enfermero humilla a una anciana y descubre demasiado tarde quién era en realidad. La sala de internación del Hospital San Gabriel estaba en silencio, apenas interrumpido por los pitidos de los monitores y el paso rápido de las enfermeras. Era un hospital moderno, respetado en toda la ciudad, conocido por su disciplina y su trato humano hacia los pacientes.

Ese día el equipo daba la bienvenida a un nuevo integrante, Andrés Salgado, un enfermero de 30 años, recién contratado, alto, de contextura atlética y mirada algo soberbia, Andrés llevaba el uniforme perfectamente planchado y un reloj caro en la muñeca. Parecía más un ejecutivo que alguien dedicado al cuidado. Había llegado con un currículum impecable y un aire de suficiencia que no pasaba desapercibido.

Su primera semana estuvo llena de comentarios entre sus compañeros. Era rápido para cumplir con las tareas técnicas, pero impaciente. No le gustaba que los pacientes lo llamaran demasiado y cuando lo hacían su tono se volvía seco. Yo vine a un hospital, no a un hotel. decía en voz baja, aunque más de uno lo escuchó.

En la habitación 307 estaba doña Elena, una mujer de 82 años. Llevaba varios meses internada por complicaciones cardíacas. Era educada, pero sus dolores constantes la hacían pedir ayuda varias veces al día. Necesitaba agua, acomodarse en la cama, asistencia para levantarse, alivio para la tos. Los enfermeros habituales la trataban con paciencia.

sabiendo que no era capricho, sino necesidad. Pero Andrés no lo veía así. La primera noche que la atendió, doña Elena tocó el timbre a las 2 de la madrugada. “Hijo, ¿me podrías traer un poco de agua?”, pidió con voz débil. Andrés entró con el seño fruncido. “Señora, ya le traje agua hace rato. Tiene que controlar un poco esas llamadas. No soy su sirviente.

El tono fue frío, casi cortante. Doña Elena bajó la mirada avergonzada. Perdón, es que la garganta balbució. Él dejó el vaso de agua en la mesa con un golpe seco y salió sin mirar atrás. Al día siguiente, una compañera Mariana lo llamó aparte. Andrés, te voy a dar un consejo. Doña Elena necesita paciencia. Está muy frágil.

Él sonrió con suficiencia. Mariana, yo entiendo, pero algunos pacientes se aprovechan. Si uno les da todo el tiempo, nunca paran de pedir. Yo hago mi trabajo, pero tampoco voy a ser niñera. Aquí, respondió Mariana con firmeza, ser enfermero también significa ser paciente. Él encogió los hombros y siguió con sus tareas sin darle demasiada importancia.

En otro de sus turnos, en la habitación 309, un anciano de 87 años, don Manuel, presionó el timbre. Había pasado por una operación de cadera y necesitaba ayuda para ir al baño. Andrés entró con gesto cansado, revisando su celular antes de atenderlo. ¿Qué pasa ahora, don Manuel? Disculpe, hijo, no me quiero incomodar, pero necesito ayuda para levantarme.

Andrés suspiró con fastidio. De verdad va a sonar la alarma por eso. Mire, hay que ser un poco más independiente. Aquí todos tenemos trabajo y no podemos estar corriendo cada 5 minutos. El anciano bajó la mirada avergonzado. Es que no puedo solo. Pues tendrá que esperar a que alguien tenga tiempo, respondió saliendo casi de inmediato y cerrando la puerta. sin mirar atrás.

Mariana, que había escuchado la escena desde el pasillo, se le acercó enojada. Andrés, ¿te das cuenta de cómo le hablaste? Ese hombre apenas puede moverse. Él alzó los hombros con indiferencia. Mariana, no podemos vivir para complacer caprichos. Somos enfermeros, lo cuidadores personales. Ella lo miró con desdén y contestó en dos baja.

