En el vasto desierto de Nuevo México, donde el viento hullaba como un coyote herido, una joven apache llamada Nayeli corría bajo la luna llena. Sus pies descalzos pisaban la tierra árida, dejando huellas que se borraban con cada ráfaga de polvo. Detrás de ella, el eco de cascos de caballos retumbaba como truenos lejanos.

Tres hombres, forajidos con sombreros raídos y revólveres al cinto, la perseguían sin piedad. “Danos el oro, india. Sabemos que lo tienes”, gritaba el líder, un tipo con cicatrices que le cruzaban la cara como surcos en la arena. Nayeli jadeaba su vestido rasgado por las espinas de los cactus. No sabía de qué oro hablaban.

Ella solo era una recolectora de hierbas en las montañas, huérfana de una tribu masacrada por los blancos años atrás. Pero esa noche todo cambió cuando encontró una caja enterrada cerca de un arroyo seco. Dentro relucían pepitas amarillas que brillaban como estrellas caídas. No era suya, pero ahora la cargaba como una maldición.

De repente, una estructura solitaria se erguía contra el cielo nocturno, una cabaña abandonada con techo de madera podrida y una luz tenue en la ventana. Nayeli se lanzó hacia ella, su corazón latiendo como un tambor de guerra. empujó la puerta con fuerza y esta crujió abriéndose a un interior oscuro. Dentro, un ranchero solitario, un hombre llamado Jack Harland, fumaba un cigarro junto a una chimenea apagada.

Tenía el rostro curtido por el sol, ojos azules fríos como el acero de su colt y una barba que ocultaba cicatrices de batallas pasadas. ¿Quién demonios eres? Gruñó Jack levantando su rifle. Nayeli cayó de rodillas, la caja cayendo al suelo con un tut sordo. Ayúdame, por favor, suplicó en un español entrecortado, mezclado con palabras apache que él no entendía.

Fuera, los cascos se acercaban. Los tres hombres desmontaron, sus botas resonando en el porche. “Sal, India, ese oro es nuestro”, vociferó uno disparando al aire. El estruendo hizo que Nayeli se encogiera, pero Jack, con un suspiro, barricó la puerta con una mesa vieja. La noche se volvió un infierno. Los forajidos rodearon la cabaña disparando a las ventanas.

Vidrios estallaron como confetal y Nayeli se cubrió la cabeza mientras Jack respondía con tiros precisos. Uno de los hombres cayó gritando, su sangre tiñiendo la tierra. sea, hay alguien adentro. maldijo el líder. Jack recargaba su arma sudando bajo su sombrero. “Niña, ¿qué has traído a mi puerta?”, murmuró Nayeli, temblando, abrió la caja.

El oro brillaba, iluminando sus rostros con un resplandor fantasmal. “No es mío, lo encontré”, explicó ella, sus ojos oscuros llenos de terror. Pero el asedio no cesaba. Un forajido trepó por el techo intentando entrar por la chimenea. Jack lo oyó y disparó hacia arriba. Un cuerpo cayó fuera con un golpe seco. Nayeli, armada con un cuchillo que sacó de su bota, se preparó.

No dejaré que me tomen dijo con voz firme. Jack la miró impresionado por su valentía. Era hermosa, con cabello negro como la noche y piel bronceada que hablaba de soles inclementes. En ese momento, algo se removió en él, un recuerdo de su propia hermana perdida en una emboscada similar. De pronto, un silencio ominoso.

Los dos forajidos restantes cargaron contra la puerta. Esta se dio con un crujido y entraron rodando revólveres en mano. Jack mató a uno de un tiro en el pecho, pero el líder, un gigante llamado Slade, lo desarmó de un golpe. Nayeli se lanzó sobre Slade, clavándole el cuchillo en el hombro. Él rugió de dolor, girándose para golpearla.

Ella voló contra la pared, su cabeza golpeando una viga. Sangre brotó de su 100 y el mundo se nubló. Jack forcejeaba con Slade, puños volando en una danza brutal. Te mataré, ranchero, escupió Slade sacando un cuchillo Bogi. Pero ya que era más rápido, rodó, agarró su rifle caído y disparó.

La bala atravesó el cuello de Slade, quien cayó gorgoteando, sus ojos vidriosos fijos en el oro esparcido. Nayeli yacía en el suelo, respirando con dificultad. Jack se arrodilló a su lado limpiando la sangre de su rostro con un pañuelo sucio. “Tranquila, niña. Se acabó”, dijo suavemente. Pero ella toscía y algo no estaba bien. Su pierna, torcida en un ángulo imposible sangraba profusamente de una herida de bala que no había notado en la confusión.

“Duele mucho”, gimió ella, lágrimas rodando por sus mejillas. Jack examinó la herida. La bala había destrozado el hueso. En el desierto, sin doctor, eso significaba gangrena, una muerte lenta y agonizante. Él sabía lo que había que hacer. Sus manos temblaron al sacar su navaja. Fácil, duele, lloró la apache, sus ojos suplicantes. El ranchero se congeló, el corazón apretado como un puño.

