
El estruendo de una botella de whisky rompiéndose contra la pared fue la última sinfonía que Valentina escuchó antes de que el silencio cayera como un sudario. Se encogió en el rincón de aquel carromato traqueteante, sintiendo el frío del cañón de una pistola contra su 100, no como una amenaza, sino como una extraña promesa de paz.
El hombre que la había sacado del infierno del Celum Black Quot había dicho una palabra, solo optó con la velocidad letal de una serpiente de cascabel. Ahora en la penumbra sus ojos, más oscuros que la noche sin luna, la estudiaban. Ella no era una dama, era una cantante de cantina, acostumbrada a los hombres, a su brutalidad y a sus deseos fugaces. Pero este hombre era diferente.
Era un depredador, sí, pero su violencia había sido un acto de rescate, no de posesión. Y ahora, mientras el carruaje se adentraba en la vasta y solitaria pradera, un terror mucho más profundo que el que jamás sintió con su antiguo jefe le invadió. ¿Qué quería este salvador silencioso y peligroso? ¿Qué precio le exigiría por su vida? La respuesta llegó con una voz grave, un susurro que era a la vez una sentencia y un juramento que cambiaría su existencia para siempre.
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El olor a serrín rancio, alcohol barato y sudor de hombres sin bañar era el perfume de la vida de Valentina. Cada noche subía al pequeño escenario del celun Black Quot en el polvoriento pueblo de tierra seca y cantaba su voz, un milagro de dulzura y melancolía en un lugar donde no existía ni lo uno ni lo otro.
Era la única posesión que Silas Blackcot, el dueño del celun, no había logrado manchar por completo. Valentina, a sus 25 años ya tenía la mirada cansada de una mujer mucho mayor. Había llegado a ese pueblo hacía 2 años. huyendo de un pasado que prefería olvidar y había caído directamente en las garras de Silas.
Él le dio trabajo, un techo sobre su cabeza en una habitación mugrienta encima del bar y una deuda que crecía cada día, asegurándose de que nunca pudiera escapar. Era su estrella, su pájaro enjaulado y le recordaba constantemente a quien pertenecía. Esa noche el ambiente estaba más denso de lo habitual. Los mineros y vaqueros bebían con una sed desesperada. Sus risas ruidosas y sus miradas lascivas se clavaban en Valentina como alfileres.
Ella cantaba una balada sobre un amor perdido, poniendo todo el dolor de su propia vida en cada nota cuando sintió la presencia. En el rincón más oscuro del celú, alejado de la ruidosa multitud, estaba sentado un hombre. No era como los demás. Vestía de forma sencilla, con ropas de ranchero, pero había algo en su quietud que gritaba peligro.
Su rostro, curtido por el sol y enmarcado por un cabello oscuro, era impasible, pero sus ojos, sus ojos no se apartaban de ella. No con la lujuria evidente de los otros, sino con una intensidad depredadora, como un halcón observando a su presa. Era Caleb, un hombre del que se susurraban historias. Decían que había sido un pistolero, un hombre cuya reputación no precedía, pero que hacía unos años había comprado el rancho abandonado al norte del pueblo y se había dedicado a criar caballos viviendo en un aislamiento casi total.
Nadie sabía mucho de él y nadie se atrevía a preguntar. Su presencia en el celú era una rareza y hacía que todos, incluidos Silas, se sintieran nerviosos. Valentina terminó su canción y el aplauso fue una mezcla de entusiasmo genuino y borrachera. Se retiró del escenario y como siempre, Silas la esperaba detrás de la cortina.
Estás distraída esta noche, pajarito siseo. Su aliento apestando a whisky. La agarró del brazo, sus dedos clavándose en su carne. Ese forastero te tiene nerviosa, ¿eh? No te preocupes, no es de los que pagan por compañía, pero yo sí. Y esta noche me debes una actuación privada. El terror se apoderó de Valentina. Sabía lo que significaba. Silas la usaba a su antojo, tratándola como otra de sus propiedades.
Intentó zafarse, pero su agarre era de hierro. “Por favor, Silas, estoy cansada”, suplicó en un susurro. La risa de Silas fue cruel. El cansancio no paga tus deudas. Ahora ven conmigo. La arrastró hacia la puerta de su oficina, un lugar que ella tenía más que al mismísimo infierno. Justo cuando su mano estaba en el pomo, una voz grave y profunda resonó en el pasillo. Suéltala.
La voz era tranquila, sin gritos, pero cortó el aire como un cuchillo. Ambos se giraron. Caleb estaba de pie al final del pasillo, su figura alta bloqueando la luz del celú. No se había movido rápido, simplemente había aparecido como una sombra. Sila soltó una carcajada nerviosa.
¿Y tú quién diablos eres para darme órdenes en mi propia casa, ranchero, lárgate antes de que te llene de plomo. Caleb no se movió. Sus ojos seguían fijos en la mano de Silas, que aún aprisionaba el brazo de Valentina. He dicho, repitió cada palabra cayendo como una piedra, que la sueltes. El desafío en su tono era inconfundible. La arrogancia de Sila se impuso a su miedo. Empujó a Valentina hacia su oficina y se volvió hacia Caleb.
¿Qué? ¿Crees que porque la gente cuenta cuentos sobre ti me vas a asustar? Antes de que pudiera terminar la frase, Caleb se movió. No fue un movimiento humano, fue un destello. Un segundo estaba al final del pasillo y el siguiente estaba frente a Silas. La mano de Caleb se cerró sobre la muñeca de Silas con una fuerza que hizo que el hombre más grande soltara un grito ahogado y liberara a Valentina.
El sonido de huesos crujiendo fue nauseabundo. Caleb no le dio tiempo a reaccionar, lo empujó contra la pared con una fuerza brutal y luego lo golpeó. Un solo puñetazo, preciso y devastador en la mandíbula. Sila se desplomó en el suelo inconsciente. Dos de los matones de Silas, que habían oído el alboroto aparecieron en el pasillo sacando sus pistolas.
Valentina contuvo el aliento esperando los disparos, pero el revólver de Caleb ya estaba en su mano. Salido de la nada, no disparó. Solo la forma en que lo sostenía, la certeza mortal en su postura fue suficiente. Los dos hombres se miraron, evaluaron la situación y con un gruñido bajaron sus armas y arrastraron el cuerpo inerte de su jefe de vuelta al bar.
El silencio que siguió fue absoluto. Valentina seguía paralizada, apoyada contra la pared, temblando. Caleb se giró hacia ella. Su rostro seguía siendo una máscara de piedra. se acercó y por un instante ella creyó que iba a hacerle daño. En lugar de eso, se quitó su propio abrigo de cuero y lo colocó suavemente sobre los hombros desnudos de ella. El calor y el olor a cuero, caballo y hombre la envolvieron.
“Vámonos”, dijo. Su voz era una orden, no una sugerencia. La tomó de la mano con una suavidad que contradecía la violencia que acababa de presenciar y la guió a través del celú. La multitud se apartó a su paso como las aguas del Mar Rojo. Nadie se atrevía a interponerse en su camino. La sacó a la fría noche y la ayudó a subir a un carromato que estaba atado cerca.
Él subió al asiento del conductor, tomó las riendas y con un chasquido los caballos se pusieron en marcha, dejando atrás el celum Black Quad y la única vida que Valentina conocía. Mientras se alejaban del pueblo, Valentina se acurrucó bajo el abrigo, el terror y la confusión luchando en su interior. Había sido rescatada, pero no se sentía libre. Se sentía como si simplemente hubiera cambiado de dueño.
¿Qué quería este hombre? La pregunta resonaba en su cabeza. Miró su perfil recortado contra la luz de la luna. Era duro, implacable. se atrevió a hablar su voz temblorosa. ¿A dónde me lleva? Caleb no la miró. Sus ojos estaban fijos en el camino. Tras un largo silencio, habló y sus palabras la helaron hasta los huesos, mucho más que el frío de la noche.
