El viento frío de diciembre azotaba las callejuelas empedradas del centro histórico de Oaxaca. Mateo Hernández, un niño de apenas 10 años con grandes ojos oscuros y cabello rebelde, ajustó su desgastada chamarra mientras contemplaba el zócalo adornado con luces multicolores y el imponente árbol navideño que el ayuntamiento había instalado.
Las familias paseaban alegremente, padres sosteniendo las manos de sus hijos, abuelos comprando dulces típicos, todos envueltos en el espíritu festivo que Mateo solo podía observar desde la distancia. Tres años atrás, un accidente en la carretera a Puebla había dejado a Mateo sin padres. María y Eduardo Hernández, maestra de primaria y carpintero respectivamente, habían sido su mundo entero.

Después de la tragedia, el sistema lo había colocado con una tía en Puebla, pero la pobreza y los cinco hijos propios de la mujer habían hecho imposible su permanencia. Luego vinieron tres hogares de acogida, cada uno peor que el anterior, hasta que el último, donde el padre adoptivo bebía y los golpes eran tan frecuentes como las cenas escasas, lo impulsó a escapar.
Las calles de Oaxaca se habían convertido en su hogar durante los últimos 7 meses. No era una vida fácil, pero Mateo había desarrollado un agudo instinto de supervivencia. Conocía los mejores lugares para resguardarse de la lluvia. Sabía que puestos en mercado tiraban comida aprovechable al final del día y había establecido una pequeña red de aliados entre los comerciantes.
Mateo, ¿dónde te has metido, muchacho? La voz ronca de doña Lupita resonó desde su puesto de tamales. Tengo mandados para ti, doña Lupita, una mujer robusta de 60 años con trenzas grises y un carácter tan picante como sus salsas, había tomado a Mateo bajo su protección parcial.
Le permitía dormir en el pequeño almacén detrás de su puesto en el mercado de abastos a cambio de ayuda para cargar mercancías, entregar pedidos y limpiar al final de la jornada. Aquí estoy, doña Lupita, respondió Mateo, acercándose rápidamente. Perdone la tardanza. Necesito que lleves estos tamales a don Julio, el de la tienda de abarrotes, explicó la mujer mientras envolvía cuidadosamente una docena de tamales en papel periódico y hojas de plátano.
Y después pasa al molino de la señora Concepción para traerme 5 kg de masa para mañana. ¿Puedo comerme un tamal regreso?”, negoció Mateo con una sonrisa tímida. “Si haces bien los mandados y regresas antes de las 7, te daré dos”, concedió doña Lupita, disimulando su sonrisa. “Y te guardaré un poco de champurrado.” Las posadas navideñas estaban por comenzar en la ciudad.
Durante nueve noches, las procesiones recorrerían las calles, representando el peregrinaje de María y José buscando posada. Para la mayoría de los niños significaba piñatas, dulces y diversión. Para Mateo solo subrayaba su condición de niño sin hogar, sin posada propia. Mientras recorría las calles con su encargo, observaba las casas donde las familias comenzaban a reunirse.
A través de ventanas iluminadas vislumbraban a cimientos a medio montar, árboles decorados con esferas brillantes y cocinas en plena actividad, preparando los festines navideños. El olor a ponche, canela, tejo y buñuelos impregnaba el aire, mezclándose con el aroma de las castañas asadas que vendían en las esquinas.
Tras entregar los tamales y recoger la masa, Mateo tomó un desvío por el zócalo. Le gustaba observar el enorme nacimiento público que habían instalado frente a la catedral con figuras casi de tamaño natural. Se detuvo unos minutos para admirarlo, recordando como su madre solía explicarle la historia del nacimiento de Jesús mientras montaban su pequeño Belén familiar. Disculpa, jovencito.
Una voz cascada lo sacó de sus pensamientos. ¿Podrías ayudarme con estas bolsas? Mateo se giró para encontrarse con un anciano de unos 75 años, pelo completamente blanco y rostro surcado por profundas arrugas. Vestía pulcramente con un suéter de lana sobre una camisa abotonada, pero su expresión denotaba cansancio y cierta dificultad para respirar.
A sus pies había varias bolsas de una farmacia cercana. Claro, señor”, respondió Mateo instintivamente, dejando con cuidado el costal de masa a un lado para tomar las bolsas del anciano. “Te lo agradezco mucho”, dijo el hombre con una sonrisa amable. “Vivo a unas cuadras de aquí en la calle Reforma, pero estas piernas ya no son lo que eran y esta tos.
” Un ataque de Tos interrumpió sus palabras, obligándolo a apoyarse en un banco cercano. Mateo esperó pacientemente a que el anciano se recuperara. No era inusual que le pidieran ayuda para cargar cosas. De hecho, era uno de los modos en que conseguía algunas monedas extras. Pero había algo diferente en este hombre.
Quizás era su mirada amable o la dignidad con que sobrellevaba su evidente malestar. Me llamo Ricardo Vargas, se presentó el anciano una vez que pudo hablar. Fui maestro en la escuela primaria Benito Juárez durante casi 40 años hasta que me jubilé. Yo soy Mateo respondió el niño, omitiendo su apellido, como hacía siempre desde que vivía en las calles.
Y tus padres, Mateo, ¿no estarán preocupados por ti a estas horas?, preguntó don Ricardo mientras comenzaban a caminar lentamente por la calle empedrada. Mateo guardó silencio por un momento, considerando que responder. Normalmente inventaba historias sobre padres trabajando o esperándolo en casa, pero algo en la mirada directa y sincera de don Ricardo lo hizo optar por la verdad. No tengo padres, señor.
Murieron hace 3 años. Don Ricardo lo miró con una mezcla de sorpresa y compasión, pero sin la lástima que Mateo tanto detestaba ver en los ojos de los adultos. Lo lamento mucho, Mateo”, dijo simplemente, “Debe ser muy difícil para ti.” El cielo de Oaxaca comenzaba a oscurecerse y con la noche llegaba un frío más intenso.
Pequeñas gotas de lluvia empezaron a caer, presagiando uno de esos aguaceros repentinos tan comunes en la región, incluso en invierno. Don Ricardo aceleró el paso lo más que sus piernas le permitían. Mi casa está a la vuelta de esta esquina”, indicó. “Parece que nos va a agarrar un buen chubasco.” Efectivamente, apenas doblaron la esquina, la lluvia arreció con fuerza.
Para cuando llegaron a la pequeña casa de fachada azul con puerta de madera tallada, ambos estaban considerablemente mojados. Pasa, muchacho.” Invitó don Ricardo mientras buscaba las llaves en su bolsillo. No puedo permitir que regreses con esta lluvia. Además, debo pagarte por tu ayuda. Mateo dudó por un instante.
Las reglas de la calle eran claras, no entrar a casas de desconocidos. Pero el costal de masa se estaba mojando, el frío calaba hasta los huesos y algo en don Ricardo inspiraba confianza. Con cautela siguió al anciano al interior de la casa, sin saber que ese simple acto cambiaría el rumbo de su vida para siempre. La casa de don Ricardo era modesta, pero acogedora.
Un pequeño recibidor daba paso a una sala con muebles antiguos bien conservados, paredes decoradas con fotografías en blanco y negro y estanterías repletas de libros desgastados por el uso. Un viejo piano ocupaba una esquina y junto a la ventana principal, un nacimiento a medio montar esperaba ser completado.
La casa olía a libros viejos, café recién hecho y algo indefinible que a Mateo le recordó vagamente a su propio hogar perdido. Déjame buscar una toalla para que te seques”, dijo don Ricardo dirigiéndose con paso lento hacia una puerta que Mateo supuso conducía al baño o a las habitaciones. Mientras esperaba, el niño observó con curiosidad las fotografías.
En muchas aparecía una mujer hermosa, de cabello oscuro y sonrisa luminosa, a veces sola, a veces acompañada por un joven don Ricardo. En otras, un niño que fue creciendo a través de las imágenes hasta convertirse en un joven con anteojos y expresión seria. “Mi esposa Teresa y mi hijo Miguel”, explicó don Ricardo al regresar con una toalla limpia que extendió a Mateo. Teresa falleció hace 5 años.
Cáncer. Miguel vive en Monterrey. Es ingeniero en una empresa automotriz. Viene a verme en Navidad y a veces en vacaciones de verano. Mateo asintió mientras se secaba el cabello y los brazos. tiene una casa bonita”, comentó sin saber bien qué decir. “Demasiado grande para un viejo solo,” respondió don Ricardo con una sonrisa triste.
“Pero está llena de recuerdos y a mi edad los recuerdos son un tesoro.” Un repentino ataque de to sacudió al anciano, obligándolo a sentarse en el sofá más cercano. Su rostro palideció y Mateo notó con alarma que le costaba respirar. ¿Está bien, señor? ¿Necesita algo?”, preguntó acercándose preocupado. “Mis medicinas”, logró articular don Ricardo entre toses.
En la bolsa de la farmacia, el frasco azul. Mateo se apresuró a buscar entre las compras que habían traído. Encontró varios frascos de medicamentos, identificó el azul y leyó cuidadosamente la etiqueta. tomar una pastilla cada 8 horas en caso de crisis respiratoria.
Aquí tiene, dijo entregando el frasco junto con un vaso de agua que encontró en una mesita cercana. ¿Le traigo algo más? Un médico. Don Ricardo negó con la cabeza mientras tomaba la pastilla. Poco a poco su respiración se fue normalizando y el color regresó a su rostro. Gracias, Mateo. Es solo esta bronquitis que se me complicó.
El doctor Jiménez me recetó estos medicamentos ayer. Dijo que debía guardar reposo absoluto. El anciano sonrió débilmente, pero necesitaba surtir la receta y no podía quedarme sin comida para el fin de semana. ¿No hay nadie que le ayude? ¿Suo no podría venir antes? preguntó Mateo genuinamente preocupado. Miguel está muy ocupado con un proyecto importante.
No quiero preocuparlo por una simple bronquitis. Don Ricardo miró hacia la ventana, donde la lluvia caía con intensidad creciente, formando ríos en las calles empedradas. Parece que este aguacero no amainará pronto. Tienes que ir a alguna parte. ¿Hay alguien esperándote? Mateo pensó en doña Lupita y sus tamales prometidos.
El mercado estaría cerrando pronto y la masa que debía entregar se estaba mojando a pesar de su intento de protegerla. “Debo llevar esta masa a doña Lupita en el mercado de abastos”, explicó señalando el costal húmedo. “Me esperaba hace media hora.” Don Ricardo asintió comprensivo. Entiendo. Podemos llamarla por teléfono para explicarle la situación si quieres.
No es prudente que salgas con esta tormenta. La idea de llamar a doña Lupita hizo que Mateo se tensara. ¿Qué pensaría la mujer si supiera que había entrado a casa de un desconocido? Peor aún, ¿qué explicación daría sobre dónde vivía realmente doña Lupita? creía que Mateo tenía un tío en las afueras de la ciudad. Como leyendo sus pensamientos, don Ricardo añadió suavemente, “¿No tienes hogar, ¿verdad, Mateo?” El niño bajó la mirada incómodo ante la directa pero amable pregunta.
Después de un momento, negó con la cabeza. “Lo supuse”, continuó el anciano sin un ápice de juicio en su voz. “Tus ojos tienen esa mirada. La he visto antes en niños que han tenido que crecer demasiado rápido. Se levantó lentamente y se dirigió a la cocina. Hagamos un trato. Yo llamo a doña Lupita.
Explico que me estás ayudando con un asunto urgente y tú te quedas esta noche aquí. Hay una habitación extra que era de Miguel con una cama cómoda y sábanas limpias. Mañana temprano te llevaré al mercado y hablaré personalmente con ella. La propuesta era tentadora. Afuera, la tormenta rugía con fuerza y la perspectiva de pasar la noche en el pequeño y húmedo almacén del mercado era poco atractiva. Además, don Ricardo parecía necesitar ayuda.
Su respiración seguía siendo laboriosa a pesar del medicamento. “¿Puedo quedarme?”, accedió finalmente Mateo. “Pero déjeme ayudarle con algo a cambio. ¿Puedo preparar algo de comer o limpiar?” Don Ricardo sonrió, una sonrisa genuina que iluminó su rostro cansado. De acuerdo.
La verdad es que no he comido nada desde el desayuno y no me vendría mal un poco de compañía. La llamada a doña Lupita fue sorprendentemente bien. La mujer conocía a don Ricardo de sus años como maestro. De hecho, había sido profesor de su hijo mayor. Tras una breve explicación, doña Lupita accedió a que Mateo pasara la noche ayudando al profe Ricardo, como ella lo llamó, y quedaron en que el niño llevaría la masa por la mañana.
En la cocina, Mateo encontró huevos, frijoles refritos y tortillas. Con estos simples ingredientes preparó unos huevos rancheros que don Ricardo devoró con evidente apetito. “Cocinas muy bien para ser tan joven”, comentó el anciano entre bocados. ¿Quién te enseñó? Mi mamá, respondió Mateo, permitiéndose una pequeña sonrisa al recordar.
Decía que un hombre debe saber cocinar para no depender de nadie. Me enseñaba los domingos después de regresar de misa. La cena transcurrió entre historias. Don Ricardo habló de sus años como maestro, de los miles de niños que habían pasado por su aula, algunos ahora médicos, abogados o como el hijo de doña Lupita, dueños de prósperos negocios.
Mateo, habitualmente reservado, se encontró compartiendo fragmentos de su vida anterior, los paseos dominicales al monte al bán con sus padres, las clases de carpintería que su padre le daba en su pequeño taller, los cuentos que su madre inventaba para él cada noche. Mi mamá también era maestra, reveló Mateo.
De segundo grado, en una escuela pequeña a las afueras de la ciudad, todos los niños la querían mucho. Cuando terminaron de cenar, la lluvia continuaba con fuerza. Don Ricardo mostró a Mateo la habitación donde dormiría, un espacio sencillo pero cómodo, con una cama individual, un escritorio de madera oscura y estanterías llenas de libros y pequeños trofeos deportivos.
Era el cuarto de Miguel cuando niño explicó. No he cambiado nada desde que se fue a la universidad. Mientras Mateo se acomodaba bajo las sábanas limpias que olían a la banda, una sensación extraña lo invadió. Hacía tanto tiempo que no dormía en una verdadera cama, en una casa de verdad, que la experiencia resultaba casi irreal.
A través de la ventana podía ver la lluvia golpeando contra el cristal y por primera vez en muchos meses se sintió completamente seguro. En la habitación contigua, don Ricardo toscía intermitentemente. Mateo escuchaba con preocupación, preguntándose si debería ir a ver cómo se encontraba.
Pero el cansancio acumulado de meses viviendo en constante alerta pudo más y pronto se sumergió en un sueño profundo y reparador, el primero en mucho tiempo. Afuera, la tormenta continuaba. Pero dentro de la pequeña casa azul de la calle Reforma, un encuentro fortuito había iniciado algo que ninguno de los dos, ni el anciano enfermo ni el niño sin hogar, podía prever.
El comienzo de una nueva familia. Mateo despertó sobresaltado, desorientado por encontrarse en una habitación desconocida. La luz matinal se filtraba suavemente a través de las cortinas, iluminando el cuarto que la noche anterior apenas había podido distinguir. Por unos segundos, su mente confusa creyó haber regresado a su antigua vida antes del accidente.
