La última promesa
I. El pueblo y la promesa
En el corazón de la sierra, rodeado de campos de trigo y de encinas centenarias, se hallaba el pequeño pueblo de San Alejo. Era un lugar donde el tiempo parecía deslizarse más despacio, donde las campanas de la iglesia marcaban el ritmo de los días y las noches, y donde todos se conocían y compartían alegrías y penas como una sola familia.
Allí vivían Amalia y Luis, dos jóvenes que desde niños se habían amado con la inocencia y la ternura de quienes creen que la vida es un sendero recto y luminoso. Amalia era la hija única de Don Ernesto y Doña Carmen, dueños de la tienda del pueblo; Luis, el hijo de Don Claudio y Doña Teresa, campesinos humildes pero de gran corazón.
Desde pequeños, Amalia y Luis se habían buscado en las fiestas, en los juegos, en las tardes de lluvia y en los días de cosecha. Se miraban como si el mundo entero desapareciera cuando estaban juntos, y todos en el pueblo sabían que estaban destinados el uno para el otro.
El día en que Luis le pidió matrimonio a Amalia fue una fiesta para todo San Alejo. Bajo la sombra de un almendro en flor, Luis, nervioso y tembloroso, le entregó un anillo sencillo pero lleno de amor. Amalia, con lágrimas en los ojos, aceptó sin dudarlo. El pueblo entero celebró la noticia como propia, y durante semanas no se habló de otra cosa.
Faltaba apenas un mes para la boda. Amalia y Luis preparaban cada detalle con ilusión. Ella había elegido un vestido blanco, sencillo pero elegante, que su madre había bordado con sus propias manos. Luis había comprado un traje nuevo y guardaba el anillo de matrimonio en el cajón de su mesita de noche, revisándolo cada noche antes de dormir, como si temiera que se desvaneciera.
Pero el destino, caprichoso y cruel, tenía otros planes.
II. La enfermedad
Una tarde, mientras ayudaba a su madre en la tienda, Amalia sintió un cansancio extraño. Al principio lo atribuyó al calor y al trajín de los preparativos, pero pronto aparecieron otros síntomas: fiebre, escalofríos, un dolor punzante en el pecho. Sus padres se preocuparon y llamaron al médico del pueblo, el doctor Echeverría, quien tras examinarla recomendó llevarla a la ciudad.
Durante días, Don Ernesto y Doña Carmen recorrieron hospitales, consultaron a los mejores médicos, gastaron todos sus ahorros y hasta pidieron dinero prestado. Pero la enfermedad avanzaba sin piedad. Nadie supo decir qué era: algunos hablaron de una extraña infección, otros de un mal incurable. Amalia, cada vez más débil, apenas comía y pasaba las noches en vela, mirando por la ventana el cielo estrellado.
Luis no se separó de ella. Dormía en una silla junto a su cama, le leía poemas, le traía flores del campo, le hablaba de la boda y del futuro que les esperaba. Amalia sonreía con ternura, pero en sus ojos brillaba una tristeza profunda.
—No me dejes, Amalia —le suplicaba Luis, tomándole la mano—. No puedo imaginar la vida sin ti.
—No llores, amor —le respondía ella, acariciándole el rostro—. Pase lo que pase, te llevaré siempre en mi corazón.
Una noche, Amalia le pidió a su madre que la ayudara a vestirse con el traje de novia. Quería que Luis la viera así, al menos una vez. Cuando Luis la vio, vestida de blanco y con las joyas familiares, no pudo contener las lágrimas.
—Eres la mujer más hermosa del mundo —le dijo, arrodillándose ante ella.
—Prométeme que pase lo que pase, nunca dejarás de amarme —le pidió Amalia, con voz apenas audible.
—Te lo prometo —susurró Luis, besando su mano.
Pocos días después, Amalia se apagó como una vela en la madrugada, rodeada por el llanto de sus padres y el silencio de Luis, que no encontraba consuelo.
III. El velorio y la despedida
La noticia de la muerte de Amalia sacudió al pueblo como un trueno. Nadie podía creer que una joven tan llena de vida se hubiera ido tan pronto. El velorio se celebró en la casa de sus padres, adornada con flores blancas y velas encendidas. El ataúd, abierto, mostraba a Amalia vestida de novia, con las joyas que luciría en la boda. Parecía dormida, a no ser por la palidez de su rostro.
Los vecinos acudieron en masa, llevando comida, flores, palabras de consuelo. Doña Carmen no se separaba del féretro, acariciando el cabello de su hija, mientras Don Ernesto recibía a los visitantes con la mirada perdida.
Luis no apareció. Nadie supo dónde estaba, aunque algunos lo vieron entrar en la cantina del pueblo, pidiendo aguardiente tras aguardiente. Decían que estaba fuera de sí, que gritaba el nombre de Amalia y lloraba como un niño.
