En la secundaria, mi uniforme siempre se veía impecable… aunque era el mismo de hacía tres años.
Cada inicio de año, mi mamá cosía de noche. Sacaba su caja de hilos, la cinta métrica, y ponía la lámpara de mesa directamente sobre mis pantalones. Yo fingía dormir, pero la escuchaba soplar la aguja para enhebrar el hilo, con paciencia infinita.
Un día, anunciaron que habría “Foto oficial del colegio” y entré en pánico. Mi pantalón me quedaba justo, el saco ya no cerraba y los zapatos tenían la punta gastada.
—Voy a faltar ese día —le dije a mi mamá, casi suplicando.
Ella no levantó la voz, simplemente dijo:
—No vas a faltar. Deja eso conmigo.
La vi medir el dobladillo y desarmar una parte del pantalón. Al día siguiente, llevó el saco a la plancha del mercado y volvió con una bolsita de tinte barato.
—Para revivir el color —me guiñó un ojo—. Y mira esto.
El “esto” era una tela idéntica a la del pantalón, que de pronto “apareció” para alargarlo. No pregunté de dónde la había sacado. Me enteré después.
Esa noche, mi mamá terminó tarde. Se pinchó dos veces y dejó una gotita de sangre en el borde interno del dobladillo. La limpió con saliva y siguió cosiendo como si nada.
—Listo. Mañana caminas con la frente en alto —me dijo, dejando el uniforme en la silla.
El día de la foto, entré al patio con miedo de que se notara todo. Un compañero se rió:
—¿Ese saco no es de tu hermano?
Sentí que me ardían las orejas… hasta que la preceptora dijo fuerte:
—¡Qué ordenado viniste hoy!
Respiré. Me tomé la foto. Y fui, según yo, uno de los mejores vestidos ese día.
Cuando regresé a casa, vi a mi mamá sentada, descalza, con los pies marcados por unas sandalias rotas. Sobre la mesa estaba su vestido favorito… cortado. Me sorprendí.
—¿Por qué cortaste tu vestido? —le pregunté.
—Para que tu pantalón te llegue al tobillo —respondió como si fuera lo más obvio del mundo—. Ese vestido ya no salía de casa, en cambio tú sí.
No supe qué decir. Solo la abracé. Ella se rió y me despeinó, como cuando era niño.
Años después, pude comprar ropa sin mirar etiquetas. Pero nunca me sentí tan bien vestido como el día que fui a la foto con el pantalón alargado con el vestido de mi mamá.
El amor de los padres no siempre compra: a veces remienda hasta que alcance… y te enseña a caminar con la frente en alto.
FIN
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