Casi esperaba escuchar la voz de su madre llamándolo para desayunar. Entonces, los recuerdos volvieron. La lluvia, don Ricardo, la casa azul. Se incorporó rápidamente. ¿Qué hora sería? ¿Estaría don Ricardo despierto? Debía ir al mercado cuanto antes para llevar la masa a doña Lupita y cumplir con su parte del trato. Se vistió apresuradamente con su ropa, ahora seca, pero arrugada, y salió al pasillo.
La casa estaba en silencio. Mateo avanzó cautelosamente hacia la sala, donde encontró el nacimiento a medio montar exactamente como la noche anterior. En la cocina no había señales de actividad. Extrañado, se acercó a la puerta que suponía era la habitación de don Ricardo y llamó suavemente. Don Ricardo, buenos días.
Soy Mateo. No hubo respuesta. Preocupado, Mateo llamó con más fuerza. Al no recibir contestación, se atrevió a abrir ligeramente la puerta. El anciano yacía en la cama, respirando con evidente dificultad. Su frente brillaba de sudor y sus mejillas mostraban un color rojizo antinatural.
Cuando Mateo se acercó, notó que don Ricardo ardía en fiebre. “Don Ricardo, despierte”, dijo Mateo, sacudiendo suavemente el hombro del anciano. “No se ve bien. Creo que tiene mucha fiebre.” Los ojos de don Ricardo se abrieron lentamente, nublados por la fiebre. Mateo, ¿qué hora es? No lo sé, pero ya amaneció”, respondió el niño. Está muy caliente, don Ricardo. Creo que deberíamos llamar a un médico.
El anciano intentó incorporarse, pero un ataque de tos lo sacudió violentamente, obligándolo a recostarse de nuevo. “Mi mi libreta está junto al teléfono.” Logró articular entre tos el número del doctor Jiménez. Mateo corrió hacia el teléfono en la sala.
Junto al aparato encontró una pequeña libreta negra con números telefónicos cuidadosamente anotados. Buscó hasta encontrar Dr. Jiménez y marcó el número con dedos temblorosos. Consultorio del doctor Jiménez. Buenos días, respondió una voz femenina. Buenos días. Hablo de parte de don Ricardo Vargas”, explicó Mateo con toda la seriedad que pudo reunir. Está muy enfermo, tiene mucha fiebre y no puede respirar bien.
Por favor, ¿puede venir el doctor a verlo? Hubo una pausa al otro lado de la línea. ¿Quién habla? ¿Eres su nieto? Mateo dudó. No soy soy su ayudante. Por favor, es urgente. La recepcionista tomó los datos de la dirección y prometió que el doctor pasaría en aproximadamente una hora. Mientras tanto, dale un baño de agua tibia para bajar la fiebre y asegúrate de que tome mucho líquido instruyó.
Mateo agradeció y colgó, sintiéndose repentinamente abrumado por la responsabilidad. Nunca había cuidado de nadie enfermo más allá de ocasionales visitas a su madre cuando tenía resfriados, pero no podía simplemente abandonar a don Ricardo en ese estado. Regresó al dormitorio y encontró al anciano intentando nuevamente levantarse.
“Don Ricardo, quédese en cama”, dijo con firmeza. “El doctor vendrá en una hora.” La señorita dijo que debo darle un baño tibio para bajar la fiebre. No es necesario tanto alboroto, protestó débilmente don Ricardo. Solo necesito mis medicinas. Pero Mateo ya estaba en el baño buscando toallas y preparando agua tibia en una palangana que encontró bajo el ababo.
Con cuidado y respeto, ayudó al anciano a quitarse la parte superior del pijama y comenzó a aplicar compresas húmedas en su frente, cuello y brazos. Lamento darte tantas molestias”, murmuró don Ricardo mientras Mateo trabajaba diligentemente. “Deberías estar camino al mercado.” “Doña Lupita, puede esperar”, respondió Mateo con una madurez impropia de su edad.
“Usted me ayudó anoche, ahora me toca a mí.” Durante la siguiente hora, Mateo no solo aplicó compresas para bajar la fiebre, sino que también preparó un té de manzanilla que encontró en la cocina y ayudó a don Ricardo a tomar sus medicamentos. Cuando el timbre finalmente sonó, anunciando la llegada del Dr. Jiménez, Mateo se sintió aliviado, pero también extrañamente orgulloso de haber manejado la situación.
El doctor Jiménez resultó ser un hombre de mediana edad, con espeso bigote y expresión afable, pero profesional. Examinó a don Ricardo con meticulosidad mientras Mateo esperaba nerviosamente en un rincón de la habitación. La bronquitis se ha complicado, Ricardo diagnosticó finalmente el médico. Estás desarrollando una neumonía en fase inicial.
Necesitarás antibióticos más fuertes y reposo absoluto. Nada de salir de casa, ¿entendido. Don Ricardo asintió débilmente desde la cama, donde Mateo lo había ayudado a recostarse nuevamente después de la exploración. El doctor Jiménez escribió una receta y se la entregó a Mateo. Estas medicinas son importantes.
Hay que comprarlas lo antes posible y seguir el tratamiento al pie de la letra. miró al niño con curiosidad. ¿Eres familiar de don Ricardo? Antes de que Mateo pudiera responder, don Ricardo intervino. Es mi ayudante y está haciendo un excelente trabajo. El médico asintió, aunque su mirada reflejaba cierto escepticismo. Bien, pero don Ricardo necesitará supervisión constante durante los próximos días.
¿Hay algún adulto que pueda quedarse con él? su hijo quizás. Miguel está en Monterrey, muy ocupado, respondió don Ricardo. Pero no se preocupe, doctor. Tengo vecinos atentos y como ve un ayudante muy capaz. Cuando el médico se marchó, tras prometer volver en dos días para revisar la evolución, Mateo se quedó contemplando la receta en sus manos.
Los nombres de los medicamentos eran complicados y segaramente serían caros. Don Ricardo dijo finalmente, “Necesito ir al mercado para explicarle a doña Lupita lo que ha pasado. Después iré a la farmacia por sus medicinas. ¿Tiene dinero para comprarlas?” El anciano señaló hacia un mueble junto a la ventana.
En el segundo cajón hay una lata de galletas. Dentro guardo dinero para emergencias. Mateo encontró la lata decorada con motivos navideños descoloridos por el tiempo. En su interior había varios billetes cuidadosamente doblados. Tomó lo que consideró suficiente para las medicinas y algo de comida.
“Regresaré lo más pronto posible”, prometió. Mientras tanto, debe descansar y tomar mucho líquido, como dijo el doctor. En el mercado, doña Lupita escuchó la explicación de Mateo con creciente preocupación. El profe Ricardo con neumonía, pobrecito, y justo para estas fechas. Rebuscó bajo el mostrador y sacó un frasco de cristal. Llévale este caldo de pollo.
Lo preparé ayer y le sentará bien. Y no te preocupes por los mandados de hoy. Ve a cuidar del profe. Mateo agradeció el gesto y se apresuró a la farmacia. El farmacéutico, un hombre calvo con anteojos de montura gruesa, examinó la receta con profesionalismo. “Son medicamentos fuertes”, comentó mientras reunía los frascos.
¿Para quién son? Para don Ricardo Vargas, respondió Mateo. Tiene neumonía. El farmacéutico asintió con reconocimiento. Ah, el maestro Vargas. Excelente profesor, todos mis hijos pasaron por su clase. Mientras empacaba las medicinas, añadió en voz más baja, “Le haré un pequeño descuento. No se lo digas a nadie.
” De regreso a la casa azul, Mateo se detuvo en el mercado para comprar frutas, verduras y algo de carne para preparar comidas nutritivas. Con el cambio que le quedaba, adquirió un pequeño ramo de flores para alegrar la habitación del enfermo, recordando como su madre siempre decía que los colores curan tanto como las medicinas. Don Ricardo dormía cuando Mateo regresó.
El niño aprovechó para ordenar las medicinas según los horarios de administración. limpiar silenciosamente la cocina y preparar una sopa ligera con las verduras compradas. El aroma de la comida casera pronto impregnó la casa. Cuando el anciano despertó, encontró su habitación iluminada por la luz de la tarde, un ramo de flores multicolores en su mesa de noche y a Mateo entrando con una bandeja que contenía un plato de sopa humeante, pan recién comprado y un vaso de agua para las medicinas.
¿Has hecho todo esto tú solo?”, preguntó don Ricardo genuinamente sorprendido. Mateo se encogió de hombros repentinamente tímido. No es gran cosa. Mi mamá siempre hacía algo similar cuando papá o yo nos enfermábamos. Don Ricardo observó al niño mientras este disponía meticulosamente la comida y las medicinas.
No era la primera vez que alguien lo cuidaba durante una enfermedad. Teresa había sido una esposa devota hasta su último día, pero había algo especial en la manera en que este pequeño, prácticamente un desconocido y con su propia carga de sufrimiento a cuestas, se entregaba a la tarea con tanta naturalidad y calidez.
¿Por qué haces todo esto, Mateo? Preguntó suavemente. Apenas me conoces. El niño pareció reflexionar profundamente sobre la pregunta. Porque usted me ayudó cuando lo necesité”, respondió finalmente. “¿Y por qué?” Dudó un momento, “Porque se siente bien tener a alguien a quien cuidar otra vez.
” Esa simple confesión pronunciada con la honestidad descarnada propia de la infancia tocó algo profundo en el corazón de don Ricardo. En ese momento, mientras tomaba su primera cucharada de sopa preparada por esas pequeñas manos voluntariosas, el anciano maestro jubilado comprendió que este encuentro iba mucho más allá de la casualidad. Quizás, pensó, era la respuesta a una soledad que ni siquiera había admitido sentir.
Los días siguientes establecieron una rutina entre Mateo y don Ricardo. El niño se levantaba al amanecer, preparaba el desayuno, administraba puntualmente los medicamentos al anciano y luego salía brevemente para hacer compras necesarias o resolver pequeños asuntos. había llamado a doña Lupita para explicarle la situación y la mujer, conmovida por su dedicación le había dado permiso para quedarse cuidando de su profe el tiempo que fuera necesario.
“Cuando termines ahí, tu lugar en el mercado te estará esperando”, le aseguró. Pero ahora ese buen hombre te necesita más que yo. La salud de don Ricardo mejoraba gradualmente bajo los cuidados constantes de Mateo y las visitas regulares del Dr.
Jiménez, quien no ocultaba su sorpresa ante la eficiencia del pequeño enfermero. “Si algún día dejas de ser ayudante, podrías considerar la medicina”, bromeó el doctor durante su tercera visita. Tienes madera para ello. En las tardes, mientras don Ricardo descansaba, Mateo se dedicaba a explorar discretamente la casa, no por curiosidad malsana, sino por un genuino deseo de conocer mejor a este hombre que, sin proponérselo, se estaba convirtiendo en una figura importante en su vida.
La biblioteca del salón principal contenía cientos de libros ordenados meticulosamente: literatura clásica mexicana, poesía latinoamericana, manuales de pedagogía y para deleite de Mateo. Una extensa colección de libros ilustrados sobre historia natural. El niño pasaba horas sojeando estos últimos, fascinado por las láminas a color de animales, plantas y paisajes de todo el mundo.
Un miércoles particularmente frío, mientras barría el pequeño patio trasero siguiendo las instrucciones de limpieza que el propio don Ricardo le había dado. Es bueno mantener la mente y el cuerpo ocupados. Mateo. El niño descubrió algo inusual bajo un montón de hojas secas acumuladas en una esquina.
Era una caja de madera tallada de aproximadamente 30 cm de largo por 20 de ancho con intrincados diseños florales en la tapa. La madera, aunque algo deteriorada por la humedad, mostraba un trabajo artesanal excepcional. Intrigado, Mateo llevó cuidadosamente la caja al interior de la casa.
Don Ricardo estaba en la sala sentado junto a la ventana con una manta sobre las piernas leyendo un viejo ejemplar de Pedro Páramo. Su semblante, aunque todavía pálido, había recuperado parte del vigor que mostraba cuando Mateo lo conoció. “Don Ricardo, encontré esto en el patio”, dijo Mateo mostrándole la caja. Estaba escondida bajo unas plantas secas.
“¿Es suya?” Al ver la caja, el rostro del anciano experimentó una transformación inmediata. Sus ojos se abrieron con asombro y un leve temblor se apoderó de sus manos cuando extendió los brazos para recibirla. ¿Dónde la encontraste exactamente?, preguntó con voz quebradiza. En la esquina del patio junto al limonero, explicó Mateo, preocupado por la reacción del anciano.
Hice mal en traerla. ¿Puedo devolverla a su lugar? No, no, se apresuró a responder don Ricardo, acariciando la tapa de la caja como quien redescubre un tesoro perdido. Es solo que pensé que la había perdido hace años. O quizás, en el fondo yo mismo la escondí para no enfrentar lo que contiene. Con dedos temblorosos, don Ricardo abrió lentamente la caja.
El interior estaba sorprendentemente bien conservado, forrado con tela de terciopelo rojo descolorido por el tiempo. Contenía un pequeño reloj de bolsillo dorado, un rosario de nar, varias cartas atadas con una cinta desgastada y una libreta de cuero marrón. Son recuerdos de Teresa, mi esposa, explicó don Ricardo con voz suave, casi reverente.
Cuando falleció no pude soportar verlos cada día, pero tampoco tuve el valor de deshacerme de ellos. Debía haberlos guardado en el patio durante esos días oscuros después de su partida y luego mi memoria comenzó a fallar, como suele ocurrir a mi edad. Mateo permaneció en silencio, respetando el momento íntimo que estaba presenciando. Hizo Ademán de retirarse para dar privacidad al anciano, pero don Ricardo le indicó con un gesto que se quedara.
¿Te gustaría conocer un poco sobre ella? Preguntó señalando el lugar vacío en el sofá junto a él. Mateo asintió y se sentó curioso, pero cauteloso de no parecer entrometido. Don Ricardo tomó primero el reloj de bolsillo. Este era de mi abuelo. Se lo regalé a Teresa el día que nos comprometimos.
Ella siempre decía que así llevaría el tiempo de nuestra vida juntos cerca del corazón. abrió el reloj, revelando que se había detenido hacía mucho. En la tapa interior había una inscripción en letra pequeña y elegante. Para Teresa, mi tiempo es tuyo, Ricardo. Luego, con infinito cuidado, desató el paquete de cartas y extrajo una amarillenta por los años. Nos escribíamos cuando éramos jóvenes.
Yo estaba terminando mis estudios de magisterio en la ciudad de México y ella trabajaba como enfermera aquí en Oaxaca. Cada semana nos enviábamos nuestros pensamientos, sueños y planes. Don Ricardo desdobló la carta y comenzó a leer en voz alta. Mi querido Ricardo, hoy atendí a una niña de apenas 6 años con fiebre y una tos terrible.
Mientras cuidaba de ella, pensaba en lo maravilloso que serás como maestro. Tienes ese don para conectar con los niños, para verlos realmente como personas completas y no solo como pequeños seres a medio formar. Quizás sea egoísta, pero no puedo evitar imaginar cómo serás con nuestros propios hijos algún día.
Porque sí, Ricardo, estoy segura de que formaremos una familia. A veces el futuro me parece tan claro como el presente. La voz de don Ricardo se quebró, incapaz de continuar. Dobló cuidadosamente la carta y la devolvió a su lugar entre las demás. Fuimos muy felices. ¿Sabes? Continuó después de un momento. 42 años juntos. No siempre fáciles, pero siempre juntos.