Eres mi mujer ahora y te amaré noche tras noche hasta que no haya duda. La declaración colgó en el aire entre ellos. Valentina sintió que el poco aire que tenía se le escapaba de los pulmones. Amarla. En su mundo, esa palabra era solo un eufemismo para la posesión, para el uso del cuerpo de una mujer hasta que ya no servía.
Pensó que había escapado de una jaula solo para ser encerrada en otra, quizás más grande, pero una jaula al fin y al cabo. Su salvador no era un ángel, era solo un demonio diferente. Las lágrimas silenciosas comenzaron a rodar por sus mejillas. No lloraba de alivio, sino de pura y absoluta desesperación.
El viaje continuó en un silencio denso y pesado. Valentina no hizo más preguntas, se sumió en su propio terror. ¿Cómo sería este amor que él prometía? Sería más brutal que la crueldad de Silas. Al menos con Silas había a que atenerse. Con este hombre, con Caleb, todo era un abismo de incertidumbre. Después de lo que pareció una eternidad, el carromato se detuvo frente a una casa de rancho.
No era una mansión, sino una estructura sólida y bien construida de madera y piedra, con una luz cálida que brillaba en una de las ventanas. Daba una impresión de permanencia, de fortaleza. Caleb bajó y caminó hacia su lado del carromato. Ella se encogió esperando que la arrastrara fuera. En cambio, él extendió una mano. Vamos. dijo suavemente.
Su voz, aún grave, carecía de la amenaza que ella esperaba. Dudó, pero la alternativa era quedarse sola en medio de la nada. Tomó su mano. Su piel era callosa y áspera, pero su agarre era firme y seguro, no doloroso. La ayudó a bajar y la guió hacia la casa. Dentro el lugar estaba impecablemente limpio y ordenado. Una chimenea crepitaba alegremente en la sala principal y el mobiliario era sencillo pero robusto.
Olía a madera de pino y a café. Un hombre mayor, con el rostro surcado de arrugas amables y cabello blanco, salió de una habitación. “Patrón”, dijo asintiendo a Caleb. Luego sus ojos se posaron en Valentina y una chispa de sorpresa y curiosidad apareció en ellos. Prepara la habitación de invitados, Samuel. Ella se quedará aquí”, ordenó Caleb. Valentina lo miró confundida.
La habitación de invitados esperaba ser llevada directamente a su dormitorio. Samuel asintió sin hacer preguntas. “Por supuesto, patrón. Prepararé la cama y un poco de agua caliente para que se lave.” Caleb se giró hacia Valentina. Ese es Samuel. Él se encarga del rancho conmigo. ¿Estás a salvo aquí? A salvo.
La palabra sonaba extraña en sus labios. La condujo a una habitación sencilla al final de un pasillo. Contenía una cama de madera con un edredón de retazos, una pequeña cómoda y una silla. Estaba limpia y olía a la banda seca. “Este será tu cuarto”, dijo permaneciendo en el umbral. Valentina lo miró.
la desconfianza grabada en cada línea de su rostro. “¿Mi cuarto?” “Sí”, respondió él como si fuera lo más obvio del mundo. “Duerme, estarás cansada.” Él comenzó a alejarse, pero se detuvo. Se volvió para mirarla de nuevo y por primera vez, bajo la dura fachada, Valentina creyó ver un atispo de algo más, algo casi vulnerable.
“Nadie volverá a ponerte una mano encima. Te doy mi palabra. Y luego se fue cerrando la puerta suavemente detrás de él. Valentina se quedó sola en el silencio. El pesado abrigo de cuero todavía sobre sus hombros. La promesa de seguridad de luchaba contra la siniestra declaración que había hecho en el carruaje. No tenía sentido.
Nada de lo que estaba sucediendo tenía sentido. Agotada se quitó el vestido de celunandrajoso y se metió bajo las sábanas. La cama era cálida y cómoda, un lujo que no había conocido en años, pero no podía dormir. Cada crujido de la casa la hacía sobresaltarse. Esperaba que la puerta se abriera en cualquier momento, que él viniera a reclamar el amor que le había prometido.
Pasaron las horas. El único sonido era el crepitar del fuego en la distancia y el silvido del viento afuera. Finalmente, la puerta de su habitación se abrió con un leve chirrido. Valentina se tensó, su corazón martillando contra sus costillas. La silueta de Caleb se recortó en el umbral.
Entró en la habitación en silencio, llevando la silla de la esquina y colocándola frente a la puerta de espaldas a ella. Y allí se sentó. No dijo nada. No se acercó. Simplemente se sentó en la silla una presencia silenciosa e intimidante, una sombra vigilante en la oscuridad de su habitación. Valentina apenas se atrevía a respirar. ¿Qué estaba haciendo? ¿Estaba vigilándola para que no escapara o estaba protegiéndola? Lo observó a través de sus pestañas, la forma en que su ancha espalda llenaba la silla, la manera en que su cabeza estaba ligeramente inclinada, como si estuviera escuchando los sonidos de la noche. Pasó toda la noche así, inmóvil como una
estatua de granito. Era una forma extraña de intimidación, más eficaz que cualquier amenaza. Su presencia constante era un recordatorio de su poder, de que ella estaba bajo su control. Pero al mismo tiempo, mientras las horas se arrastraban, una extraña sensación comenzó a reemplazar su miedo. Era una sensación de seguridad.
Con ese hombre sentado allí, ningún fantasma de su pasado, ni siquiera el propio Silas, podría llegar a ella. Por primera vez en años, en una habitación que no era suya, en compañía de un extraño aterrador, Valentina se sintió protegida. Agotada física y emocionalmente, finalmente se rindió al sueño con la imagen del guardián silencioso en la silla como su último pensamiento.
A la mañana siguiente, cuando despertó, la luz del sol se filtraba por la ventana. La silla estaba vacía. Se sentó en la cama desorientada. Lo había soñado todo, pero el abrigo de cuero de él estaba doblado cuidadosamente a los pies de la cama y sobre la cómoda había una bandeja con una jarra de agua tibia, una toalla limpia y un vestido sencillo de algodón azul.
No era un vestido de celú, era el tipo de vestido que usaría una mujer respetable. Tocó la tela. Era suave. Junto al vestido había un plato de pan caliente y un trozo de queso. El estómago le rugió. Se levantó y se lavó. La sensación del agua tibia en su piel era un bálsamo. Se puso el vestido azul. Le quedaba un poco grande, pero era cómodo y modesto.
Se sentía diferente, menos como la cantante Valentina y más como una simple mujer. Con vacilación abrió la puerta de su habitación. La casa estaba en silencio. Salió al pasillo y siguió el aroma del café hasta la cocina. Allí encontró a Samuel, el viejo ranchero, removiendo una olla en la estufa. Él le sonrió amablemente.
Buenos días, señorita. ¿Durmió bien? Valentina asintió tímidamente. Sí, gracias. Hambre. Hay más de esto si lo quiere, dijo señalando el guiso que estaba cocinando. El patrón se fue al amanecer. Dijo que tenía que revisar las cercas del norte. No volverá hasta la tarde. Valentina se sirvió una taza de café. Sus manos temblaban ligeramente.
Se sentó a la mesa de la cocina. Señor Samuel, llámame Samuel. Hija. Samuel. ¿Quién es él? ¿Quién es el señor Caleb? Samuel suspiró una larga y cansada exhalación. Se apoyó en el mostrador mirándola con sus ojos sabios. Caleb no es un hombre fácil de entender, señorita. Lleva muchas cargas.
El mundo no ha sido amable con él y él le ha devuelto el favor. Pero debajo de toda esa dureza hay un buen hombre, un hombre justo. ¿Por qué hizo lo que hizo por mí?, preguntó ella en voz baja. Porque Caleb no soporta la injusticia, especialmente cuando se trata de alguien indefenso dijo Samuel. Hizo una pausa. ¿Y por qué te vio, señorita? No como los demás te escuchó cantar y creo que vio el alma detrás de la voz.
Valentina bajó la mirada sin saber qué decir. Pasó el día en un estado de limbo. Ayudó a Samuel en la cocina y en el pequeño huerto detrás de la casa. El trabajo manual, la sensación de la tierra en sus manos la calmó. Era real, era tangible. Por la tarde vio a Caleb regresar.
