Ella se llama Martha…
Y era, y sigue siendo, el amor de mi vida.
Solo que yo me di cuenta demasiado tarde.

Tenía 53 años cuando mi mundo se derrumbó, y no por culpa del destino, sino por mis decisiones. Estaba casado con Martha desde hacía más de veinticinco años. Una mujer buena, noble, discreta. Jamás me gritó, jamás me faltó al respeto, jamás me negó una sonrisa. Venía de una familia tradicional, de esas donde se enseña a la mujer a servir, a cuidar, a amar con entrega. Nunca usó lencería sexy, nunca alzó la voz, nunca salió sin avisarme. Era… lo que cualquier hombre dice querer, pero que termina por no valorar.

La rutina fue matándonos sin que yo lo notara. Todos los días eran iguales: café por la mañana, beso en la frente, comida servida a las dos, silencio durante la cena. No peleábamos, pero tampoco hablábamos. Éramos dos sombras cruzándose en la misma casa.

Y entonces… apareció ella.
La licenciada. Una mujer joven, brillante, con esa sonrisa que me hacía sentir visto de nuevo. Me halagaba, me escuchaba, me hacía sentir deseado. Y usaba esa ropa… esa lencería que yo nunca vi en mi esposa. Me deslumbró su frescura, su juventud. Y lo que creí que sería solo una aventura, un desliz, terminó convirtiéndose en una telaraña de la que ya no supe cómo salir.

Martha lo supo. No sé cómo, pero lo supo.
No gritó. No lloró. Solo me miró a los ojos y me dijo:
—Te vas, por favor.
Y lo dijo con una dignidad que me dejó mudo. Yo, que había sido su esposo, su compañero, su todo. No me rogó. No me reclamó. Me pidió que me fuera… y lo hizo con la calma de una reina herida.

Me fui creyendo que sería temporal. Pensé que me esperaría. Que Martha, tan noble como siempre, no sabría rehacer su vida sin mí. Hasta llegué a convencerme de que ella no era capaz de amar a otro hombre. Qué arrogante fui…

Pasaron meses.
La relación con la licenciada terminó como empezó: rápido, confuso, y sin sentido. Un día simplemente ya no me sentí cómodo. Comencé a extrañar las cosas que jamás valoré: el café servido sin que lo pidiera, la camisa planchada con esmero, el silencio pacífico de una mujer que sabía acompañar sin estorbar.

Quise regresar.
Dije que iría solo por mis cosas, pero llevaba la absurda esperanza de que ella me abrazara, me perdonara, me dijera que aún me amaba.

Conservaba la llave. Aún me sentía dueño de esa casa.
Abrí la puerta, crucé el pasillo, y entonces… la vi.

Estaba en la cama. No sola.
Un hombre joven, mucho más joven que yo, la abrazaba.
Ella reía. Su cabello estaba suelto, brillante. Usaba una bata de encaje negra… tan hermosa, tan femenina, tan segura.
Y él… él la miraba como yo jamás la supe mirar.
No como un objeto. No como un premio. Sino como un milagro.

Me quedé congelado. El corazón me palpitó en las sienes. Sentí rabia. Celos. Dolor.
¿Rabia por qué? Si fui yo quien se fue.
¿Celos? Si fui yo quien la empujó a ese abismo.
¿Dolor? Porque entendí, en un solo segundo, todo lo que perdí.

Ella me vio.
No se asustó. No se tapó. No gritó.
Se levantó con la misma calma con la que me pidió que me fuera aquel día y dijo:
—Ya no tienes nada que buscar aquí. Te envié los papeles del divorcio.

No he firmado.
No quiero firmar. No puedo.
Mi alma aún está atada a ella. Pero no sé si por amor… o por remordimiento.
Ella renació. Se reconstruyó desde las cenizas que yo dejé.
Y yo…
Yo solo me quedé con la culpa.

Perdí a Martha.
Por no saber valorarla.
Por cambiar el amor real por un espejismo.

Y aunque me duela reconocerlo…
ella merece ser feliz. Incluso si no soy yo quien la haga sonreír.