
Escúchenme bien. Este tulido desgraciado va a servir de ejemplo para todos ustedes que simpatizan con bandidos que se hacen llamar revolucionarios. No me importa si escojo viejo, niño o mujer, que quede claro. En mis tierras se respeta el patrón o se muere como perros. Yo soy la ley en este valle y quien no me obedezca va a suplicar perdón mientras lo hago pedazos.
Y fue así, compadre, que ese acendado sin corazón cometió la mayor cobardía de su vida, pero no imaginó que esa sangre derramada traería consecuencias que iban mucho más allá de su poder en la región. Tú estás escuchando el canal Legendarios del Norte. Dime desde qué ciudad nos estás oyendo. Dale like al video y ahora sí, vamos a comenzar. Dalsin Arango se levantó con dificultad de su petate cuando escuchó los cascos de los caballos acercándose a su jacal.
El sol de octubre caía pesado sobre el valle del Conchos, pintando de oro sucio las paredes de adobe de su humilde vivienda. Sabía reconocer el sonido de hombres armados. En estos tiempos de revolución, todo mundo había aprendido a distinguir entre el galope tranquilo de un vaquero y el trote amenazante de pistoleros con malas intenciones.
Su pierna izquierda torcida desde niño cuando un potro lo había aplastado contra las piedras del río, le dolía más cuando se avecinaba tormenta. Y esa tarde, aunque el cielo estaba despejado, sentía en los huesos que se acercaba la tormenta más grande de su vida. Tres jinetes se detuvieron frente a su puerta.
Dalsin los reconoció inmediatamente como guardias blancas de don Epaminondas Ortega, el ascendado más poderoso y despiadado de toda la región. El que comandaba el grupo era un hombre de cara marcada por la viruela, con ojos pequeños y crueles, que brillaban como los de una víbora bajo el ala de su sombrero. Los otros dos permanecieron montados, rifles Winchester descansando en sus muslos, observando los alrededores con la tranquilidad de quienes sabían que nadie se atrevería a intervenir.
Buenas tardes, señores, murmuró Dalin, apoyándose en su bastón de mezquite tallado. ¿En qué puedo servirles? Su voz salió más débil de lo que hubiera querido, pero años de supervivencia le habían enseñado que la cortesía podía ser la diferencia entre vivir un día más o terminar alimentando a los zopilotes. El líder del grupo escupió al suelo polvoriento y se acercó dos pasos.
¿Tú eres Dalsin Arango? La pregunta sonó como una sentencia, no como una consulta. Dalsin sintió que el estómago se le encogía. Cuando los pistoleros de Donepaminondas sabían tu nombre completo, significaba que alguien muy importante había decidido tu destino. Sí, señor, soy yo, pero no entiendo por qué, comenzó a decir. Pero el guardia blanca lo interrumpió con un gesto violento de la mano.
Eres primo del bandido Pancho Villa aire se volvió más espeso. Als tragó saliva, sabiendo que mentir sería inútil. En un valle donde todos se conocían desde niños, intentar negar el parentesco sería como escupir contra el viento. Sí, señor, somos primos, pero yo no tengo nada que ver con sus asuntos.
Hace años que no lo veo desde que éramos chamacillos. Yo soy solo un talabartero. Arreglo monturas y trenzolazos. No me meto en política ni en revoluciones. Se lo juro por la Virgen de Guadalupe. Las palabras salían atropelladas de su boca, cargadas de una desesperación que él mismo podía escuchar. Sabía que estaba suplicando, pero ya no le importaba la dignidad. Solo quería seguir respirando.
El pistolero sonríó, pero no había nada humano en esa sonrisa. Era la mueca de un coyote que ha encontrado un conejo herido. Da igual lo que digas tuido. Donepaminondas quiere mandar un mensaje y tú vas a hacer ese mensaje. Hizo una seña a sus compañeros que desmontaron con movimientos lentos y deliberados como hombres que tienen todo el tiempo del mundo para completar su trabajo.
Lo agarraron cada uno de un brazo sin importarles sus gritos de protesta y comenzaron a arrastrarlo hacia el centro del pueblo. Dalsin intentó resistirse, pero su pierna mala lo hacía tropezar constantemente y los hombres eran demasiado fuertes. El bastón de Mesquite se le resbaló de las manos y quedó abandonado en el polvo, junto con sus esperanzas de ver otro amanecer.
En la plaza central del pueblo, bajo la sombra raquítica de un mesquite centenario, lo obligaron a ponerse de rodillas. La gente comenzó a asomarse de sus casas, atraída por el escándalo, pero manteniéndose a prudente distancia. conocían demasiado bien la reputación de los hombres de don Paminondas para arriesgarse a intervenir. Las madres jalaron a sus hijos hacia el interior de sus jacales, pero los hombres se quedaron observando con esa mezcla de horror y fascinación que produce presenciar una tragedia que sabes inevitable. El líder de los pistoleros se irgió en el centro de la
plaza. como un predicador malévolo, asegurándose de que su voz llegara a todos los rincones. “Óiganme bien, pueblo de mierda”, gritó, su voz rasposa cortando el aire como una navaja oxidada. “Este cabrón va a servir de ejemplo para todos ustedes que simpatizan con bandidos, que se hacen llamar revolucionarios.
Si alguno de ustedes tiene tratos con Pancho Villa, si le dan agua, comida o hasta información, van a terminar igual que este desgraciado. Dalsin alzó la vista una última vez, viendo las caras conocidas de sus vecinos asomándose detrás de puertas entraas. Algunos apartaron la mirada, otros cerraron los ojos, pero nadie se movió para ayudarlo. No podía culparlos.