Cabalgaba un semental negro imponente, moviéndose como uno solo con el animal. tenía una presencia imponente, incluso a distancia. Observó desde la ventana de la cocina mientras desmontaba, le daba unas palmaditas al caballo y hablaba con Samuel. Por un momento, sus ojos se encontraron con los de ella a través de la ventana y su corazón dio un vuelco. Él asintió levemente y luego se dirigió al granero.
La cena fue una comida silenciosa. Los tres comieron en la mesa de la cocina. El guiso de Samuel era delicioso. Caleb comía con una concentración metódica, sin decir una palabra. Valentina se sentía como una intrusa, una extraña en esta tranquila rutina doméstica. La tensión era tan espesa que se podía cortar con un cuchillo.
Después de la cena, Samuel se retiró a su pequeña cabaña detrás de la casa principal. Valentina se quedó sola con Caleb. Ella se levantó para recoger los platos, nerviosa. “Yo puedo hacer eso”, dijo él. Su voz la sobresaltó. “Usted, usted me salvó.” “Es lo menos que puedo hacer”, respondió ella evitando su mirada. Sintió su presencia detrás de ella mientras lavaba los platos en la palangana.
Estaba tan cerca que podía sentir el calor que irradiaba su cuerpo. “Ese vestido te queda bien”, dijo. Su voz era un murmullo bajo. Valentina se detuvo con las manos en el agua jabonosa. Gracias. Hubo un largo silencio. No tienes que tenerme miedo, Valentina. Ella se giró para mirarlo. Estaba a solo un paso de distancia. Sus ojos oscuros la escrutaban intensamente.
¿Debería? Preguntó ella, su voz apenas un susurro. Una esquina de su boca se curvó en algo que podría haber sido una sonrisa, pero que no lo era del todo. Probablemente se alejó de ella y se dirigió a la sala principal para avivar el fuego de la chimenea. Valentina terminó de lavar los platos, su corazón latiendo con fuerza.
Era un hombre de contradicciones, violento y gentil, aterrador y protector. Esa noche, cuando se fue a la cama, medio esperaba que él repitiera su vigilia en la silla, pero no lo hizo. La casa quedó en silencio. Se acostó en la oscuridad, escuchando nada.
La ausencia de su presencia era casi más desconcertante que su presencia misma. Se sentía extrañamente sola. Justo cuando estaba a punto de dormirse, notó algo en la almohada junto a ella. Alargó la mano y sus dedos rozaron unos pétalos suaves. Encendió la pequeña lámpara de aceite de su mesita de noche. Allí, sobre su almohada, había una flor silvestre, una pequeña estrella azul de una belleza delicada.
No había flores así cerca de la casa. Él tendría que haberse adentrado en las colinas para encontrarla. La tomó en sus manos. Su aroma era tenue y dulce. El hombre que había destrozado la muñeca de Silas Black Wat sin pestañear le había dejado una flor. La contradicción era abrumadora. Se quedó mirando la pequeña flor durante mucho tiempo, una pequeña y solitaria lágrima rodando por su mejilla y cayendo sobre sus pétalos.
Esta lágrima, a diferencia de las de la noche anterior, no era de miedo ni de desesperación. Era de algo más, algo que no se atrevía a nombrar, una pequeña y temblorosa semilla de esperanza. Se durmió esa noche con la flor presionada suavemente contra su pecho y por primera vez en mucho tiempo sus sueños no fueron pesadillas. Al día siguiente, Valentina se sintió un poco más valiente.
Exploró los alrededores de la casa, manteniendo siempre a la vista el edificio principal. El rancho de Caleb era un lugar de belleza austera. Colinas onduladas cubiertas de hierbas secas se extendían hasta donde alcanzaba la vista, salpicadas de robles y rocas. El aire era limpio y olía a Salvia y a tierra. Vio a Caleb trabajando con los caballos en un gran corral.
Se movía con una gracia y una confianza que eran hipnóticas. no usaba la fuerza, sino un lenguaje corporal tranquilo, susurros y toques suaves. Los enormes animales, bestias que podrían aplastarlo fácilmente, respondían a él con confianza y respeto. Se dio cuenta de que el hombre que trataba a los animales con tanta paciencia y gentileza no podía ser el monstruo que ella había imaginado, o quizás era ambas cosas a la vez.
Esa tarde, mientras recogía huevos del gallinero, él se le acercó. Necesito ir al pueblo a porciones, dijo sin preámbulos. Valentina se puso rígida. El pueblo, ¿dónde estaba Silas? No te preocupes, no irás al centro. Hay un puesto comercial en las afueras dirigido por un viejo amigo. Estarás a salvo. Él la estaba invitando a ir con él.
La idea la aterrorizaba y a la vez la emocionaba. asintió. El viaje en el carromato fue diferente esta vez el sol brillaba y la tensión entre ellos, aunque todavía presente, había disminuido. Caleb señaló diferentes puntos de referencia, explicándole los límites de su tierra, donde encontraban agua los siervos y qué tipo de halcones anidaban en los acantilados.
Hablaba de la tierra con una reverencia y un amor que la conmovieron. Es un lugar difícil, pero honesto, dijo. No te miente. Si trabajas duro, te da lo que necesitas para vivir. Llegaron a un pequeño puesto comercial, poco más que una cabaña de madera. Un hombre corpulento con una barba espesa salió a recibirlos. Caleb, hacía tiempo que no te dejabas ver, cabrón testarudo.
El hombre, que se presentó como Gus, le dio unas palmadas en la espalda a Caleb y luego miró a Valentina con una sonrisa amable. Y veo que has encontrado una buena razón para salir de tu cueva. Encantado de conocerla, señora. Valentina se sonrojó, pero no corrigió a Gus.
Mientras Caleb yigus cargaban sacos de harina, frijoles y otros suministros, Valentina echó un vistazo a las pocas telas que Gus tenía a la venta. Había una de algodón amarillo pálido con pequeñas flores bordadas. Era la cosa más bonita que había visto en años. Suspiró y apartó la vista. No tenía dinero y no se atrevía a pedir nada. Cuando estaban listos para irse, Cus le entregó un pequeño paquete a Caleb. “Para la dama”, dijo guiñándole un ojo.
En el viaje de regreso, Caleb le entregó el paquete con manos temblorosas lo abrió. Era la tela amarilla. Lo miró con los ojos muy abiertos. “¿Por qué?”, susurró. Él se encogió de hombros sin apartar la vista del camino. El azul te queda bien. Pensé que el amarillo también lo haría.
No era una declaración poética de amor, pero para Valentina fue más elocuente que mil sonetos. Significaba que la veía. Se fijaba en los detalles, se preocupaba. El resto del camino, ella sostuvo la tela contra su pecho, el corazón lleno de una emoción cálida y confusa. La tercera noche llegó y con ella un cambio.
Después de la cena, en lugar de retirarse o sentarse en un silencio osco, Caleb se quedó junto a la chimenea. “¿Sabes coser?”, le preguntó rompiendo el silencio. “Un poco mi madre me enseñó”, respondió ella, sorprendida por la pregunta. El asintió y se levantó. Volvió con una pequeña caja de costura de madera. Mi madre la dejó aquí. Nunca la usó mucho.
Prefería estar con los caballos. Se sentó frente a ella y le entregó la caja. Valentina la abrió. Contenía agujas, carretes de hilo de colores, un dedal de plata. Estaba bien cuidada. Tu madre, empezó a preguntar. murió cuando yo tenía 15 años”, dijo Caleb. Su voz desprovista de emoción, pero sus ojos miraban fijamente las llamas.
Una fiebre. Mi padre, él se rompió después de eso. Bebía demasiado. Culpaba a la tierra, a los caballos, a mí. Un día simplemente se fue y nunca volvió. Valentina se quedó en silencio, absorbiendo la cruda revelación. La soledad que siempre había sentido en el de repente tenía una historia. Era la soledad de un niño abandonado.
