El Secreto de Ifunwa

Desde el primer día que mi esposa, Ifunwa, se mudó a mi casa, noté algo peculiar en su relación con el agua. No era una simple preferencia, ni una costumbre cultural. Era algo más profundo, casi un temor reverencial. Al principio, pensé que era una de esas rarezas que uno descubre en la convivencia, como cuando descubres que tu pareja duerme con calcetines o no soporta el olor a cebolla. Pero esto era distinto, y con el tiempo, la rareza se convirtió en obsesión.

Ifunwa podía pasar toda una semana sin bañarse, a menos que yo insistiera con firmeza. Incluso entonces, su actitud era de absoluta desgana. Se levantaba del sofá, murmurando algo ininteligible, y se dirigía al baño como quien va a una ejecución. Cerraba todas las puertas y ventanas de la casa, asegurándose de que nadie pudiera verla ni oírla. Luego, se encerraba en el baño durante horas. Literalmente, horas.

Yo esperaba pacientemente, sentado en la sala, escuchando el lejano murmullo del agua corriendo. Cuando por fin salía, sus ojos estaban enrojecidos y ligeramente hinchados, como si hubiera llorado en secreto. Pero lo que más me llamaba la atención era el estado de su piel: brillaba, reluciente, como si estuviera pulida con oro o barniz. Al principio pensé que era algún tipo de rutina de cuidado de la piel, quizás una crema especial o un tratamiento exótico. Pero no, era algo más extraño.

Todo esto me parecía gracioso al principio, una de esas cosas que uno cuenta a los amigos entre risas. “Mi esposa odia bañarse”, decía, y todos reían, imaginando que era una exageración marital. Pero la risa se fue apagando con el tiempo, reemplazada por una creciente inquietud.

Cada vez que salíamos y el cielo amenazaba con lluvia, Ifunwa se ponía visiblemente nerviosa. Me apuraba para que volviéramos a casa antes de que cayera la primera gota. Si el viento traía olor a tormenta, ella miraba al cielo con ansiedad, como si temiera que el agua la persiguiera. Supuse que simplemente no le gustaba mojarse, como esas personas que dicen ser alérgicas a la lluvia. Pero con ella, las cosas eran diferentes.

A veces, después de hacer el amor, yo sugería que nos bañáramos juntos, como hacen las parejas felices en las películas. Esperaba esos momentos traviesos, las risas bajo la ducha, el juego de salpicaduras y caricias. Pero cada vez que lo proponía, la reacción de Ifunwa era alarmante. Sus ojos se volvían rojos, su rostro se tensaba y comenzaba a sudar, como si estuviera ocultando algo profundo y oscuro.

—No tienes que reaccionar así. Solo estaba bromeando —decía yo, intentando aliviar la tensión—. Puedes tomarte tu tiempo y bañarte sola.

Ella asentía, se encerraba en el baño y yo me duchaba solo, sintiéndome decepcionado y, a veces, herido.

Con el tiempo, noté otras cosas extrañas. Ifunwa nunca bebía agua. Ni siquiera cuando la comida estaba picante o el calor era insoportable. Decía que bebía agua cuando yo no la veía, pero nunca la vi tomar un solo sorbo. A veces, después de lavar los platos, esperaba encontrar el fregadero mojado, pero siempre estaba completamente seco. Sin embargo, los platos brillaban, limpios como si hubieran sido pulidos por manos invisibles.

Quise preguntarle sobre esto, pero me callé. Me decía a mí mismo que quizás secaba el fregadero con un trapo, que tenía sus manías. Pero la inquietud crecía en mi interior.

Todo cambió un día extraño.

Ifunwa había pasado todo el día sin bañarse. Era verano, el calor apretaba y el ambiente se volvía denso en la casa. Yo, cansado de la situación, le dije:

—Necesitas bañarte, cariño. No te has bañado desde esta mañana.

Hizo un sonido de disgusto, se levantó a regañadientes y se dirigió al baño. Unos minutos después, escuché el sonido del agua corriendo. La curiosidad me pudo. Tenía que saber qué hacía allí dentro.

Dejé mi laptop a un lado, caminé de puntillas hasta el baño y justo cuando iba a girar el pomo, su voz atravesó la puerta con una firmeza que nunca le había conocido:

—No te atrevas a abrir esa puerta mientras me baño… o no te gustará el resultado.

Me quedé paralizado. En su voz había una mezcla de miedo y amenaza. Me alejé, pero la semilla de la sospecha ya había germinado.

Esa noche, mientras cenábamos, la observé con atención. Sus movimientos eran lentos, calculados. Sus ojos evitaban los míos. Decidí no insistir más, pero mi mente no dejaba de dar vueltas.

El Misterio se Profundiza

Los días pasaron y la tensión en casa se volvió insoportable. Ifunwa se volvió más reservada, casi ausente. Yo intentaba mantener la normalidad, pero no podía dejar de pensar en lo que ocultaba.

Un fin de semana, invité a unos amigos a cenar. Quería distraerme, recuperar la alegría. Ifunwa se mostró amable, pero distante. Durante la comida, uno de mis amigos, Samuel, hizo una broma sobre la lluvia y todos rieron. Todos menos Ifunwa, que apretó los labios y bajó la mirada.