Él habría hecho lo mismo en su lugar. En estos tiempos, sobrevivir era más importante que ser héroe. El primer golpe del bastón con clavos errumbrados le destrozó la rodilla buena. El dolor fue tan intenso que por un momento perdió la conciencia, pero el segundo golpe en las costillas lo despertó con una agonía que le llenó la boca de sangre.
Podía escuchar sus propios gritos como si vinieran de muy lejos. mezclándose con el sonido seco de la madera contra los huesos y el tintineo metálico de los clavos desgarrando carne. Los siguientes minutos fueron una eternidad de sufrimiento puro. Los pistoleros trabajaban con la eficiencia de carniceros experimentados, asegurándose de que cada golpe fuera visible para la audiencia aterrorizada, pero manteniendo a Dalsin consciente el mayor tiempo posible.
Querían que el pueblo recordara cada segundo, cada grito, cada salpicadura de sangre en la tierra seca. Cuando finalmente su cuerpo dejó de moverse y de gemir, lo dejaron allí tirado como un animal sacrificado, un montón de carne destrozada que ya no se parecía al hombre tranquilo que reparaba monturas y nunca se metía con nadie.
Los tres jinetes montaron sus caballos con la misma tranquilidad con que habían llegado, satisfechos del trabajo realizado. “Ya saben las reglas”, gritó el líder antes de partir. “El que simpatice con Villa que se prepare para conocer el mismo destino.” El silencio que siguió fue más aterrador que los gritos. Solo se escuchaba el zumbido de las moscas que ya comenzaban a llegar, atraídas por el olor de la sangre fresca bajo el sol implacable del desierto chihuahuense.
Y así fue como murió Dal Sinarango, primo de Pancho Villa, culpable únicamente de llevar en las venas la sangre equivocada en el momento equivocado. Pero lo que don Paminondas Ortega no sabía, lo que no podía ni imaginar mientras se solazaba en su hacienda esa noche, creyendo que había enviado el mensaje perfecto, era que acababa de despertar a una fiera que haría que sus peores pesadillas parecieran cuentos de niños.
Porque en el desierto, compadre, hay leyes más antiguas que las de los ascendados. Y una de esas leyes dice que quien derrama sangre inocente de la familia, tarde o temprano pagará esa deuda con la propia vida. La noticia llegó al campamento villista, como llegaban todas las malas noticias en esos tiempos, cargada por un muchacho flaco que había cabalgado dos días sin parar, con los ojos hundidos por el miedo y la urgencia.
Era un chamaco de unos 14 años, hijo de un arriero que conocía los caminos secretos entre las montañas y que ahora temblaba como hoja en el viento, mientras los dorados de villa lo rodeaban con sus rifles listos. ¿Quién eres, muchacho?, preguntó Rodolfo Fierro, el lugar teniente más temido de todo el ejército villista.
Un hombre que podía matar a 10 federales antes del desayuno y después dormir como un bebé. Sus ojos negros perforaban al chamaco como dagas, buscando cualquier señal de traición o mentira. Me mandó mi patrón, don Severiano, para que trajera noticias al general Villa. Balbuceó el muchacho, quitándose el sombrero desilachado con manos que no podían mantenerse quietas. Noticias malas, mi jefe, muy malas.
Pancho Villa estaba sentado a la sombra de un sotol gigante limpiando meticulosamente su pistola Colt P. 45. Ese ritual que realizaba cada mañana desde que tenía memoria. cuando todavía se llamaba Doroteo Arango, y no era más que un muchacho hambriento huyendo de la justicia.
Al escuchar las palabras del mensajero, levantó la cabeza lentamente, esos ojos que habían visto demasiada muerte y traición fijándose en el chamaco con la intensidad de un halcón. “¡Qué noticias!”, Su voz salió grave y pausada, pero todos los que conocían al centauro del norte sabían que esa calma era más peligrosa que cualquier grito.
Era la quietud que precede al huracán, el silencio del puma antes del salto mortal. El muchacho tragó saliva tan fuerte que se escuchó en todo el campamento. Mataron a su primo, mi general, Adalin Arango. Lo mataron en la plaza de San Jerónimo, delante de todo el pueblo. El tiempo se detuvo. María Luz, que estaba remendando una camisa cerca del fuego, dejó caer la aguja y el hilo.
Tomás Urbina, que masticaba un pedazo de tazajo, se quedó con la boca abierta. Hasta los caballos parecieron entender la gravedad del momento, porque dejaron de moverse y de relinchar. En todo el campamento no se escuchaba más que el crepitar de las brasas y el silvido del viento entre los nopales. Villa siguió limpiando su pistola, pero sus movimientos se volvieron más lentos, más deliberados.
Era como ver a un hombre contando hasta 10 antes de estallar en pedazos. ¿Quién lo mató?, preguntó. Y aunque su voz seguía siendo tranquila, había algo en esas tres palabras que hizo que varios de los dorados sintieran un escalofríos corriendo por la espalda. Los guardias blancas de Don Paminondas Ortega, mi general, dijeron que era para dar ejemplo para que nadie ayudara a usted. Lo mataron a palos, con bastones con clavos.
El muchacho hablaba cada vez más rápido, como si quisiera terminar pronto con esa tortura. Mi patrón dijo que tenía que contarle todo, que usted tenía derecho a saber cómo murió su sangre. Ahí fue cuando Villa dejó de limpiar la pistola. Sus manos se quedaron inmóviles sobre el metal y por un momento que se sintió eterno, nadie se atrevió a respirar, porque todos sabían lo que significaba Dalsin para el general, aunque nunca hubieran entendido completamente por qué.