Yo cría a mi hermana pequeña durante 3 años, continuó su voz un murmullo bajo. Se llamaba Elara. Era como esa flor que te traje, pequeña pero fuerte. Cuando cumplió 16, se fue al este con un predicador ambulante. Me escribe una vez al año. Y así las historias comenzaron a fluir.
Noche tras noche se sentaban junto al fuego y él compartía fragmentos de su pasado. Le contó historias de cuando era pistolero, no con jactancia, sino con un cansancio profundo. Le habló de los hombres que había matado, no de sus crímenes, sino de los rostros que aún veía en sus pesadillas. le explicó que había comprado el rancho para escapar de esa vida, para construir algo en lugar de destruirlo.
Valentín escuchaba y a medida que él hablaba, las capas de dureza que lo rodeaban se iban desprendiendo una a una. Ya no veía al pistolero aterrador, ni siquiera al ranchero estoico. Veía a un hombre herido, un hombre que anhelaba la paz. Y en esa vulnerabilidad compartida, ella encontró su propia voz.
empezó a hablarle de su propia vida antes de Tierra Seca, de una infancia feliz en una pequeña granja, de una madre que le enseñó a cantar y de un padre que tocaba el violín. Le contó como una mala cosecha los arruinó, como sus padres murieron de enfermedad y como había tenido que abrirse camino sola, terminando en el único lugar que contrataría a una mujer sin familia ni reputación.
A medida que hablaban, algo crecía entre ellos. Una confianza frágil. una conexión forjada en la soledad compartida. Hubo momentos de intimidad que no eran físicos, pero que eran increíblemente poderosos. Una noche, mientras él describía una cicatriz en su antebrazo, ella sin pensar alargó la mano y rozó la piel áspera con la punta de los dedos.
Él se quedó inmóvil bajo su toque. Su respiración se entrecortó. El aire entre ellos crepitó de repente con una nueva energía, algo que no era ni miedo ni consuelo. Era deseo. Él levantó su mano y la miró. Tienes manos de pianista, no de fregadora de platos, dijo en voz baja. Valentina retiró la mano sonrojada. También sé tocar el piano.
Mi padre me enseñó. Los ojos de Caleb brillaron. Hay uno en el granero. Está viejo y desafinado, pero funciona. Al día siguiente, él la llevó al granero. En un rincón cubierto con una lona, había un viejo piano vertical. Juntos lo limpiaron. Caleb lo afinó torpemente, siguiendo sus instrucciones, y entonces ella se sentó y tocó.
Las primeras notas eran vacilantes, pero luego sus dedos recordaron. La música llenó el granero polvoriento, una melodía agridulce que hablaba de anhelo y esperanza. Caleb se apoyó en un poste con los brazos cruzados y la escuchó, su rostro una mezcla de asombro y algo más profundo. Cuando terminó, hubo un largo silencio.
“Nunca me dijiste que podías hacer eso”, dijo él, su voz ronca. “Nunca me lo preguntaste”, respondió ella con una pequeña sonrisa. se acercó a ella, sus grandes botas haciendo un ruido suave en el suelo de tierra. Se detuvo detrás del banco del piano y colocó sus manos sobre sus hombros. Su toque era cálido y firme. “Tu voz es hermosa, Valentina.
” “Pero esto,” dijo, “esto es quién eres de verdad.” Ella se inclinó hacia su toque, cerrando los ojos. En ese momento, en el granero, con el olor a eno y a caballo, y con las manos de él sobre sus hombros, se sintió más en casa que en ningún otro lugar. La declaración que le había hecho la primera noche, “Eres mi mujer ahora”. Empezó a adquirir un nuevo significado.
Ya no sonaba como una reclamación de propiedad, sino como una declaración de hechos. se estaba convirtiendo en su mujer, no por la fuerza, sino a través de pequeñas bondades, confesiones nocturnas y música compartida en un granero. Sin embargo, la sombra de Silas Blackwat no había desaparecido. Samuel regresó un día del pueblo con el rostro sombrío. Silas ha estado preguntando por ti, Valentina.
Ofrece una recompensa considerable a quien de información sobre tu paradero y ha estado hablando mal de ti, diciendo que le robaste y huiste. El miedo volvió a apoderarse de Valentina. ¿Y qué hay de Caleb? ¿Lo están amenazando? Preguntó Samuel. Asintió gravemente. Silas tiene influencia. Algunos de los hombres del pueblo le deben favores.
Ha estado diciendo que Caleb te secuestró y que va a recuperar su propiedad. Habla de formar una partida. Esa noche la atmósfera en la casa del rancho era tensa. Caleb limpiaba su rifle en la mesa de la cocina con movimientos lentos y deliberados. Valentina lo observaba con el corazón encogido. “No tienes que hacer esto”, dijo ella en voz baja.
“¿Puedo irme? desaparecer. Así no tendrás problemas por mi culpa. Él levantó la vista. Sus ojos eran dos carbones encendidos. Dejó el rifle y se acercó a ella. Tomó su rostro entre sus grandes y ásperas manos. Escúchame, dijo. Su voz era un gruñido bajo y feroz. Hice una promesa.
Dije que nadie volvería a ponerte una mano encima. Silas Black Quot no va a tocarte, ningún hombre lo hará. Estás aquí conmigo y aquí te quedas. Eres mía para protegerte. ¿Entiendes eso? La intensidad de su mirada la dejó sin aliento. Vio en sus ojos no solo la determinación de un luchador, sino el miedo de un hombre que temía perder algo precioso.
Ya no era un favor, no era solo por un sentido de la justicia, era personal. Sí, susurró ella. Entiendo bien, dijo él, su pulgar acariciando su mejilla. Todavía me tienes miedo, Valentina. Ella lo miró a los ojos y por primera vez respondió con total honestidad. No, ya no te tengo miedo a ti. Tengo miedo por ti. Una luz encendió en las profundidades de sus ojos. se inclinó lentamente y ella supo que iba a besarla.
Contuvo la respiración, su cuerpo entero tensándose en anticipación. Su primer beso. Pero justo cuando sus labios estaban a punto de tocarse, un ladrido frenético de los perros afuera rompió el hechizo. Caleb se apartó de ella al instante, su cuerpo volviendo a ser el del guerrero alerta. Se dirigió a la puerta agarrando su rifle. Quédate aquí y no hagas ruido”, ordenó.
Apagó la lámpara sumiendo la habitación en la oscuridad y salió a la noche. Valentina se quedó junto a la ventana con el corazón en la garganta, mirando hacia la oscuridad, rezando. La paz que había encontrado en ese rancho estaba a punto de hacerse añicos, y el hombre que se la había dado estaba allí fuera, enfrentándose a los demonios de su pasado por ella.
La duda que él estaba decidido a borrar ya no era sobre su propiedad sobre ella, sino sobre algo mucho más frágil, la posibilidad de un futuro juntos. Valentina contuvo el aliento agachada detrás de la pesada mesa de roble de la cocina, con el corazón martillando tan fuerte que temía que se oyera por encima de los ladridos frenéticos de los perros.
Afuera, la noche había cobrado vida con los sonidos de la amenaza. Oía el crujido de las botas sobre la grava, las voces masculinas, bajas y crueles, y el relincho nervioso de los caballos. Eran más de dos o tres. Era una partida. Eran los hombres de Silas. Miró por el pequeño hueco entre la cortina y el marco de la ventana.
Vio la silueta de Caleb, solitario y erguido en el porche, el rifle descansando con naturalidad en el hueco de su brazo. No parecía un hombre asustado, parecía una montaña inamovible, esperando que la tormenta se estrellara contra él. Black Quot, la voz de Caleb, retumbó en la noche, tranquila, pero con un filo de acero. Sé que estás ahí fuera.
Muestra la cara si tienes el coraje de un hombre. Hubo una risa desagradable desde la oscuridad. No es necesario, Caleb. Solo vengo a recoger lo que es mío. Devuélveme a la chica y nadie saldrá herido. La mentira era tan palpable que Valentina casi podía saborearla. Ella no es una propiedad para ser recogida, respondió Caleb.