Cuando nació Miguel, nuestro único hijo, pensé que no podría ser más feliz. Me equivocaba. Cada día con ellos traía nuevas alegrías. ¿Cómo era ella?, preguntó Mateo suavemente, genuinamente interesado. Una sonrisa nostálgica iluminó el rostro de don Ricardo. Teresa era luz. No hay otra palabra para describirla mejor. Entraba a una habitación y todo se iluminaba.
tenía una risa contagiosa y una capacidad infinita para ver lo bueno en las personas. Como enfermera, trataba a cada paciente con tanta dignidad y respeto que muchos la buscaban incluso después de recuperarse, solo para conversar con ella. Don Ricardo tomó la libreta de cuero y la abrió. Las páginas contenían dibujos, rostros, paisajes, escenas cotidianas captadas con trazo sencillo pero expresivo.
También dibujaba nada profesional, solo por placer. Decía que dibujar era su forma de preservar momentos que de otro modo se perderían en el tiempo. Pasó las páginas hasta detenerse en un dibujo de un hombre joven sosteniendo a un bebé. Este soy yo con Miguel recién nacido. Teresa capturó exactamente como me sentía, aterrado y maravillado a partes iguales.
Mateo observaba los dibujos con admiración. Él mismo disfrutaba dibujando, aunque nunca había tenido materiales apropiados ni instrucción formal. Era un pasatiempo que desarrolló durante los largos días en el último hogar de acogida, donde dibujaba con lápices mordisqueados sobre las márgenes de viejos periódicos.
“Usted debe extrañarla mucho”, comentó, no como pregunta, sino como afirmación empática. Don Ricardo asintió lentamente. Cada día cuando enfermó de cáncer, luchó con tanta dignidad. Nunca perdió su sonrisa, incluso en los peores momentos. Pero lo más difícil no fue verla partir, sino aprender a vivir sin ella después.
Un silencio reflexivo llenó la habitación. El anciano acariciaba distraídamente la tapa de la caja, sumergido en recuerdos que parecían tan vívidos que casi podían tocarse. Y Miguel, preguntó finalmente Mateo, ¿por qué vive tan lejos? Don Ricardo suspiró profundamente. Esa es otra historia triste.
Miguel y yo nos distanciamos después de la muerte de Teresa. Él quería que me mudara a Monterrey con él, pero yo no podía abandonar esta casa, nuestros recuerdos. Discutimos, dijimos cosas y dientes. Con el tiempo las heridas se fueron cerrando, pero nunca volvió a hacer lo mismo. Ahora viene dos veces al año, siempre cortés, siempre atento, pero hay una barrera invisible entre nosotros.
Mateo reflexionó sobre las palabras del anciano. Aunque joven, entendía bien el peso de las pérdidas y los arrepentimientos. Se preguntó si don Ricardo y Miguel podrían algún día reconstruir completamente su relación o si algunas heridas eran demasiado profundas para sanar totalmente.
¿Y tú, Mateo? Preguntó don Ricardo cambiando suavemente el tema. Háblame de tu familia si quieres. Claro. Era la primera vez que conversaban realmente sobre el pasado de Mateo. Hasta ahora, el niño había compartido pequeños fragmentos. Pero nunca la historia completa. Por alguna razón, la honestidad y vulnerabilidad mostrada por don Ricardo al compartir sus propios recuerdos creó un espacio donde Mateo se sintió seguro para abrir su corazón. Mi papá se llamaba Eduardo.
Comenzó con voz baja pero firme. Era carpintero. Tenía un pequeño taller donde hacía muebles por encargo. Me enseñaba los fines de semana, me dejaba lijar piezas pequeñas y aprender los nombres de las maderas. A medida que hablaba, los recuerdos fluían con más facilidad.
Le contó a don Ricardo sobre su madre María, maestra de primaria que amaba la poesía y leía en voz alta para ellos cada noche sobre su pequeña casa en las afueras de Oaxaca, con un jardín donde cultivaban chiles, hierbabuena y flores, sobre las excursiones de los domingos, cuando su padre conducía su vieja camioneta hasta el monte Albano, algún pueblo cercano para explorar juntos.
El accidente fue en la carretera a Puebla”, explicó Mateo con la mirada fija en sus propias manos. Íbamos a visitar a mi tía para el bautizo de mi prima. llovía mucho. Un camión perdió el control en una curva y su voz se apagó, incapaz de completar la frase. Don Ricardo extendió su mano arrugada y la colocó sobre el hombro del niño, ofreciendo apoyo silencioso.
Yo iba dormido. Me desperté en el hospital tres días después. Me dijeron que mis padres murieron al instante. Mateo hizo una pausa luchando contra las lágrimas. A veces pienso que es mejor así, que no sufrieron, pero otras veces, otras veces desearía haber podido despedirme. Es uno de los dolores más difíciles, murmuró don Ricardo. No poder decir adiós.
Mateo continuó relatando su odisea después del accidente, la breve estancia con su tía en Puebla, quien aunque bien intencionada, estaba abrumada con cinco hijos propios y escasos recursos, los tres hogares de acogida, cada uno con sus propios problemas. Finalmente, la decisión de escapar cuando los golpes y humillaciones en el último hogar se volvieron insoportables.
Prefiero las calles a vivir con miedo todo el tiempo, concluyó con una determinación sorprendente para alguien de su edad. Don Ricardo escuchó toda la historia sin interrumpir, su rostro reflejando una mezcla de compasión y admiración. Cuando Mateo terminó, el anciano se quedó en silencio por un momento, como procesando todo lo que acababa de escuchar.
Eres extraordinariamente valiente, Mateo dijo finalmente. Más valiente de lo que yo he sido en estos años, escondiendo mis recuerdos y mi dolor en lugar de enfrentarlos. No es valentía, respondió Mateo, encogiéndose de hombros. Solo hago lo que tengo que hacer para seguir adelante. Don Ricardo sonrió con tristeza.
Eso, mi querido niño, es precisamente la definición de valentía. Afuera, la tarde comenzaba a caer sobre Oaxaca. Las luces navideñas del vecindario empezaban a encenderse, creando un suave resplandor que se filtraba a través de las cortinas. En la casa azul de la calle Reforma, dos almas solitarias habían compartido sus historias más íntimas, creando un vínculo que trascendía la diferencia de edades y circunstancias.
Don Ricardo cerró cuidadosamente la caja de recuerdos, pero en lugar de pedir a Mateo que la devolviera al patio, la colocó en la mesa de centro. “Creo que es hora de que estos recuerdos vuelvan a formar parte de la casa”, declaró. Teresa hubiera querido así. Y creo que a ella le agradarías mucho, Mateo.
El niño sonrió tímidamente, profundamente conmovido por la inclusión implícita en esas palabras. Por primera vez en mucho tiempo se permitió imaginar un futuro que no estuviera marcado por la supervivencia diaria, un futuro donde quizás, solo quizás podría pertenecer a algún lugar nuevamente.
La segunda semana de convivencia trajo consigo una mejoría significativa en la salud de don Ricardo. La fiebre había desaparecido por completo, la tos disminuía gradualmente y su apetito había regresado con renovado entusiasmo, especialmente para los guisos sencillos pero sabrosos que Mateo preparaba cada día. El Dr. Jiménez, satisfecho con la evolución, había reducido sus visitas a una por semana y disminuido la dosis de algunos medicamentos.
Has hecho un trabajo excepcional, jovencito”, comentó el médico durante su última visita mientras guardaba su estetoscopio en el maletín. “Don Ricardo, tiene suerte de tenerte como ayudante.” Mateo agradeció el cumplido con una mezcla de orgullo y modestia. Se había tomado muy en serio su papel de cuidador, siguiendo al pie de la letra todas las indicaciones médicas y añadiendo sus propios toques de atención personalizada, flores frescas en la habitación, lecturas en voz alta de los periódicos locales e incluso un pequeño cuaderno donde registraba meticulosamente horarios de medicación, síntomas observados y alimentos consumidos.
Esa mañana de lunes, don Ricardo se levantó más temprano que de costumbre. Mateo lo encontró en la cocina preparando café con manos aún algo temblorosas, pero decididas. “Buenos días, Mateo”, saludó el anciano con inusual energía. “Hoy me siento particularmente bien. Creo que es un buen día para hacer algo importante que he estado posponiendo.
” ¿Qué cosa?, preguntó Mateo mientras sacaba huevos y tortillas para el desayuno. “Quiero que me ayudes a vestirme con mi mejor ropa después de desayunar”, respondió don Ricardo. “Voy a llamar a Miguel.” Mateo detuvo momentáneamente su actividad. En los días que llevaba en casa de don Ricardo, el tema de Miguel había surgido en varias conversaciones, pero siempre como parte de recuerdos o anécdotas del pasado.
La posibilidad de un contacto actual entre padre e hijo generaba en Mateo sentimientos encontrados. Por un lado, se alegraba de que don Ricardo buscara reconectar con su único hijo. Por otro, una punzada de inquietud lo asaltaba al pensar en cómo afectaría esto su propia situación. por algo especial, se atrevió a preguntar mientras batía los huevos.
Don Ricardo asintió, sirviéndose una taza de café humeante. Navidad está a la vuelta de la esquina. Normalmente Miguel viene para esas fechas, pero este año con mi enfermedad creo que deberíamos hablar antes. Además, añadió mirando directamente a Mateo, quiero contarle sobre ti. El desayuno transcurrió en un ambiente de expectativa nerviosa.
Don Ricardo parecía sumergido en sus propios pensamientos, planeando quizás lo que diría a su hijo. Mientras Mateo intentaba imaginar cómo sería ese Miguel que solo conocía por fotografías y breves menciones, ¿probaría la presencia de un niño de la calle en la casa de su padre? ¿Vería a Mateo como una imposición o peor como una amenaza? Después de comer, Mateo ayudó a don Ricardo a vestirse con su atuendo más formal, pantalones de lana oscura bien planchados, camisa blanca impecable y un chaleco tejido que, según explicó el anciano, había sido un regalo de Navidad de
Miguel hacía 3 años. Siempre me he visto así para ocasiones importantes”, comentó don Ricardo mientras Mateo le ayudaba a abotonarse el chaleco. Teresa decía que me hacía parecer un distinguido profesor universitario, aunque solo enseñaba primaria. Una vez arreglado, don Ricardo se dirigió al teléfono en la sala.
Mateo, discretamente hizo además de retirarse para darle privacidad, pero el anciano le indicó que se quedara. Quiero que estés aquí. Mateo, esto te concierne también. Con dedos ligeramente temblorosos, don Ricardo marcó un número que aparentemente conocía de memoria. Cada tono de espera parecía eternizarse en el silencio de la sala.
Finalmente, alguien contestó al otro lado. Miguel, soy papá, dijo don Ricardo, su voz adoptando un tono ligeramente diferente, más formal, pero también más vulnerable. Mateo observaba atentamente tratando de descifrar la conversación a partir de las respuestas y expresiones de don Ricardo. Sí, estoy mejor. Gracias por preguntar.
No, no es necesario que envíes otro médico. El doctor Jiménez está haciendo un excelente trabajo. No, no te llamaba. Por eso hubo una pausa prolongada mientras don Ricardo escuchaba a su hijo. Su expresión se tornaba cada vez más seria. Entiendo tu preocupación, hijo, pero escúchame un momento.
Don Ricardo respiró profundamente antes de continuar. Ha ocurrido algo inesperado, algo que considero providencial. Conocí a un niño extraordinario, Mateo. Me ha estado cuidando desde que enfermé. Prácticamente me ha salvado la vida. Otra pausa, esta vez más tensa. Mateo podía imaginar las preguntas y posibles objeciones de Miguel al otro lado de la línea.
No, no es ningún aprovechado, respondió don Ricardo con firmeza. Es un niño huérfano que ha pasado por situaciones muy difíciles. Tiene 10 años, Miguel. 10 años y ha mostrado más responsabilidad y compasión que muchos adultos que conozco. Don Ricardo escuchó por un momento su rostro reflejando cierta frustración.
Sí, entiendo que suene extraño, pero si lo conocieras, eso es exactamente de lo que quería hablarte. Me gustaría que vinieras antes de Navidad. Quiero que conozcas a Mateo y la siguiente pausa fue más larga. Don Ricardo cerró los ojos brevemente, como reuniendo fuerzas para lo que iba a decir a continuación.
Estoy considerando adoptarlo legalmente, Miguel. Incluso desde donde estaba, Mateo pudo escuchar la reacción sorprendida al otro lado de la línea. Su corazón dio un vuelco. Adopción. Don Ricardo nunca había mencionado esa posibilidad. El niño se quedó inmóvil procesando esta nueva y completamente inesperada información.
Sé que es una decisión importante y por eso quiero que vengas para que lo conozcas y podamos hablar en persona. Continuó don Ricardo. No, no estoy tomando decisiones precipitadas. He reflexionado mucho sobre esto. Sí, soy consciente de mi edad, pero precisamente por eso. No, no estoy diciendo que tú tendrías que Escucha, Miguel, solo te pido que vengas y lo conozcas antes de formar un juicio.
La conversación continuó por varios minutos más. Gradualmente, el tono de don Ricardo pasó de la defensiva a una cautivosa esperanza, indicando que quizás su hijo estaba al menos considerando la petición. “¿Podrías venir este fin de semana?”, preguntó finalmente. El viernes. Eso sería perfecto. Sí, te esperaremos en la terminal. Gracias, hijo.
Esto significa mucho para mí. Cuando colgó el teléfono, don Ricardo permaneció un momento en silencio como asimilando lo ocurrido. Luego se volvió hacia Mateo, quien seguía petrificado en el mismo lugar. “Vendrá el viernes”, anunció con una sonrisa cansada, pero genuina. “Quiere conocerte usted.” Mateo tragó saliva luchando por encontrar las palabras.
“¿Usted realmente quiere adoptarme?”, Don Ricardo se acercó y colocó sus manos sobre los hombros del niño, mirándolo directamente a los ojos. Mateo, estos días contigo han sido los más plenos que he vivido en mucho tiempo. Has traído vida nueva a esta casa, propósito a mis días, y tú mereces un hogar, estabilidad, la oportunidad de estudiar y desarrollarte.
Pero hizo una pausa, su expresión tornándose más seria. Esta es una decisión que afecta también a Miguel. Él es mi único hijo y aunque es adulto y tiene su propia vida, sigue siendo parte de esta familia. Necesito su apoyo en esto. ¿Y si él no está de acuerdo? Preguntó Mateo, verbalizando su mayor temor.
Miguel tiene buen corazón, respondió don Ricardo con convicción. Cuando te conozca, cuando vea lo que yo he visto en ti, estoy seguro de que entenderá. Pero si no fuera así, hizo una pausa reflexiva. Encontraremos una solución. No te abandonaré, Mateo. Eso te lo prometo. Esa noche, Mateo tuvo dificultades para dormir.
Su mente bullía con emociones contradictorias, esperanza, temor, incredulidad, gratitud. La posibilidad de ser adoptado, de tener un hogar permanente, de pertenecer a alguien nuevamente, era tan abrumadora que casi parecía irreal. Pero había un obstáculo, Miguel, ese hijo distante, que vendría a evaluarlo, a decidir si era digno de formar parte de su familia.
En la oscuridad de la habitación que temporalmente ocupaba, Mateo se preguntó cómo sería ese encuentro, qué podría hacer para ganarse la aprobación de Miguel. Y si a pesar de sus esfuerzos, el hombre decidía que no quería un huérfano de la calle relacionado con su padre. Los días hasta el viernes transcurrieron en una boráine de preparativos.