La historia que pocos conocían, la historia que el propio Villa guardaba como un tesoro doloroso en el fondo de su corazón. se remontaba a los días más oscuros de su infancia, cuando todavía era Doroteo Arango y la muerte por hambre era una posibilidad real y cotidiana. Su padre había desaparecido una noche sin explicación, dejando a Micaela, su madre, con tres bocas que alimentar y ni una tortilla en el comal.
Fueron los peores meses de su vida, días enteros sin probar bocado, noches escuchando llorar a su hermanita Martina porque el estómago le dolía de vacío. Su madre vendía lo poco que tenían, un reboso aquí, una olla allá, pero nunca era suficiente. Doroteo recordaba haber masticado cuero mojado solo para sentir algo en la boca, haber chupado piedras para engañar al hambre que lo carcomía por dentro como una fiera.
Y entonces aparecía Dalzin, el primo de su edad, hijo de la familia que vivía al otro lado del arroyo seco, que tampoco tenía mucho, pero que tenía lo suficiente para compartir. Dalzin llegaba por las tardes con un puñado de pinole. envuelto en un trapo o con tortillas que había conseguido, vaya Dios a saber cómo, y se las daba a Doroteo, sin pedir nada a cambio, sin hacer preguntas, sin humillarlo con compasión fingida.
Tomá, primo,”, le decía siempre con esa sonrisa torcida que se le había quedado después del accidente con el caballo. “Así, mañana tenemos fuerzas para ir a pescar al río.” Nunca admitía que era caridad, siempre inventaba alguna excusa, algún plan para el futuro que justificara el regalo. Era la dignidad que le regalaba junto con la comida, tal vez el regalo más valioso de todos.
Hubo una noche, la más fría y terrible de aquel invierno maldito, en que Doroteo pensó que no vería otro amanecer. El hambre le dolía tanto que no podía ni llorar, y su madre estaba tan débil que apenas podía tenerse en pie. Fue Dalsin quien apareció en la puerta como un ángel cojo cargando una olla de frijoles que había cocinado su madre.
y se quedó allí hasta asegurarse de que cada uno de ellos hubiera comido hasta saciarse. “Nunca olvides esto, Doroteo.” Le había dicho esa noche mientras los dos muchachos miraban las estrellas desde el patio de tierra de la casa. La familia es lo único que vale en este mundo de cabrones. Todo lo demás se puede perder, pero la familia la familia es sagrada.
Años después, cuando Doroteo Arango se había convertido en Francisco Villa y después en Pancho Villa, cuando ya tenía ejércitos que lo seguían y asendados que temblaban al escuchar su nombre, nunca dejó de mandar dinero a Dalsin. No era caridad, era un pago que nunca terminaría, una deuda que se había grabado en su alma con hierro candente. Cada peso que le enviaba era una manera de decirle, “No he olvidado.
Nunca olvidaré que me salvaste la vida cuando más la necesitaba.” Y ahora ese hombre, el único que lo había conocido cuando era solo un niño hambriento, el último vestigio de bondad de su infancia, había muerto como un perro en una plaza, asesinado por la codicia y la crueldad de un ascendado que se creía dueño de vidas ajenas.
Villa se levantó lentamente guardando la pistola en su funda con movimientos que parecían los de un hombre en trance. Cuando habló, su voz sonó como el rugido lejano de una tormenta acercándose desde las montañas. Rodolfo, Tomás, vengan acá. Los dos lugarenientes se acercaron inmediatamente, reconociendo en el tono de su jefe la promesa de sangre y fuego. Vamos a ir por ese hijo de perra que mató a mi primo.
¿A cuántos llevamos, mi general?, preguntó Fierro, y había una sonrisa lobuna en su cara. Conocía esa mirada en los ojos de Villa y sabía que significaba que alguien iba a pagar muy caro por su error. “No vamos a pelear”, murmuró Villa montando en siete leguas su caballo Alzán, que había sido su compañero en 100 batallas. Vamos a hacer justicia.
Y para hacer justicia no necesito ejército. Solo necesito que Epaminondas Ortega entienda lo que significa tocar a mi familia. María Luz se acercó poniéndole una mano en la pierna. Virgulino le dijo usando su nombre verdadero como solo ella podía hacer. Ten cuidado. No dejes que la rabia te ciegue. Villa la miró y por un momento su cara se suavizó. No es rabia, mujer, es deuda.
Se inclinó para besarle la frente. Dalsin me dio de comer cuando mi madre no tenía ni tortillas secas que ofrecerme. Quien mata al que te salvó del hambre merece conocer todas las hambres del infierno. Espoleó a siete leguas y salió del campamento, seguido por sus hombres más leales, levantando una nube de polvo que se vio desde leguas de distancia.
Pero lo que se acercaba hacia la hacienda de donepaminondas Ortega era mucho más que polvo en el desierto. Era la venganza encarnada, cabalgando bajo las estrellas del norte, llevando en el corazón todas las deudas no pagadas de la infancia y en las manos la justicia que solo los desesperados conocen. Y allá arriba, entre las estrellas frías del desierto chihuahüense, parecía que hasta Dios contenía la respiración, esperando a ver qué pasaría cuando el centauro del norte llegara a cobrar lo que le debían.
Tres días cabalgaron por el desierto de Chihuahua sin descanso, siguiendo senderos que solo los hombres del norte conocían. caminos invisibles marcados por piedras que parecían casuales, pero que habían guiado a contrabandistas y revolucionarios durante generaciones. Villa iba adelante en siete leguas con esa postura rígida que sus hombres habían aprendido a respetar.