Es una mujer libre y está bajo mi protección. Así que date la vuelta y lárgate de mi tierra antes de que la riegue con tu sangre. La brabuconada de Caleb envió un escalofrío por la espalda de Valentina, una mezcla de terror y una extraña y feroz oleada de orgullo. Nadie la había defendido nunca.
Nadie la había llamado libre. El primer disparo fue un destello cegador en la oscuridad. La bala astilló el poste de madera a centímetros de la cabeza de Caleb. Él no se inmutó. se agachó, devolvió el fuego con una precisión mortal hacia el lugar de donde provino el fogonazo y un grito de dolor rasgó la noche. Fue entonces cuando el infierno se desató.
Los disparos estallaron desde múltiples direcciones. Valentina se arrastró por el suelo hasta la chimenea, donde Caleb le había mostrado que guardaba una vieja escopeta de dos cañones. Sus manos temblaban tanto que apenas podía sostenerla, pero la imagen del rostro de Caleb, su determinación, le dio una fuerza que no sabía que poseía.
Él estaba arriesgando su vida por ella. No podía simplemente esconderse y esperar. El sonido del cristal rompiéndose en la sala principal la hizo dar un brinco. Uno de los hombres de Silas había entrado. Oía sus pasos cautelosos. Sabía que Caleb estaba inmovilizado en el porche. Estaba sola. Apretó la escopeta contra su hombro, el frío metal, una realidad sólida contra su piel.
Se posicionó en el umbral oscuro que conectaba la cocina con la sala de estar, con el corazón en la garganta y esperó. Vio la silueta de un hombre moverse a través de la habitación, su revólver apuntando hacia el frente, hacia donde Caleb estaba luchando. El hombre no la vio en la oscuridad. Pasó justo por delante de ella. Caleb, gritó ella y el hombre se giró sorprendido.
En ese instante de distracción, Valentina apretó el gatillo. El estruendo de la escopeta en el espacio cerrado fue ensordecedor y el retroceso la arrojó hacia atrás contra la pared. El hombre gritó y cayó agarrándose la pierna destrozada. Fuera. El tiroteo se intensificó. Oía a Caleb gritar su nombre. una nota de pánico en su voz.
“Estoy bien”, gritó ella recargando la escopeta con dedos torpes y temblorosos. Un segundo hombre intentaba entrar por la misma ventana rota. Valentina no dudó esta vez apuntó y disparó. El hombre huyó y se retiró dejando un rastro de sangre en el alfizar. La distracción había funcionado con dos de sus hombres fuera de combate dentro de la casa, la partida de Silas había perdido la ventaja de la sorpresa y el número.
Valentina escuchó un intercambio final y furioso de disparos, luego un silencio repentino, seguido por el sonido de caballos galopando a toda velocidad, alejándose en la noche. El silencio que siguió fue más aterrador que el tiroteo. Caleb, llamó ella, su voz unido. No hubo respuesta. Salió corriendo a la noche, la escopeta todavía en sus manos. Lo encontró en el borde del porche apoyado contra un poste.
Al principio pensó que estaba bien, pero entonces, a la luz de la luna vio la mancha oscura extendiéndose por el costado de su camisa. “Estás herido”, susurró, el pánico ahogando su voz. Él intentó sonreír, pero fue una mueca de dolor. Es solo un rasguño. Tu grito me distrajo. Salvé tu vida, dijo ella sin aliento.
Él la miró y la intensidad en sus ojos era más poderosa que cualquier disparo. Sí, lo hiciste. Entonces sus piernas se dieron y se derrumbó en sus brazos. Arrastrarlo adentro fue la tarea más difícil de su vida. Él era un hombre grande y pesado, y cada movimiento le arrancaba un gemido de dolor.
Finalmente logró llevarlo a su propia cama, un colchón de paja en una habitación austera que olía a él, a cuero y a jabón de lejía. Con manos temblorosas, encendió una lámpara y le abrió la camisa. La herida era fea. Una bala le había rozado las costillas, abriendo un surco sangriento y profundo en su costado. No era mortal, pero estaba perdiendo mucha sangre. Durante el resto de la noche, Valentina se convirtió en sanadora.
Recordó como su madre cuidaba de ella cuando estaba enferma. Hirvió agua. Buscó entre las provisiones de Caleb y encontró vendas limpias y un frasco de whisky que usó como desinfectante. El siseo cuando el alcohol tocó la herida abierta, su cuerpo se tensó por el dolor. “Lo siento lo siento”, murmuraba ella con lágrimas corriendo por su rostro.
“No llores”, gruñó él, su voz débil. “Una mujer que dispara una escopeta como tú no debería llorar por un poco de sangre.” limpió la herida con una suavidad que nunca antes había poseído, sus dedos moviéndose con delicadeza sobre su piel tensa y musculosa. Lo vendó con firmeza, el calor de su cuerpo irradiando a través de la tela.
Él tenía fiebre y se hundió en una inconsciencia agitada, murmurando nombres y lugares que ella no conocía. Durante dos días y dos noches, Valentina no se apartó de su lado. Lo mantuvo fresco con paños húmedos, le obligó a beber sorbos de agua y caldo y le habló en voz baja y tranquilizadora. Samuel regresó de una visita a su hermana en el condado vecino y la encontró agotada, pero resuelta al lado de la cama de Caleb.
El viejo ranchero no dijo nada, simplemente asintió con aprobación y se hizo cargo de las tareas del rancho, asegurándose de que Valentina tuviera todo lo que necesitaba. En esas largas horas de vigilia, algo cambió irrevocablemente dentro de Valentina. Ya no era la víctima, el pajarito enjaulado. Cuidar de Caleb, ver a este hombre increíblemente fuerte, reducido a una completa vulnerabilidad, la había empoderado. Él dependía de ella para vivir.
Suya era la mano que lo enfriaba, suya la voz que lo calmaba. La noche del segundo día, la fiebre de Caleb finalmente bajó. Abrió los ojos y la encontró dormitando en una silla junto a su cama con la cabeza apoyada en el colchón. Él levantó una mano todavía débil y le apartó un mechón de pelo de la cara. El suave contacto la despertó.
Valentina, susurró él, su voz ronca por el desuso. Ella se enderezó con el corazón dando un vuelco de alivio. Estoy aquí. Él la miró durante un largo rato, sus ojos oscuros recorriendo su rostro cansado. “¿Te quedaste?” Por supuesto que me quedé”, dijo ella con un nudo en la garganta. “Te lo debo todo.” “No me debes nada”, respondió él. “Ahora estamos a mano. Te salvé la vida y tú me salvaste la mía.
” Hizo una pausa, su mirada se intensificó. Cuando oí ese disparo dentro de la casa, pensé que te había perdido. “Fue el peor momento de mi vida.” La confesión la dejó sin aliento. En esos ojos oscuros vio un miedo y una vulnerabilidad que reflejaban los suyos. vio a un hombre que no solo la protegía por un sentido del deber, sino porque se preocupaba por ella de una manera que la aterraba y la emocionaba a partes iguales.
“Cuando te vi caer”, confesó ella en un susurro, “pensé que mi corazón se iba a detener. Me di cuenta en ese momento de que preferiría volver al infierno de Silas que vivir en un mundo donde tú no existieras.” El silencio en la habitación era profundo y lleno de significado.
Todas las barreras que habían existido entre ellos, todas las palabras no dichas se desmoronaron en ese instante de honestidad cruda. Él levantó la mano y le acarició la mejilla con el dorso de los dedos callosos. Valentina. Solo su nombre, pero dicho con una reverencia que hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas. se inclinó sobre él y esta vez no hubo interrupción.
Sus labios se encontraron en un beso que no fue de pasión ardiente, sino de una profunda y abrumadora ternura. Fue un beso de alivio, de gratitud, de reconocimiento. Era la culminación de todas las conversaciones nocturnas, de cada gesto amable, de cada miedo compartido. Sabía sal por sus lágrimas y a la promesa de un hogar.