Don Ricardo, energizado por el propósito de la visita, insistió en que la casa debía estar impecable. Juntos limpiaron cada rincón, sacaron brillo a los muebles antiguos, lavaron cortinas y pusieron sábanas limpias en todas las camas. Miguel siempre ha sido muy ordenado, explicó don Ricardo mientras supervisaba la limpieza del comedor. Lo heredó de su madre.
Teresa mantenía la casa como un espejo, especialmente cuando esperábamos visitas. También dedicaron tiempo a completar el nacimiento que estaba a medio montar cuando Mateo llegó. Don Ricardo sacó del lático cajas con figurillas de barro pintadas a mano, pastores, ovejas, los tres reyes magos. un ángel con las alas parcialmente rotas, pero cuidadosamente reparadas.
Cada pieza tenía su historia que el anciano compartía mientras la colocaban en la escena. Este buey lo compró Teresa en nuestro primer año de casados”, comentaba. Y este pastor tocando la flauta fue un regalo de Miguel cuando tenía 7 años. ahorró semanas de su domingo para comprarlo. Mateo escuchaba con fascinación estas historias familiares, integrándolas en su creciente comprensión de la vida de don Ricardo.
Cada objeto en esa casa comprendía ahora era un repositorio de memorias, un testigo silencioso de alegrías y tristezas compartidas a lo largo de décadas. Y ahora él mismo estaba añadiendo nuevas capas a esa historia, entretegiéndose en el tapiz de esta familia que sorprendentemente estaba considerando incluirlo. La víspera de la llegada de Miguel, don Ricardo, llevó a Mateo al centro de la ciudad.
El niño pensó que irían a comprar provisiones adicionales para la visita, pero en lugar de dirigirse al mercado, entraron a una tienda de ropa para niños que Mateo solía mirar con anhelo desde afuera. “Necesitas algo especial para conocer a Miguel”, declaró don Ricardo con tono que no admitía discusión.
Y para Navidad, por supuesto. A pesar de las protestas de Mateo sobre el gasto innecesario, don Ricardo insistió. Dos horas más tarde salieron con varias bolsas que contenían pantalones nuevos, camisas, un suéter azul marino que resaltaba el tono oscuro de sus ojos, zapatos relucientes y hasta ropa interior y calcetines sin agujeros.
“Es demasiado, don Ricardo”, murmuró Mateo, abrumado por la generosidad. No sé cómo agradecerle. Ver tu cara en este momento es suficiente agradecimiento”, respondió el anciano con una sonrisa. Además, todos los niños merecen ropa nueva de vez en cuando. Es parte de crecer con dignidad.
Esa noche, mientras Mateo acomodaba cuidadosamente sus nuevas pertenencias en el armario de la habitación, una pregunta lo asaltó. ¿Y si todo esto era temporal? Si Miguel no aprobaba la adopción y tenía que volver a las calles, debería siquiera permitirse soñar con un futuro aquí, formar parte de esta familia, tener un lugar permanente al que llamar hogar.
Con estos pensamientos turbándole la mente, Mateo se arrodilló junto a la cama, algo que no había hecho desde la muerte de sus padres. No sabía exactamente a quién le hablaba, a Dios, a sus padres, al universo mismo, pero necesitaba expresar la mezcla de esperanza y miedo que lo consumía. “Por favor”, susurró en la penumbra de la habitación, “ajúdame a hacer lo correcto mañana.
Ayúdame a que Miguel vea que puedo ser bueno para su padre, que puedo cuidarlo y respetarlo. Y si no es posible quedarme aquí, dame la fuerza para entenderlo y seguir adelante. En la habitación contigua, sin que Mateo lo supiera, don Ricardo realizaba su propia plegaria silenciosa, pidiendo sabiduría para manejar el encuentro de mañana y la apertura de corazón necesaria para que su hijo viera en Mateo lo que él había visto.
No solo un niño necesitado, sino una segunda oportunidad para ambos. La posibilidad de formar una familia nueva de la cenizas de sus respectivas soledades. La estación de autobuses de Oaxaca bullía con la actividad propia de diciembre. Viajeros cargados de maletas y regalos, familias reuniéndose tras largas separaciones, turistas explorando la ciudad colonial en su esplendor navideño.
Entre el gentío, don Ricardo y Mateo esperaban en el Andén 7 la llegada del autobús procedente de Monterrey. Don Ricardo, visiblemente nervioso, ajustaba continuamente su bufanda tejida mientras consultaba su reloj cada pocos minutos. vestía su mejor atuendo, pantalones oscuros perfectamente planchados, camisa blanca impecable y un saco de lana que, según había explicado a Mateo, solo usaba en ocasiones muy especiales.
“El último autobús que tomé fue para el funeral de mi cuñada en Puebla hace 3 años”, comentó distraídamente mientras esperaban. “Nunca me gustó mucho viajar.” Teresa era la aventurera de la familia. Siempre quería conocer nuevos lugares. Gracias a ella conocimos gran parte de México.
Mateo escuchaba en silencio, demasiado nervioso para mantener una conversación coherente. Vestía la ropa nueva que don Ricardo le había comprado, pantalones azul marino, camisa celeste, el suéter que resaltaba el tono de sus ojos y zapatos tan relucientes que casi podía ver su reflejo en ellos.
Se sentía extraño, como disfrazado de una versión de sí mismo que no reconocía del todo. Durante toda la mañana había ensayado mentalmente que diría a Miguel como se presentaría, imaginando diferentes escenarios para ese primer encuentro crítico. Ahí viene, anunció don Ricardo señalando un autobús plateado que entraba lentamente en la estación. Mateo sintió que su corazón se aceleraba.
inconscientemente dio un paso atrás, colocándose parcialmente detrás del anciano, como buscando protección. El autobús se detuvo con un siseo de frenos y pronto comenzaron a descender los pasajeros. Algunos eran recibidos con abrazos entusiastas y pequeñas celebraciones. Otros simplemente recogían su equipaje y se marchaban apresuradamente.
Don Ricardo escudriñaba ansiosamente cada rostro hasta que finalmente levantó el brazo agitándolo con energía. Miguel, aquí hijo. Un hombre alto de unos 40 años, con cabello entre cano y gafas de montura gruesa, descendió del autobús cargando una maleta negra de ruedas y un maletín de cuero. Vestía de manera formal, pero cómoda, jeans oscuros, camisa a cuadros bajo un suéter ligero y una chaqueta de cuero marrón.
Su rostro, serio y algo tenso, se iluminó momentáneamente al ver a su padre. Y papá, exclamó Miguel acercándose a grandes ancadas. Su expresión reflejaba alivio al ver a don Ricardo de pie, aparentemente recuperado. Te ves mucho mejor de lo que esperaba. Dejó la maleta a un lado para abrazar a su padre.
Fue un abrazo cuidadoso, pero genuino, como si temiera que el anciano pudiera romperse bajo una presión excesiva. Don Ricardo correspondió con entusiasmo, dando palmadas afectuosas en la espalda de su hijo. “La última bronquitis que tuviste te dejó en cama casi un mes”, comentó Miguel al separarse, estudiando analíticamente el semblante de su padre. Estaba preocupado cuando me contaste que se había complicado.
Esta vez tuve mejor atención, respondió don Ricardo, volviéndose hacia Mateo, quien permanecía ligeramente rezagado. Miguel, quiero presentarte a Mateo, de quien te hablé por teléfono. Los ojos de Miguel, del mismo tono marrón oscuro que los de su padre, pero más penetrantes detrás de sus gafas, se posaron por primera vez en el niño. Su expresión era difícil de leer, una mezcla de curiosidad, cautela y algo que podría ser escepticismo.
Mateo, reuniendo todo su valor, dio un paso adelante y extendió su mano como le había enseñado don Ricardo, intentando que su voz no delatara su nerviosismo. “Mucho gusto, señor Miguel. Es un placer conocerlo. Miguel pareció ligeramente sorprendido por la formalidad del niño. Estrechó la mano ofrecida con firmeza profesional. El gusto es mío, Mateo.
Mi padre me ha hablado mucho de ti. Parece que le has salvado la vida. Yo no hice tanto, respondió Mateo, sonrojándose. Cualquiera habría hecho lo mismo. La modestia es una virtud escasa en estos tiempos. observó Miguel y una pequeña sonrisa suavizó momentáneamente sus facciones serias.
“Mi padre intentó inculcármela durante años con resultados mixtos.” Don Ricardo Río suavemente. Miguel siempre fue muy consciente de sus capacidades. Teresa decía que sacó mi terquedad y su perfeccionismo, una combinación formidable. El trayecto de la estación de autobuses a la casa transcurrió principalmente entre la conversación de padre e hijo.
Miguel relataba novedades de su trabajo como ingeniero de desarrollo en una importante empresa automotriz de Monterrey. Mientras don Ricardo lo ponía al día sobre antiguos vecinos y conocidos, Mateo caminaba junto a ellos en silencio, observando atentamente la dinámica entre ambos. respetuosa, cariñosa, pero con cierta rigidez subyacente, como si ambos estuvieran siguiendo un guion bien ensayado.
Al llegar a la casa azul de la calle Reforma, Miguel se detuvo brevemente en el umbral, su mirada recorriendo el interior con una mezcla de nostalgia y sorpresa. “La casa se ve diferente”, comentó mientras depositaba su equipaje en el recibidor. más viva. De algún modo, Mateo ha sido de gran ayuda con la limpieza y organización”, explicó don Ricardo, evidentemente orgulloso.
Y completamos juntos el nacimiento que dejé a medio montar. ¿Recuerdas esas figuritas que comprábamos cada año con tu madre? Miguel se acercó al nacimiento, ubicado en un lugar de honor en la sala. Sus dedos acariciaron delicadamente la figura de un pastor que cargaba un cordero sobre sus hombros.
Este lo elegí yo, murmuró, casi para sí mismo. Tenía 8 años. Mamá dijo que me recordaba a la parábola de la oveja perdida. El resto del día transcurrió en una extraña danza de cortesía y evaluación mutua. Miguel, aunque amable, mantenía cierta distancia emocional, especialmente con Mateo.
Durante la comida, preparada meticulosamente por el niño con los mejores ingredientes que habían podido conseguir, Miguel hizo preguntas directas, pero respetuosas sobre su pasado, su educación truncada y sus circunstancias actuales. “¿Cuánto tiempo estuviste en la calle antes de conocer a mi padre?”, preguntó mientras saboreaba el mole que Mateo había cocinado, siguiendo una receta simplificada que doña Lupita le había enseñado.
“Casi 7 meses,” respondió Mateo con honestidad. Antes estuve con mi tía en Puebla, pero tiene cinco hijos y poco espacio. Luego pasé por tres hogares de acogida. “¿Por qué dejaste el último?”, insistió Miguel, su tono neutral pero inquisitivo. Mateo bajó la mirada hacia su plato. El señor bebía mucho.
Cuando lo hacía se ponía violento con todos nosotros. Un silencio incómodo siguió a esta revelación. Don Ricardo, quien ya conocía esta parte de la historia, extendió su mano para apoyarla brevemente sobre la de Mateo, un gesto de solidaridad que no pasó desapercibido para Miguel. “Entiendo”, dijo finalmente Miguel, su voz ligeramente más suave.
“No debe haber sido fácil tomar la decisión de irte solo.” “Fue más fácil que quedarse”, respondió Mateo con una sencillez que encerraba una profunda verdad. Esa noche, después de que Mateo se retirara a dormir, padre e hijo conversaron largamente en la cocina. Aunque el niño intentó no escuchar, fragmentos de la conversación llegaban hasta su habitación a través de las delgadas paredes.
No dudo de sus buenas intenciones, papá, pero es una responsabilidad enorme. Merece una oportunidad, Miguel. Es un niño excepcional. ¿Has pensado en tu edad? ¿Qué pasará cuando el mejor niño que he conocido en décadas de enseñanza? Proceso legal complicado, antecedentes, sistema de adopción. Hablaré con Ernesto del DIV, fue mi alumno, ahora es director regional.
Mateo se durmió con un nudo en el estómago, temiendo que Miguel convenciera a don Ricardo de desistir de la idea de adoptarlo. A pesar de la ropa nueva, la comida abundante y la calidez de la casa, se sentía repentinamente inseguro, como si todo pudiera desvanecerse al menor soplo de viento.
A la mañana siguiente, Mateo despertó al amanecer, como era su costumbre desde que vivía en las calles. se vistió silenciosamente y se dirigió a la cocina, decidido a preparar un desayuno especial que pudiera impresionar a Miguel. Para su sorpresa, encontró al hijo de don Ricardo ya despierto cocinando. “Buenos días”, saludó Miguel volviéndose desde la estufa donde freía tiras de tortilla para chilaquiles. “Espero que no te moleste.
Quería sorprender a papá con el desayuno que mi madre solía preparar los domingos.” No, para nada”, respondió Mateo, inseguro sobre cómo proceder. “¿Puedo ayudar en algo?” Miguel lo estudió por un momento, como tomando una decisión interna. “¿Sabes picar cebolla y tomate?” “Claro,”, asintió Mateo, agradecido por la tarea concreta.
Durante la siguiente media hora trabajaron juntos en un silencio intermitente roto ocasionalmente por instrucciones o preguntas prácticas. Miguel, notó Mateo, era meticuloso en la cocina, medía ingredientes con precisión, cuidaba los tiempos exactos, organizaba su espacio de trabajo con eficiencia casi científica.
Mi padre me dice que aprendiste a cocinar mirando a los vendedores del mercado”, comentó finalmente Miguel mientras terminaba la salsa. “Sí, especialmente a doña Lupita,” explicó Mateo, concentrado en picar cilantro finamente. Ella hace los mejores tamales de Oaxaca. Me dejaba ver cómo preparaba sus salsas a cambio de ayuda con mandados. Miguel asintió pensativamente.
Yo aprendí por necesidad. Cuando mi madre enfermó de cáncer, pasaba largas temporadas en el hospital. Papá seguía enseñando, así que muchas veces me tocaba encargarme de la casa. Tenía 15 años. Mateo levantó la mirada, sorprendido por esta revelación personal. No lo sabía dijo suavemente. Lo siento.
La enfermedad de mamá duró casi 3 años, continuó Miguel. su voz controlada, pero con un trasfondo de emoción contenida. Fueron tiempos difíciles para todos. Creo que por eso entiendo un poco lo que es tener que crecer de golpe, asumir responsabilidades que normalmente no corresponden a un niño. Un entendimiento silencioso pareció establecerse entre ellos.
No era compasión ni lástima, sino un reconocimiento mutuo de experiencias compartidas, a pesar de las enormes diferencias en sus circunstancias. El desayuno resultó ser un momento de inflexión. Don Ricardo, visiblemente complacido al ver a su hijo y a Mateo trabajando juntos, mantuvo viva la conversación con anécdotas de su vida como maestro.
Gradualmente, la atmósfera se fue relajando y Mateo notó que Miguel lo observaba con ojos diferentes, menos evaluadores y más receptivos. Después del desayuno, don Ricardo anunció que debía hacer una llamada importante a su antiguo colega Ernesto Vargas, ahora director del TF municipal, para discutir los posibles pasos legales para la adopción.
Mientras el anciano conversaba en su habitación, Miguel invitó a Mateo a acompañarlo al mercado para comprar ingredientes para la cena. “Quiero preparar bacalao a la bizcaína”, explicó. Es tradición familiar para Nochebuena y pensé que podríamos adelantarnos con algunos preparativos. El mercado de abastos era el territorio de Mateo.