Era la postura de un hombre que ha tomado una decisión irrevocable y que nada en el mundo lo haría cambiar de rumbo. Detrás de él cabalgaban seis de sus dorados más letales, Rodolfo Fierro, que podía vaciar un cargador de seis balas en el mismo número de segundos. Tomás Urbina, que había peleado al lado de Villa desde los tiempos de Bandido.
Joaquín Álvarez, conocido como el cuervo por su habilidad para aparecer donde menos lo esperaban. Martiniano Servín, un hombre silencioso que manejaba la dinamita como otros manejaban las tortillas, y dos hermanos del pueblo de Parral, los Delgado, que disparaban tan sincronizados que parecían compartir el mismo cerebro.
Era un grupo pequeño, pero mortífero, escogido no por número, sino por eficacia. Villa había dejado atrás a su ejército porque esta no era una batalla, era una ejecución. Y para ejecutar a un perro rabioso no necesitas cañones, solo necesitas la pistola correcta y la frialdad para usarla. El desierto los recibió con su hospitalidad habitual, calor que derretía los esos durante el día.
frío que calaba hasta los huesos durante la noche y una sed constante que le recordaba que en esas tierras el agua valía más que el oro. Pero ninguno de ellos se quejó. Habían nacido en ese desierto, habían mamado arena con la leche materna y conocían cada uno de sus humores y caprichos. Durante el primer día, apenas hablaron.
Cada hombre estaba perdido en sus propios pensamientos, preparándose mentalmente para lo que venía. Villa pensaba en Dalsin en las tardes de su infancia cuando su primo llegaba con comida y esperanza. Fierro pensaba en las mil maneras que conocía de hacer que un hombre sufriera antes de morir. Los demás simplemente pensaban en seguir vivos y en hacer su trabajo lo mejor posible.
En la segunda noche, acampados bajo un cielo tan lleno de estrellas que parecía que alguien había derramado diamantes sobre terciopelo negro, Tomás Urbina se acercó a Villa con dos tazas de café negro que sabía a tierra, pero que calentaba el alma. ¿De verdad vamos solo nosotros siete contra toda la hacienda de Ortega? preguntó sin curiosidad, sino con la franqueza del hombre que ha compartido 100 batallas con su jefe y se ha ganado el derecho de hablar claro.
Villa tomó un sorbo del café amargo, saboreando el calor que le bajaba por la garganta. ¿Cuántos hombres necesitas para matar a una víbora, Tomás? Uno solo si sabe dónde picarle. Exacto. Y yo sé exactamente dónde voy a picarle a este hijo de perra. Villa miraba el fuego como si en las llamas pudiera ver el futuro.
Ortega cree que porque tiene muchos guardias blancas y mucho dinero, puede hacer lo que se le pegue la gana. Pero se le olvidó algo importante. ¿Qué se le olvidó? Que en el desierto, compadre, no manda el que tiene más pistoleros, manda el que está más dispuesto a usarlos.
El tercer día, al mediodía, cuando el sol pegaba como martillo sobre Yunque y hasta los lagartos buscaban sombra, encontraron lo que Villa había estado esperando. En un pequeño oasis formado por un manantial que brotaba entre las rocas, había un hombre solo, sentado bajo la sombra raquítica de una gobernadora, bebiendo agua con las manos ahuecadas.
Era un hombre de mediana edad, quemado por el sol del desierto, con esas arrugas profundas que solo da la vida dura en el campo. Vestía la ropa típica de un vaquero, camisa de algodón remendada, pantalón de mezclilla desteñido, guaraches que habían caminado mil leguas, pero había algo en sus ojos que no era típico de un simple arriero.
Era una rabia fría, controlada, que Villa reconoció inmediatamente porque era muy parecida a la suya propia. “¿Cómo te llamas, hermano?”, preguntó Villa, desmontando de siete leguas con la tranquilidad de quien ha encontrado exactamente lo que buscaba. El hombre los miró sin miedo, evaluando a los siete jinetes armados con la calma de quien ya no tiene nada que perder.
Sabio,” respondió sin apartar la vista de Villa. “¿Y usted es Pancho Villa?” No era una pregunta. En el norte de México todo mundo conocía esa cara, esos ojos que habían visto demasiada muerte y que prometían más muerte por venir. Villa sonríó. Una sonrisa que no llegaba a los ojos, pero que tenía cierta calidez humana.
“¿Qué haces aquí solo, sabio? Este no es lugar para andar desarmado. Villa había notado que el hombre no cargaba pistola ni rifle, solo un cuchillo viejo en el cinto, insuficiente para defenderse en un territorio tan peligroso. Sabio escupió al suelo con amargura. Vengo de la hacienda de Donepaminondas Ortega.
Trabajé allí 10 años como vaquero hasta que ese cabrón maldito mandó ahorcar a mi hermano Aurelio por un supuesto robo de ganado que nunca sucedió. Los ojos de Villa se estrecharon. El destino, pensó, a veces tenía un sentido del humor muy particular. Tu hermano lo colgaron del mezquite grande que está en el centro del corral delante de toda la peonada. Ortega dijo que era para dar ejemplo para que nadie más se atreviera a robarle, pero mi hermano no robó nada.
El ganado se había perdido en una tormenta, pero al patrón no le importó la verdad. Necesitaba culpar a alguien y Aurelio estaba allí. La historia sonaba dolorosamente familiar. Los hacendados como Ortega vivían en un mundo donde la vida de la gente común valía menos que el precio de una res, donde la justicia era lo que ellos decidían cada mañana según se levantaran de humor.
