
Una joven con el corazón destrozado fue comprada por un rudo hombre de la montaña. Encerrada en su cabaña, lejos de todo lo que conocía, la orden de él resonó en el silencio. Quítate todo. Ella obedeció, pero lo que hizo después dejó al hombre más salvaje de la región sin aliento y cuestionando quién tenía realmente el poder.
Esa noche, el cazador se dio cuenta de que podría haberse convertido en la presa de una pasión que nunca imaginó. El miedo se mezcló con un deseo prohibido, cambiando sus destinos para siempre en la soledad de la naturaleza. Antes de empezar, dale like a este video, suscríbete al canal y comenta aquí abajo desde donde nos estás viendo. Que tu vida esté llena de bendiciones y ya te suscribiste al botón de aquí abajo que dice suscribirse.
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Durante tres días habían viajado, alejándose cada vez más de la civilización de las calles polvorientas de Ferwell, el último pueblo que habían dejado atrás y adentrándose en el corazón salvaje de las montañas negras. El hombre que la conducía, su comprador, su dueño, no había dicho más de 20 palabras desde que su padre, con los ojos llenos de una vergonzosa desesperación, la había entregado a cambio de un puñado de billetes que salvarían a su familia de la ruina total. Su nombre, según había oído en la tensa negociación, era Caleb Stone.
El nombre le sentaba bien. Parecía tallado en la misma piedra de las montañas que ahora llamaría hogar, con una mandíbula cuadrada, hombros anchos que llenaban su tosca camisa de franela y unas manos grandes y callosas que manejaban las riendas con una seguridad que a ella le pareció casi brutal.
Su silencio era un muro infranqueable. A veces sentía su mirada sobre ella. Unos ojos de un azul tan profundo y frío como el hielo de un lago en invierno y un escalofrío le recorría la espalda. Un escalofrío que no tenía nada que ver con el aire cada vez más fresco de la altitud. Ella miraba el paisaje, un tapiz interminable de pinos y abetos que se aferraban a las laderas escarpadas, un mundo de verde y gris tan vasto y solitario que le encogía el alma.
¿Cómo podía alguien vivir aquí tan lejos de todo y de todos? La idea la aterraba. Ella, que había crecido rodeada de los sonidos y olores de una panadería familiar, el calor del horno, las risas de sus hermanas menores y el murmullo constante de los vecinos. Ahora, el único sonido era el chirrido de las ruedas, el resoplido de los caballos y el viento que susurraba secretos oscuros entre los árboles.
Finalmente, cuando el sol comenzaba a teñir de naranja y púrpura las cimas de las montañas, la carreta se detuvo. Habían llegado. La cabaña era más grande de lo que había imaginado, construida con troncos robustos y oscuros, con una chimenea de piedra que prometía calor contra el frío mordaz de la noche.
Pero parecía una mota de polvo en la inmensidad del paisaje, un frágil refugio humano contra una naturaleza abrumadora y salvaje. Caleb saltó de la carreta con una agilidad que desmentía su corpulencia y sin mirarla comenzó a desenganchar a los caballos. Su eficiencia era silenciosa y metódica. No le ofreció ayuda para bajar.
No le dijo nada, simplemente actuó como si ella fuera otro bulto más que transportar. El ara, con las piernas entumecidas, bajó con torpeza, alisando su sencillo vestido de algodón, que ahora estaba arrugado y sucio por el viaje. Se quedó de pie, abrazándose a sí misma, sintiéndose pequeña e insignificante bajo la sombra de los árboles y la imponente presencia de aquel hombre.
Él la ignoró durante varios minutos, terminando su tarea con los animales, dándoles agua y llevándolos a un pequeño corral al lado de la cabaña. Solo entonces se giró hacia ella. Su rostro, en la luz del atardecer, era una máscara de impasibilidad curtido por el sol y el viento, con una barba corta que no lograba ocultar la dureza de sus facciones. Entra. Fue todo lo que dijo.
Su voz era grave y áspera, como el rose de la piedra contra la madera. Era una orden, no una invitación. El ara tragó saliva y obedeció, subiendo los dos escalones del porche y empujando la pesada puerta de madera. El interior era oscuro y olía a pino, a humo frío y a algo más, un aroma masculino y almisclado que identificó inmediatamente con él.
A medida que sus ojos se acostumbraban a la penumbra, distinguió un gran espacio abierto. Una enorme chimenea de piedra dominaba una pared con un par de sillas gastadas frente a ella. Había una mesa de madera maciza con dos bancos, una zona de cocina con ollas de hierro colgado de ganchos y en el extremo más alejado una cama grande cubierta con una colcha de retazos y varias pieles de animales.
Su corazón se detuvo por un instante al verla. Esa cama era la manifestación física de su contrato, de la razón por la que estaba allí. Caleb entró detrás de ella cerrando la puerta con un golpe sordo que pareció sellar su destino. Encendió un candil de aceite sobre la mesa y la llama parpade arrojó sombras danzantes sobre las paredes de troncos, haciendo que el espacio pareciera a la vez más íntimo y más amenazador.
Él se movió por la cabaña con la familiaridad de quien conoce cada crujido del suelo, avivando las brasas de la chimenea hasta que una llama alegre lamió la leña seca. inundando la habitación de calor y una luz dorada y acogedora. “Hay estofado en la olla.” “Come”, dijo de nuevo sin mirarla, mientras se servía una ración generosa en un cuenco de madera.
Se sentó en uno de los bancos de la mesa y empezó a comer en silencio. El arra no se había dado cuenta del hambre que tenía hasta que el aroma del estofado llegó a su nariz. Su estómago rugió en protesta. Con manos temblorosas, tomó un cuenco y una cuchara y se sirvió una pequeña porción. no se atrevió a sentarse frente a él, así que se quedó junto a la cocina comiendo de pie, sintiéndose como una sirvienta o una intrusa.
El estofado era delicioso, lleno de carne de venado y verduras, rico y sustancioso. Comió en silencio, observándolo de reojo. Él comía con la misma eficiencia con la que hacía todo lo demás, sin prisas, pero sin pausa. Cuando terminó, dejó el cuenco sobre la mesa, se reclinó y finalmente la miró.
Sus ojos azules la recorrieron de la cabeza a los pies, una mirada lenta y evaluadora que la hizo sentir como una yegua en una subasta. Se sintió desnuda bajo esa inspección, cada curva, cada centímetro de su cuerpo catalogado y juzgado. Podía sentir el calor subiendo a sus mejillas, una mezcla de vergüenza y una incipiente rabia.
Su padre la había vendido, pero eso no le daba a este hombre el derecho de mirarla como si fuera una posesión inanimada. Terminó de comer y dejó su cuenco en la zona de la cocina sin saber qué hacer. A continuación, el silencio se hizo más denso, cargado de expectación. El único sonido era el crepitar del fuego. Caleb se levantó.
Su altura la sobrepasaba y cuando se acercó a ella tuvo que levantar la cabeza para mirarlo a la cara. Su proximidad era abrumadora. Olía a aire libre, a sudor y a madera. la intimidaba, pero también había algo en él, una solidez, una fuerza primigéa que era a la vez aterradora y extrañamente fascinante.
No dijo nada, simplemente extendió la mano y con un solo dedo rozó una hebra de cabello que se había escapado de su trenza. El toque fue sorprendentemente suave, casi una caricia, pero quemó su piel como un tizón al rojo vivo. Ella contuvo la respiración con el corazón martillando contra sus costillas. Este era el momento que había temido desde que el trato se cerró. Él era su marido o algo parecido.
Y esa cama grande al fondo de la habitación esperaba. Retiró la mano y su expresión no cambió. Seguía siendo una máscara ilegible. Pero sus ojos, por un instante, parecieron oscurecerse. La frialdad del hielo reemplazada por el brillo de un carbón encendido. Luego su voz rompió el silencio, ronca y baja, tan directa y sin adornos como el hombre mismo. Quítate todo.
