—¿CON ESA ROPA ROTA VIENES AL FUNERAL DE TU MADRE?‼️
Esa fue la primera frase que mi hermana Isabel me escupió en cuanto puse un pie en la casa que me vio nacer. No hubo un “lo siento”, ni un “qué bueno que llegaste”, ni siquiera un abrazo. Solo veneno. Llegaba con el polvo del camino pegado a mis botas y el corazón hecho un nudo, y ella solo vio mi camisa remendada. Mis otros hermanos, Ricardo y Sonia, bajaron la mirada, cómplices silenciosos de su crueldad.
—Es la única ropa de luto que tengo, Isabel —le respondí con la voz rasposa—. Estuve tres días en un camión para llegar. No tuve tiempo de pasar a tus tiendas de lujo.
Isabel soltó una risa sin alegría, una risa que sonaba a metal oxidado.
—Nunca tienes tiempo para lo importante, Mateo. Siempre con tus excusas de pobre. Mamá merecía más respeto. Merecía que su hijo mayor no pareciera un jornalero en su propio velorio.
Un jornalero. Así me veían. Yo, que me quedé en el pueblo para cuidar de esa misma tierra que ellos llamaban “terregal polvoriento”. Yo, que trabajé de sol a sol para que a mi madre nunca le faltara un plato de comida caliente mientras ellos le mandaban fotos de sus vacaciones en el extranjero. Yo, que le sostenía la mano durante sus noches de fiebre, mientras ellos le llamaban una vez al mes para decirle lo ocupados que estaban siendo “exitosos” en la ciudad.
El funeral fue una tortura. Los vi recibir el pésame con sus trajes caros y sus lágrimas de cocodrilo. Hablaban de lo mucho que la extrañarían, de los planes que tenían para llevarla de viaje. Mentiras. Puras y asquerosas mentiras. La última vez que Isabel vino, fue hace dos años. Se quejó del calor, del polvo y de que la cama “no era digna de su descanso”. Se fue a los dos días jurando no volver hasta que “modernizáramos el rancho”.
Mi madre, desde su cama, solo suspiró y me dijo: “Déjala, hijo. La ciudad les come el corazón. No saben lo que tienen hasta que lo pierden”.
Una semana después, con la casa todavía oliendo a flores muertas y a hipocresía, nos reunimos en el pequeño comedor para la lectura del testamento. El licenciado Carrillo, un hombre viejo y amigo de mi padre, nos miraba por encima de sus gafas con una expresión indescifrable. Isabel, Ricardo y Sonia cuchicheaban entre ellos, haciendo planes.
—Vendemos todo —le oí decir a Ricardo—. Con lo que saquemos del terreno, pago mis deudas y nos vamos a un crucero.
Sonia asentía, soñando en voz alta con una camioneta nueva.
Me miraron. Isabel sonrió con suficiencia.
—A ti te tocará algo, Mateo. Para que te compres ropa nueva, al menos. Mamá era buena, seguro te dejó algunos pesos para tus vicios.
Yo no dije nada. Solo miraba la foto de mi madre en la pared, su sonrisa cansada pero genuina. El licenciado Carrillo carraspeó y comenzó a leer. Dejó para mis hermanos las joyas de la abuela, algunos muebles antiguos y una cantidad de dinero en el banco que, por sus caras, fue mucho menor de la que esperaban. Sus sonrisas se fueron apagando.
Entonces, llegó la parte final. La casa y el terreno. El aire se cortó con un cuchillo.
—Y en lo que respecta a la propiedad conocida como ‘Rancho La Esperanza’, que incluye la casa principal y las treinta hectáreas de tierra que la rodean… —el licenciado hizo una pausa que pareció durar una eternidad—. Mi clienta, la señora Elvira Rojas, en pleno uso de sus facultades mentales, lega la totalidad de la propiedad a su hijo mayor, Mateo Rojas.
El silencio fue sepulcral. Por un segundo, creí que había oído mal. Luego vi la cara de Isabel. Era una máscara de furia y desconcierto.
—¡¿QUÉ?! —gritó, poniéndose de pie de un salto y golpeando la mesa—. ¡Eso es imposible! ¡El viejo senil este se equivocó! ¡Le lavaste el cerebro a mi mamá, muerto de hambre!
Ricardo y Sonia se unieron al coro.
—¡Es un abuso! —“¡Nos está robando!”— “¡Vamos a impugnar esto!”
El licenciado Carrillo, con una calma que los enfureció todavía más, levantó una mano.
—Hay un anexo —dijo—. Una carta escrita por Doña Elvira que me pidió leerles si se presentaba esta situación.
Abrió otro sobre y leyó con voz firme:
“A mis hijos Isabel, Ricardo y Sonia: Si están escuchando esto, es porque su ambición habló más fuerte que su amor. Durante años, vieron esta casa y esta tierra como un lastre, como un símbolo de la pobreza de la que tanto se esforzaron por huir. Nunca entendieron que esta tierra nos dio todo. Le dio de comer a su padre, los vio crecer a ustedes y me cuidó en mi vejez gracias a las manos de su hermano”.
Las lágrimas empezaron a quemarme los ojos.
“Pero no soy tonta”, continuó leyendo el licenciado. “Sé que Isabel está a punto de perder su apartamento por las deudas de su esposo. Sé que Ricardo debe hasta la camisa en apuestas. Y sé que Sonia vive de apariencias que ya no puede pagar. ¿Creyeron que no me daba cuenta? Sus lujos falsos no podían ocultar el miedo en sus voces”.
Mis hermanos se quedaron pálidos, como si les hubieran dado una bofetada. Se miraron entre ellos, desenmascarados.
“Le dejo todo a Mateo”, concluía la carta, “porque es el único que nunca me pidió nada y me lo dio todo. Es el único que ve riqueza en la tierra y no en el dinero. Pero le dejo también una última verdad que guardé para protegerlo de su codicia: hace seis meses, una empresa de desarrollo turístico me ofreció una fortuna por este ‘terregal polvoriento’. Quieren construir un complejo de lujo aquí. Rechacé la primera oferta, pero sé que volverán. Y sé que Mateo, a diferencia de ustedes, sabrá tomar la decisión correcta, no por desesperación, sino por justicia”.
El licenciado Carrillo dejó la carta sobre la mesa. Junto a ella, deslizó una carpeta gruesa.
—La oferta actual de la empresa es diez veces mayor de lo que ustedes jamás imaginaron que valía este lugar. Y es para Mateo.
Isabel se desplomó en su silla, su rostro descompuesto, el maquillaje corrido por un sudor frío. Ricardo tenía la boca abierta, sin poder emitir sonido. Sonia sollozaba en silencio. Toda su soberbia, toda su arrogancia, hecha cenizas en diez minutos.
Me miraron. Me miraron como nunca antes lo habían hecho. Con desesperación, con una falsa humildad que me revolvió el estómago. Isabel fue la primera en hablar, con una voz temblorosa que no reconocí.
—Hermanito… Mateo… Tenemos que hablar. Somos familia.
Me levanté lentamente, me acerqué a la ventana y miré la tierra que había arado con mis propias manos. El sol de la tarde la bañaba en una luz dorada. Sentí el peso de treinta años de soledad, de desprecios, de sacrificios silenciosos. Sentí el amor infinito de mi madre y su última, brutal y poética lección. Me di la vuelta, los miré a los tres, rotos y humillados, y entonces lo dije. No con gritos, no con rabia. Con una calma que helaba los huesos.
—Nunca quisieron la tierra, solo el dinero. Ahora no tendrán ni lo uno, ni lo otro.