Después de la cena, mientras recogía los platos, Samuel se me acercó y susurró:

—¿Tu esposa está bien? Parece… no sé, como si tuviera miedo de algo.

Asentí, incómodo. No sabía qué responder.

Esa noche, no pude dormir. Me levanté varias veces, caminé por la casa en silencio, escuchando los ruidos de la noche. En una de esas vueltas, pasé junto al baño y noté una luz tenue bajo la puerta. Me acerqué y escuché un leve sollozo. Mi corazón se encogió. ¿Qué le pasaba a mi esposa?

Al día siguiente, decidí hablar con ella.

—Ifunwa, ¿puedes decirme qué te pasa? —le pregunté suavemente—. Sé que hay algo que te preocupa. Puedes confiar en mí.

Ella me miró durante un largo rato, como si estuviera decidiendo si podía confiar en mí o no. Finalmente, negó con la cabeza y se alejó.

Me sentí impotente.

El Día de la Revelación

Pasaron las semanas y el misterio se volvió insoportable. Un día, al regresar del trabajo, encontré a Ifunwa en la sala, sentada junto a la ventana, mirando la lluvia caer. Sus ojos estaban perdidos en el horizonte.

Me acerqué y le puse una mano en el hombro.

—¿Quieres hablar de ello? —pregunté.

Ella negó con la cabeza, pero no apartó mi mano.

Esa noche, la tormenta arreció. El viento golpeaba las ventanas y el trueno sacudía los cimientos de la casa. De repente, escuché un grito ahogado proveniente del baño.

Corrí hacia allí y, sin pensarlo, abrí la puerta.

Lo que vi me dejó sin aliento.

Ifunwa estaba de pie junto a la ducha, completamente desnuda, con el agua cayendo sobre su cuerpo. Pero su piel… su piel brillaba con una luz dorada, casi sobrenatural. Era como si el agua revelara una segunda piel, una membrana translúcida que cubría su verdadero ser. Sus ojos, grandes y brillantes, me miraron con una mezcla de terror y resignación.

—Te lo advertí —susurró—. Ahora ya lo sabes.

Me quedé paralizado, incapaz de apartar la mirada.

—¿Qué eres? —logré preguntar, la voz temblorosa.

Ifunwa cerró los ojos y, al abrirlos, una lágrima dorada rodó por su mejilla.

—No soy como tú. No soy como nadie aquí. Vengo de un lugar donde el agua es sagrada, donde cada gota es vida y muerte. Aquí, debo esconderme, proteger mi verdadera naturaleza. Si el agua me toca, mi secreto queda al descubierto.

Me senté en el suelo, abrumado por la revelación.

—¿Por qué no me lo dijiste? —pregunté.

—Porque tenía miedo. Miedo de perderte, miedo de que me rechazaras.

La abracé, sintiendo el calor de su piel dorada.

—No me importa lo que seas. Solo quiero que seas feliz.

Ella sonrió, y por primera vez en mucho tiempo, vi paz en sus ojos.

El Secreto Compartido

A partir de ese día, nuestra relación cambió. Ifunwa dejó de esconderse. Me contó su historia, su origen, su miedo al agua. Me habló de su familia, de su mundo perdido, de la soledad que sentía en este lugar extraño.

Aprendí a cuidarla, a proteger su secreto. Adaptamos la casa, instalamos persianas opacas, sellamos las ventanas. Cambiamos la ducha por baños de esponja, y yo me convertí en su cómplice.

Nuestros amigos notaron el cambio. Decían que nos veíamos más felices, más unidos. Nadie sospechaba la verdad.

Con el tiempo, Ifunwa aprendió a confiar en mí. Compartimos risas, sueños, y hasta lágrimas doradas. Nuestra casa se llenó de amor y complicidad.

La Prueba Final

Un día, recibimos la visita inesperada de la madre de Ifunwa. Era una mujer imponente, de mirada profunda y voz suave. Al verla, comprendí de dónde venía la fuerza de mi esposa.

Durante la cena, la madre de Ifunwa me miró fijamente y preguntó:

—¿Sabes quién es realmente mi hija?

Asentí, con respeto.

—Lo sé. Y la amo tal como es.

La mujer sonrió, satisfecha.

—Entonces, cuídala. Su secreto es ahora tuyo también.

Esa noche, Ifunwa y yo bailamos bajo la luz de la luna, sin miedo, sin máscaras. Por primera vez, sentí que nada podía separarnos.

Epílogo: El Agua y el Amor

Con el paso de los años, aprendí que el amor verdadero no teme a los secretos ni a las diferencias. Aprendí que todos llevamos una parte oculta, un rincón del alma que tememos mostrar. Pero cuando encuentras a alguien que te acepta por completo, incluso tus rarezas se convierten en tesoros.

Ifunwa y yo seguimos juntos, desafiando las tormentas, riendo bajo el sol. A veces, cuando llueve, ella me toma de la mano y bailamos en la sala, lejos del agua, pero cerca del amor.

Y aunque su piel brille como el oro y sus lágrimas sean doradas, para mí, Ifunwa es simplemente mi esposa. La mujer que me enseñó que el mayor secreto del mundo es aprender a amar sin miedo.