La orden colgó en el aire entre ellos, cruda y sin lugar a dudas. Un escalofrío recorrió la espalda de Elara, una mezcla helada de miedo, resignación y algo más, algo que no se atrevía a nombrar, una chispa de desafío. Miró sus ojos y vio la expectativa allí, la fría certeza de que ella obedecería, que era su derecho. Su cuerpo se tensó.
Podía llorar, podía suplicar, podía doblegarse como una hoja rota ante el viento. Eso era lo que él esperaba. Eso era lo que cualquier mujer en su posición haría. Pero mientras sus manos con un ligero temblor subían a los botones de su vestido, una idea se formó en su mente. Una idea audaz, peligrosa, nacida de la desesperación y de un orgullo que se negaba a morir.
No podía controlar su destino, pero quizá, solo quizá podría controlar este momento. Lentamente desabrochó el primer botón. Sus dedos se movieron con una deliberación que no sentía. Mantuvo su mirada fija en la de él, un desafío silencioso en sus ojos marrones. Caleb no se movió, sus brazos cruzados sobre su pecho observándola.
Vio la sorpresa parpadear en sus ojos azules cuando ella no apartó la vista, cuando sus movimientos no fueron los de una víctima asustada, sino los de alguien que de alguna manera estaba tomando el control de su propia rendición. El segundo botón se dio y el tercero. El aire en la cabaña crepitaba denso con una tensión que era casi palpable. Esto ya no era solo una orden y una obediencia.
Se estaba convirtiendo en un duelo silencioso, una danza de poder y voluntad. Y El ara, en el corazón de esa montaña salvaje, en la cabaña de un hombre que la había comprado, acababa de descubrir un arma que no sabía que poseía. su propio fuego, una audacia secreta que había esperado al hombre más salvaje para despertar y estaba a punto de desatarla.
Caleb Stone, el hombre de la montaña, no tenía ni idea de lo que estaba a punto de suceder. Esperaba su misión. Lo que iba a obtener era una tormenta. El ara continuó desabrochando su vestido botón por botón con una lentitud exasperante. No apartó la mirada de los ojos de Caleb ni por un segundo. Cada movimiento de sus dedos era preciso, intencionado.
El tejido del vestido se abrió lentamente, revelando la sencilla chemice blanca que llevaba debajo. Él no se movía. Era una estatua de granito, pero ella notó el tic en su mandíbula. La forma en que sus fosas nasales se ensanchaban ligeramente, como un animal que capta un nuevo aroma en el aire. Cuando el vestido estuvo completamente desabrochado, se encogió de hombros, dejando que la tela se deslizara por sus brazos y cayera al suelo en un charco a sus pies.
Se quedó allí en su delgada chemice, la suave luz del fuego perfilando sus generosas curvas, su largo cabello castaño cayendo en cascada sobre sus hombros. La orden había sido cumplida en parte. Él había dicho todo. Ella contuvo la respiración esperando su próxima reacción. Él esperaba que ella continuara, que se despojara de la última prenda con la misma obediencia.
Pero el ara no se movió. Simplemente lo miró levantando ligeramente la barbilla con una mezcla de vulnerabilidad y desafío en su postura. ¿Acaso tiene prisa, señr Stone?, preguntó ella, y su propia voz la sorprendió. Salió más firme y clara de lo que esperaba, apenas un susurro en la quietud de la cabaña, pero cargada de una insolencia que lo golpeó como una bofetada.
Los ojos de Caleb se entrecerraron. La sorpresa fue reemplazada por una irritación apenas velada. Dio un paso hacia ella, reduciendo la distancia entre ellos. Ahora estaba tan cerca que podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo. No me provoques, muchacha, gruñó su voz un murmullo amenazador.
¿Sabes por qué estás aquí? No hagas esto más difícil de lo necesario. El ara sintió un nudo de miedo en el estómago ante su cercanía y su tono, pero se obligó a mantenerse firme. Ya había ido demasiado lejos para retroceder. Yo no soy una yegua que ha comprado en el mercado, señor Stone”, replicó ella, su voz temblando ligeramente, pero sin flaquear. Soy una mujer.
Mi padre hizo un trato en mi nombre por desesperación y yo lo he honrado viniendo hasta aquí. Trabajaré en su casa, cocinaré su comida, cuidaré de esta cabaña como si fuera mía. Cumpliré mi parte del trato. Pero el respeto, el respeto no se compra, se gana. Caleb se quedó inmóvil. La miró fijamente, como si la viera por primera vez. Debajo de la apariencia de una muchacha sencilla y asustada había una voluntad de acero.
Había comprado un cuerpo, pero se encontró con un alma indomable. La tensión entre ellos era tan espesa que se podría cortar con un cuchillo. Él podía tomarla por la fuerza, doblegar su cuerpo a su voluntad. Era más grande, más fuerte. La idea cruzó su mente, una oleada de frustración y deseo primitivo, pero al mirar sus ojos vio algo más que desafío.
Vio miedo, sí, pero también vio una dignidad inquebrantable. Forzarla sería romperla y por alguna razón que no entendía, la idea le repugnó. Quería a la mujer que tenía delante, a la que lo desafiaba con los ojos brillantes, no a una muñeca rota. Él soltó una bocanada de aire, una mezcla de exasperación y admiración. “Vaya carácter”, murmuró, “masí mismo que para ella.
” Dio un paso atrás, creando de nuevo una distancia segura entre ellos. Pasó una mano por su cabello oscuro y alborotado, un gesto de frustración. Muy bien, Elara”, dijo usando su nombre por primera vez, y el sonido en su voz grave le provocó un escalofrío. “¿Has dejado claro tu punto por esta noche?”, señaló con la cabeza las pieles apiladas cerca del fuego. “Dormirás ahí.
Mañana empieza el trabajo al amanecer y te advierto. Espero que trabajes tan duro como hablas.” Se giró sin decir más y se dirigió a la gran cama, quitándose las botas y la camisa en el proceso. La luz del fuego danzaba sobre la piel bronceada de su espalda y sus hombros, músculos definidos por años de trabajo duro. Se metió en la cama y se tapó con las pieles dándole la espalda.
El ara se quedó de pie en medio de la habitación, temblando. El frío ahora no era por miedo, sino por el aire de la noche. Se sentía a la vez victoriosa y terriblemente sola. Había ganado la batalla de esa noche, pero la guerra apenas comenzaba. Rápidamente recogió su vestido del suelo y se acercó a la chimenea. Se acomodó en el montón de pieles que eran sorprendentemente suaves y cálidas.
se acurrucó atrayendo una gruesa piel de oso sobre ella, pero no pudo relajarse. Escuchaba la respiración profunda y regular de Caleb desde la cama, el sonido constante del fuego. Cada crujido de la cabaña la hacía sobresaltar. Había desafiado al hombre de la montaña en su propia guarida.
Y aunque esta noche había retrocedido, el ara sabía que esto era solo una tregua. No podía dormir. Las imágenes del día se repetían en su mente, la cara triste de su padre, el viaje interminable, la imponente presencia de Calebi, sobre todo la tensión de los últimos minutos. ¿Había hecho lo correcto o simplemente había pospuesto lo inevitable y enfurecido a un hombre que ahora tenía un poder absoluto sobre su vida? La noche era larga y fría.
Desde la cama, Caleb tampoco dormía. Estaba tumbado de espaldas, con los ojos abiertos en la oscuridad, escuchando el sonido de la respiración de el ara mezclado con el crepitar del fuego. Su mente era un torbellino. Cuando hizo el trato con el viejo panadero, lo vio como una solución práctica.