Mientras recorrían los pasillos coloridos y bulliciosos, el niño se transformó. Saludaba a vendedores por su nombre. negociaba precios con habilidad sorprendente y conocía exactamente donde encontrar los mejores productos al mejor precio. “Don Jacinto tiene el mejor bacalao”, indicó con seguridad, guiando a Miguel hacia un puesto en la sección de pescados. Y la señora Remedios vende unas aceitunas españolas que triunfaron en una competencia en la ciudad de México.
Miguel observaba con creciente admiración la soltura de Mateo en ese entorno. “Conoces bien el mercado”, comentó mientras seguían al niño. “Era mi hogar”, respondió Mateo simplemente. “Bueno, lo más parecido a un hogar que tuve en estos meses.” Varios vendedores se acercaron a saludar a Mateo durante su recorrido y más de uno comentó lo bien que se veía con ropa nueva y mejor alimentado.
La señora Mercedes, una panadera regordeta con trenzas plateadas, lo abrazó efusivamente. Mateo. Doña Lupita nos contó que estás cuidando al maestro Vargas. Qué alegría verte también. Se volvió hacia Miguel explicando con orgullo, este niño es un ángel. Siempre dispuesto a ayudar, siempre educado, nunca pidiendo nada para sí mismo.
Miguel escuchaba estos testimonios con interés creciente, como piezas de un rompecabezas que comenzaba a tomar forma ante sus ojos. El Mateo, que conocía a través de estos encuentros espontáneos, era claramente querido y respetado en la comunidad, muy lejos de la imagen potencial de un oportunista que pudiera estar aprovechándose de un anciano vulnerable.
De regreso a casa, cargados con bolsas llenas de ingredientes frescos, Miguel se atrevió a formular una pregunta directa. Mateo, ¿qué esperas realmente de esta situación con mi padre? El niño se detuvo tomándose un momento para considerar seriamente la pregunta. No esperaba nada cuando conocí a don Ricardo respondió finalmente.
Solo quise ayudarlo porque él me ayudó a mí primero, dejándome quedarme esa noche de lluvia. Después hizo una pausa buscando las palabras correctas. Después descubrí que me gusta cuidar de él. Me gusta tener a alguien que me espera, que valora lo que hago. Nunca pensé en adopción hasta que él lo mencionó.
Pero si me pregunta, ¿qué espero ahora? Mateo miró directamente a Miguel. Espero poder seguir con don Ricardo, no por tener un techo o comida, aunque eso es importante, sino porque con él me siento útil, valorado, como si importara. La honestidad desarmante de la respuesta pareció impactar a Miguel. Por un instante, la fachada profesional y analítica del ingeniero se resquebrajó, revelando a un hombre conmovido por la sencilla, pero profunda declaración del niño.
“Gracias por tu sinceridad, Mateo”, dijo finalmente. “Creo que empiezo a entender lo que mi padre ve en ti.” Esa tarde, mientras preparaban juntos los preliminares para la cena de Nochebuena, remojando el bacalao, tostando chiles, picando almendras, un nuevo entendimiento parecía haberse establecido entre Miguel y Mateo.
No era todavía aceptación plena, pero sí una apertura, una disposición a considerar posibilidades que antes parecían impensables. Cuando don Ricardo se unió a ellos, encontró un ambiente distendido con su hijo explicando pacientemente a Mateo los secretos de la receta familiar, transmitida por generaciones desde que un bisabuelo vasco se había establecido en Oaxaca a principios del siglo XX.
Teresa siempre decía que la comida no es solo alimentación, sino historia, memoria y conexión”, comentó don Ricardo observando la escena con evidente satisfacción. Cada platillo que preparamos es un vínculo con quienes estuvieron antes que nosotros y con quienes vendrán después, añadió Miguel intercambiando una mirada significativa con su padre mientras le pasaba a Mateo un puñado de pasas para añadir al guiso. La tradición solo vive cuando se transmite.
Esta noche, después de una cena agradable y distendida, don Ricardo anunció que había hablado con Ernesto Vargas del DIV, quien les había concedido una cita para el lunes siguiente, dos días antes de Nochebuena. Ernesto dice que el proceso será largo, explicó, pero dado el tiempo que Mateo ha estado bajo mi cuidado y considerando que no tiene familiares directos que reclamen su custodia, podríamos comenzar con una tutela temporal mientras se completa la adopción plena. ¿Has considerado todos los ángulos legales, papá?”, preguntó
Miguel, su tono profesional, pero no opositor. “¿Qué pasaría si en el futuro tu salud?” Don Ricardo asintió comprensivamente. Ernesto y yo discutimos eso también. Parte del acuerdo incluiría provisiones para el cuidado de Mateo en caso de que yo falte. Por supuesto, nunca impondría esa responsabilidad sobre ti sin tu consentimiento, hijo.
Miguel permaneció pensativo por un momento. No se trata de imposiciones, papá, se trata de familia. Miró brevemente hacia Mateo, quien escuchaba la conversación con tensa atención. Si Mateo va a ser parte de esta familia, entonces es responsabilidad de todos nosotros. Las palabras quedaron suspendidas en el aire, cargadas de implicaciones.
No era una aceptación explícita de la adopción, pero tampoco un rechazo. Era un reconocimiento de posibilidades, un puente tendido entre lo que había sido y lo que podría ser. Esa noche, mientras los adultos continuaban su conversación en la sala, Mateo se retiró al pequeño patio trasero para contemplar las estrellas.
El cielo oaqueño brillaba con particular intensidad en esa época del año y el aire fresco llevaba aromas de pino y naranjas mezclados con los residuos de copal que algún vecino habría quemado durante el día. Por primera vez en mucho tiempo, Mateo se permitió imaginar un futuro más allá de la supervivencia inmediata, un futuro con escuela, con amigos estables, con celebraciones navideñas año tras año en la casa azul de la calle Reforma.
Un futuro donde su nombre podría ser algún día Mateo Vargas. Una puerta se abrió detrás de él y el sonido de pasos le indicó que no estaba solo. Mateo se volvió para encontrarse con Miguel, quien se acercaba con las manos en los bolsillos de su chaqueta. “Hace frío aquí fuera”, comentó el hombre, mirando también hacia el cielo estrellado.
“Mi madre y yo solíamos salir a este patio en noches como esta. me enseñaba las constelaciones y me contaba historias sobre cada una. Era una gran narradora. “Don Ricardo dice que ella era como la luz de esta casa”, respondió Mateo suavemente. Miguel sonrió con nostalgia. Lo era.
Y cuando se fue, esa luz se apagó. O eso pensaba. hizo una pausa significativa. Hasta que llegué hoy y encontré la casa diferente, más viva. Se volvió para mirar directamente a Mateo, su expresión abierta y sincera como no lo había estado desde su llegada. No sé si esto funcionará, Mateo. La adopción, la nueva familia, todo este plan que mi padre ha imaginado.
Hay muchos obstáculos prácticos y legales, pero lo que sí sé es que de algún modo has traído algo de vuelta a esta casa, algo que pensé que se había perdido para siempre. Mateo no supo que responder. Abrumado por la intensidad del momento. Miguel pareció entender su silencio. No necesitas decir nada ahora. Solo quería que supieras que, sea cual sea el resultado final, me alegra que mi padre te haya encontrado o que tú lo hayas encontrado a él.
Con un gesto que parecía impulsivo pero genuino, Miguel extendió su mano y revolvió afectuosamente el cabello de Mateo, como habría hecho con un hermano menor o un sobrino querido. “Ahora entremos”, añadió señalando hacia la casa iluminada. “Mañana tenemos que ir de compras para los últimos preparativos navideños. Si vamos a ser familia, debes conocer nuestras tradiciones.
La palabra familia, pronunciada esta vez sin reservas ni condiciones, quedó resonando en el corazón de Mateo mientras seguía a Miguel de regreso a la calidez del hogar. La mañana del domingo, tres días antes de Nochebuena, amaneció con un sol radiante que contrastaba con el aire fresco típico de diciembre en Oaxaca. La casa azul de la calle Reforma Bullía con actividad desde temprano.
Miguel había asumido sorprendentemente el papel de organizador de los preparativos navideños, elaborando listas meticulosas de lo que faltaba comprar y las tareas pendientes para tener todo listo a tiempo. Siempre fue así, comentó don Ricardo a Mateo mientras observaban a Miguel revisar sistemáticamente el contenido de los armarios de la cocina.
Teresa le decía, “Mi pequeño ingeniero, desde que tenía 5 años, todo tenía que estar perfectamente planificado y ejecutado.” En el transcurso de las últimas 24 horas, Mateo había presenciado una transformación gradual en Miguel. El hombre serio y reservado que había descendido del autobús daba paso hora tras hora, a alguien más relajado, más abierto, incluso juguetón en ocasiones.
Era como si la atmósfera de la casa, impregnada ya de espíritu navideño, hubiera comenzado a disolver capas de profesionalismo y distancia emocional cultivadas durante años. “Necesitamos comprar más ingredientes para el ponche”, anunció Miguel consultando su lista. y flores de Nochebuena para decorar el comedor. La señora Jiménez de la Floristería siempre guardaba las mejores para mamá.
Espero que siga teniendo ese detalle con la familia. Mateo y yo podemos encargarnos de las compras mientras tú terminas de revisar la despensa”, sugirió don Ricardo poniéndose de pie con un vigor renovado. Su salud había mejorado notablemente en los últimos días, aunque Mateo seguía vigilando discretamente que tomara sus medicinas y no se excediera en esfuerzos. Miguel pareció dudar.
¿Estás seguro, papá? Aún estás convaleciente. El doctor Jiménez dijo que las caminatas cortas me vendrían bien, respondió don Ricardo. Addemás tengo a mi enfermero personal, añadió guiñando un ojo a Mateo. El mercado dominical era un espectáculo de colores, olores y sonidos.
Los puestos rebosaban de productos especiales para las fiestas, frutas cristalizadas, tejocotes, caña de azúcar, guayabas fragantes para el ponche. Montones de hojas de tamal y masa preparada para los tradicionales tamales navideños, mesas repletas de figurillas artesanales para nacimientos, vendedores pregonando sus productos entre el gentío.
Mateo y don Ricardo avanzaban lentamente, deteniéndose en puestos seleccionados donde el niño, con su conocimiento del mercado, negociaba precios y calidades con una seguridad que seguía sorprendiendo al anciano. “Eres un negociante natural”, comentó don Ricardo mientras Mateo conseguía una generosa porción de tejocotes especialmente seleccionados por la vendedora a un precio considerablemente menor del inicialmente pedido.
En la calle aprendes rápido, respondió Mateo encogiéndose de hombros. Cada centavo cuenta cuando no sabes si podrás comer al día siguiente. Estas pequeñas revelaciones sobre su vida anterior seguían impactando a don Ricardo, recordándole la resiliencia extraordinaria del niño que caminaba a su lado.
Por momentos casi olvidaba que Mateo tenía apenas 10 años, su madurez, su capacidad para resolver problemas prácticos y su comprensión de la naturaleza. humana correspondían a alguien mucho mayor mientras seleccionaban flores de nochebuena en la floristería de la señora Jiménez, quien efectivamente había reservado las más hermosas para la familia del maestro Vargas. Don Ricardo observó como Mateo interactuaba respetuosa, pero confiadamente con la florista, ayudándola incluso a cargar un pesado balde cuando la vio esforzarse.
“Te has ganado el corazón de este barrio en poco tiempo”, comentó don Ricardo mientras regresaban cargados con sus compras. “La gente aquí es buena”, respondió Mateo. “Me han ayudado muchas veces, aún sabiendo que vivía en la calle. Doña Lupita me daba tamales al final del día.” Don Pedro de la panadería me regalaba el pan del día anterior.
El señor del puesto de jugos me dejaba las frutas magulladas que no podía vender. “Y tú les devolvías el favor a tu manera,”, observó don Ricardo. “Intentaba ser útil”, asintió Mateo. Barría, cargaba cosas, hacía mandados. Mi papá siempre decía que uno debe ganarse lo que recibe, aunque sea con pequeños gestos. Al regresar a casa, encontraron a Miguel en el patio trasero, aparentemente buscando algo entre los arbustos y plantas.
“Miguel, ¿qué haces ahí agachado?”, preguntó don Ricardo, dejando las bolsas de la compra sobre la mesa de la cocina. “Buscaba esto,”, respondió su hijo, incorporándose con una pequeña maceta en las manos. Contenía lo que parecía un esqueje de planta con apenas unas pocas hojas verdes brotando de un tallo delgado. ¿Lo recuerdas, papá? Es el esqueje de la planta favorita de mamá.
Lo planté el día de su funeral, pero nunca revisé si había aprendido. Don Ricardo se acercó lentamente, sus ojos fijos en la pequeña planta. La gardenia, murmuró. Teresa adoraba su aroma. Ha sobrevivido todos estos años prácticamente abandonada”, continuó Miguel con un tono que sugería que estaba extrayendo un significado más profundo de este descubrimiento.
Pensé que podríamos trasplantarla a una maceta más grande y colocarla en la sala junto al nacimiento. A mamá le gustaría estar presente de alguna manera en nuestra Navidad. Mateo observaba el intercambio en silencio, comprendiendo intuitivamente la importancia de ese momento. No se trataba solo de una planta, era un símbolo de conexión con el pasado, un puente entre lo que esta familia había sido y lo que ahora estaba en proceso de convertirse.
La tarde transcurrió en una actividad colectiva y armoniosa. Miguel preparó una nueva maceta con tierra fresca, explicando a Mateo los cuidados específicos que requería la Gardenia. Don Ricardo desempolvó adornos navideños adicionales que hacía años no utilizaba, guirnaldas plateadas que Teresa confeccionaba a mano, pequeños ángeles de cristal que colgaban de hilos casi invisibles, velas aromáticas en recipientes decorados con motivos navideños.
Esta casa no había estado tan engalanada para Navidad desde que mamá vivía”, comentó Miguel mientras ajustaban la última guirnalda sobre la entrada principal. “Teresa hubiera estado encantada”, respondió don Ricardo, contemplando su obra con satisfacción nostálgica. siempre decía que la Navidad es la fiesta del Renacimiento, no solo por el nacimiento de Jesús, sino porque nos permite renacer a nosotros mismos a través de la generosidad y el amor.
Durante la cena, la conversación giró hacia la próxima cita en el DIF municipal. Miguel, quien había estado investigando por su cuenta los aspectos legales de la adopción, compartió sus hallazgos. Hablé con un colega que es abogado especializado en derecho familiar”, explicó mientras servía el té de canela que habían preparado para el postre.
me explicó que en casos como el de Mateo, donde no hay familia biológica reclamando la custodia y existe una relación de cuidado establecida, el proceso puede simplificarse considerablemente, especialmente si hay un funcionario del DIF dispuesto a agilizar los trámites. Ernesto fue mi alumno durante 6 años”, comentó don Ricardo, “Un niño brillante de familia humilde.
Conseguí una beca para que pudiera seguir estudiando. Ahora es abogado y director regional del DIV. Siempre dice que me debe su carrera. Eso ayudará, asintió Miguel. Pero debemos estar preparados para un proceso que podría tomar meses, incluso con contactos. Habrá investigaciones sociales, visitas domiciliarias, evaluaciones psicológicas.
Mateo escuchaba con creciente ansiedad. Nunca había considerado todas las complejidades que implicaba una adopción legal. Y si encontraban algo en su pasado que lo descalificara, si alguno de los hogares de acogida por los que había pasado presentaba informes negativos.