Luego dijo suavemente, “Será rápido.” Con un nudo en la garganta, Jack cortó la tela alrededor de la herida. Nayeli gritó, un sonido que perforó la noche como un lamento de Bancé. Él aplicó un torniquete con su cinturón, apretando hasta que ella palideció. La navaja brillaba bajo la luz de la luna que entraba por la ventana rota.

“Perdóname”, murmuró él y comenzó el corte. La carne se abrió como una fruta madura, sangre salpicando el suelo de madera. Nayeli se convulsionó, sus uñas clavándose en su brazo. “¡Para Dios, para!”, imploraba, pero él continuaba cerrando hueso con determinación green. Fuera, el viento ululaba carrying error screams.

Cuando terminó, cauterizó la herida con un hierro caliente de la chimenea que revivió con leña rápida. El olor a carne quemada llenó la cabaña nauseabundo y eterno. Nayeli se desmayó, su cuerpo inerte como una muñeca rota. Jack la cargó a la cama improvisada, vendando el muñón con trapos limpios. Pasaron horas en silencio, el velando su sueño febril.

Al amanecer, ella abrió los ojos, débiles vivos. “Gracias, ranchero”, susurró. Él asintió, pero en su mente el horror persistía. ¿Qué vendría ahora? El oro atraería más bandidos y ella, una apachiciada, sería un blanco fácil. Decidieron huir al sur hacia México, donde Jack tenía un viejo amigo en Sonora.

Montaron en su caballo Nayeli aferrada a su cintura, la caja de oro atada a la silla. El desierto se extendía infinito, pero ahora con promesas de venganza. Rumores decían que Slate tenía hermanos pistoleros aún más crueles. En el camino pararon en un pueblo fantasma donde fantasmas del pasado acechaban. Nayeli soñaba con visiones, oscuridad creeping ates ofion como en la cabaña.

Despertaba sudando, gritando nombres a pache olvidados. Jack la calmaba contándole historias de su juventud como vaquero en Texas, pero sus ojos traicionaban preocupaciones. “¿Y si no sobrevivo?”, preguntó ella una noche junto a una fogata. “¿Lo harás? Eres fuerte como el desierto”, respondió él. Pero internamente dudaba.

La fiebre volvía y la herida supuraba. En un cañón estrecho fueron emboscados. Dos jinetes hermanos de Slade, aparecieron de la nada. El oro y la india demandaron disparando. Jack rodó detrás de una roca respondiendo fuego. Nayeli cojeando, agarró un rifle caído y disparó, acertando a uno en el pecho. El otro cargó, pero Jack lo derribó de un tiro en la cabeza.

Sangre salpicó las paredes del cañón y el eco de los disparos se perdió en el viento. Continuaron, pero Nayeli empeoraba. En una misión abandonada cerca de la frontera, ella colapsó en la tierra vomitando Bilis. No puedo más, soyó aferrándose a un barril viejo. Jack la levantó, su rostro grave. Tenemos que cruzar.

Allá hay cruzaron el río grande bajo la luna, el agua fría lamiendo sus heridas. En México encontraron refugio en un rancho de su amigo Miguel, un mestizo con ojos sabios. Miguel curó a Nayeli con hierbas antiguas, pero el daño era permanente. Ella aprendió a caminar con una prótesis de madera que Jack talló. El tiempo pasó y el oro les dio una nueva vida.

Compraron tierra, criaron caballos, pero las sombras persistían. Una noche, un extraño llegó al rancho preguntando por el oro perdido. Jack lo enfrentó en el porche. Revólver en mano. Vete o muere. advirtió el extraño. Sonrió revelando dientes podridos. Slider era mi padre. Disparó primero, pero Jack fue más rápido.

El cuerpo cayó y Nayeli, desde la ventana vio todo. “Nunca termina”, murmuró ella. Vivieron en tensión constante, pero su vínculo creció. Jackin Yelli se casaron en una ceremonia simple, mezclando ritos apache y católicos. Ella dio a luz a un hijo fuerte como su madre, astuto como su padre. Años después, en una tormenta, viejos enemigos regresaron.

Una banda de 10 sedientos de venganza. El rancho se convirtió en fortaleza. Nayeli, ahora una guerrera coja pero feroz, disparaba desde el techo. Jack lideraba la defensa, balas zumbando como avispas. En el clímax, Nayeli fue herida de nuevo, una bala rozando su costado. Colapsó cerca de la puerta, piernas fallando. Como aquella noche gimió.

Jack la arrastró adentro, pero los bandidos irrumpieron. Mató a tres, pero uno lo acuchilló en el brazo. Nayeli, con fuerzas restantes, apuñaló al último. Silencio. Cayó. Sangrando. Se abrazaron. Fácil duele, dijo ella riendo entre lágrimas. Él besó su frente. Será rápido, pero viviremos. Su hijo creció oyendo la historia, un legado de sangre y oro.

El desierto guardaba secretos, pero ellos habían sobrevivido, forjados en fuego. Y en las noches estrelladas, Nayeli cantaba canciones apache, recordando que la vida era un ciclo de dolor y redención.