“¿Y por qué no te vengaste?”, preguntó Fierro con esa curiosidad morbosa que tenía por las motivaciones de otros hombres. violentos. Sabio se rió, pero no había nada alegre en esa risa. ¿Con qué? Soy un vaquero viejo, no sé pelear. Ortega tiene 30 guardias blancas, rifles, pistolas, dinero para comprar más hombres. ¿Qué iba a hacer? Irme contra ellos con mi cuchillo de castrar becerros. Villa se acercó y se sentó en una piedra frente a Sabio.
Había algo ritual en ese gesto, como si estuviera sellando un pacto. ¿Conoces bien la hacienda? Los ojos de sabio se iluminaron con una luz que no había tenido antes. La luz de la esperanza mezclada con sed de venganza, como la palma de mi mano general. Sé dónde duermen los guardias, cuántos son, a qué horas cambian las guardias.
Sé por dónde se puede entrar sin ser visto. ¿Dónde guarda Ortega su dinero? ¿Hasta en qué cuarto duerme? ¿Y estarías dispuesto a ayudarme a entrar allí? Sabio no dudó ni un segundo. Por mi hermano Aurelio, lo llevaría hasta el mismísimo infierno, si fuera necesario. Villa asintió lentamente.
Entonces, agarra tu moral y vámonos, porque vamos a darle a don Epaminondas Ortega una visita que nunca va a olvidar. Y cuando terminemos con él, tu hermano va a poder descansar en paz. Se levantó sacudiendo el polvo de sus pantalones. Pero te advierto una cosa, sabio. Lo que vamos a hacer no va a ser bonito.
Ortega va a pagar por cada lágrima que derramó tu familia y va a pagar caro. Si no tienes estómago para ver eso, mejor te quedas aquí. Sabio se incorporó con una agilidad que desmentía sus años. General, he visto morir a mi hermano colgado como animal. He visto llorar a su mujer hasta quedarse sin lágrimas.
He visto a sus hijos preguntar cuándo va a volver papá. No hay nada que me pueda hacer más daño del que ya tengo aquí adentro. se golpeó el pecho con el puño. Así que lléveme que quiero ver con mis propios ojos como ese hijo de perra paga por lo que hizo. Villa montó en siete leguas, tendiéndole la mano a sabio para que subiera en ancas. Entonces, vámonos, hermano.
Es hora de que don Paminondas Ortega aprenda que en este desierto hay justicia, aunque no sea la de los tribunales. Los ocho hombres se perdieron en el desierto, cabalgando hacia una hacienda donde un hombre poderoso dormía tranquilo, sin saber que su pasado había venido a cobrarse todas las deudas pendientes.
El sol comenzaba a declinar, pintando el cielo de rojos y naranjas. que parecían un presagio del fuego que se acercaba. Y en el silencio del desierto solo se escuchaba el galope de los caballos llevando la muerte hacia el corazón de las tierras de Ortega, donde la justicia iba a llegar, montada en siete leguas y armada con hierro y plomo.
La hacienda de don Epaminondas Ortega se extendía como un reino de adobe y poder bajo la luna menguante, sus muros blancos brillando fantasmalmente en la oscuridad del desierto. Era un imperio construido sobre la sangre y el sudor de generaciones de peones, un monumento a la crueldad que se disfrazaba de civilización.
Desde la loma donde Villa y sus hombres observaban, parecía un pueblo próspero y tranquilo. Casas para la peonada, corrales llenos de ganado, la casa grande con sus torres y balcones que proclamaban la riqueza del patrón. Pero Villa sabía leer lo que otros no podían ver. Sus ojos de lobo viejo distinguían las torres de vigilancia disimuladas, las posiciones estratégicas donde se apostaban los guardias blancas, los puntos débiles que toda fortaleza tiene, pero que solo un hombre de guerra puede detectar.
Había atacado docenas de haciendas similares durante la revolución y conocía sus secretos como un médico conoce el cuerpo humano. ¿Cuántos guardias cuentan? murmuró Fierro, mirando a través de unos binoculares que habían quitado a un oficial federal muerto hacía tres meses. “1 afuera, tal vez seis más adentro de la casa”, respondió sabio en voz baja.
“Pero hay que tener cuidado con el campanario de la capilla. Ahí siempre hay un vigia con rifle y desde allí puede ver todo el valle.” Villa asintió, memorizando cada detalle que sabio les proporcionaba. El viejo vaquero había resultado ser una mina de información. Conocía los nombres de los guardias, sus hábitos, sus puntos débiles.
Sabía que Rutilio, el que vigilaba la puerta principal, tenía la costumbre de dormirse después de la medianoche. Que los hermanos Castañeda, que patrullaban el lado norte, se emborrachaban cada noche con tequila robado de la cantina del patrón. El tal Cresencio, el más peligroso de todos, tenía una quida en el pueblo y a veces abandonaba su puesto para visitarla.
“La entrada está aquí”, explicó Sabio dibujando un mapa en la arena con una rama seca. Por el lado del río hay una aquia que pasa bajo el muro. La usaban para sacar agua cuando el pozo se secaba. Está medio tapada con piedras, pero un hombre puede pasar agachado. Y después, preguntó Tomás Urbina, estudiando el mapa improvisado con la atención de un general planeando una batalla. Después hay que llegar hasta la casa grande sin que nos vean.