Como percibiendo su inquietud, don Ricardo posó una mano tranquilizadora sobre su hombro. No te preocupes, Mateo. Afrontaremos cada etapa juntos, paso a paso. Exactamente. Confirmó Miguel, sorprendiendo a Mateo con su respaldo explícito. Y tendremos ayuda legal profesional. Mi colega se ofreció a asesorarnos pro bonono durante todo el proceso.
Proque, preguntó Mateo, confundido por el término. Probono, explicó Miguel con una sonrisa. significa que no cobrará por su trabajo. Es su forma de contribuir a una buena causa. ¿Por qué haría eso por mí? Preguntó Mateo, genuinamente perplejo. Ni siquiera me conoce.
Miguel y don Ricardo intercambiaron una mirada significativa antes de que Miguel respondiera. Por la misma razón que la señora Jiménez guardó las mejores flores para nosotros, o que doña Lupita te daba tamales, o que el farmacéutico le hizo descuento a don Ricardo en sus medicinas. En las comunidades las personas se cuidan unas a otras. Es lo que nos hace humanos. Esa noche, mientras Mateo se preparaba para dormir, Miguel llamó suavemente a su puerta.
“¿Puedo pasar un momento?”, preguntó asomándose con una pequeña caja en las manos. “Claro, respondió Mateo, incorporándose en la cama.” Miguel se sentó en el borde, visiblemente nervioso, algo inusual en él. Quería darte esto”, dijo extendiendo la caja. Pensaba guardarlo para Navidad, pero creo que es mejor ahora.
Intrigado, Mateo abrió la caja para encontrar un reloj de pulsera sencillo pero elegante, con correa de cuero negro y esfera plateada. “Era mío cuando tenía aproximadamente tu edad”, explicó Miguel. “Mi madre me lo regaló cuando gané mi primer concurso de matemáticas.” dijo que era importante que un joven aprendiera el valor del tiempo. Mateo tomó el reloj con reverencia, comprendiendo perfectamente el significado del gesto.
No era solo un objeto, era una bienvenida, un reconocimiento, una aceptación. No sé qué decir, murmuró genuinamente conmovido. No necesitas decir nada, respondió Miguel. Solo quería que supieras que aunque el proceso legal pueda ser largo y complicado, en lo que a mi respecta, ya eres parte de esta familia. En un impulso que sorprendió a ambos, Mateo se inclinó hacia adelante y abrazó a Miguel.
Fue un abrazo breve, pero intenso, cargado de gratitud, esperanza y la promesa tácita de un nuevo comienzo. Miguel correspondió torpemente como quien ha olvidado el lenguaje de las demostraciones físicas de afecto, pero está dispuesto a reaprender.
Cuando se separaron, ambos evitaron mirarse directamente, compartiendo ese pudor masculino ante las emociones demasiado expuestas. Será mejor que descanses”, dijo finalmente Miguel poniéndose de pie. “Mañana será un día importante con la visita al div.” Mientras se dirigía a la puerta, se detuvo y añadió, “Como quien comparte un secreto, “¿Sabes? Mi padre siempre quiso tener más hijos.
El embarazo de mi madre fue complicado y los médicos le advirtieron que no podría tener más. Durante años hablaron de adopción, pero nunca dieron el paso. Creo que el destino tiene formas extrañas de cumplir los deseos postergados. Cuando Miguel se marchó, Mateo permaneció largo rato contemplando el reloj, pasando sus dedos por la suave correa de cuero y la esfera reluciente.
Finalmente se lo colocó en la muñeca y aunque le quedaba grande, decidió dormir con el puesto, como si temiera que pudiera desvanecerse durante la noche, junto con esta nueva promesa de pertenencia. A la mañana siguiente, el lunes previo a Nochebuena, la casa despertó con una energía expectante.
Don Ricardo, visiblemente nervioso pero decidido, vistió su traje más formal, un conjunto gris oscuro que guardaba para ocasiones especialmente solemnes, como graduaciones de alumnos particularmente queridos o en años anteriores ceremonias de premiación docente. Este traje tiene historia”, explicó a Mateo mientras el niño le ayudaba a abotonarse la camisa. Lo llevaba el día que recibí el reconocimiento al mérito educativo del estado de Oaxaca.
Teresa estaba tan orgullosa ese día. Miguel también se vistió formalmente con un traje azul marino y corbata discreta que acentuaban su aire profesional. Para Mateo habían elegido conjuntamente ropa nueva, pero no ostentosa, pantalones oscuros, camisa celeste y un suéter ligero de color azul marino.
El objetivo, según explicó Miguel, era proyectar estabilidad y respeto sin parecer pretenciosos. En estas situaciones, la presentación importa”, comentó mientras ajustaba el cuello de la camisa de Mateo. “Pero más importante aún es ser auténticos. Los trabajadores sociales están entrenados para detectar falsedades. Solo sé tú mismo, Mateo, es tu mejor cualidad.
El edificio del DIV municipal ubicado cerca del centro histórico, era una construcción de principios del siglo XX reconvertida en oficinas gubernamentales. Su fachada de cantera rojiza y amplios ventanales le confería un aire institucional, pero no intimidante. En la entrada, un árbol de Navidad de tamaño considerable y decoraciones festivas en las ventanas intentaban suavizar la seriedad burocrática del lugar. Don Ricardo fue recibido con muestras evidentes de respeto por el personal.
Varios empleados se acercaron a saludarlo, algunos identificándose como antiguos alumnos, otros como padres de estudiantes que habían pasado por su aula. Era evidente que el maestro Vargas gozaba de considerable estima en la comunidad. Ernesto Vargas, el director regional del DIF, resultó ser un hombre robusto de unos 50 años, con una calva incipiente y ojos vivaces tras gafas de montura gruesa.
Recibió a don Ricardo con un abrazo afectuoso y genuino. Maestro, qué alegría haberlo recuperado. Cuando me llamó la semana pasada, me preocupé al saber de su enfermedad. Gracias a Mateo, me recuperé rápidamente”, respondió don Ricardo, presentando al niño que permanecía ligeramente retraído junto a él. “Ernesto, él es Mateo, de quien te hablé.
Y este es mi hijo Miguel, que vino desde Monterrey para apoyarnos en este proceso. El director saludó a ambos cordialmente y los invitó a pasar a su oficina, un espacio amplio pero sobrio, con paredes cubiertas de reconocimientos, fotografías de eventos comunitarios y dibujos infantiles enmarcados. Me he tomado la libertad de invitar a la reunión a la licenciada González, nuestra trabajadora social principal, y al licenciado Ramírez del departamento legal”, explicó Ernesto, señalando a un hombre y una mujer que esperaban sentados junto a un escritorio de conferencias en el extremo de la oficina. Ellos serán fundamentales en
todo el proceso. Durante la siguiente hora, la conversación transcurrió entre explicaciones técnicas del procedimiento de adopción, preguntas sobre la situación específica de Mateo y consideraciones prácticas dada a la edad de don Ricardo. La licenciada González, una mujer de mediana edad con expresión amable pero profesionalmente neutra, dirigió muchas de sus preguntas directamente a Mateo.
Cuéntame, Mateo, ¿cómo te sientes viviendo con don Ricardo? Muy bien, respondió el niño con sinceridad. Me gusta cuidarlo y ayudarlo, y él me enseña muchas cosas, igual que hacía mi papá antes. Extrañas tu vida anterior, la libertad de la calle, quizás. Mateo reflexionó brevemente.
No extraño pasar frío, ni tener hambre, ni sentir miedo por la noche, respondió con una madurez que impresionó visiblemente a los presentes. En la calle no hay libertad real, solo supervivencia. Con don Ricardo puedo ser un niño otra vez, aunque también tenga responsabilidades. La trabajadora social tomó notas detalladas asintiendo ocasionalmente. Luego dirigió su atención a Miguel.
Señor Vargas, entiendo que usted vive en Monterrey. ¿Cómo ve su rol en esta nueva configuración familiar considerando la distancia geográfica? Miguel, quien claramente había anticipado esta pregunta, respondió con seguridad profesional, mi trabajo me permite cierta flexibilidad para el teletrabajo.
Planeo incrementar significativamente mis visitas a Oaxaca al menos una semana al mes. Además, estoy explorando la posibilidad de una transferencia a nuestra planta en Puebla, lo que me colocaría a solo 2 horas de distancia. Esta respuesta, que revelaba un nivel de compromiso que Mateo no había anticipado, sorprendió gratamente al niño.
La idea de que Miguel estuviera considerando cambiar su vida profesional para facilitar esta nueva situación familiar era abrumadora. El licenciado Ramírez, hasta entonces mayormente silencioso, intervino para abordar los aspectos legales más complejos. Dada la situación irregular de Mateo, sin registros actualizados en el sistema de acogida desde su escape y considerando la edad avanzada de don Ricardo, sugiero un enfoque gradual”, explicó.
Consultando una carpeta de documentos, comenzaríamos con una tutela temporal de emergencia que podría otorgarse en cuestión de semanas. Esto legalizaría inmediatamente la situación de cuidado actual y permitiría a Mateo tener acceso a servicios educativos y de salud mientras se procesa la adopción plena.
También debemos considerar provisiones para el futuro, añadió, mirando con respeto pero franqueza a don Ricardo. Establecer claramente quién asumiría la responsabilidad legal por Mateo en caso de que usted, don Ricardo, no pudiera continuar como su tutor principal. Mi hijo Miguel sería el sucesor natural”, respondió don Ricardo sin vacilación. Miguel asintió confirmando su disposición.
Estoy plenamente comprometido con el bienestar de Mateo, sin importar las circunstancias futuras. Ernesto, quien había estado escuchando atentamente, intervino con tono conciliador, pero realista. “El proceso no será sencillo ni rápido,” advirtió. Habrá investigaciones exhaustivas, visitas domiciliarias, evaluaciones psicológicas para todos los involucrados.
La edad de don Ricardo será un factor que el comité de adopciones considerará detenidamente. Se volvió hacia Mateo hablándole directamente de adulto a adulto. También investigarán tu pasado, Mateo, los hogares de acogida, las razones de tu escape, tu vida en la calle. No para juzgarte, sino para entender completamente tu situación y necesidades.
Mateo asintió, aunque la perspectiva de que extraños escudriñaran los detalles más dolorosos de su vida resultaba intimidante. “Haremos todo lo posible para agilizar el proceso”, concluyó Ernesto, dirigiéndose nuevamente a don Ricardo. Debo ser honesto, en circunstancias normales, un hombre de su edad tendría pocas posibilidades de obtener la aprobación para adoptar, pero su reputación intachable, el apoyo evidente de su hijo y la relación ya establecida con Mateo juegan a su favor. Y no voy a mentir, mi influencia en el
comité también será un factor positivo. Al salir de la reunión, Mateo se sentía simultáneamente esperanzado y abrumado. Por un lado, el proceso parecía avanzar en la dirección correcta. Por otro, la magnitud de lo que estaban emprendiendo, los obstáculos, evaluaciones y escrutinios que enfrentarían, resultaba intimidante.
Como leyendo sus pensamientos, don Ricardo colocó una mano reconfortante sobre su hombro mientras caminaban hacia la salida. Paso a paso, Mateo, como todo lo importante en la vida. Y no estás solo en esto”, añadió Miguel caminando al otro lado del niño. Somos un equipo ahora. De regreso a casa decidieron detenerse en el Zócalo para tomar chocolate caliente y pan dulce en una de las cafeterías tradicionales que bordean la plaza.
Era una pequeña celebración improvisada por haber dado el primer paso oficial hacia la formalización de su nueva familia. Sentados en una mesa con vista a la catedral iluminada y al enorme árbol de Navidad que presidía la plaza, los tres conversaron animadamente sobre los preparativos que faltaban para Nochebuena, las tradiciones que querían mantener y las nuevas que podrían iniciar.
Siempre hemos cenado bacalao a la bizcaína la noche del 24″, explicaba don Ricardo. Es una receta que viene de la familia de Teresa. Después asistimos a la misa de gallo en la catedral y al regresar tomamos ponche caliente mientras compartimos un pequeño regalo, solo uno cada uno, como anticipo de los regalos principales del día de Navidad.
Este año tenemos que adaptar algunas tradiciones, comentó Miguel mirando significativamente a Mateo. Somos una familia diferente. Ahora podríamos incorporar elementos que fueron importantes para ti, Mateo. ¿Qué hacían tus padres en Navidad? Mateo, conmovido por la consideración, reflexionó un momento. Mi mamá siempre preparaba buñuelos con miel de piloncillo la noche de Navidad.
Decía que el círculo del buñuelo representa la eternidad y la miel la dulzura de la vida que debemos compartir. Sonrió ante el recuerdo y mi papá tallaba pequeñas figuras de madera como regalos. Tengo tenía un bel completo que él hizo pieza por pieza durante varios años. Un silencio respetuoso siguió a esta revelación.
Tanto don Ricardo como Miguel parecían comprender que estas tradiciones perdidas no eran simples costumbres, sino conexiones vitales con un pasado que Mateo atesoraba y temía olvidar. “Podríamos hacer buñuelos este año”, sugirió don Ricardo suavemente. “Si recuerdas cómo los preparaba tu madre. Y quizás con el tiempo podrías aprender carpintería como tu padre”, añadió Miguel.
No para reemplazar lo que perdiste, sino para honrarlo continuando su legado a través de ti. Estas palabras tocaron algo profundo en Mateo. Por primera vez sentía que recordar a sus padres y abrazar esta nueva familia no eran acciones contradictorias, sino complementarias, partes de un continuo vital donde el pasado y el futuro podían coexistir en armonía.
Al regresar a casa, una sorpresa los esperaba. Sobre el porche de la entrada había una caja de cartón cuidadosamente cerrada con el nombre de Mateo escrito a mano. Don Ricardo, intrigado, la recogió y verificó que efectivamente estuviera dirigida al niño. ¿Esperabas algún paquete?, preguntó entregándosela. Mateo negó con la cabeza, tan sorprendido como los demás.
Con cuidado abrió la caja para encontrar envuelto en papel de seda, un belén tallado en madera, figuras sencillas pero expresivas de María, José, el niño Jesús, pastores y animales. Son como las que hacía mi papá, murmuró tomando con reverencia la figura de un pastor que sostenía un cordero sobre sus hombros. Una pequeña nota acompañaba el conjunto para Mateo de parte de doña Lupita y los comerciantes del mercado, para que siempre recuerdes tus raíces mientras hechas nuevas.
Los ojos del niño se llenaron de lágrimas mientras contemplaba el regalo. No eran las figuras originales talladas por su padre. Esas se habían perdido para siempre, pero representaban el reconocimiento y apoyo de una comunidad que había llegado a apreciarlo.
“Parece que tienes muchos padrinos en esta ciudad”, comentó Miguel, visiblemente impresionado por el gesto colectivo. Esa noche, mientras colocaban cuidadosamente las nuevas figuras de madera junto al nacimiento familiar de los Vargas, Mateo comprendió que estaba viviendo un momento bisagra en su vida. El pasado, con sus pérdidas irreparables, pero también con sus lecciones y memorias preciosas, comenzaba a entrelazarse con un futuro que apenas hace unas semanas habría considerado imposible.
El reloj que Miguel le había regalado marcaba las horas de esta nueva vida que comenzaba a construirse, no sobre las ruinas del anterior, sino incorporándola, honrándola y expandiéndola hacia horizontes inesperados. La mañana de Nochebuena amaneció con una claridad cristalina que bañaba las calles de Oaxaca con una luz dorada y cálida, a pesar del aire fresco que hacía visible el aliento al respirar.