Cuando se separaron, ella apoyó la frente en la de él. Descansa susurró. Te pondrás bien. La recuperación de Caleb fue lenta. Valentina continuó cuidándolo, pero la dinámica entre ellos había cambiado. El nerviosismo fue reemplazado por una cómoda intimidad. Compartían las comidas en su habitación, hablaban durante horas y a veces simplemente se sentaban en silencio encontrando consuelo en la presencia del otro.
Él la observaba moverse por la habitación y en su mirada había una adoración que la hacía sonrojar. Una tarde, mientras le cambiaba el vendaje, él le tomó la mano. “He estado pensando”, dijo en voz baja. “¿En qué?” En mi promesa, la que te hice en el carromato. El recuerdo de esas palabras. Eres mi mujer ahora y te amaré noche tras noche hasta que no haya duda. Todavía le provocaba un escalofrío, pero ahora era de un tipo diferente.
Lo que dije sonó cruel, posesivo. No era mi intención. La miró directamente a los ojos. Cuando te vi en ese escenario cantando con tanto dolor en tu voz, pero con tanta fuerza, vi a alguien que había sido maltratada por el mundo como yo. Y cuando Silas te agarró, sentí una rabia que no había sentido en años.
No fue solo justicia, Valentina, fue personal. Sentí que si le permitía hacerte daño, el mundo no tendría sentido. Hizo una pausa buscando las palabras. Dije, “Te amaré, porque era la única forma en que mi estúpido cerebro de pistolero podía expresar lo que sentía, que quería protegerte, cuidarte, borrar todo el daño que te habían hecho.
Quería reemplazar cada recuerdo doloroso con uno bueno. Quería hacerte sentir segura y valiosa.” Su honestidad era tan desgarradora que Valentina sintió que su corazón se expandía en su pecho. “¿Y la duda que querías borrar?”, preguntó suavemente. No era tuya respondió él. Era mía. Dudaba de que alguien tan buena como tú pudiera ver al hombre debajo del monstruo.
Dudaba de merecer una segunda oportunidad de tener algo hermoso en mi vida. Las lágrimas rodaron libremente por las mejillas de Valentina. Tomó su rostro entre sus manos. No hay ningún monstruo, Caleb. Solo un hombre. Un buen hombre. Lo besó de nuevo, esta vez con una pasión creciente, un anhelo que había estado creciendo en ambos durante semanas.
Su mano subió para enredarse en su cabello, mientras que la otra se posó suavemente sobre su pecho vendado. Fue un beso largo y profundo que los dejó a ambos sin aliento. La vida en el rancho se asentó en una nueva normalidad. A medida que Caleb recuperaba sus fuerzas, le enseñó a Valentina las formas de la vida en el campo.
Le enseñó a montar a caballo, no con rudeza, sino con paciencia. Pasaban horas cabalgando por las colinas y por primera vez en su vida, Valentina se sintió verdaderamente libre. Él le mostró cómo cuidar el huerto, como remendar una cerca, como leer el cielo para predecir el tiempo. Y ella le trajo vida a la casa. la llenó con el aroma de la comida casera y a veces por las tardes se sentaba al viejo piano del granero y llenaba el aire con música.
Una noche él la encontró cosciendo la tela amarilla que le había comprado. Estaba haciendo un vestido. Se sentó a su lado observando el movimiento rítmico de la aguja. “Silas no volverá”, dijo él. “La historia en el pueblo es que intentaron robar tus caballos y tú les diste una lección. ha perdido el respeto. Nadie volverá a seguirlo.
Era una buena noticia, pero a Valentina ya no le importaba. Su miedo a Silas había sido reemplazado por su amor por Caleb. Había encontrado su refugio. Las noches se volvieron más íntimas. A menudo se sentaban juntos en el porche, mirando las estrellas, compartiendo historias y silencios cómodos. El deseo entre ellos era una corriente constante, un calor que ardía debajo de la superficie.
Él la tocaba con frecuencia, una mano en la parte baja de su espalda, los dedos rozándolos de ella, pequeños gestos que la hacían sentir querida y deseada. Una noche de luna llena estaban sentados junto a la chimenea. Caleb había recuperado casi por completo sus fuerzas, aunque la cicatriz en su costado sería un recordatorio permanente de su batalla compartida.
Él la tomó de la mano y besó sus nudillos. “Terminaste el vestido”, dijo, sus ojos brillando a la luz del fuego. Ella había usado el vestido amarillo por primera vez esa noche. “Sí”, respondió ella con el corazón acelerado. “¿Te gusta, Valentina?”, dijo su voz ronca de emoción. “Podrías vestir un saco de patatas y yo pensaría que eres la mujer más hermosa que he visto en mi vida.
” En ese vestido pareces un rayo de sol. Se acercó a ella y le acarició el cuello, su pulgar trazando la línea de su mandíbula. ¿Sabes cuántas noches me he acostado en mi cama? Oyéndote respirar en la habitación de al lado, y he luchado contra el impulso de ir contigo. Yo también he estado escuchando tus pasos”, confesó ella en un susurro.
“¿Por qué luchaste contra el impulso?” Porque quería que estuviera segura, que confiases en mí, que vinieras a mí no por gratitud o miedo, sino porque lo deseabas tanto como yo. Ella lo miró a los ojos, su alma desnuda en su mirada. Lo deseo, Caleb. Te deseo a ti. Esa fue toda la invitación que él necesitó.
se inclinó y la besó y otra vez, cada beso más profundo, más hambriento que el anterior. La levantó en sus brazos como si no pesara nada y la llevó a su dormitorio. La habitación estaba iluminada solo por la luz de la luna que entraba por la ventana. Él la depositó suavemente en la cama y la miró, una emoción cruda y vulnerable en su rostro. “Te prometí que te amaría noche tras noche”, susurró.
Pero no como Silas lo habría hecho, no para tomar, sino para dar. No para usar, sino para adorar. Quiero borrar cada toque no deseado, cada palabra cruel que te hayan dicho. Ya lo has hecho, respondió ella, su voz temblorosa de amor. Él le quitó el vestido amarillo con una lentitud reverente, como si desenvolviera el regalo más preciado del mundo.
Su piel se erizó bajo su mirada ardiente. Cada toque de sus manos ásperas sobre su piel suave era a la vez gentil y posesivo. una reclamación que ya no la asustaba, sino que la hacía sentir completa. Él la amó esa noche y la siguiente y la siguiente cumplió su promesa. Fue una culminación no solo de la pasión física, sino de la conexión emocional que habían construido.
Para Valentina no fue una rendición, fue una celebración. En sus brazos encontró no solo placer, sino también seguridad y una profunda sensación de pertenencia. se dio cuenta de que él no solo la amaría noche tras noche, sino que ya la había estado enseñando a creer en el amor de nuevo, un amor tan inquebrantable y seguro como el hombre que la reclamaba. Pasaron meses de felicidad idílica.
Se convirtieron en marido y mujer no ante un predicador, sino en la tranquilidad de su rancho con Samuel y Gus como únicos testigos de sus votos, promesas susurradas bajo un viejo roble al atardecer. El rancho prosperaba bajo su cuidado mutuo. Valentina descubrió que tenía un talento natural para los caballos, especialmente con los potros, que respondían a su suave voz y a su toque amable. Caleb, a su vez aprendió a sonreír con más frecuencia.
Las duras líneas de su rostro se suavizaron, reemplazadas por una expresión de contentamiento. El amor lo había transformado de un superviviente solitario a un hombre que había encontrado su propósito. Pero las sombras del pasado rara vez desaparecen por completo.
Un día, el nuevo serif del condado, un hombre recto llamado Miller, cabalgó hasta el rancho. Con el IVA un marsal federal. El corazón de Valentina se hundió. Caleb”, dijo el seriff Miller. “Lamento molestarlos, pero tengo que hacerle algunas preguntas.” Resultó que Silas Black no se había rendido. Había ido a la capital del estado y había presentado cargos formales contra Caleb, no por el tiroteo, sino por un crimen mucho más antiguo. Un atraco a un tren que había ocurrido hacía 7 años.