El problema son los perros. Ortega tiene tres mastines que ladran a cualquier cosa que se mueva. Sabio hizo una pausa y sus ojos brillaron con malicia. Pero yo los conozco desde cachorros. A mí no me van a ladrar. Villa sonríó en la oscuridad y el cuarto de Ortega, segundo piso, al fondo del corredor.
Siempre duerme con la puerta trancada y con un guardia afuera, pero hay una ventana que da al patio interior. Nadie la vigila porque está muy alta. Yo sé cómo llegar hasta allí. Era perfecto, demasiado perfecto, pensó Villa por un momento, pero después se recordó que la vida a veces te daba la oportunidad de hacer justicia y sería una pendejada no aprovecharla cuando se presentaba.
Está bien, decidió levantándose de su posición. Vamos a entrar cuando den las 2 de la mañana. Sabió viene conmigo hasta la casa. Fierro y el cuervo se encargan del vigia de la torre. Los hermanos Delgado cubren la entrada principal. Tomás y Martiniano se quedan con los caballos, listos para salir corriendo cuando terminemos.
¿Y si algo sale mal? Preguntó uno de los hermanos delgado. Villa lo miró con esos ojos que habían visto 100 batallas. Si algo sale mal, matamos a todos los que podamos y nos largamos. Pero no va a salir mal porque vamos a hacerlo rápido y silencioso. Ortega va a despertar con mi pistola en la frente y para cuando se dé cuenta de lo que está pasando, ya va a ser demasiado tarde. Esperaron hasta que las estrellas marcaron la hora indicada.
En el desierto, los hombres aprenden a leer el tiempo en el cielo, porque los relojes son lujos que se rompen con facilidad, pero las estrellas siempre están ahí. marcando el paso de las horas con precisión inmutable. Descendieron de la loma como sombras, moviéndose con la coordinación silenciosa de lobos que han cazado juntos durante años.
Villa iba adelante con Sabio, siguiendo la asequia que serpenteaba entre los mesquites y nopales, hasta llegar al muro de la hacienda. El agua corría apenas, un hilillo que susurraba secretos al pasar entre las piedras. La entrada bajo el muro era tan estrecha que tuvieron que quitarse los sombreros y los cartucheiros para poder pasar.
Villa sintió las piedras húmedas raspándole la espalda mientras se arrastraba como una serpiente, conteniendo la respiración con el corazón latiendo tan fuerte que temía que se escuchara en toda la hacienda. Del otro lado los esperaban los jardines traseros de la Casa Grande, un laberinto de rosales y jazmines que Doña Soledad, la esposa de Ortega, cultivaba como un recordatorio de la civilización que creía haber traído al desierto.
Villa pensó con ironía que entre esas flores bonitas se escondía un hombre que mandaba matar inocentes por diversión. Los perros aparecieron casi inmediatamente, tres mastines enormes que se acercaron gruñiendo con los pelos herizados. Villa ya tenía la mano en su pistola cuando sabio se adelantó extendiéndoles las palmas abiertas. Tranquilos, sultán. Quieto, moro.
Ya, capitán, soy yo, murmuró con la voz que usan los hombres que han cuidado animales toda su vida. Los perros lo reconocieron inmediatamente, moviendo las colas y olisqueándolo con alegría contenida. Sabio les rascó las orejas, les dio palmaditas cariñosas y los animales se alejaron satisfechos, creyendo que era una visita normal de su viejo amigo. “Hijos de perra”, murmuró Villa con admiración.
“Hasta los perros te quieren más que a su patrón. Llegaron hasta la pared de la casa grande sin contratiempos. Villa podía escuchar los ronquidos que venían de algunas ventanas, los sonidos de gente que dormía con la conciencia tranquila, sin saber que la muerte había venido a visitarlos esa noche. La ventana del cuarto de Ortega estaba exactamente donde sabio había dicho, demasiado alta para alcanzarla desde el suelo, pero accesible si un hombre se subía en los hombros de otro. Súbete”, le murmuró Villa a sabio. El viejo vaquero trepó
con una agilidad sorprendente, abrió la ventana con cuidado de no hacer ruido y se coló adentro como un fantasma. Un minuto después, una cuerda cayó desde la ventana. Sabio había encontrado las sábanas de la cama y las había anudado para hacer una soga improvisada.
Villa subió con la facilidad de quien ha escalado muros toda su vida. Entrando al cuarto donde dormía el hombre que había mandado matar a su primo. Era una habitación lujosa, con muebles de ca debían haber costado más dinero del que la mayoría de la gente veía en toda su vida. Había cuadros en las paredes, retratos de antepasados españoles con caras altivas y alfombras persas que amortiguaban el sonido de los pasos.
En la cama matrimonial, bajo sábanas de seda importada. Dormía don Paminondas Ortega. Era un hombre gordo y calvo, con bigotes grises y cara de sapo, que roncaba con la tranquilidad de quien nunca ha temido por su vida. A su lado dormía su esposa, una mujer flaca y pálida, que parecía haberse consumido lentamente viviendo al lado de un monstruo.
Villa se acercó a la cama con la pistola desenfundada, poniéndole el cañón frío en la frente al acendado. Ortega despertó inmediatamente con los ojos desorbitados, tratando de enfocar la vista en la oscuridad. ¿Quién? ¿Qué? balbuceo con la voz ronca del sueño y el terror. “Soy Pancho Villa”, murmuró el general con una voz que sonaba como el viento silvando entre las tumbas.