En la casa azul de la calle Reforma, los preparativos para la celebración habían comenzado temprano. Mateo fue el primero en levantarse, como era ya su costumbre. encontró la cocina silenciosa y en penumbras, apenas iluminada por los primeros rayos de sol que se filtraban por la ventana oriental.
Con movimientos precisos y silenciosos, comenzó a preparar la masa para los buñuelos que había prometido hacer siguiendo la receta de su madre. La actividad resultaba extrañamente reconfortante, casi meditativa. Mientras sus manos trabajaban la harina, el agua tibia y la manteca, mezclándolas hasta obtener una masa suave y elástica, su mente viajaba a otras Navidades, a otra cocina, donde su madre realizaba estos mismos gestos mientras taradeaba villancicos tradicionales y su padre afinaba su vieja guitarra para acompañarla. Buenos días, Mateo. La voz de Miguel lo sobresaltó ligeramente.
Veo que has comenzado temprano. El hombre, aún en pijama, pero perfectamente despierto, contemplaba con interés la labor del niño. Quería tener la masa lista con tiempo, explicó Mateo. Necesita reposar varias horas antes de estirarla para los buñuelos. Puedo ayudarte”, ofreció Miguel lavándose las manos en el fregadero.
No soy experto en repostería, pero puedo seguir instrucciones. Durante la siguiente hora trabajaron juntos en Kempangen el silencio, ocasionalmente interrumpido por indicaciones técnicas o breves anécdotas. Miguel preparaba el café y organizaba los ingredientes que Mateo iba requiriendo. El niño, concentrado en su tarea, explicaba pacientemente cada paso del proceso, asumiendo con naturalidad el rol de instructor que normalmente correspondía a los adultos.
Don Ricardo se unió a ellos cuando ya la masa reposaba cubierta con un paño húmedo y el aroma del café recién hecho impregnaba la cocina. Qué maravilla encontrarlos así”, comentó visiblemente complacido con la escena doméstica que presenciaba. Me recuerda a cuando Miguel era niño y ayudaba a Teresa con los preparativos navideños. El desayuno transcurrió entre conversaciones animadas sobre los planes para el día.
Habían decidido mantener la tradición familiar de los Vargas, la cena formal de bacalao a la bizcaína, seguida por la misa de gallo en la catedral. Pero incorporarían también los buñuelos con miel de piloncillo que Mateo preparaba en honor a su madre y colocarían en un lugar destacado el Belén de Madera que evocaba el trabajo artesanal de su padre.
Es una buena síntesis, comentó don Ricardo, satisfecho con la fusión de tradiciones. Las familias se construyen así, incorporando lo mejor de cada historia personal en una narrativa común. La mañana y parte de la tarde estuvieron dedicadas a los últimos preparativos. Miguel se encargó del bacalao, siguiendo meticulosamente la receta familiar que había aprendido observando a su madre.
Don Ricardo, con ayuda de Mateo, terminó de decorar la mesa del comedor con el mantel bordado que solo se usaba en ocasiones especiales, la vajilla de porcelana heredada de la abuela paterna y candelabros de plata pulidos hasta brillar como espejos. A media tarde, cuando la mayor parte de los preparativos estaban completados, llegó una llamada inesperada.
Era Ernesto Vargas del TID Municipal. Maestro Ricardo, su voz sonaba animada a través del teléfono. Tengo noticias que creo querrán escuchar antes de Navidad. ¿Podrían pasar por mi oficina en una hora? Estaré ahí terminando algunos pendientes antes del cierre por las fiestas. La familia intercambió miradas de expectación mezclada con nerviosismo.
¿Qué noticias serían tan urgentes como para requerir una visita en Nochebuena? Al llegar a la oficina del div, encontraron a Ernesto Solo con un pequeño árbol de Navidad iluminado en una esquina de su despacho y villancico sonando suavemente desde una radio antigua. Gracias por venir en este día tan ocupado. Lo saludó afectuosamente.
No quería que entraran a Navidad sin conocer la decisión preliminar del comité de tutela. Del cajón de su escritorio extrajo una carpeta con el sello oficial del DIF estatal. Normalmente estos procesos toman semanas, incluso meses, pero dadas las circunstancias especiales, la situación de Mateo, la proximidad de las fiestas y sí, lo admito, mi insistencia personal, el comité se reunió extraordinariamente ayer tarde.
Abrió la carpeta y extrajo un documento oficial con múltiples sellos y firmas. El comité ha aprobado una tutela temporal de emergencia efectiva de inmediato. Don Ricardo, a partir de este momento, usted es oficialmente el tutor legal de Mateo, pendiente de la resolución final del proceso de adopción plena, que continuará su curso después de las fiestas.
La noticia cayó como una bendición inesperada. Don Ricardo, visiblemente emocionado, estrechó la mano de Ernesto con gratitud profunda. Miguel sonrió ampliamente, colocando una mano sobre el hombro de Mateo en gesto de apoyo y celebración. El niño, por su parte, permanecía inmóvil como si temiera que cualquier movimiento pudiera despertar de lo que segaramente era un sueño.
Eso significa comenzó Mateo sin atreverse a completar la pregunta. Significa que legalmente eres parte de esta familia ahora, Mateo. Confirmó Ernesto con una sonrisa cálida. Don Ricardo es responsable por ti ante la ley. Puede inscribirte en la escuela, llevarte al médico, tomar decisiones por tu bienestar.
La adopción plena tomará más tiempo, pero esto es un primer paso oficial y muy significativo. De regreso a casa, caminando por las calles engalanadas de Oaxaca, donde ya se encendían las luminarias navideñas y las familias comenzaban a reunirse para la cena, los tres guardaban un silencio cargado de emoción.
No era que faltaran palabras, era que ninguna parecía suficiente para expresar lo que sentían. Fue don Ricardo quien finalmente rompió el silencio cuando estaban a pocas cuadras de la casa. “Creo que deberíamos modificar ligeramente el plan para esta noche”, propuso. “Además de celebrar la Navidad, tenemos algo más que festejar.” “Estoy de acuerdo, asintió Miguel.
De hecho, había pensado en algo especial, pero no estaba seguro si era el momento adecuado. Ahora creo que lo es.” Al llegar a casa, Miguel se dirigió a su habitación y regresó con un pequeño paquete envuelto en papel plateado y un lazo rojo. Tradicionalmente intercambiamos un pequeño regalo la Noche de Nochebuena”, explicó a Mateo. “Pero este es especial y creo que deberías abrirlo ahora.
” Con manos ligeramente temblorosas, Mateo desenvolvió el paquete para encontrar una pequeña caja de madera tallada, similar en estilo artesanal al Belén que habían recibido los comerciantes del mercado. Al abrirla, encontró un juego de llaves. “Son las llaves de esta casa”, explicó don Ricardo emocionado. Miguel y yo pensamos que como miembro oficial de la familia debes tener tu propio juego.
Y hay algo más en la caja añadió Miguel. En efecto, bajo las llaves había un pequeño documento doblado. Al abrirlo, Mateo descubrió que era una tarjeta de presentación profesionalmente impresa. En ella se leía Mateo Vargas Hernández, seguido de la dirección de la Casa azul en la calle Reforma.
Pensamos que te gustaría conservar el apellido de tus padres biológicos”, explicó don Ricardo. “Pero también queríamos que llevaras el nuestro. Cuando la adopción sea definitiva, este será tu nombre legal, si estás de acuerdo.” Mateo contemplaba la tarjeta con asombro reverencial. Ver su nuevo nombre impreso, tangible, oficial, hacía que todo pareciera repentinamente real de una manera que las palabras o promesas no habían logrado. Mateo Vargas Hernández pronunció lentamente, saboreando cada sílaba.
Me gusta como suena. A nosotros también, sonrió don Ricardo. Y creo que a tus padres les habría gustado saber que conserva su apellido, que sigues siendo parte de ellos, incluso mientras te conviertes en parte de nosotros. Los preparativos continuaron renovada energía.
Mateo, especialmente inspirado, se dedicó a los buñuelos con entusiasmo meticuloso. Estiró la masa hasta lograr discos finos y translúcidos que al freírse se transformaban en frágiles burbujas doradas y crujientes. La miel de piloncillo mezclada con canela, anís estrellado y cáscaras de naranja, burbujeaba aromáticamente en una olla de barro, llenando la casa con un perfume dulce y especiado que evocaba celebraciones ancestrales.
La cena fue un festín no solo de sabores, sino también de historias compartidas. Mientras degustaban el bacalao preparado por Miguel, elogiado incluso por Mateo, quien normalmente recelaba de los platillos con pescado, don Ricardo relataba Navidades pasadas, la vez que Miguel, a los 6 años decidió que el niño Jesús del nacimiento necesitaba una manta real porque hacía frío y recortó un trozo del mantel bueno para confeccionarla.
La Navidad en que Teresa organizó una pastorela improvisada con los niños del vecindario, convirtiendo la sala en un improvisado teatro. Miguel, por su parte, compartió anécdotas de sus Navidades en Monterrey, algunas solitarias, otras en compañía de amigos que se habían convertido en su familia extendida.
Mateo, inicialmente tímido para compartir, finalmente se animó a relatar como su padre tallaba una nueva figura para el Belén cada Navidad. eligiendo cuidadosamente la madera y trabajando en secreto durante semanas para sorprenderlos, como su madre guardaba las cáscaras de naranja todo el año, secándolas para usarlas en la miel de los buñuelos navideños. Como los tres visitaban el monte Alb cada 23 de diciembre para contemplar las estrellas desde las antiguas ruinas apotecas, una tradición familiar que mezclaba espiritualidad indígena con la celebración cristiana.
Me gustaría que retomáramos esa tradición”, comentó don Ricardo, visiblemente conmovido por la historia. “No pudimos hacerlo este año, pero el próximo podríamos visitar Monte Albán juntos el 23.” “Me parece una idea excelente”, acordó Miguel y Mateo asintió con entusiasmo, conmovido por la voluntad de incorporar esta parte tan personal de su historia familiar a las tradiciones de los Vargas.
Después de la cena y antes de prepararse para la misa de medianoche, tomaron ponche caliente en la sala, admirando el nacimiento iluminado suavemente por pequeñas luces y velas. Don Ricardo propuso un rindis. Por la familia, dijo levantando su taza humeante, por la que recordamos con amor, por la que construimos día a día y por la que el futuro nos deparará. Por Teresa, que nos mira desde algún lugar segaramente complacida de vernos reunidos y renovados.
Por Eduardo y María, cuyos valores y amor siguen vivos en ti, Mateo, y por nosotros tres que hemos encontrado un camino inesperado hacia una nueva plenitud. La misa de gallo en la catedral de Oaxaca era un espectáculo de luz, música y devoción colectiva. El templo colonial, iluminado por cientos de velas, resplandecía con una calidez que contrastaba con el frío exterior.
El coro infantil entonaba villancicos tradicionales en español y en zapoteco, creando una atmósfera que transcendía lo religioso para convertirse en una celebración cultural y comunitaria. Sentados en uno de los bancos laterales, don Ricardo, Miguel y Mateo participaban del ritual con diferentes niveles de conexión religiosa, pero un sentimiento compartido de pertenencia a algo más grande que ellos mismos.
Para Mateo, quien había asistido regularmente a misa con sus padres biológicos, pero se había distanciado de las prácticas religiosas durante su tiempo en la calle. La ceremonia representaba un puente más entre su vida anterior y la nueva que comenzaba a construir. De regreso a casa, mientras las campanas de la catedral anunciaban la llegada oficial de la Navidad, los tres caminaban en silencio contemplativo por las calles empedradas de Oaxaca.
Ahora tranquilas y semidesiertas, mientras las familias celebraban en la intimidad de sus hogares. Las luces navideñas reflejadas en los charcos dejados por una llovisna temprana creaban patrones caleidoscópicos que parecían simbolizar la recomposición de fragmentos rotos en nuevas configuraciones armoniosas.
En la sala de la casa azul, junto al árbol intercambiaron los regalos principales. Don Ricardo recibió de Miguel un ejemplar antiguo y bellamente encuadernado de 100 años de soledad, una edición que había admirado en una librería de viejo durante años, pero nunca se había decidido a comprar. De Mateo, un dibujo enmarcado que el niño había realizado secretamente, un retrato de don Ricardo sentado en su sillón favorito junto a la ventana.
con tal precisión de detalles y expresión que revelaban no solo talento artístico, sino una profunda capacidad de observación y empatía. Miguel recibió de su padre una estilográfica antigua que había pertenecido a su abuelo, conservada durante décadas en espera del momento adecuado para ser transmitida.
de Mateo, un pequeño organizador de escritorio tallado en madera que el niño había adquirido con sus ahorros en el mercado de artesanías, eligiéndolo específicamente porque recordaba haberle escuchado mencionar que en su oficina en Monterrey siempre tenía problemas para mantener ordenados sus útiles de escritura.
Para Mateo, los regalos fueron abrumadoramente generosos de don Ricardo, una caja completa de materiales de dibujo profesionales, lápices, carbonillas, pasteles, acuarelas, acompañados por una inscripción confirmada en clases de arte que comenzarían en enero de Miguel, una tableta electrónica cargada con programas educativos y libros para compensar el tiempo escolar perdido, explicó.
Mientras te preparamos para reintegrarte formalmente al sistema educativo. La noche avanzaba mientras degustaban los buñuelos con miel crujientes y aromáticos que Mateo había preparado. La conversación derivó naturalmente hacia planes futuros, la escuela a la que asistiría Mateo una vez normalizada su situación legal, las visitas mensuales que Miguel había prometido, la posibilidad de pasar parte del verano en Monterrey para que Mateo conociera la ciudad donde su nuevo hermano mayor, porque eso era Miguel ahora, comprendió el niño con asombro, había construido su
vida cerca del amanecer, cuando el cansancio comenzaba a vencerlos, pero ninguno quería ser el primero en sugerir retirarse a dormir como si temieran romper el encantó de la noche. Don Ricardo propuso un último brindiz, esta vez con una pequeña copa de licor de membrillo que guardaba para ocasiones excepcionales.
Para Mateo sirvió jugo de naranja en una copa similar. Por los nuevos comienzos, propuso don Ricardo levantando su copa por las segundas oportunidades que la vida nos regala cuando menos las esperamos. Por el valor de adaptarnos y reinventarnos, añadió Miguel, elevando también su copa. Mateo, sosteniendo su copa de jugo con la solemnidad de quien participa en un ritual trascendente, añadió con voz clara y firme: “Por nuestra familia, la que fue, la que es y la que será.
” Los tres bebieron, sellando con este simple acto el pacto tácito que habían formado, una promesa de apoyo mutuo, de paciencia durante el inevitable proceso de adaptación, de respeto por los espacios y recuerdos individuales mientras construían una nueva historia compartida.
Cuando finalmente se retiraron a descansar, con los primeros rayos del amanecer navideño filtrándose por las ventanas, Mateo se detuvo un momento en el umbral de su habitación, ya no la habitación de Miguel cuando niño, sino genuinamente suya, y contempló el reloj que ahora llevaba en su muñeca. Las manecillas marcaban el inicio de un nuevo día, de una nueva vida, de un futuro que apenas unas semanas atrás habría considerado imposible.