Llevaba años viviendo solo en esa montaña desde que desde que Isabelle lo había dejado. La soledad se había convertido en un compañero constante, una bestia que a veces en las noches más largas amenazaba con devorarlo. Necesitaba ayuda en el rancho, alguien que mantuviera la casa, alguien que llenara el abrumador silencio. Y sí, necesitaba el calor de un cuerpo en su cama. Necesitaba a una mujer.
Había esperado una chica dócil, quizá asustada, alguien que estaría tan agradecida por un techo y comida que haría lo que se le pidiera sin rechistar. Pero el ara, el ara era diferente. El fuego en sus ojos, la forma en que lo había desafiado, había despertado algo en el que llevaba mucho tiempo dormido. No era solo lujuria, era una especie de intriga, un interés que iba más allá de lo físico. Su desafío, en lugar de enojarlo, lo había hecho sentir vivo.
por primera vez en años no se sentía completamente adormecido por la rutina y el aislamiento. Ella era una chispa en su mundo gris. Se giró lentamente, con cuidado de no hacer ruido, y la observó. A la luz parpade del fuego, podía ver la curva de su cadera bajo la piel de oso, la forma en que su pecho subía y bajaba con cada respiración.
Era hermosa, más de lo que había admitido al principio. Tenía una belleza saludable y fuerte. No, la belleza delicada y frágil de Isabelle. Era una mujer hecha para esta tierra, aunque aún no lo supiera. Una oleada de posesividad lo recorrió. Era suya. El contrato lo decía, pero su desafío le había hecho entender que poseer su cuerpo no significaba poseerla a ella.
Y la idea de ganarse su respeto, de ver ese fuego en sus ojos dirigido hacia él, no con desafío, sino con pasión, se plantó en su mente como una semilla. Sería un desafío. Y Caleb Stone nunca había rehuído un desafío. Cerró los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, un atisbo de sonrisa se dibujó en sus labios en la oscuridad. El mañana sería interesante.
El amanecer llegó con una luz pálida y fría que se filtró por la única ventana de la cabaña. El ara se despertó agarrotada y dolorida. El fuego se había reducido a unas brasas humeantes. Se levantó en silencio y al mirar hacia la cama vio que estaba vacía. Un pánico momentáneo la invadió antes de escuchar ruidos afuera. se asomó por la ventana y lo vio.
Estaba cortando leña, el hacha subiendo y bajando en un arco rítmico y poderoso, cada golpe partiendo un tronco con una precisión brutal. Llevaba solo sus pantalones, el torso desnudo a pesar del frío de la mañana y el vapor salía de su cuerpo con cada exhalación. Los músculos de su espalda se contraían con el esfuerzo. Era un espectáculo de pura fuerza masculina. El ara apartó la vista sintiendo un rubor en sus mejillas.
se vistió rápidamente, avivó el fuego y puso a calentar una cafetera con los restos de agua de un cubo. Cuando Caleb entró, el aroma del café llenaba la cabaña. No se miraron directamente. El ambiente estaba cargado de la tensión no resuelta de la noche anterior. “El desayuno lo prepararás tú a partir de mañana”, dijo él dirigiéndose a un lababo en una esquina para echarse agua fría en la cara y el pecho.
Afuera están las gallinas. Quiero huevos y hay una vaca que ordeñar en el establo. ¿Sabes cómo hacerlo? Crecí en una granja antes de que mi padre se mudara al pueblo para abrir la panadería”, respondió ella en voz baja. Se ordeñar una vaca. Bien, fue su única respuesta. Desayunaron en un silencio denso. Después él le mostró la pequeña propiedad.
El corral con media docena de gallinas, el establo con la vaca lechera y los dos caballos de tiro, un pequeño huerto que necesitaba ser preparado para la siembra de primavera y un ahumadero para la carne. Su explicación fue breve y directa, sus expectativas claras.
Ella era responsable de la casa, el huerto, las gallinas y la vaca. Él se encargaría de la casa, la tala y el trabajo pesado. Era un acuerdo práctico, desprovisto de cualquier emoción. Pero mientras le mostraba cómo asegurar la puerta del gallinero para mantener alejados a los zorros, sus manos se rozaron. Fue un contacto fugaz, la piel áspera de él contra la suavidad de la de ella, pero una corriente eléctrica recorrió a el ara.
Levantó la vista y sus ojos se encontraron. Por un instante, el mundo pareció detenerse. Vio algo en la profundidad de sus ojos azules, una pregunta, una chispa de calor que no estaba allí antes. Él apartó la mano como si se hubiera quemado y se aclaró la garganta con la cara vuelta, una máscara de indiferencia una vez más. Los depredadores son un problema aquí”, dijo bruscamente.
“No dejes nada abierto.” Los días se convirtieron en una rutina de trabajo duro y silencios compartidos. El ara se sumergió en sus tareas con una determinación feroz. Aprendió los ritmos de la granja, el calor del flanco de la vaca por la mañana, la satisfacción de recoger huevos todavía calientes, el dolor en su espalda después de horas de labrar la tierra del huerto.
Era un trabajo agotador, muy diferente a amasar pan en la cálida panadería de su padre, pero había una honestidad en ello que la consolaba. Se sentía útil, fuerte. Por la noche caía rendida sobre su lecho de pieles junto al fuego, demasiado cansada para pensar en su situación. Caleb trabajaba desde el amanecer hasta el anochecer, una fuerza incansable de la naturaleza.
Rara vez hablaban de algo que no fuera el trabajo. Sin embargo, el ara comenzó a notar pequeñas cosas. A veces, al volver del bosque, le traía un puñado de vallas silvestres. Una tarde encontró un banco toscamente tallado que él había hecho para que ella se sentara mientras cosía junto al fuego. Y siempre, siempre se aseguraba de que la pila de leña junto a la puerta estuviera llena para que ella nunca pasara frío.
Eran gestos silenciosos, el lenguaje de un hombre que no sabía cómo usar las palabras. Una tarde, mientras remendaba una de las camisas de Caleb, la aguja se le resbaló y se pinchó un dedo. Soltó un pequeño grito de dolor. Él, que estaba limpiando su rifle al otro lado de la habitación, levantó la vista al instante.
“¿Qué pasa?”, preguntó, su voz sonando más alarmada de lo que ella esperaba. “No es nada, solo me he pinchado”, respondió ella llevándose el dedo a la boca. Él se levantó y se acercó a ella en dos ancadas. Antes de que pudiera protestar, tomó su mano. Sus dedos grandes y callosos fueron sorprendentemente gentiles al inspeccionar la pequeña herida.
“Hay que limpiarlo aquí. Las heridas se infectilmente”, dijo. Fue a un estante y regresó con una botella de licor fuerte y un trapo limpio. Le desinfectó la herida y aunque el alcohol escosió, el toque de sus manos sobre la suya era cálido y firme. Cuando terminó, no la soltó de inmediato.
Su pulgar acarició suavemente el dorso de su mano, un gesto que pareció sorprenderlo tanto como a ella. Se miraron a los ojos y el silencio en la cabaña de repente se llenó de preguntas sin respuesta. “Deberías tener más cuidado”, dijo él en voz baja. “Tus manos no están acostumbradas a este tipo de trabajo.” “Se acostumbrarán”, respondió ella con la voz entrecortada.
Él soltó su mano de mala gana y volvió a su rifle, pero el hechizo del momento se quedó flotando entre ellos. Esa nocheara se dio cuenta de que su miedo a él se estaba transformando en algo mucho más complicado, algo que se parecía peligrosamente a la fascinación. Ya no lo veía solo como el bruto que la había comprado, sino como un hombre solitario, un hombre de contradicciones, duro como la roca por fuera, pero con atispos de una inesperada gentileza. Las semanas pasaron y la primavera comenzó a pintar de verde las montañas.