Silas afirma tener un testigo que puede identificarte como uno de los hombres que se llevaron la caja fuerte de la Wells Fargo”, explicó el marzal. Caleb se puso rígido. Su rostro se convirtió en una máscara de piedra. Valentina le agarró la mano. “Es verdad”, susurró ella. Caleb la miró y en sus ojos vio el dolor de su pasado resurgiendo.
Participé, admitió en voz baja. Era joven, estúpido y desesperado. Creí que no tenía otra opción, pero no me quedé con el dinero. Se lo di todo a un médico para que intentara salvar a mi hermana elara de la misma fiebre que mató a mi madre. No funcionó. Fue el mayor error de mi vida. Valentina apretó su mano con más fuerza.
Eso fue hace mucho tiempo. Eres un hombre diferente ahora. La ley no siempre ve eso dijo el marzal con gravedad. Silas está presionando mucho. Hay una recompensa de por medio. Tendrás que venir a Tierra Seca para un interrogatorio formal. La idea de que Caleb fuera encerrado, de que lo alejaran de ella, era insoportable. Él se enfrentó a los hombres de la ley.
Iré, pero bajo mis propios términos. Iré mañana por la mañana. Necesito poner mis asuntos en orden. El serit Miller, que había llegado a respetar a Caleb, asintió. Mañana al amanecer, entonces. No me obligues a volver aquí con una partida, Caleb. Cuando se fueron, un silencio desolador se apoderó del rancho.
¿Por qué no me lo dijiste?, preguntó Valentina, no con acusación, sino con dolor. Porque me avergüenzo, respondió él pasando una mano por su rostro cansado. Esa parte de mi vida la enterré hace mucho tiempo. Pensé que podría dejarla atrás. No quería que ese hombre manchara lo que tenemos. Nada puede manchar esto”, dijo ella ferozmente.
“Te amo, Caleb, al hombre que fuiste y al hombre que eres.” Pasaron su última noche juntos en un silencio tenso, cada toque, cada mirada cargada con el peso de la inminente separación. Hicieron el amor con una desesperación dulce y dolorosa, intentando memorizar cada sensación, cada momento. Al amanecer, Caleb se vistió. se puso su viejo cinturón de armas.
Valentina lo observó con el corazón en un puño. No hagas nada, estúpido suplicó. Él se giró hacia ella y le dio un beso largo y profundo. Confía en mí, Valentina. Pase lo que pase, confía en mí. Te amo más que a mi propia vida.
lo vio cabalgar hacia el sol naciente, su figura solitaria recortándose contra el cielo rosado, y rezó con todo su ser para que no fuera la última vez que lo veía. Sabía que Silas Blackwat no buscaba justicia, buscaba venganza y no se detendría hasta ver a Caleb colgado o muerto. Y mientras Valentina se quedaba sola en el porche, una nueva determinación se apoderó de ella. No iba a ser la mujer que esperaba pasivamente. Caleb había luchado por ella.
Ahora era su turno de luchar por él. Valentina no perdió tiempo. Encilló su yegua, la que Caleb le había regalado, un animal gentil pero rápido, y cabalgó no hacia tierra seca, sino en la dirección opuesta hacia el puesto comercial de Gus. El viejo amigo de Caleb la recibió con una expresión preocupada.
¿Qué sucede, muchacha? Te ves como si hubieras visto un fantasma. Sin aliento le contó toda la historia. La vieja acusación, la implicación de Silas, el interrogatorio inminente. Gus escuchó en silencio su rostro endureciéndose con cada palabra. Ese Silas Black Codes veneno de serpiente gruñó cuando ella terminó. sabía que esto no había terminado, pero acusarlo de lo del tren de Rock Creek es un golpe bajo, incluso para él.
¿Qué podemos hacer?, preguntó Valentina desesperadamente. Necesitamos encontrar al testigo que sí las dice tener. Si está mintiendo o coaccionando a alguien, es nuestra única oportunidad, razonó Gus. Se frotó la espesa barba. Hay un viejo rastreador que me debe un favor. Un apache llamado Cael.
Nadie conoce los rincones y recobecos de este territorio como él. Si Silas ha estado moviendo fichas, Cael encontrará el rastro. Bus envió a su hijo adolescente con un mensaje para el rastreador mientras él y Valentina ideaban un plan. Mientras tanto, en Tierra Seca, Caleb se enfrentaba al marsal federal, un hombre llamado Dawkins, en la pequeña y sofocante oficina del serif.
Silas estaba presente disfrutando de la escena con una sonrisa satisfecha en el rostro. “Lo admito”, dijo Caleb con calma. “Estuve allí. Fui uno de los jinetes.” Sila se rió. Ahí lo tienen. Una confesión completa. Cuelguen al bastardo y terminemos con esto. Pero continuó Caleb ignorando a Silas.
Yo no abrí la caja fuerte. El hombre que la voló, el líder, era un tipo llamado Jedia Kane. Después del atraco, me enteré de que no solo robaba, sino que había matado a una familia en el atraco anterior. Le dije que estaba fuera. Me amenazó, así que lo dejé inconsciente y me fui. No toqué ni un dólar de ese dinero. El maral Dawkins lo miró con escepticismo.
¿Y dónde está este Jeder Kein ahora? Muerto, dijo Caleb. Leí en un periódico hace 5 años que lo habían matado en un tiroteo en Arizona. “Qué conveniente”, se burló Silas. “Una historia muy bonita. Pero yo tengo un testigo vivo, uno de tus antiguos socios, que dirá bajo juramento que te vio el dinero.
Lo traeré mañana por la mañana.” Caleb fue encerrado en una de las dos celdas de la cárcel. El serit Miller le llevó la cena, su rostro apesadumbrado. No me gusta esto, Caleb. El testimonio de Black Cod es sospechosamente oportuno. Solo está intentando conseguir lo que no pudo tomar por la fuerza, dijo Caleb desde la oscuridad de su celda.
Esa noche, mientras Caleb esperaba en su celda, Valentina cabalgaba por la noche junto a Cael, el rastreador Apache. Era un hombre mayor, de rostro arrugado como el cuero viejo y ojos que lo veían todo. Había encontrado rápidamente el rastro. Silas no era un hombre sutil. Sus huellas lo llevaron a una cabaña abandonada en un cañón a unas 10 millas al sur de tierra seca.
Alguien está ahí dentro”, susurró Cael, señalando la débil luz que se filtraba por las grietas de la madera. “¿Y no quiere ser visto, Valentina sintió un nudo de miedo. Desmontaron y se acercaron sigilosamente a la cabaña. A través de una rendija en la pared pudieron ver el interior. Un hombre flacucho y de aspecto nervioso estaba sentado a una mesa bebiendo whisky directamente de la botella y de pie junto a él estaba Silas. su rostro contorsionado por la ira.
Escúchame, cobarde inútil, si sea Silas, mañana subirás a ese estrado y dirás exactamente lo que te dije. Dirás que Caleb planeó el robo, que mató al guardia y que se llevó el dinero. Entendido. El hombre flacucho temblaba, pero eso no fue lo que pasó. Caleb se fue. Kan fue quien disparó al guardia. No me importa lo que pasó.
rugió Silas golpeando la mesa. Me importa lo que dirás tú. Te he pagado bien y si no haces lo que te digo, me aseguraré de que tu cuerpo nunca sea encontrado en estas colinas. Valentina y Cael se miraron. Lo tenían. Coacción, chantaje. Silas estaba fabricando todo el testimonio. A la mañana siguiente, el pequeño juzgado de tierra seca estaba abarrotado.
La noticia del arresto del famoso pistolero Caleb se había extendido como la pólvora. Caleb estaba de pie junto al seriff Miller, tranquilo e impasible. Silas entró con su testigo, el hombre flacucho que parecía aterrorizado. “La fiscalía llama a su único testigo, el señor Finneas Jones”, anunció el juez de circuito que había llegado para el caso.