“Y vengo a cobrarte una deuda que tienes conmigo.” La cara de Ortega se puso blanca como las sábanas. Sabía exactamente qué deuda era esa y sabía también que había llegado la hora de pagarla. Su esposa despertó y se quedó paralizada viendo la pistola que apuntaba a la cabeza de su marido. No griten, advirtió Villa con esa calma terrible que ponía más miedo que cualquier amenaza.
No llamen a nadie, porque si lo hacen, van a ver cosas que van a recordar en pesadillas por el resto de sus vidas. Afuera, en la distancia se escuchó un grito ahogado. Fierro acababa de ocuparse del vigia de la torre. Después, silencio otra vez. El plan estaba funcionando perfectamente. Villa agarró a Ortega por el cuello de la camisa de dormir y lo levantó de la cama como si fuera un costal de frijoles. Levántate, cabrón.
Es hora de que conozcas lo que se siente cuando te sacan de tu casa en plena noche. Y mientras arrastraba al acendado aterrorizado hacia la ventana, Vila pensó en Dalzin, en cómo habría suplicado por su vida inútilmente en aquella plaza. Ahora era el turno de Ortega de suplicar y Villa ya había decidido que no iba a escuchar ni una sola de sus súplicas.
La justicia había llegado a la hacienda y venía vestida de sombras y venganza. El patio principal de la hacienda se había convertido en un tribunal de justicia bajo las estrellas frías del desierto. Villa había arrastrado a Ortega hasta allí, donde la luz de la luna llena iluminaba cada rincón con esa claridad fantasmal que solo existe en las noches sin nubes del norte de México.
El asendado estaba de rodillas sobre la tierra que había pisoteado durante décadas, temblando en su camisa de dormir de seda, con los ojos desorbitados de terror y la cara tan pálida que parecía un muerto viviente. Los dorados habían completado su trabajo con la eficiencia silenciosa de profesionales. Los guardias blancas, que habían intentado resistir yacían inmóviles cerca de los corrales.
sus rifles inútiles a su lado. Los que habían tenido la inteligencia de huir habían desaparecido en la oscuridad del desierto, llevándose consigo el mensaje de que Pancho Villa había llegado a cobrar venganza. La peonada se había despertado con el ruido, pero permanecía escondida en sus jacales, sabiendo instintivamente que esa noche no era para meterse en problemas ajenos.
Miren quién tenemos aquí”, murmuró Villa caminando en círculos alrededor de Ortega como un coyote rodeando a su presa. El gran don Paminondas Ortega, el hombre que se creía dueño de vidas ajenas, el que mandaba matar gente inocente para dar ejemplo. Su voz era tranquila, casi conversacional, pero había algo en esa calma que daba más miedo que cualquier grito.
Ortega intentó hablar, pero le salió solo un gemido estrangulado. Había perdido toda la arrogancia, toda la soberbia que lo había caracterizado durante años. Ya no era el patrón todopoderoso, era solo un hombre gordo y cobarde que se había orinado encima del miedo. “¿No tienes nada que decirme?”, preguntó Villa deteniéndose frente a él.
“¿No me vas a explicar por qué mandaste matar a mi primo Dalsin?” No me vas a contar cómo se te ocurrió la brillante idea de torturar a un tullido indefenso para mandar un mensaje. Fue fue un error. Balbuceó finalmente Ortega, encontrando la voz entre el terror. Mis hombres se excedieron. Yo nunca ordené que la bofetada de villa resonó como un disparo en el silencio de la noche.
El asendado cayó de lado con la mejilla marcada por los cinco dedos de la mano del general. “No me mientas, cabrón”, rugió Villa y por primera vez esa noche perdió la compostura. Yo tengo testigos. Sé exactamente lo que dijiste, lo que ordenaste. Sé que mandaste a tus perros a que lo mataran a palos delante de todo el pueblo para que la gente tuviera miedo de ayudarme.
Sabio se acercó desde las sombras, cargando un lazo de cuero y una lámpara de petróleo que había encontrado en los establos. Su cara mostraba una satisfacción fría, la expresión de un hombre que por fin iba a ver pagadas las deudas de sangre que lo atormentaban.
¿Dónde están tus otros instrumentos de trabajo? preguntó Villa dirigiéndose a Sabio en el cuarto de herramientas al lado de la herrería. Sabio entendía perfectamente a qué se refería Villa. Durante años había visto como Ortega disciplinaba a los peones rebeldes. Había presenciado castigos que ningún hombre debería infligir a otro.
Ahora iba a ser el turno del patrón de conocer esos métodos desde el otro lado. Villa mandó a Fierro a buscar lo que necesitaban. El lugar teniente regresó minutos después cargando un hierro de marcar ganado, unas tenazas y una cuerda gruesa. Los instrumentos que Ortega había usado para dominar a sus trabajadores durante décadas, convertidos ahora en los instrumentos de su propia destrucción.
¿Sabes qué? le dijo Villa a Ortega mientras Martiniano encendía un fuego y ponía el hierro a calentar. Mi primo Dalsin era un buen hombre, nunca le hizo daño a nadie en toda su vida. Cuando éramos chamacillos y mi familia se moría de hambre, él compartía su comida conmigo. Me salvó la vida, cabrón. Y tú lo mataste como si fuera un perro, solo porque tenía mi sangre en las venas.
El hierro comenzó a ponerse rojo en las brasas. Ortega vio el metal calentándose y entendió lo que venía. Comenzó a suplicar, a prometer dinero, perdón, lo que fuera. Te doy todo lo que tengo. Lloró. Ganado tierras, dinero. Te haré rico, Villa, más rico de lo que puedas imaginar. Solo déjame vivir.