Los días se hicieron más largos y cálidos. Un sábado, Caleb regresó de su viaje mensual al pueblo de Ferwell para conseguir provisiones. Descargó los sacos de harina y sal, pero luego, con un aire casi tímido, sacó un pequeño paquete envuelto en papel de estrasa. Se lo tendió a ella sin decir una palabra. Con curiosidad, el ara lo abrió.
Dentro había una cinta de seda azul del color del cielo en un día despejado. Era la cosa más bonita y delicada que había visto en meses. Levantó la vista hacia él con los ojos llenos de sorpresa y una pregunta. Caleb se encogió de hombros evitando su mirada. “Vi que tu vieja cinta estaba gastada”, murmuró dándose la vuelta para ocuparse de los caballos, claramente incómodo con el momento.
Elara se quedó con la cinta en las manos. El corazón latiéndole con fuerza. Era solo una cinta, un pequeño trozo de seda, pero para ella significaba mucho más. Era un regalo, era un reconocimiento, era el primer signo de que él podría verla como algo más que una trabajadora o una posesión. Esa noche se peinó el cabello con esmero y se ató la trenza con la cinta azul.
Cuando se sentó a cenar, sintió la mirada de Caleb sobre ella, una mirada más cálida de lo habitual. Esa noche el silencio entre ellos no fue tenso, sino cómodo, casi íntimo. Después de la cena, mientras recogía los platos, se dio la vuelta y se encontró con el de pie justo detrás de ella, bloqueando su camino. El corazón de Elara dio un vuelco.
Él extendió la mano y rozó la cinta azul de su cabello. Te queda bien, dijo. Su voz era un susurro ronco. Sus dedos descendieron trazando la línea de su mandíbula. su pulgar acariciando la piel suave de su mejilla. El ara cerró los ojos, incapaz de resistirse a su toque. Se inclinó hacia él, su cuerpo anhelando una conexión, un calor que iba más allá del fuego de la chimenea.
“Elara”, susurró él, su aliento cálido en su rostro. Se inclinó, su boca a centímetros de la de ella. Era el momento que ambos habían estado evitando y anhelando, el momento en que los muros que habían construido a su alrededor finalmente se derrumbarían. Pero justo cuando sus labios estaban a punto de encontrarse, un sonido los hizo sobresaltar.
Un ladrido frenético y agresivo de un perro, seguido de un grito áspero de un hombre en la distancia. Caleb se enderezó al instante. Su cuerpo se tensó como un resorte. La ternura de su rostro fue reemplazada por una máscara de alerta y dureza. Se apartó de ella y fue hacia la puerta, tomando el rifle que siempre descansaba junto a ella.
¿Quién es?, susurró el, el corazón martillando por una razón muy diferente. Ahora problemas, gruñó Caleb. Quédate dentro y no hagas ruido. Y pase lo que pase, no salgas. abrió la puerta con cautela y se deslizó hacia la oscuridad del porche. El ara corrió hacia la ventana, el corazón en un puño.
A la luz de la luna pudo distinguir a tres jinetes detenidos al borde del claro donde estaba la cabaña. Uno de ellos era un hombre corpulento y de aspecto desagradable al que reconoció haber visto en el pueblo. Silas Croft, un ranchero conocido por su codicia y su mal genio, un hombre con el que, según los rumores, Ceb tenía una larga disputa por los derechos del agua de un arroyo que cruzaba ambas propiedades.
“Sta”, gritó Croft, su voz era un estruendo borracho en la noche silenciosa. “Sé que estás ahí. He venido a hacerte una última oferta por este montón de rocas inútil.” “Ya te di mi respuesta, Croft.” La voz de Caleb sonó tranquila, pero mortal desde la sombra del porche. Esta tierra no está en venta. Ahora largo de mi propiedad. Tu propiedad.
Se burló Croft. Luego su mirada se desvió hacia la ventana de la cabaña, donde la luz del interior perfilaba la silueta de Elara. Una sonrisa maliciosa se extendió por su rostro. Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí? Oí que te habías comprado una compañera. Stone, veo que los rumores son ciertos.
¿Cansado de calentarte las manos en el fuego? Sus hombres rieron. Una risa cruel que le heló la sangre a Elara. No te atrevas a hablar de ella, Croft, advirtió Caleb. Y por primera vez, Elara oyó un filo de rabia asesina en su voz. Croft ignoró la advertencia, sus ojos fijos en la ventana.
Veo que tienes algo más que buena tierra que proteger ahora, Stone”, dijo su voz destilando veneno. Una cosa muy frágil. Una pena sería que algo le pasara, ¿no crees? A veces las cosas frágiles se rompen cuando los hombres duros no quieren entrar en razón. La amenaza era inconfundible. El ara sintió un terror helado apoderarse de ella.
Este hombre no solo quería la tierra de Caleb, la estaba usando a ella como palanca, como un arma contra él. Caleb salió de las sombras, su rifle sostenido con una calma letal. Se paró en el centro del porche una figura imponente contra la luz de la cabaña. Si te acercas a ella o a esta casa, te juro por Dios, Croft, que el próximo terreno que posea será de 2 met bajo tierra. Esta es tu última advertencia. ¡Lárgate!” Por un momento, nadie se movió.
La noche contuvo la respiración. Luego Croft escupió en el suelo y tiró de las riendas de su caballo. “Esto no ha terminado, Stone”, gruñó. “Disfruta de tu mujercita. Veremos cuánto te dura la felicidad.” Se dio la vuelta con sus hombres y se perdió en la oscuridad, dejando un silencio ominoso a su paso.
Caleb permaneció inmóvil durante mucho tiempo, vigilando la oscuridad. Luego, lentamente volvió a entrar en la cabaña y cerró la puerta echando el cerrojo. Se volvió hacia el ara y en sus ojos vio una furia helada y algo más preocupación. Un miedo que no era por él, sino por ella. El momento de intimidad que casi habían compartido se había hecho añicos, reemplazado por la dura y fría realidad de los peligros que los rodeaban.
El frágil mundo que habían comenzado a construir juntos acababa de ser amenazado y el ara se dio cuenta de que la cabaña, que una vez le pareció una prisión, se había convertido en el único lugar seguro del mundo. Y el hombre que antes tenía era ahora su único protector.
La rabia que Caleb sintió era un veneno helado que le recorría las venas, una furia protectora que nunca antes había experimentado. La amenaza de Cro había sido solo contra él, sino contra ella, contra elara. La había convertido en un peón en su juego sucio y eso era imperdonable. Cuando volvió a la cabaña y echó el cerrojo, el sonido pareció retumbar en el silencio, un eco de la barrera que ahora se levantaba entre su frágil paz y el mundo exterior.
El ara lo miraba desde el otro lado de la habitación, sus grandes ojos marrones llenos de un miedo que le retorció las entrañas. La ternura que había sentido momentos antes, esa necesidad de besarla, de probar sus labios, se había transformado en un instinto primario de proteger, de ocultarla del mal que acechaba fuera. “No volverán esta noche”, dijo su voz más áspera de lo que pretendía. Croft es un cobarde.
Le gusta amenazar desde la distancia, pero es demasiado listo para arriesgarse a un tiroteo directo cuando está en desventaja. Se acercó al fuego y añadió más leña, como si el acto de alimentar las llamas pudiera de alguna manera mantener a raya la oscuridad y el peligro.
Elara no dijo nada, se abrazó a sí misma, un gesto que denotaba su vulnerabilidad. La cinta azul en su cabello era un toque de color y suavidad en la rústica cabaña, un recordatorio del momento íntimo que había sido brutalmente interrumpido. La visión de esa cinta, un regalo suyo, ahora la marcaba como suya a los ojos de hombres como Croft y eso lo llenó de un oscuro sentimiento de culpa.