Finnea subió al estrado evitando la mirada de Caleb. comenzó a recitar la historia que Silas le había obligado a aprender, su voz temblorosa y poco convincente. Estaba a punto de acusar a Caleb de asesinato cuando las puertas del juzgado se abrieron de golpe. Valentina entró seguida por Gus y Cael. Todas las cabezas se giraron hacia ellos.
“Señoría, este hombre está mintiendo”, proclamó Valentina, su voz clara y fuerte resonando en la sala. “¿Y quién es usted, señorita? preguntó el juez irritado por la interrupción. Soy Valentina y ese hombre, Fineas Jones ha sido amenazado y sobornado por Silas Black para que cometa perjurio. La sala estalló en murmullos. Sila se puso pálido como un fantasma. Es mentira.
Esta mujer es una ladrona y una fugitiva. Está aliada con el acusado. Gritó. No es ninguna mentira, dijo Gus. D. un paso al frente. Mi amigo aquí, Cael y yo seguimos a Black. Escuchamos como amenazaba al señor Jones. Le dijo exactamente qué mentiras decir en este tribunal. Cael dio un paso al frente.
Su presencia silenciosa era más imponente que cualquier grito. Las palabras del hombre blanco son ciertas. Escuché las amenazas. La serpiente habla con lengua bífida. La compostura de Finea se derrumbó. Estalló en soyosos. Es verdad. Todo es verdad. Me obligó. Dijo que me mataría. Caleb no mató a nadie. nos impidió matar a más gente.
Fue un héroe ese día, no un villano. El caos se apoderó del juzgado. El juez golpeaba su mazo pidiendo orden. En medio de la confusión, la rabia y la humillación de Sila se desbordaron. Su plan se había desmoronado. Se vio a sí mismo expuesto, arruinado. En un ataque de locura, sacó un pequeño deringue que llevaba escondido y apuntó, “No a Caleb, sino a Valentina.
Tú, gritó. Tú me arruinaste.” Caleb reaccionó con la velocidad de un rayo. Se abalanzó derribando al serif Miller en su camino y se interpusó entre Valentina y el arma de Silas, justo cuando sonaba el disparo. El grito de Valentina se mezcló con el sonido de la detonación.
Caleb se tambaleó agarrándose el hombro, la sangre manchando su camisa limpia, pero no cayó. El serit Miller y Gu se abalanzaron sobre Silas, desarmándolo y sometiéndolo. El marsal Dawkins, que había permanecido en silencio hasta entonces, observó a Caleb. Dio al hombre que acababa de recibir una bala por una mujer que momentos antes había arriesgado todo por él.
Se acercó a Caleb, quien se mantenía de pie con esfuerzo, con la mirada fija en Valentina para asegurarse de que estaba bien. Sobre ese viejo asunto del tren, dijo el marsal. Dado el testimonio del señor Jones y tú comportamiento actual, creo que el gobierno de los Estados Unidos está dispuesto a considerar tu deuda con la sociedad como saldada.
Serviste tu tiempo de una manera diferente. Eres un hombre libre, Caleb. La tensión finalmente abandonó a Caleb y casi se derrumba. Pero Valentina estaba allí sosteniéndolo. Las acusaciones contra Silas Black eran graves. Perjurio, coacción de testigos, intento de asesinato. Lo enviaron lejos a una prisión federal y nadie en tierra seca volvió a oír hablar de él.
Caleb se recuperó de su segunda herida, esta vez con una sonrisa en el rostro a pesar del dolor. “Parece que es una costumbre nuestra”, le dijo a Valentina mientras ella le cuidaba el hombro. Tú disparas a los malos y yo me pongo delante de las balas por ti. Preferiría que encontráramos una costumbre menos dolorosa”, respondió ella, besando su frente.
El juicio y el heroísmo de ambos habían cambiado su reputación en el pueblo. Ya no eran los forasteros, eran héroes locales, eran respetados. regresaron al rancho, no como fugitivos ni como proscritos, sino como marido y mujer, libres y sin sombras que los persiguieran. La vida se reanudó, más dulce y preciosa que nunca.
Habían enfrentado al mundo y habían ganado. Pasaron 5 años. El rancho de la Vega floreció, convirtiéndose en un santuario de paz y trabajo duro. El viejo y rústico hogar se transformó con el toque de Valentina. Cortinas de lino ondeaban en las ventanas y macetas con flores silvestres adornaban el porche. El viejo piano del granero fue trasladado a la sala principal y sus melodías se convirtieron en la banda sonora de sus vidas. Caleb había cambiado profundamente.
Aunque seguía siendo un hombre de pocas palabras, la dureza en sus ojos había sido reemplazada por una calidez profunda, especialmente cuando miraba a su esposa. La sonrisa, antes una rareza, ahora aparecía con frecuencia. El amor de Valentina lo había sanado. Había llenado los huecos vacíos de su alma solitaria. Una tarde soleada, Valentina estaba sentada en el porche, meciéndose suavemente en una silla que Caleb había construido para ella.
Llevaba puesto el vestido amarillo, ahora un poco gastado por el uso, y tarareaba una canción de cuna. En sus brazos dormía un pequeño bulto, un bebé de 6 meses con un mechón de pelo oscuro como el de su padre y los ojos cuando estaba despierto, llenos de curiosidad. Lo llamaron Samuel en honor a su viejo y leal amigo. Caleb se acercó por detrás y la rodeó con sus brazos apoyando la barbilla en su cabeza.
Observaron juntos como su otro hijo, un niño enérgico de 4 años llamado Daniel, perseguía mariposas por el prado, sus risas infantiles flotando en el aire. Era una escena de perfecta felicidad doméstica, un futuro que ninguno de los dos se había atrevido a soñar. “¿Recuerdas la primera noche?”, susurró Valentina. Cuando te sentaste en esa silla y me vigilaste toda la noche.
Estaba tan asustada. Caleb pesó su cabello. Estaba tan asustado como tú. Tenía miedo de que si cerraba los ojos desaparecieras, o peor, de que no fuera lo suficientemente fuerte para protegerte. Ella se giró en la silla para mirarlo, sus ojos llenos de amor. Eras lo suficientemente fuerte. Nos salvaste a ambos, Caleb.
Él se arrodilló frente a ella y tomó su mano libre, besándola. No, nosotros nos salvamos mutuamente. Tú me enseñaste que la verdadera fuerza no está en un revólver, sino en la confianza, en el perdón, en el amor. Me enseñaste a volver a casa, Valentina. Tú y nuestros hijos sois mi hogar. El pequeño Daniel corrió hacia ellos con las mejillas sonroadas y una flor aplastada en la mano.
“Para ti, mamá”, exclamó ofreciéndosela a Valentina. Caleb lo levantó en sus brazos y el niño soltó una carcajada. En ese momento, Valentina miró el rostro de su esposo, el rostro del pistolero, del ranchero, del hombre que le había prometido un amor que duraría noche tras noche. La promesa se había cumplido de una manera mucho más profunda de lo que jamás había imaginado.
El amor de él no era solo pasión en la oscuridad, era la paciencia con la que le enseñó a cabalgar, la admiración en sus ojos cuando cantaba, el orgullo con el que la llamaba mi esposa y la ternura infinita con la que sostenía a sus hijos. Caleb se había convertido en un ranchero para escapar de la violencia de su pasado, creyendo que su única opción era la soledad.
Valentina cantaba en un salón para sobrevivir, creyendo que su única opción era la sumisión. Pero cuando sus mundos chocaron, descubrieron una tercera opción, la redención a través del amor. Se dieron cuenta de que el pasado no tenía por qué definir el futuro y que hasta las almas más dañadas podían encontrar la paz y construir algo hermoso juntas.
La historia de Caleb y Valentina es un poderoso recordatorio de que a veces el rescate más importante no es de un peligro físico, sino de la desesperanza. que el verdadero coraje no es enfrentar a un enemigo con un arma, sino abrir un corazón herido a la posibilidad del amor y que las segundas oportunidades no siempre borran las cicatrices del pasado, sino que les dan un nuevo significado convirtiéndolas en un mapa del viaje que los llevó a casa.
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