Parte 1
Eran las cinco y media de la tarde cuando Don Ernesto llegó a la casa de su hija. El sol comenzaba a ocultarse tras los edificios, tiñendo el cielo de un naranja suave que se filtraba por las ventanas del departamento de Mariana. No era la primera vez que la visitaba sin avisar. De hecho, desde que enviudó, se había acostumbrado a aparecer en la puerta de su hija con cualquier excusa: una bolsa de pan recién horneado, un paquete de galletas o simplemente el deseo de escuchar voces que no fueran las suyas.
La puerta se abrió tras un par de toques suaves. Mariana, su única hija, estaba sentada frente a la laptop, con el teléfono pegado a la oreja y la mirada perdida entre hojas de cálculo y correos electrónicos.
—Hola, papá… pasa —dijo, apenas levantando la vista—. Estoy cerrando un informe.
Don Ernesto asintió con una sonrisa cansada. Dejó la bolsa de pan y el paquete de galletas sobre la mesa de la cocina, junto a una taza que aún conservaba los restos de café de la mañana. Se sentó en el sillón del salón y esperó en silencio, como tantas otras veces. Los minutos pasaban lentos, marcados por el sonido constante de las teclas y el murmullo de voces lejanas que llegaban a través del teléfono.
Miró alrededor buscando algo que le distrajera de la sensación de estar de más. Sobre un mueble, vio varias fotos de Santiago, su nieto, con la sonrisa grande y el pelo despeinado. Algunas mostraban al niño en la playa, otras en el parque, y las más nuevas eran de hacía más de un año. Don Ernesto se preguntó cuándo había sido la última vez que había visto a Santiago fuera de la pantalla de un teléfono.
El silencio se hizo más pesado. Finalmente, cuando Mariana bajó un momento la mirada y dejó el teléfono sobre la mesa, Don Ernesto aprovechó para preguntar:
—¿Y el niño?
—En su cuarto, haciendo tarea —contestó Mariana sin dejar de mirar la pantalla.
Don Ernesto suspiró. Había algo en la voz de su hija que le dolía. Recordaba cuando Mariana era pequeña y corría a recibirlo cada vez que volvía del trabajo, cuando todo era más simple y el tiempo parecía infinito. Ahora, la vida de Mariana giraba en torno a reuniones, plazos y responsabilidades que nunca parecían terminar.
—Hija… yo sé que trabajas por él. Pero tu hijo no necesita solo cosas —dijo, con voz suave pero firme.
Mariana levantó la vista, confundida, como si no entendiera lo que su padre intentaba decirle.
—También necesita verte. Escucharte. Sentir que estás ahí… ahora, no después. Porque el trabajo siempre va a estar ahí, pero él… crece mientras no lo miras.
Mariana guardó silencio. Las palabras de su padre resonaron en la habitación, llenando los espacios vacíos entre el ruido de las teclas y el zumbido de la computadora. Don Ernesto se puso de pie y tomó la bolsa de pan, dispuesto a marcharse.
—Bueno, no te molesto más —dijo, con una media sonrisa—. Solo quería verte.
Cuando abrió la puerta para irse, Mariana lo miró y sintió un nudo en el estómago. Había algo en la forma en que su padre se despedía que le hizo recordar los domingos de su infancia, cuando toda la familia se reunía a cenar y reír sin preocuparse por el reloj.
En ese instante, escuchó que Santiago reía solo en su cuarto. El sonido de la risa de su hijo la golpeó con fuerza. Se dio cuenta de que hacía semanas que no se sentaba a reír con él, que no compartía con su padre más que saludos apresurados y despedidas silenciosas.
No solo estaba perdiendo tiempo con su hijo… también con su papá.
—Papá… —lo llamó antes de que saliera— ¿No quisieras quedarte a cenar?
Don Ernesto se detuvo en seco, sorprendido y feliz. Sonrió con esa ternura que solo los abuelos conocen.
—Claro que sí, hija. Me encantaría.
Esa noche comieron los tres juntos. El pan que él había traído estaba tibio… y la risa de la familia también. Por primera vez en mucho tiempo, Mariana apagó la computadora, dejó el teléfono a un lado y se permitió disfrutar de la presencia de los dos hombres más importantes de su vida.
“El tiempo que no das hoy, mañana ya no existe. No dejes que lo urgente te robe lo irremplazable.”
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