La había puesto en peligro al traerla aquí, al permitir que su propia existencia se hiciera conocida. “¿Por qué te odia tanto?”, preguntó ella finalmente. Su voz era un susurro. Por un arroyo. Parece una razón muy pequeña para tanta maldad. Caleb suspiró. El sonido era áspero y cansado. Se pasó una mano por la cara, sintiendo el cansancio de años de esta disputa sin sentido.
“Nunca se trató solo del arroyo”, admitió sentándose en una de las sillas frente al fuego. El rifle todavía en su regazo. Ese fue solo el principio. Nuestra disputa es vieja, heredada. Mi abuelo le ganó esta tierra al suyo en una partida de cartas, o eso dice la leyenda de los Croft. Ellos nunca lo aceptaron. Creen que esta montaña les pertenece por derecho.
Silas ha hecho de recuperarla la misión de su vida. Es una obsesión que lo carcome. La miró, sus ojos azules reflejando las llamas. Yo nací aquí, el ara. Esta tierra está en mi sangre. Cada árbol, cada piedra, es lo único que tengo, lo único que siempre he tenido y no dejaré que un matón borracho me lo quite.
La intensidad de su voz, la pasión con la que hablaba de su hogar, conmovió a Elara. Por primera vez comprendió la profunda conexión que él tenía con este lugar salvaje. No era solo un pedazo de tierra, era su identidad, su legado. “No lo hará”, dijo ella con una convicción que la sorprendió a sí misma. “No se lo permitiremos.” Él la miró sorprendido por su uso del nosotros.
Por un instante, el duro hombre de la montaña desapareció y vio a un hombre solitario que llevaba demasiado tiempo luchando solo. Ella se acercó y con vacilación se arrodilló a su lado junto a la silla. Puso una mano sobre su brazo, sobre el duro músculo cubierto de Franela. No estás solo en esto, Caleb. Su nombre en sus labios era suave, una caricia.
Él bajó la mirada a su mano, luego la subió a su rostro. La calidez del fuego iluminaba sus rasgos suavizando las duras líneas. Extendió su mano libre y acarició su mejilla, su pulgar trazando el contorno de sus labios. La aspereza de su piel contra la suya era extrañamente reconfortante. “Eres demasiado buena para este lugar, Elara.
Demasiado buena para mí”, susurró su voz cargada de una emoción cruda que nunca antes le había mostrado. “Debía haberte dejado en el pueblo. Estarías a salvo.” “Mi lugar está aquí ahora”, respondió ella, su propia voz temblando. Por el contrato o por otra cosa, estoy aquí. El aire entre ellos volvió a cargarse de electricidad. La amenaza exterior solo había servido para avivar las brasas de la atracción que ardían entre ellos.
Él se inclinó, esta vez sin vacilación y la besó. No fue un beso tierno, fue un beso desesperado, hambriento, lleno de la frustración y el miedo de la noche. Un beso que decía todo lo que sus palabras no podían. era posesivo, reclamándola como suya, y al mismo tiempo había una vulnerabilidad en él, una necesidad que la desarmó. El ara respondió con la misma intensidad.
Sus manos subieron a su cuello, sus dedos enredaron en su cabello oscuro. Era una colisión de dos almas solitarias que encontraban refugio la una en la otra. El rifle cayó al suelo con un ruido sordo, olvidado. Las manos de Caleb se movieron hacia su cintura, atrayéndola hacia él, levantándola del suelo para sentarla en su regazo sin romper el beso.
Su cuerpo se amoldó al de él, suave contra duro, cálido contra el calor que emanaba de él. El mundo exterior, Silas Croft, el peligro, todo desapareció reducido al espacio sagrado entre sus labios. Cuando finalmente se separaron para respirar, sus frentes quedaron unidas. Los ojos de Caleb estaban oscuros por el deseo, la frialdad del hielo derretida por completo, dejando al descubierto un volcán de pasión. “¿Sabes lo que me haces, mujer?”, murmuró contra sus labios.
“Me vuelves loco cuando ese bastardo te miró, quise matarlo con mis propias manos. He vivido solo tanto tiempo que había olvidado lo que era sentir algo por alguien. Y ahora tú, tú has incendiado mi mundo. Siento lo mismo confesó ella con el corazón desbocado. Te tenía miedo, Caleb. Pero ahora, ahora tengo más miedo de lo que sentiría si no estuviera contigo.
Entonces, no te irás a ninguna parte, dijo él. Su voz era una promesa grave y posesiva. La besó de nuevo, más lentamente esta vez, explorando su boca con una ternura que la hizo derretirse. Sus manos recorrían su espalda, sus caderas, aprendiendo la forma de su cuerpo. Elara se sintió consumida por él, por su fuerza, por el deseo que ardía en sus ojos.
Esa noche no durmió en las pieles junto al fuego. Caleb la llevó en brazos a la cama y bajo las pesadas pieles en la calidez de su hogar sellaron su pacto no con palabras sino con sus cuerpos. Se amaron con la desesperación de quienes han encontrado un oasis en medio del desierto, con la ternura de dos almas que finalmente han encontrado su hogar en los brazos del otro.
Para elara no fue la rendición que había tenido la primera noche. Fue un descubrimiento. El descubrimiento de que el hombre al que había sido vendida era capaz de una pasión y una ternura que nunca había soñado y que su propio cuerpo podía responder con un fuego que igualaba al de él.
Cuando el amanecer se coló por la ventana, los encontró dormidos, abrazados. Por primera vez que había llegado, ela se sintió completamente a salvo. El mundo exterior seguía siendo peligroso, pero dentro de los brazos de Caleb, dentro de las paredes de esa cabaña, había encontrado su santuario. La nueva dinámica entre ellos era palpable. La tensión silenciosa fue reemplazada por una intimidad que se manifestaba en pequeños gestos.
Una mano que se rozaba mientras trabajaban, una mirada compartida al otro lado de la mesa, la forma en que el ahora le apartaba un mechón de pelo de la cara. Sin embargo, la amenaza de Croft seguía flotando sobre ellos como una nube de tormenta. Caleb se volvió más vigilante. Nunca la dejaba sola fuera de la cabaña por mucho tiempo.
Empezó a enseñarle a usar un pequeño rifle que guardaba, uno más ligero que el suyo. No me gusta, le dijo mientras le mostraba cómo cargar y apuntar sus manos cubriéndolas de ella para guiarla. No me gusta que tengas que saber esto, pero menos me gustaría que no supieras defenderte si yo no estoy. Elara aprendió rápidamente. Su determinación era feroz.
Disparó al objetivo que Caleb había puesto en un árbol hasta que sus hombros le dolieron. Odiaba el ruido y el retroceso del arma, pero odiaba más la idea de ser una víctima indefensa. Unos días después, Caleb fue a revisar sus trampas en lo alto de la montaña y regresó con el rostro sombrío. “Croft ha estado aquí”, dijo tirando una de sus trampas rotas y destrozadas al suelo. “Ha destrozado todas mis líneas del norte y ha envenenado el arroyo.
Encontré dos ciervos muertos río abajo.” El ara sintió un nudo de hielo en el estómago. Crov estaba amenazando, estaba atacando su sustento, intentando matarlos de hambre y sed, expulsarlos de su propia tierra. ¿Qué vamos a hacer?, preguntó ella. Por ahora, usaremos el agua del pozo viejo detrás del establo.
Es más trabajo, pero es seguro, dijo él. Y en cuanto a Croft, tendré que bajar al pueblo. Hablar con el serif. Ya es suficiente. Dos días después se prepararon para el viaje. Caleb enganchó los caballos a la carreta y cargó varias pieles para vender.
Era la primera vez que elara volvería a Ferwell desde que se había ido. La idea de ver a su familia la llenaba de una mezcla de alegría y ansiedad. ¿Qué les diría? ¿Cómo explicaría su nueva vida? No te preocupes”, dijo Caleb como si le hubiera leído la mente. “Puedes pasar un rato con tu familia. Les diré que eres feliz y que te estoy tratando bien. Es la verdad.” Su consideración la conmovió, tomó su mano y la apretó.