Ese uniforme es para servir, no para mandar. Ojalá lo entiendas antes de que sea tarde. Andrés no respondió, pero la frase le quedó rondando en la mente, aunque aún no lo reconocía. Los días pasaron y Andrésa acumulaba gestos de fastidio con doña Elena y otros pacientes. Cuando ella pedía ayuda para acomodarse, él respondía con frases como, “Tiene que aprender a esperar.

No soy el único aquí.” cuando pedía una manta extra. Señora, no estamos en invierno, no exagere. Algunos pacientes y enfermeras lo escuchaban incómodos. Doña Elena, aunque herida, mantenía la calma y agradecía en voz baja cada gesto, por mínimo que fuera. Una mañana, el hospital estaba más agitado de lo habitual.

El director del hospital, el Dr. Ricardo Herrera, caminaba por los pasillos en un horario poco común. Era un hombre respetado, de unos 60 años, comporte elegante y una autoridad natural. Los enfermeros sabían que visitaba con frecuencia a su madre, aunque pocos sabían exactamente en qué habitación estaba internada. Andrés no le prestó mucha atención.

Para él, los directores eran figuras distantes, no parte de su día a día. Esa tarde, mientras atendía la sala, doña Elena volvió a tocar el timbre. Andrés, ¿podría ayudarme a sentarme? Me duele la espalda acostada tanto tiempo. Él entró con gesto de cansancio. Otra vez, murmuró. Señora, ya la acomodé hace un grato.

Tiene que ser un poco más considerada. No soy un robot. La mujer bajó la cabeza apretando sus manos huesudas contra la manta. Pero esta vez alguien escuchó todo. A eso le llama cuidado, enfermero salgado. Se oyó una voz firme detrás de él. Andrés se giró. En la puerta estaba el Dr. Herrera. El silencio se apoderó de la habitación. Andrés intentó recomponerse.

Doctor, yo solo estaba explicándole que no puede. El director lo interrumpió con la mirada clavada en él. Le estaba explicando con desprecio y a mi madre para colmo. Los ojos de Andrés se abrieron de par en par. Miró a doña Elena y de pronto todas las piezas encajaron. La paciente a la que trataba con fastidio era la madre del dueño del hospital. Yo yo no lo sabía tartamudeó.

El Dr. Herrera avanzó un paso. Su voz firme resonó en el cuarto. Ese es precisamente el problema. ¿Acaso piensa que debe tratar bien a los pacientes solo cuando tienen un apellido importante? El rostro de Andrés se enrojeció. Sus manos temblaban. Doña Elena lo miraba con calma, sin rencor, pero sus ojos transmitían un dolor silencioso.

El director se volvió hacia los demás doctores y enfermeros que observaban desde el pasillo. Quiero que todos lo recuerden. Aquí no se cuidan diagnósticos, ni camas, ni expedientes. Aquí se cuidan a personas. Y si alguien olvida eso, no merece este uniforme. El pasillo entero guardó silencio. La lección había sido para Andrés, pero resonaba en todos.

Él con la voz quebrada apenas pudo decir, “Tiene razón, doctor. Señora, le pido disculpas.” Doña Elena asintió suavemente. “Lo importante es que lo entiendas, hijo, porque mañana será otro paciente y también merecerá paciencia.” Sus palabras, más suaves que cualquier regaño, calaron más hondo que la humillación pública.

Esa noche, Andrés se quedó más tiempo en el hospital. Caminaba por los pasillos en silencio, repitiendo en su mente lo que había escuchado. No importa quién sea, todos merecen respeto. Sabía que su futuro en el hospital estaba en juego, pero más allá de eso, comprendió que su manera de trabajar debía cambiar.

Doña Elena desde su cama sonrió al verlo pasar más tarde, acomodando con delicadeza la manta de otro paciente. Tal vez la lección había surtido afecto. Si te gustó la historia, suscríbete y comenta desde qué país nos acompañas. Hasta la próxima. M.