Los días entre Navidad y Año Nuevo transcurrieron en una placentera nebulosa de actividades familiares y descanso. Miguel había extendido su estadía hasta después de Reyes, ajustando su calendario laboral para acompañar a su padre y a Mateo durante este periodo crítico de adaptación. Juntos exploraron la ciudad como turistas en su propia tierra, visitaron los mercados navideños, recorrieron museos, compartieron comidas en pequeñas fondas.
tradicionales donde don Ricardo era invariablemente recibido con respeto y afecto por antiguos alumnos o sus padres. El día de Año Nuevo, siguiendo una tradición familiar de los Vargas, subieron temprano al Cerro del Fortín para contemplar el primer amanecer del año sobre la ciudad colonial. Desde ese mirador privilegiado, Oaxaca se extendía como un tablero multicolor de tejas rojizas, muros encalados y ocasionales manchas verdes de árboles y jardines interiores. Las campanas de iglesias centenarias
repicaban a lo lejos, anunciando el comienzo de un nuevo ciclo. Mi madre decía que la manera en que recibes el primer sol del año marca como vivirás los siguientes 12 meses”, comentó Miguel mientras compartían un termo de chocolate caliente. “Teresa y sus supersticiones”, sonrió don Ricardo con nostalgia afectuosa, aunque debo admitir que rara vez se equivocaba.
Mateo, sentado entre ambos sobre una manta extendida en el pasto a un húmedo por el rocío matinal, contemplaba la ciudad que ahora era indiscutiblemente su hogar, con una mezcla de gratitud y asombro. En un impulso que sorprendió a todos, incluido el mismo, tomó las manos de don Ricardo y Miguel, formando una pequeña cadena humana.
“Gracias”, dijo simplemente con la autenticidad que solo la infancia puede expresar sin adornos. por salvarme. Don Ricardo apretó suavemente la mano del niño. Somos nosotros quienes debemos agradecerte, Mateo. Nos ha salvado también de formas que quizás ni siquiera comprendemos completamente todavía. En los días siguientes, mientras la ciudad regresaba gradualmente a la normalidad postfestiva, comenzaron a prepararse para los cambios prácticos que la nueva situación familiar requería.
La habitación de Mateo fue completamente reorganizada con muebles nuevos elegidos conjuntamente para reflejar sus gustos y necesidades. Un escritorio adecuado para tareas escolares, una biblioteca modesta pero creciente, un espacio designado para materiales artísticos. Miguel, aprovechando sus contactos profesionales, investigaba opciones educativas para Mateo.
Después de consultas con especialistas en pedagogía, decidieron que lo más adecuado sería un periodo de educación personalizada en casa para nivelar conocimientos, seguido por una incorporación gradual a la escuela regular para el siguiente año escolar. Tienes una mente brillante”, comentó Miguel después de pasar una tarde entera revisando las capacidades matemáticas y lingüísticas de Mateo.
“Solo necesitas estructura y consistencia para alcanzar todo tu potencial.” Don Ricardo, por su parte, asumía con renovada energía su papel de padre adoptivo a sus 75 años, cuando muchos de sus contemporáneos se habían resignado a una vejez tranquila, pero frecuentemente solitaria, él experimentaba un resurgimiento vital que incluso parecía rejuvenecerlo físicamente.
Las largas caminatas con Mateo, las sesiones de lectura compartida, las conversaciones sobre historia local que tanto fascinaban al niño. Todo ello había dado un nuevo propósito a su existencia. Nunca pensé que tendría una segunda oportunidad para ser padre”, confesó a Miguel una noche mientras observaban a Mateo dormido pacíficamente y mucho menos que sería con un niño tan extraordinario.
La tarde antes del regreso de Miguel a Monterrey, Ernesto Vargas visitó la casa con noticias alentadoras sobre el proceso de adopción. “Los informes preliminares son muy positivos,” explicó mientras compartían café en la sala. La trabajadora social quedó impresionada con la dinámica familiar que ha observado y los antecedentes intachables de don Ricardo pesan significativamente a favor.
Mateo, quien había temido que la partida de Miguel significara un retroceso en el proceso legal, se sintió enormemente aliviado. El camino sigue siendo largo, advirtió Ernesto, pero hemos superado los obstáculos más importantes. La tutela temporal está firmemente establecida y eso ya garantiza a Mateo estabilidad legal mientras avanzamos hacia la adopción plena. Cuando llegó el momento de la despedida en la terminal de autobuses, Mateo se sorprendió al descubrir cuánto había llegado a apreciar a Miguel en el breve tiempo compartido.
Lo que había comenzado como una relación cautelosa, casi evaluativa, se había transformado en un vínculo genuino de respeto y afecto mutuo. “Volveré el primer fin de semana de febrero”, prometió Miguel mientras se despedía. “Y estaremos en contacto diario por teléfono y videollamada”. Cualquier problema, por pequeño que sea, quiero saberlo inmediatamente.
¿Entendido? Mateo asintió, conmovido por la preocupación evidente en la voz del hombre que ahora consideraba su hermano mayor. Y recuerda, añadió Miguel inclinándose para hablarle directamente a los ojos, “lo que te dije el otro día es verdad. En mi corazón ya eres un Vargas Hernández completo, sin importar lo que digan los papeles legales.
Las semanas siguientes establecieron una nueva normalidad para Mateo y don Ricardo. Las mañanas estaban dedicadas a los estudios con la ayuda de una joven maestra retirada que don Ricardo había reclutado entre sus excolegas para dar clases particulares tres veces por semana. Las tardes incluían actividades variadas, clases de dibujo en la Casa de la Cultura, paseos por la ciudad donde don Ricardo compartía historias y conocimientos acumulados durante décadas.
Visitas al mercado donde Mateo mantenía las amistades formadas durante su tiempo en la calle. Cada domingo, siguiendo una tradición que ahora incorporaba elementos de ambas familias, visitaban el panteón donde descansaban Teresa y los padres de Mateo. El niño había insistido en llevar flores no solo a la tumba de Teresa, sino también a la de sus padres biológicos, manteniendo viva su memoria mientras construía su nueva vida.
Mamá decía que mientras recordemos a las personas nunca mueren realmente”, explicó a don Ricardo durante su primera visita conjunta. “Que siguen viviendo a través de nuestras historias y recuerdos.” “Tu madre era una mujer muy sabia”, respondió el anciano con respeto. Teresa creía algo similar. “Quizás por eso nos ha reunido a todos desde donde quiera que estén ahora.
” A mediados de febrero, coincidiendo con la segunda visita mensual de Miguel, recibieron la notificación oficial de que el proceso de adopción avanzaba a la siguiente fase. Esto requería una serie de entrevistas más exhaustivas, tanto individuales como familiares, con psicólogos y trabajadores sociales especializados. Es completamente normal sentir nerviosismo ante estas evaluaciones”, explicó la licenciada González durante su visita preliminar.
Pero recuerden que no buscamos la perfección, sino la autenticidad y el compromiso genuino. Sean ustedes mismos, eso es lo más importante. Las entrevistas, aunque intensas y ocasionalmente emotivas cuando tocaban temas sensibles como el duelo de Mateo por sus padres o los temores de don Ricardo respecto a su edad avanzada, transcurrieron en un ambiente de respeto y empatía profesional.
Miguel, que había viajado específicamente para participar en el proceso, impresionó al comité con su compromiso de mantener una presencia constante en la vida de Mateo, incluyendo un plan concreto para eventual transferencia de tutela en caso necesario. La primavera trajo consigo no solo el florecimiento de los jacarandás que pintaban de púrpura las calles de Oaxaca, sino también nuevos desarrollos en la vida de la recién formada familia.
Mateo, cuyos progresos académicos habían sido notables bajo la tutela personalizada, fue aceptado en una prestigiosa escuela primaria para el siguiente ciclo escolar, que comenzaría en agosto. “Tendrás que trabajar duro para ponerte al día con algunas materias”, advirtió don Ricardo. “Pero confío plenamente en tu capacidad.
” No los decepcionaré”, prometió Mateo con la seriedad que lo caracterizaba en asuntos importantes. Ni a ti, ni a Miguel, ni a mis padres que me están viendo desde el cielo. La habitación de Mateo se había transformado gradualmente, incorporando elementos que reflejaban sus intereses y personalidad, dibujos enmarcados que revelaban su creciente talento artístico, libros de historia y ciencias naturales que devoraba con entusiasmo pequeñas tallas de madera que había comenzado a crear bajo la guía de un artesano local, cumpliendo así la sugerencia de Miguel
de honrar el legado de su padre biológico. En un rincón especial, había creado un pequeño altar personal que combinaba elementos de las tradiciones familiares de los Hernández y los Vargas, fotografías de sus padres biológicos junto a una de Teresa que don Ricardo le había regalado, el reloj que Miguel le había dado, pequeñas piedras y plumas recogidas durante paseos significativos.
La tarjeta con su nombre completo Mateo Vargas Hernández prominentemente dispuesta en el centro. A finales de abril, coincidiendo con el cumpleaños de Mateo, recibieron la noticia que habían estado esperando, la aprobación preliminar de la adopción plena, pendiente solo de una última revisión judicial que se realizaría en mayo.
Es prácticamente definitivo, explicó Ernesto durante la llamada telefónica que traía la noticia. La jueza Martínez, quien revisará el caso, es conocida por su compromiso con el bienestar infantil y rara vez contradice las recomendaciones unánimes del comité. La celebración del cumpleaños de Mateo, que cumplía 11 años, se convirtió así en una doble festividad.
Por primera vez desde la muerte de sus padres, el niño experimentaba nuevamente la alegría sin reservas de ser el centro de atención en un día especial. Don Ricardo había invitado a los comerciantes del mercado que habían apoyado a Mateo durante su tiempo en la calle y Miguel había viajado desde Monterrey cargado de regalos y con la noticia adicional de que su transferencia a la planta de Puebla había sido finalmente aprobada.
“A partir de julio estaré a solo 2 horas de distancia”, anunció durante la comida festiva. “Podré venir cada fin de semana y en caso de cualquier emergencia. Entre los regalos que Mateo recibió aquel día, uno destacaba, por su significado especial, un álbum de fotografías que don Ricardo había compilado pacientemente durante meses.
Contenían no solo imágenes de sus primeros meses juntos como familia, sino también fotografías recuperadas de Los Hernández que doña Lupita, con una red de contacto sorprendentemente eficaz, había conseguido localizar entre antiguos vecinos y parientes lejanos. “Para que nunca olvides de dónde vienes”, explicó don Ricardo al entregárselo, “mientras construyes quien quieres ser.
” La última página del álbum contenía una fotografía reciente de los tres, Mateo, don Ricardo y Miguel, tomada durante su excursión al Monte Albán en Semana Santa, continuando la tradición familiar de los Hernández que ahora se incorporaba naturalmente a las costumbres de los Vargas. Bajo la imagen una simple inscripción. Familia Vargas Hernández, 2025. El 15 de mayo, en una soleada mañana oaxaqueña, Mateo se presentó con don Ricardo y Miguel ante la jueza Martínez para la audiencia final del proceso de adopción.
Vestido con su mejor ropa, el niño respondió con madurez y claridad a las preguntas de la magistrada sobre sus sentimientos respecto a la adopción y su adaptación a la nueva familia. ¿Entiendes que esta decisión es permanente, Mateo?, preguntó la jueza con tono amable pero formal. ¿Qué legalmente pasarás a ser hijo de don Ricardo y llevará su apellido junto al de tus padres biológicos? Sí, señora jueza, respondió Mateo con firmeza. Lo entiendo y es lo que deseo.
Don Ricardo y Miguel ya son mi familia en mi corazón. Esto solo lo hará oficial para todos los demás. La sabiduría contenida en esa simple respuesta pareció impresionar a la magistrada, quien asintió con aprobación antes de dirigirse a don Ricardo con preguntas similares sobre su compromiso y comprensión de las responsabilidades que asumía.
Finalmente, después de revisar meticulosamente toda la documentación y los informes profesionales, la jueza Martínez tomó su decisión. Habiendo considerado todos los factores relevantes y priorizando, sobre todo el interés superior del menor, este tribunal aprueba la adopción plena de Mateo Hernández por don Ricardo Vargas.
A partir de este momento, su nombre legal será Mateo Vargas Hernández, con todos los derechos y responsabilidades que implica el vínculo paterno filial. Con un golpe de mao se sellaba formalmente lo que el destino, la bondad humana y la resiliencia del espíritu habían tejido durante los meses anteriores.
Una familia reconstruida de fragmentos aparentemente incompatibles que juntos formaban un mosaico de sorprendente armonía y belleza. A la salida del juzgado, bajo el intenso sol de mayo que bañaba la plaza principal de Oaxaca, Mateo se detuvo un momento para contemplar la catedral que había sido testigo de tantos momentos significativos en su nueva vida. La misa de Nochebuena donde había comenzado a sentirse parte de los Vargas, las visitas dominicales con don Ricardo, las velas que encendía ocasionalmente por sus padres biológicos.
¿En qué piensas?, preguntó don Ricardo notando su expresión contemplativa. En los caminos que nos llevan a donde debemos estar, respondió Mateo con una sabiduría que trascendía su edad. Mi mamá siempre decía que no hay coincidencias, solo encuentros que estaban destinados a suceder. Miguel, quien caminaba junto a ellos, asintió pensativamente. Creo que Teresa habría estado de acuerdo con eso.
Ella veía patrones y significados donde los demás solo veíamos casualidades. Don Ricardo, con sus 75 años cargados de experiencias, pérdidas y renovaciones, contempló a los dos seres que ahora constituían su familia con una gratitud que apenas podía expresar en palabras. ¿Saben lo que pienso? dijo finalmente, mientras caminaban hacia el Zócalo, donde los esperaba una pequeña celebración con amigos cercanos, que a veces la vida nos quita con una mano, pero nos da con la otra, y que el verdadero arte de vivir está en mantener
el corazón abierto lo suficiente para reconocer y aceptar esos regalos inesperados. La plaza bullía con la actividad típica de una mañana primaveral en Oaxaca. Turistas fotografiando la catedral, vendedores ambulantes ofreciendo artesanías, niños persiguiéndose entre risas, ancianos conversando en bancas sombreadas.
La vida normal cotidiana con sus pequeñas alegrías y preocupaciones mundanas. Y en medio de esa normalidad aparente caminaba una familia extraordinaria en su formación, un niño que había conocido lo peor y lo mejor de la condición humana, un anciano que había redescubierto el propósito y la alegría cuando pensaba que sus mejores días habían quedado atrás y un hombre maduro que al abrirse a una responsabilidad inesperada había encontrado una dimensión de sí mismo que desconocía.
Tres generaciones unidas, no por la sangre, sino por algo igualmente poderoso, la elección consciente de pertenecerse mutuamente, de cuidarse, de construir juntos un futuro que ninguno habría imaginado cuando sus caminos se cruzaron en una noche lluviosa de diciembre.
¿Listos para el siguiente capítulo?, preguntó don Ricardo, extendiendo sus manos hacia Mateo y Miguel mientras se aproximaban al restaurante donde los esperaban. Listos respondieron al unísono, completando el círculo familiar que contra todo pronóstico, había encontrado su forma perfecta. Y así, bajo el cielo infinitamente azul de Oaxaca, la familia Vargas Hernández avanzaba hacia su futuro compartido, llevando consigo el legado de quienes los habían precedido y la promesa de días luminosos por venir.
Porque al final, como había descubierto Mateo en su corta pero intensa vida, la familia no se define por la sangre que comparte, sino por los corazones que elige unir. Si llegaste hasta aquí, no dejes de darle like a este video y suscribirte al canal para no perderte nuestras próximas historias. Déjanos en los comentarios desde qué lugar del mundo nos estás viendo.
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