El viaje al pueblo se sintió muy diferente al de ida. Esta vez iba sentada junto a Caleb, no como una prisionera, sino como su compañera. Se sentía como si hubieran pasado años, no solo meses, desde la última vez que había hecho ese camino. Al llegar a Ferwell, la ciudad polvorienta y familiar, se sintieron como extraños.
Caleb detuvo la carreta primero en la oficina del Serif. El Serit Bean era un hombre corpulento y de rostro enrojecido, con ojos pequeños y astutos que parecían evitar mirar a Caleb directamente. “Lo siento Stone”, dijo Vean después de escuchar el relato de Caleb sobre las trampas destrozadas y el agua envenenada, mientras pulía una evilla de cinturón con excesiva concentración.
“Eso suena muy mal. Sí, pero no tengo pruebas de que fuera Croft. Es tu palabra contra la suya. No puedo ir arrestando a un hombre como Silas Croft, un pilar de esta comunidad basándome en suposiciones. Un pilar de la comunidad, espetó Caleb. Su voz era un gruñido bajo.
¿Desde cuándo amenazar a la gente y envenenar el agua es un servicio comunitario? Cálmate, Stone, dijo el sherif levantando una mano. No puedo hacer nada sin pruebas. Tráeme una prueba y hablaré con él. Era obvio que el serif no iba a ayudar. O era un cobarde o estaba en el bolsillo de Croft. Caleb salió de la oficina furioso, seguido por el ara. No nos servirá de nada, dijo entre dientes.
Estamos solos en esto. No del todo dijo el ara suavemente. Vamos a ver a mi familia. La panadería olía a hogar, a levadura y azúcar, un aroma que le trajo lágrimas a los ojos. Su padre, que parecía haber envejecido 10 años en unos pocos meses, se quedó sin aliento al verla. Sus hermanas menores corrieron a abrazarla gritando su nombre.
Hubo lágrimas y abrazos, un torbellino de emociones. Su familia los invitó a quedarse a comer. Al principio la conversación fue tensa. Su padre miraba a Caleb con una mezcla de miedo y culpa. Pero a medida que pasaba el tiempo, la calma y el respeto con que Caleb trataba a Elara, la forma en que sus ojos la seguían, la manera en que se inclinaba para escuchar lo que ella decía, comenzaron a aliviar la tensión.
El ara, para tranquilizarlos, habló de la belleza de las montañas, de la vaca y las gallinas, de la casa que estaba haciendo suya. No mencionó a Croft, no quería preocuparlos. Mientras Elara estaba ocupada con sus hermanas, su padre Yon se acercó a Caleb en el porche. “La veo feliz”, dijo John, su voz llena de asombro. “Me carcomía la culpa, señor Stone.
Pensar que la había vendido a una vida de miseria. Ella es la dueña de su propia felicidad, Ion”, respondió Caleb, mirando a Elara a través de la ventana. “Yo solo intento ser digno de ella y es Caleb. Llámeme Caleb. Cuando se preparaban para irse, una de las hermanitas de Elara, Lily, le dio un abrazo de despedida. Te ves diferente, Elara, le susurró al oído. Tienes un brillo en los ojos.
Tenía razón. El ara se sentía diferente, más fuerte, más segura. De vuelta en la carreta, mientras se alejaban del pueblo, Elara apoyó la cabeza en el hombro de Caleb. Gracias por esto”, dijo en voz baja. Él rodeó sus hombros con el brazo, acercándola más. “Hacen falta más que un serif cobarde y un vecino codicioso para doblegarnos, Elara”.
Pero la visita al pueblo no pasó desapercibida. Cro tenía ojos y oídos en todas partes. Ver a Caleb y Elara juntos, presentándose como una pareja, lo enfureció. Para él era otra bofetada, otra cosa suya que Caleb había robado. La escalada fue rápida y brutal. Una noche se despertaron con el olor a humo. Corrieron afuera para encontrar el establo en llamas.
Caleb, con un frenecí desesperado, logró sacar a los caballos y a la vaca justo a tiempo, pero la estructura de madera se derrumbó en una lluvia de chispas y cenizas. perdieron todo el eno para el invierno. Fue un golpe devastador. Mientras estaban de pie, impotentes, viendo el fuego consumir su duro trabajo, Caleb rodeó a Elara con el brazo, protegiéndola del calor y de la vista.
Pero ella vio su rostro a la luz de las llamas, una máscara de furia y una desesperación tan profunda que le rompió el corazón. Esto era la guerra y Croft acababa de declarar que no habría tregua. Esa noche, por primera vez, el ara vio una grieta en la fortaleza de Caleb. Se sentaron frente a las ruinas humeantes de su establo, la luna brillando sobre el desastre.
¿Qué sentido tiene seguir reconstruyendo si él puede venir y quemarlo todo de nuevo?, dijo Caleb, su voz vacía de la fuerza habitual. Tal vez tiene razón. Tal vez este lugar está maldito. Elara le tomó la cara entre las manos, obligándolo a mirarla. No, no te atrevas a decir eso le dijo con una ferocidad que lo sorprendió. Esto es solo madera y lleno.
Nosotros estamos a salvo. Estamos juntos. Eso es lo que importa. Él quiere quebrarte el espíritu, Caleb. Si te rindes, él gana. Esta tierra no está Es nuestro hogar y lucharemos por él. Él la miró viendo la fuerza indomable ardiendo en sus ojos. Ella no era una víctima asustada que él tenía que proteger. Era una guerrera a su lado.
Se dio cuenta en ese momento de que lo que sentía por ella iba más allá del deseo y la protección. Era amor. Un amor tan profundo y sólido como las propias montañas. Te amo, Elara”, susurró las palabras saliendo con una honestidad cruda. A Elara se le llenaron los ojos de lágrimas. “Yo te amo a ti, Caleb Stone.
” Se aferraron el uno al otro en medio de las ruinas, un pacto silencioso de que enfrentarían juntos lo que viniera. Ya no se trataba de su tierra, se trataba de su vida juntos y eso era algo por lo que valía la pena luchar hasta el final. A la mañana siguiente, la desesperación había sido reemplazada por una determinación helada.
Decidieron que no podían esperar a que Croft hiciera su próximo movimiento. Tenían que actuar. ¿Qué podemos hacer? El Seriff no nos ayudará, dijo Elara mientras limpiaban lo que podían de los escombros. El serif no respondió Caleb, sus ojos brillando con una idea. Pero conozco a alguien que odia a Croft tanto como nosotros y que no le tiene miedo. Cael vive más adentro en las montañas.
Es un viejo amigo de mi padre, un trampero. Conoce cada secreto de este lugar. Dejando a Elara a cargo de la cabaña, con el rifle y la orden estricta de disparar a cualquier cosa que se acercara sin anunciarse, Caleb se internó en el bosque. Regresó al atardecer acompañado de un hombre mayor de piel curtida y ojos tan agudos que parecían ver a través de las personas.
Cael era un hombre de pocas palabras, pero su presencia emanaba una calma y una sabiduría tranquilizadoras. Después de inspeccionar los restos del establo y escuchar la historia, Cael asintió lentamente. “Silas Croft siempre fue veneno”, dijo con su voz grave, “pero ahora se ha vuelto descuidado. Quemar un establo es un acto de un hombre desesperado. Está mostrando su mano.
” Durante la cena elaboraron un plan. Cael les dijo que había oído rumores de que Croft no solo criaba ganado. Al parecer estaba usando una vieja mina abandonada en el extremo más alejado de su propiedad para algo ilícito, algo que lo había hecho rico rápidamente.