La tarde del entierro, cuando el cortejo fúnebre se dirigía al cementerio, Luis llegó tambaleándose, con los ojos rojos y la ropa arrugada. Se acercó al ataúd antes de que lo cerraran, ignorando las miradas de reproche de algunos vecinos.
—Déjenme despedirme —suplicó, con voz ronca.
Don Ernesto, conmovido, asintió en silencio. Luis se arrodilló junto al féretro, tomó la mano fría de Amalia y la besó con ternura. Sacó del bolsillo de su camisa el anillo de matrimonio y lo colocó en el ataúd, junto a las manos entrelazadas de Amalia.
—Siempre serás mi esposa —susurró, dejando caer una lágrima sobre el vestido blanco.
Cuando la última palada de tierra cubrió la tumba, todos se marcharon en silencio, menos Luis, que se quedó allí, solo, sintiendo que una parte de él había muerto para siempre. Ya entrada la noche, arrastrando los pies, salió del camposanto y se dirigió a la cantina a seguir ahogando su dolor en el alcohol.
IV. El crimen
A la mañana siguiente, el panteonero, Don Matías, un hombre hosco y de pocas palabras, llegó al cementerio como cada día. Al pasar junto a la tumba de Amalia, notó algo extraño: la tierra estaba removida, y el ataúd asomaba fuera de su lugar. Un escalofrío le recorrió la espalda. Corrió al pueblo en busca de los familiares.
Cuando la familia llegó, acompañada de algunos vecinos, se encontraron con una escena espantosa. El ataúd estaba abierto, el cuerpo de Amalia yacía desnudo, con los cabellos revueltos y el vestido de novia hecho jirones a un lado. Las joyas habían desaparecido. Todo indicaba que el cuerpo había sido profanado y las joyas robadas.
Doña Carmen cayó desmayada; Don Ernesto se arrodilló junto al ataúd y gritó de dolor. El pueblo entero se congregó en el cementerio, horrorizado por la noticia. Nadie entendía quién podía haber cometido semejante atrocidad.
Los padres de Amalia corrieron a buscar a Luis, pero no lo hallaron en su casa. Sus padres, Don Claudio y Doña Teresa, dijeron no saber dónde estaba.
El rumor se extendió como pólvora. Luis era el principal sospechoso. ¿Quién más podría haber hecho algo así? Algunos decían que el dolor lo había vuelto loco; otros, que no soportaba la idea de perder a Amalia y había decidido hacerla suya después de muerta.
La familia de Luis fue señalada y repudiada por el pueblo. Nadie les dirigía la palabra, nadie compraba sus productos. Los niños les lanzaban piedras al pasar, y las mujeres murmuraban a sus espaldas.
V. El sacrificio
Pasaron los días. Nadie sabía nada de Luis. Sus padres, desesperados, lo buscaron por todos lados, pero fue en vano.
Una mañana, un pastor encontró el cuerpo de Luis colgado de un árbol en las afueras del pueblo. El rostro estaba desfigurado por el sufrimiento, los ojos abiertos y fijos en el vacío.
La noticia corrió de casa en casa. Algunos dijeron que se había suicidado por la culpa; otros, que había sido asesinado por la familia de Amalia en venganza.
Don Claudio y Doña Teresa no podían creerlo. Estaban seguros de que su hijo era inocente, que jamás habría sido capaz de profanar el cuerpo de su amada. Pero nadie les creyó. Nadie asistió al entierro de Luis, salvo ellos dos. Enterraron a su hijo en silencio, entre lágrimas y sollozos, mientras el pueblo los miraba desde lejos, con desprecio y desconfianza.
Agobiados por el dolor y la vergüenza, Don Claudio y Doña Teresa decidieron abandonar el pueblo. Vendieron sus tierras, empacaron sus pocas pertenencias y se marcharon una madrugada, sin despedirse de nadie.
La madre de Luis no soportó la pérdida de su único hijo. La tristeza la fue consumiendo poco a poco, hasta que meses después murió, llevándose consigo el último suspiro de esperanza.
VI. El olvido
Con el paso de los años, lo sucedido quedó como un mal recuerdo para los habitantes de San Alejo. Nadie hablaba de Amalia ni de Luis, salvo en voz baja y con temor. Los niños crecieron escuchando historias sobre la tumba profanada, el novio loco y la familia maldita.
Don Ernesto y Doña Carmen envejecieron rápidamente. Cerraron la tienda y se recluyeron en su casa, evitando el contacto con los demás. Nunca volvieron a hablar de su hija, pero cada noche encendían una vela junto a su retrato y rezaban en silencio.
El cementerio quedó marcado por la tragedia. Nadie se acercaba a la tumba de Amalia, considerada maldita por los supersticiosos. Algunos decían que en las noches de luna llena se escuchaban lamentos y suspiros entre las tumbas.
