Había una vez un niño llamado Kevin, de siete años, con una mirada vivaz, manos inquietas y una sonrisa pícara que lograba engañar a más de uno. Su madre, Leticia, era una mujer protectora hasta el exceso, que veía en su hijo no a un niño desobediente, sino a un “niño curioso”, “expresivo”, “con mucha energía”. Para ella, Kevin no era malo, solo incomprendido.
La realidad era otra.
Kevin se había convertido en un verdadero torbellino para el vecindario. Entre sus travesuras estaban: romper los retrovisores de los autos con un palo “porque parecían antenas”, patear a los perros del vecindario, gritar insultos desde el balcón a los vecinos, robar dulces de la tiendita y negar todo con una cara de inocencia que confundía. También era experto en esconder celulares, romper macetas, arrojar piedras a los techos y burlarse de los adultos con imitaciones groseras. Cuando alguien se atrevía a reclamar, Leticia salía como una fiera a defenderlo.
—¡No hables así de mi hijo! —decía—. ¡Es un niño! ¿No te da vergüenza?
Así pasó en más de una ocasión: Kevin hacía de las suyas y Leticia se lanzaba en su defensa, acusando al que se atreviera a llamarlo al orden.
Un día, Leticia decidió que sería buena idea viajar a la capital para visitar a una tía enferma. Compró los boletos de autobús y llevó consigo a Kevin. El viaje sería largo: casi seis horas en carretera.
Subieron al autobús a media mañana. Kevin, desde que pisó el pasillo, comenzó a correr, empujar maletas, y tocar los botones del tablero de conducción. El chofer tuvo que decirle varias veces que regresara a su asiento. Leticia solo reía.
—¡Ay, Kevin, deja al señor! ¡Vente para acá!
Se sentaron. A su lado, en la fila del otro lado del pasillo, iba un hombre de traje, con su laptop abierta y documentos importantes en su regazo. Su nombre era Roberto, ejecutivo de una empresa internacional. Iba concentrado, preparando la presentación que debía dar al día siguiente a un grupo de socios. Había mucho en juego.
Kevin lo observaba con interés. Le llamaban la atención los gráficos en la pantalla. Sin pedir permiso, se levantó y miró por encima del hombro de Roberto.
—¿Eso es un videojuego? —preguntó.
—No, niño, es trabajo. Por favor, siéntate —respondió Roberto, con una sonrisa tensa.
Kevin no lo hizo. Le tocó la pantalla con los dedos sucios de papas fritas. Leticia, sin levantar la vista del celular, dijo en voz baja:
—No moleste, mi amor, el señor está ocupado…
Pero Kevin ya estaba tocando los papeles, abriendo la bandeja plegable del asiento, estirando la mano para jalar la corbata de Roberto.
—¡Niño! —Roberto levantó la voz—. Por favor, basta. ¡Estoy trabajando!
Leticia volteó bruscamente.
—¿¡Cómo se atreve a hablarle así a un niño!? ¡Es solo un niño curioso! Si le molesta, cámbiese de asiento.
El resto del pasaje comenzó a murmurar. Una mujer mayor murmuró: “Qué falta de respeto…”, un señor de gorra gritó: “¡Ese niño ya me pateó tres veces el asiento!”. La tensión crecía.
Finalmente, cuando Kevin empujó sin querer la laptop de Roberto al suelo y esta se cerró de golpe, dañando unos archivos importantes, Roberto estalló:
—¡Señora, no es posible! ¡Controle a su hijo! ¡Esto es un lugar público!
Leticia se puso de pie, furiosa.
—¡Usted no tiene derecho a gritarle! ¡Mi hijo no ha hecho nada malo!
El chofer tuvo que intervenir. El viaje se volvió incómodo, tenso. Roberto no volvió a hablar. El resto del trayecto, los pasajeros murmuraban cosas sobre la falta de disciplina, sobre cómo algunos padres no sabían educar.
Días después, el esposo de Leticia, Arturo, un hombre trabajador y disciplinado, fue citado a una reunión especial en su empresa. Le habían dicho que vendría un representante importante desde la capital, y que había buenas probabilidades de un ascenso.
Arturo llegó con ilusión. Entró a la sala. Y ahí estaba Roberto.
El mismo hombre que había sufrido el viaje infernal en autobús. Lo reconoció al instante. Su mirada se volvió fría, profesional, y le extendió la mano sin sonrisa.
—Ah, así que usted es el ingeniero Arturo. Mucho gusto.
Arturo sintió un escalofrío. No tardó mucho en enterarse de que no obtendría el ascenso. Cuando regresó a casa, se lo dijo todo a Leticia. Pero esta vez, algo se quebró.
Por primera vez, Leticia no encontró justificación.
—¿De verdad fue tan grave? —preguntó, ahora con voz baja.
—Tú no lo viviste, Leti. Ese hombre… es mi jefe. Y tú permitiste que Kevin lo humillara.
Hubo un silencio largo en la sala. Kevin, que escuchaba desde la escalera, bajó sin reír. No entendía del todo lo que ocurría, pero sentía algo distinto. Su madre no lo defendía. Su padre lo miraba serio.
Días después, Leticia, sintiéndose culpable, buscó ayuda. Se inscribió en un programa comunitario de formación para padres, y Kevin fue inscrito en un taller para niños con problemas de conducta. Al principio fue difícil, pero poco a poco, madre e hijo comenzaron a cambiar. Leticia aprendió a poner límites, a entender que amar no es lo mismo que solapar. Kevin descubrió que podía canalizar su energía en cosas constructivas. Se hizo amigo de otros niños en el taller y encontró en el dibujo una forma de expresarse.
Meses después, Roberto regresó a Monterrey para una nueva ronda de supervisión. Arturo, con humildad, pidió una segunda oportunidad. Esta vez, con sinceridad, le contó todo: lo que su esposa había cambiado, el esfuerzo de su hijo, y cómo ambos estaban enfrentando sus errores.
Roberto lo miró largo rato. Luego asintió.
—Le daré una segunda oportunidad, ingeniero. Pero no a usted. A su familia. Espero que no la desaprovechen.
Ese día, Arturo volvió a casa con buenas noticias. Kevin lo abrazó. Leticia, con lágrimas en los ojos, entendió que criar no es solo proteger, sino enseñar a vivir en sociedad.
Y desde entonces, Kevin dejó de ser “el niño travieso”… para convertirse, poco a poco, en un niño responsable.
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