromeando.
Eso espero o tendré que empezar a cobrar entrada para tus ensayos. Ambos rieron. La tensión se desvaneció poco a poco, como si una puerta invisible se hubiera abierto entre ellos. Por primera vez en años, la mansión se sintió realmente viva, no solo llena de lujo y silencio, sino de algo mucho más humano, alegría. Alejandro caminó hacia la ventana, mirando el cielo que comenzaba a teñirse de tonos anaranjados.
Alejandro pensativo. ¿Sabes, Lucía, cuando uno tiene tanto dinero se olvida de las cosas simples, de reír, de cantar, de sentir que la vida es más que números y contratos? Lucía lo observó en silencio, sin atreverse a responder. Había algo distinto en su voz, una sinceridad que nunca antes había notado. Alejandro volteando hacia ella.
Así que si alguna vez te dan ganas de volver a cantar, hazlo. Solo avísame antes para no morir el susto otra vez. Lucía sonrió ampliamente, aliviada y agradecida. Lucía, trato hecho, señor, pero solo si usted promete no reírse demasiado. Alejandro riendo. No prometo nada, narrador. Y así, el millonario que regresó a casa antes de lo esperado y casi se desmaya al ver a su empleada bailando con una escoba, terminó comprendiendo algo que el dinero no podía comprar, la alegría espontánea de un corazón libre.
La cámara se aleja mostrando la mansión iluminada por el atardecer mientras una suave risa resuena en el aire.
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