El Último Deseo de Nantan
El sol ardía bajo sobre el desierto de Arizona, proyectando largas sombras sobre los acantilados de arenisca y el interminable mar de cactus y salvia. Jack Callahan, un vaquero curtido con más años a sus espaldas que por delante, cabalgaba lentamente hacia el campamento Apache. Su caballo, Dusty, avanzaba con paciencia constante, el cuero de la silla crujía suavemente bajo el peso de un hombre que cargaba tanto cicatrices como silencios en una vida dura.
Jack no era un héroe y no buscaba hacerlo. Era solo un errante, un vaquero honesto que en otro tiempo domaba mustangs y ahora trabajaba con ganado donde encontraba trabajo. Sin embargo, de algún modo, la vida lo había llevado hasta allí, al borde de una historia que no le pertenecía. Había sido convocado por un mensaje más pesado que el hierro. El líder Apache, el jefe Nantan, estaba muriendo. Las vidas de Jack y Nantan se habían cruzado años atrás de una manera que nadie hubiera esperado.
En aquel entonces, un joven vaquero tropezó con un niño apache herido, arrojado de su caballo durante una incursión fallida. En lugar de marcharse, Jack cargó al niño hasta su gente, arriesgando su propio cuello en el proceso. El niño sobrevivió y aunque la desconfianza entre colonos y apaches era profunda, el jefe Nantan jamás olvidó esa bondad. Desde ese día, Jack fue un forastero tolerado, a veces incluso respetado, cuando se acercaba al campamento. Ahora el mensaje había llegado. Nantan quería verlo antes del final.
Cuando Jack entró en el campamento, el silencio del duelo ya flotaba en el aire. Las hogueras ardían bajas y las mujeres se movían con calma, atendiendo a los ancianos que lloraban en silencio. Los niños miraban desde detrás de las faldas de sus madres, observando al vaquero blanco que llegaba con el sombrero sombreando unos ojos que parecían guardar tanto fuerza como tristeza. Un joven guerrero alto dio un paso al frente con los brazos cruzados. Era Koha, el hijo mayor de Nantan.
—Viniste —dijo Koha simplemente, con una voz pesada, pero sorprendida.
—No podía hacer otra cosa —respondió Jack, bajando de su caballo—. Tu padre una vez me dio más misericordia de la que merecía. Quiero devolverla si puedo.
Koha asintió y lo condujo a la tienda del jefe. Dentro, el aire estaba cargado con el aroma de salvia y cedro ardiendo. El jefe Nantan yacía sobre un lecho de mantas tejidas. Su cuerpo, antaño poderoso, ahora frágil, su respiración débil. Su largo cabello surcado de plata se extendía como un río sobre la tela. A su lado se arrodillaban dos mujeres, ambas hermosas a su manera. Una tenía la calma y la belleza de la madurez, un rostro marcado por la gracia y la sabiduría. La otra era más joven, con los ojos oscuros brillando de dolor, sus manos temblorosas al sujetar el brazo de su esposo. Eran sus esposas, Luyu y Aidiana.
Jack se detuvo sin saber qué papel debía desempeñar en un momento tan sagrado. Pero los ojos de Nantan se abrieron y al ver a Jack, una débil sonrisa tocó sus labios.
—Vaquero —susurró el jefe con voz frágil, pero llena de autoridad—. Viniste.
Jack se arrodilló a su lado.
—Así es, jefe. Pediste que viniera y aquí estoy. ¿Qué necesitas de mí?
La mirada de Nantan se desvió primero hacia sus dos esposas y luego volvió al vaquero. El silencio se hizo tan profundo que Jack pudo escuchar el crepitar del fuego afuera. Entonces, el viejo jefe pronunció palabras que golpearon a Jack como un trueno.
—Cuando yo me vaya, mi gente se dispersará. Los enemigos nos acechan. El hambre nos espera. Mis hijos pelearán por el poder y mis esposas, mis esposas quedarán sin nada.
Sus ojos ardieron al clavarse en los de Jack.
—Te pido a ti, llévalas contigo, protégelas. Dales una vida más allá de este desierto.
El pecho de Jack se apretó. Negó con la cabeza lentamente, no por falta de respeto, sino por incredulidad.
—Jefe, no soy hombre para tal carga. Son tus esposas, tu gente. Yo solo soy un vaquero. Apenas logro mantenerme de pie.
Nantan apretó su mano con fuerza inesperada.
—Por eso te elijo. Conoces la dureza. Conoces la misericordia, no deseas poder. No las usarás, pero las mantendrás a salvo.
Su voz tembló, pero se elevó con convicción.
—Este es mi último deseo.
La esposa joven, Aidiana, inclinó la cabeza y lloró en silencio mientras Luyu levantaba el mentón con la mirada fija en Jack. En sus ojos, Jack no vio miedo, sino una exigencia silenciosa.
—Honrarás a un hombre moribundo.
Jack tragó saliva con la garganta seca como polvo del desierto. Había vivido con un código sencillo: nunca romper una promesa, aunque costara caro. Y allí, en la penumbra de un fuego moribundo, con el último aliento de un gran jefe flotando en el aire, supo que no podía marcharse.
Puso suavemente su mano sobre la de Nantan.
—Lo haré —susurró Jack—. Por mi palabra, las mantendré a salvo.
El rostro del viejo jefe se relajó con alivio. Su respiración se quebró una vez más y luego se apagó. Así, Nantan, líder, guerrero, padre, esposo, se fue. La tienda se llenó de llanto contenido. Jack permaneció inmóvil con el sombrero apretado entre sus manos, el peso de la promesa sobre él como una montaña. No había esperado esto al llegar esa mañana. Había venido a rendir respeto a un amigo moribundo. En cambio, había heredado dos vidas y una responsabilidad que jamás pensó poder cargar.
Afuera, el cielo se teñía de crepúsculo y el viento susurraba sobre el desierto como un espíritu cargado de secretos. Jack Callahan salió de esa tienda ya no solo como un vaquero. Llevaba consigo el último deseo de un jefe Apache y dos mujeres cuyo destino descansaba ahora en sus manos. Con el corazón pesado pero decidido, Jack se preparó para enfrentar el nuevo camino que le esperaba, sabiendo que la vida le había ofrecido una segunda oportunidad para demostrar su valentía y su compasión.