Si podemos averiguar qué está haciendo y conseguir pruebas, ni siquiera el Serit Bean podrá ignorarlo, concluyó Caleb, la esperanza volviendo a su voz por primera vez desde el incendio. El plan era peligroso. Av y Cael irían a investigar la mina por la noche, mientras que el Ara se quedaría en la cabaña, actuando como si todo estuviera normal para no levantar sospechas. El ara se negó. No me quedaré aquí esperando insistió.
He aprendido a disparar. Sé moverme en silencio. Soy parte de esto. Iré con ustedes. Caleb estuvo a punto de discutir. El instinto de protegerla era abrumador, pero Cae lo interrumpió. La muchacha tiene fuego y tiene razón, dijo el viejo trampero. Tres pares de ojos ven más que dos. Además la subestimarán. Eso puede ser nuestra mayor ventaja.
Así, bajo el manto de una noche sin una, los tres se movieron como sombras a través del bosque en dirección al territorio de Croft. La tensión era asfixiante. Cada rama que se rompía bajo sus pies sonaba como un disparo. Cuando llegaron al perímetro de la propiedad de Croft, se movieron con aún más cautela.
Vieron luces cerca de la entrada de la vieja mina, tal como Cael había dicho. Se escondieron entre las rocas, observando lo que vieron les celó la sangre. Croft y sus hombres no estaban extrayendo oro. Estaban marcando ganado robado con el hierro de Croft, animales que claramente pertenecían a otros ranchos de la región. Era una operación de cuatrerismo a gran escala.
tenían su prueba, pero justo cuando se preparaban para retirarse, la mala suerte golpeó. El ara, al moverse hacia atrás, pisó una piedra suelta que rodó por la ladera, haciendo un ruido que alertó a los hombres de abajo. “¿Y quién anda ahí?”, gritó uno de ellos levantando un farol. En un instante, el caos se desató. Los hombres de Croft empezaron a disparar hacia la oscuridad.
Caleb y Cael respondieron al fuego proporcionando una cobertura. Elara, corre! Gritó Caleb, pero era demasiado tarde. Dos de los hombres de Croft se habían movido por los flancos y la atraparon antes de que pudiera escapar. La arrastraron hacia la luz, poniéndole un cuchillo en la garganta. Alto el fuego, Stone! Gritó Silas Croft saliendo de la mina con una sonrisa triunfante y cruel. O tu bonita mujercita pagará las consecuencias.
Parece que después de todo sí voy a tener algo tuyo. Caleb se congeló. Vio a Elara, su rostro pálido de terror, pero sus ojos desafiantes en las garras de su peor enemigo. La había arrastrado a esto. Su peor pesadilla se había hecho realidad. Croft lo tenía justo donde quería.
La furia y el terror luchaban dentro de Caleb, una tormenta que amenazaba con consumirlo. Miró a Croft y en la mirada del otro hombre vio el triunfo del mal. El precio de su tierra, de su orgullo, ahora era la vida de la mujer que amaba. “Suéltala, Croft”, dijo Caleb. Su voz era un gruñido bajo y peligroso que resonó en la noche silenciosa. Salió de detrás de las rocas con las manos en alto para mostrar que no era una amenaza inmediata.
Aunque su rifle seguía colgado de su hombro, Cael permaneció oculto, una sombra entre las sombras, esperando el momento adecuado. “Ah, ahora sí quieres hablar, ¿verdad, Stone?”, se burló Croft, deleitándose con su victoria. El hombre que sostenía a Elara apretó más el cuchillo contra su garganta y ella dejó escapar un pequeño gemido. La vista de su miedo fue como un puñal en el corazón de Caleb. “Tú ganas, Croft.
La tierra es tuya, todo. Solo déjala ir. Ella no tiene nada que ver con esto. Oh, claro que tiene que ver, Siseo Croft. Ella es la razón por la que te has vuelto tan audaz últimamente. Antes eras solo un ermitaño gruñón. Ahora te crees un rey en tu pequeña montaña con tu reina.
Pero aquí no hay reyes, Stone, solo hombres que toman lo que quieren. Y ahora mismo yo lo quiero todo. El ganado robado no te será de mucha utilidad cuando el resto de los rancheros se enteren. Intervino Caleb intentando ganar tiempo, buscando desesperadamente una salida. La mención del ganado hizo que la sonrisa de Crov vacilara. Miró a sus hombres, luego a Caleb.
Pequeños detalles. Una vez que tú estés fuera del camino, nadie se atreverá a cuestionarme. Me llevaré a la chica. Servirá como compensación por todos los problemas que me has causado. La sugerencia monstruosa hizo que la sangre de Caleb irviera. No, no iba a permitirlo. Preferiría morir. Miró a Elara y en ese instante sus miradas se encontraron.
le transmitió todo con una sola mirada. Confía en mí. Lucha. El ara, que había estado temblando de miedo, encontró una nueva fuerza en la mirada de Caleb. Recordó sus lecciones con el rifle, la sensación del gatillo bajo su dedo. Recordó su promesa de luchar por su hogar y este hombre era su hogar.
Con un movimiento repentino y desesperado, hundió su codo con todas sus fuerzas en el estómago del hombre que la sostenía. El hombre soltó un gruñido de sorpresa y dolor, aflojando su agarre por una fracción de segundo. Fue suficiente. El ara se agachó y se apartó de un tirón cayendo al suelo.
Ese fue el momento que Caleb estaba esperando. En un movimiento fluido, levantó su rifle y disparó. La bala no iba dirigida a Croft, sino al farol que colgaba de un poste, sumiendo toda la escena en una oscuridad casi total, rota solo por el débil resplandor de las brasas del fuego de la marca. El caos se apoderó de nuevo. Croft y sus hombres dispararon a ciegas.
Desde la ladera, el rifle de Cael respondió preciso y mortal, creando confusión. El ara hacia mí, gritó Caleb en la oscuridad. Ella se arrastró por el suelo polvoriento, el corazón latiéndole en la garganta. Vio la silueta de Caleb moverse, no huyendo, sino avanzando hacia la refriega. Él estaba creando una distracción para que ella pudiera escapar. no iba a dejarlo solo.
Mientras los hombres de Croft se concentraban en las siluetas de Caleb y el fuego de Cael, el Ara vio uno de sus rifles tirado en el suelo, caído por uno de los hombres que Caleb había herido. Se arrastró hasta él. Era pesado y olía a pólvora, pero lo reconoció. Con manos temblorosas, se puso cubierto detrás de unos barriles, levantó el arma y apuntó hacia donde había visto a Crof por última vez.
En ese momento, Croft, frustrado y furioso, encendió una cerilla para tratar de volver a encender un farol. Por un instante, su rostro cruel quedó iluminado. Fue el único objetivo claro en la oscuridad. Elan no lo pensó, apretó el gatillo. El retroceso la golpeó en el hombro, pero el disparo dio en el blanco, no en Croft, sino en el farol que tenía en la mano, haciéndolo estallar en llamas y rociando a Croft con aceite ardiendo.
Silas Croft soltó un grito de dolor y agonía, dejando caer todo y tratando de apagar las llamas de su brazo y su chaqueta. La distracción fue total. Sus hombres, al ver a su líder incapacitado, vacilaron. “Ahora Caleb”, gritó Cael desde la colina.
Caleb aprovechó la oportunidad, se abalanzó sobre los hombres restantes con la ferocidad de un oso acorralado, usando su rifle como un garrote, incapacitándolos antes de que pudieran recuperarse. Cuando el polvo se asentó, los únicos que quedaban en pie eran Caleb y Cael. El ara se levantó temblando con el rifle todavía en sus manos. Caleb corrió hacia ella, la tomó en sus brazos y la abrazó con tanta fuerza que casi no podía respirar.
“Estás bien, ¿estás bien?”, repetía como un mantre, su rostro enterrado en el cabello de ella. “Lo logramos”, susurró ella contra su pecho, el olor a sudor, pólvora y él la inundó. Un aroma que significaba seguridad. Ataron a Croft y a sus hombres. Cael fue a buscar al Seri diciéndole que si no venía ahora con una docena de hombres, iría a buscar al mariscal federal el mismo.