La vida siguió su curso. El pueblo prosperó, llegaron nuevos habitantes, se construyeron casas y escuelas, pero la sombra de aquel crimen nunca desapareció del todo.
VII. El regreso
Veinte años después, una tarde de otoño, llegó al pueblo un hombre mayor buscando trabajo. Llevaba una maleta vieja, la ropa gastada y el rostro surcado por arrugas. Nadie lo conocía, y aunque preguntó en varias casas, nadie quiso darle empleo. La gente desconfiaba de los forasteros, y más aún de los viejos solitarios.
Finalmente, consiguió trabajo en el bar del pueblo, un lugar oscuro y ruidoso donde los hombres acudían a beber y a olvidar sus penas. El pago era poco, pero al menos tenía comida y un lugar donde dormir.
El hombre, que se hacía llamar Don Claudio, trabajaba de sol a sol, limpiando mesas, sirviendo copas y soportando las bromas de los clientes. Nadie le preguntó por su pasado, y él tampoco habló de él.
Cada noche, al cerrar el bar, Don Claudio se sentaba solo en una mesa, mirando por la ventana las luces del pueblo, recordando los días felices junto a su esposa y su hijo. A veces, una lágrima resbalaba por su mejilla, pero enseguida la secaba y seguía con su trabajo.
VIII. La confesión
Una noche, como tantas otras, el bar estaba lleno de hombres bebiendo cerveza y contando historias obscenas. A medida que avanzaba la noche, los clientes se fueron marchando, hasta que solo quedó un hombre, borracho y tambaleante, sentado en una esquina.
Al no tener dinero para seguir bebiendo, el hombre sacó de su bolsillo un anillo de oro y lo puso sobre el mostrador.
—¿Cuánto me das por esto? —preguntó, con voz pastosa.
Don Claudio examinó el anillo. Era un aro de matrimonio, sencillo pero elegante, con una inscripción en el interior: “Amalia y Luis, para siempre”.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Don Claudio. Reconoció el anillo al instante. Era el mismo que su hijo había colocado en el ataúd de Amalia, la noche de la tragedia.
—¿Dónde conseguiste este anillo? —preguntó, sentándose junto al borracho.
El hombre lo miró con ojos vidriosos y una sonrisa torcida.
—Era de mi novia… —balbuceó—. Era hermosa, rica… No sabes qué cuerpo tenía…
—¿Y dónde está ella ahora?
—Muerta… Se murió… Pero fue mía, amigo. Mía, aunque estaba muerta… —El borracho soltó una carcajada lúgubre—. El estúpido de Luis… me descubrió… pero yo lo maté… Lo maté por estúpido…
Don Claudio sintió que el mundo se desmoronaba a su alrededor. El hombre que tenía delante era el panteonero, el mismo que había profanado la tumba de Amalia y asesinado a su hijo.
Durante años había buscado la verdad, convencido de la inocencia de Luis. Ahora, al fin, la verdad salía a la luz, aunque fuera demasiado tarde.
Don Claudio no dijo nada. Se levantó lentamente, fue detrás del mostrador y sacó la escopeta que guardaba para proteger el bar de los ladrones. Apuntó al borracho, que apenas tuvo tiempo de reaccionar.
El disparo retumbó en el silencio de la noche. El cuerpo del panteonero cayó al suelo, inerte, con el anillo de Amalia y Luis entre los dedos.
Don Claudio se quedó de pie, temblando, mientras una lágrima corría por su rostro ajado. Después de tantos años de sufrimiento, al fin había hecho justicia.
Tal vez nadie le creyera que el verdadero culpable fue el panteonero, pero saber que nunca se equivocó al defender la inocencia de su hijo alivió su cansado corazón.
IX. Epílogo
La noticia del asesinato del panteonero corrió por el pueblo al día siguiente. Algunos dijeron que había sido un ajuste de cuentas; otros, que el viejo cantinero había perdido la razón.
Nadie supo nunca la verdad, salvo Don Claudio, que guardó el secreto hasta el final de sus días.
Poco después, Don Claudio dejó el pueblo. Nadie volvió a saber de él. Algunos decían que se había marchado a buscar a su esposa, otros que había encontrado la paz al fin.
La tumba de Amalia y la de Luis permanecieron solitarias, cubiertas de flores silvestres y de hojas secas. Pero quienes se acercaban a rezar decían sentir una extraña paz, como si al fin los amantes hubieran encontrado el descanso que tanto merecían.
El tiempo siguió su curso. El pueblo cambió, llegaron nuevas generaciones, pero la historia de Amalia y Luis quedó grabada para siempre en la memoria de San Alejo. Una historia de amor, dolor y justicia, que recordaba a todos que la verdad, tarde o temprano, siempre sale a la luz.

FIN