Con un montón de ganado robado como prueba y un jefe de cuatreros herido y capturado, el serfan no tuvo más remedio que actuar. La larga noche terminó con el amanecer. Mientras veían al serif y a sus hombres llevarse a Croft y su banda, Caleb y Elara se quedaron de pie, uno al lado del otro, cubiertos de polvo y agotados, pero juntos. La pesadilla había terminado. Se giraron y, sin decir una palabra, empezaron el largo camino de vuelta a casa, su casa.
Al llegar a la cabaña, la luz del sol de la mañana bañaba las ruinas de su establo, pero ya no parecía un símbolo de derrota. Parecía un lienzo en blanco, una oportunidad para reconstruir. Caleb tomó la mano de Elara. “Gracias”, dijo, su voz ronca por la emoción. “Salvaste mi vida esta noche.” “Nos salvamos mutuamente”, corrigió ella. “Así es como funciona.
” Él le sonrió, una sonrisa genuina y llena de amor que iluminó todo su rostro. la llevó adentro y la cuidó, limpiando sus rasguños, asegurándose de que estaba ilesa. La ternura en sus gestos era abrumadora. La guerra había terminado y ahora, por fin, podían empezar a vivir en paz. Los meses que siguieron fueron de curación y reconstrucción.
Con la ayuda de Cael y ahora con la ayuda inesperada de algunos de los rancheros vecinos que estaban agradecidos por haber detenido a Croft, construyeron un nuevo establo, más grande y más fuerte que el anterior. La comunidad, que una vez los había visto con recelo, ahora los respetaba. Caleb, el ermitaño de la montaña y su esposa, la chica comprada que había resultado ser una leona.
El invierno llegó cubriendo las montañas negras con un manto de nieve blanca y silenciosa. Pero dentro de la cabaña el fuego ardía cálido y brillante. La soledad y el silencio habían sido reemplazados por risas y conversaciones. Elara y Caleb habían construido algo más que un establo. Habían construido una vida.
Una mañana, mientras miraban por la ventana el paisaje nevado, Elara se apoyó en Caleb, poniendo su mano sobre su vientre. Caleb la miró con una pregunta en los ojos. Ella sonrió, una sonrisa radiante y llena de alegría, y guió la mano de él hasta su vientre. “Creo que vamos a necesitar construir una habitación más”, dijo suavemente. Caleb se quedó inmóvil por un momento, procesando sus palabras.
Luego la alegría pura estalló en su rostro. La levantó en brazos dándole vueltas mientras sus risas llenaban la cabaña. El hombre que pensó que estaba destinado a una vida de soledad y amargura iba a ser padre. La mujer que había sido vendida para saldar una deuda había encontrado un amor más rico que cualquier fortuna. El ciclo de la vida continuaba en las montañas.
una promesa de un nuevo comienzo, de una nueva familia forjada en el fuego de la adversidad y unida por un amor tan fuerte e indomable como la tierra que llamaban hogar. A medida que avanzaba el embarazo de Elara, una nueva paz se asentó sobre ellos. Caleb la trataba con una ternura casi reverente.
Se aseguraba de que comiera bien, que no trabajara demasiado, a menudo tomando sus tareas más pesadas sin que ella se lo pidiera. Elara, a su vez, disfrutaba de esta nueva etapa, viendo como el hombre rudo y silencioso se transformaba en un futuro padre expectante y cariñoso. Una tarde, mientras cosía ropa de bebé diminuta sentada junto al fuego, Caleb entró con un objeto de madera en las manos.
Había pasado las últimas semanas trabajando en secreto en el viejo cobertizo de herramientas. “Es para el bebé”, dijo casi tímidamente. Le mostró una cuna tallada a mano con la madera de un pino de la montaña. Era robusta y sencilla, pero en los postes había tallado con esmero pequeños animales del bosque, un ciervo, un oso, un conejo. Era una obra de amor. A Elara se le llenaron los ojos de lágrimas.
Es es perfecta. Caleb. Quería que tuviera algo hecho de esta tierra, dijo él, algo que le diera la bienvenida a casa. Cuando llegó la primavera y la nieve comenzó a derretirse, llenando los arroyos con el murmullo del agua nueva, el ara dio a luz a un niño sano y fuerte. Lo llamaron Samuel en honor al padre de Caleb.
Era un bebé de cabello oscuro como el de su padre y ojos marrones y curiosos como los de su madre. La cabaña, que una vez había sido un refugio silencioso para un hombre solitario, ahora rebosaba de vida. Los llantos del bebé, las canciones de Kuna de Elara, la risa grave de Caleb mientras sostenía a su hijo. Los años pasaron felices y plenos.
A Samuel le siguió una niña dos años después, a la que llamaron Lily por la hermana de Elara. La pequeña era la viva imagen de su madre, pero con los ojos azules y penetrantes de su padre y una voluntad tan testaruda como la de ambos. El rancho prosperó. Caleb y elara trabajaron codo con codo, ampliando el huerto, añadiendo más ganado.
Se convirtieron en parte de la montaña sus vidas entrelazadas con los ritmos de las estaciones. De vez en cuando bajaban a Ferwell para visitar a la familia de Elara, los niños llenando la panadería de alegría y alboroto. El padre de Elara, nunca dejaba de mirar a su hija, a su yerno y a sus nietos con una maravilla llena de lágrimas, agradecido por el destino que había convertido su acto desesperado en una bendición inimaginable.
Una tarde de verano, mientras el sol se ponía pintando el cielo de tonos anaranjados y rosados, Caleb y Elara estaban sentados en el porche de la cabaña, observando a sus dos hijos jugar en el claro. Samuel, ya con 8 años le enseñaba a su hermana pequeña cómo identificar las huellas de un zorro. Elara apoyó la cabeza en el hombro de Caleb y él la rodeó con su brazo, un gesto tan familiar y natural como respirar.
A veces todavía no me creo que todo esto sea real”, susurró ella. “Que de algo que empezó tan mal pudieran hacer tanta felicidad.” Caleb la besó en la 100. Empezó el día que entraste por esa puerta, Elara. Tú fuiste la que trajo la luz aquí. Yo solo era una sombra esperando a que alguien encendiera la llama.
Se quedaron en silencio escuchando las risas de sus hijos y el susurro del viento entre los pinos. El viaje había sido duro, lleno de miedo, peligro y desesperación, pero cada prueba los había hecho más fuertes. Cada desafío había solidificado su amor. Habían luchado por su hogar y lo habían conseguido. Habían luchado el uno por el otro y habían encontrado su alma gemela.
La noche estaba cayendo y las primeras estrellas comenzaron a titilar en el cielo índigo. Calet se levantó y encendió el farol del porche, su luz dorada creando un círculo cálido y seguro alrededor de su familia. “Vamos, niños, es hora de entrar”, llamó Samuel. Y Lily corrieron hacia ellos, sus pequeños rostros iluminados por la alegría.
La familia entró en la cabaña, un santuario de amor y calidez en el corazón de las montañas salvajes. Silas Croft lo perdió todo por una obsesión, por un orgullo ciego, creyendo que la tierra y el poder podían darle la felicidad que nunca supo construir. Pero cuando vio el amor inquebrantable entre Caleb y Elara, la fuerza que encontraron juntos, el destino le enseñó la lección más dura de su vida.
La historia de Caleb y el Ara es un recordatorio poderoso de que el verdadero valor de un hogar no está en la tierra ni en las posesiones, sino en el amor incondicional y el coraje para construir una vida juntos. A veces las segundas oportunidades no son para recuperar lo que perdimos, sino para convertirnos a través de la lucha y el amor en la persona que siempre debimos ser.
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