Villa se acuclilló frente a él, mirándolo a los ojos con esa intensidad que había roto la voluntad de generales federales. ¿Sabes qué le ofreciste a mi primo cuando suplicó por su vida? Nada. Le dijiste que iba a ser un ejemplo, que iba a morir como un perro. Así que ahora tú vas a ser mi ejemplo y vas a morir como lo que eres. Un hijo de perra que se creía intocable tomó el hierro candente con unas tenazas.
El metal brillaba rojo naranja irradiando un calor que se sentía a varios pasos de distancia. Ortega intentó arrastrarse hacia atrás, pero Tomás Urbina y el cuervo lo sujetaron firmemente. “Tú marcabas tu ganado”, murmuró Villa acercando el hierro a la cara del ascendado.
“Ahora yo te voy a marcar a ti para que todo el mundo sepa qué clase de animal eres.” El chillido que salió de la garganta de Ortega cuando el hierro tocó su mejilla fue un sonido que ninguno de los presentes olvidaría jamás. El olor a carne quemada llenó el aire y el ascendado se retorció como un gusano cortado por la mitad. Villa mantuvo el hierro presionado varios segundos, asegurándose de que la marca quedara bien grabada antes de apartarlo.
“Ahora todos van a saber que tocaste a mi familia”, dijo tirando el hierro al fuego. “Pero eso es solo el principio, cabrón. Mi primo recibió una paliza que duró una eternidad. Tú vas a recibir una que va a durar dos eternidades. Sacó su cuchillo de cachas de hueso, la hoja que había limpiado la sangre de docenas de enemigos durante la revolución. ¿Sabes para qué sirven las orejas, Ortega? Para escuchar.
¿Escuchaste cuando mi primo gritaba pidiendo piedad? Ahora vas a entender lo que se siente no poder escuchar nada nunca más. El primer corte fue lento y deliberado. Villa quería que Ortega sintiera cada fibra siendo separada, cada nervio siendo cortado. La oreja izquierda cayó al suelo con un sonido húmedo y la sangre comenzó a manar como un río rojo bajando por el cuello del ascendado.
“Una menos”, murmuró Villa limpiando la hoja en la camisa de dormir de Ortega. Te queda una, pero no te preocupes, también se va. La segunda oreja tardó más en cortarse porque Villa se tomó su tiempo disfrutando cada segundo del sufrimiento de su enemigo. Cuando terminó, Ortega ya no era reconocible como el hombre poderoso que había sido esa mañana.
Era solo una masa sangrante que gemía y suplicaba incoherentemente. “Ahora vamos con las manos”, anunció Villa desenfundando su pistola. Colt. Estas manos que firmaron la orden de muerte de mi primo. Estas manos que nunca trabajaron un día honesto en su vida. El primer disparo destrozó la mano derecha de Ortega.
Los huesos explotaron como cáscaras de huevo, los dedos volaron en direcciones distintas y la sangre salpicó la tierra seca del patio. El segundo disparo hizo lo mismo con la mano izquierda. Ortega miraba los muñones sangrantes donde antes había tenido manos sin poder creer que eso le estuviera pasando a él. El shock había reemplazado al dolor y su mente se negaba a aceptar la realidad de su destrucción.
“¿Ya entendiste el mensaje?”, preguntó Villa recargando su pistola con movimientos pausados. “¿Ya te quedó claro lo que pasa cuando tocas a mi gente?” Pero Ortega ya no podía responder. Solo podía mirar con ojos vidriosos la sangre que brotaba de sus heridas, consciente de que cada latido de su corazón lo acercaba más a la muerte. Villa apuntó la pistola hacia las rodillas del acendado.
Y ahora, para que no vuelvas a caminar por donde no debes. Los dos disparos siguientes destrozaron las rótulas de Ortega, dejándolo completamente indefenso, un bulto sangrante que ya no podía ni moverse. Era la imagen perfecta de la justicia del desierto, implacable, definitiva y totalmente merecida. ¿Cómo se siente, cabrón?”, murmuró Villa acercándose al oído que quedaba.
“¿Cómo se siente saber que vas a morir lentamente? ¿Que vas a sentir cada segundo de agonía, igual que sintió mi primo cuando tus perros lo mataron a palos?” Pero la venganza aún no había terminado. Villa tenía guardado lo mejor para el final y Ortega iba a pagar hasta el último centavo de la deuda que había contraído el día que decidió tocar a la familia Villa Arango.
Villa se incorporó lentamente contemplando la masa sangrante en que se había convertido donepaminondas Ortega. El ascendado respiraba aún, pero cada inhalación era un gemido ahogado, cada exhalación una súplica muda por una muerte que tardaba en llegar. La sangre había formado un charco oscuro alrededor de su cuerpo mutilado, empapando la tierra seca del patio que había sido testigo de tantas injusticias a lo largo de los años.
Ya se te quitaron las ganas de matar inocentes”, murmuró Villa sacando un puro de su camisa y encendiéndolo con la calma de quien tiene todo el tiempo del mundo. El aroma del tabaco se mezcló con el olor metálico de la sangre, creando una combinación que quedaría grabada para siempre en la memoria de todos los presentes.
¿Ya entendiste lo que se siente cuando alguien más poderoso decide que tu vida no vale nada? Ortega intentó decir algo, pero de su boca solo salían borbotones de sangre mezclada con saliva. Sus ojos, sin embargo, seguían conscientes, seguían reflejando el terror absoluto de un hombre que se da cuenta de que va a morir de la peor manera posible. Pero todavía falta algo.
Continuó Villa dando una calada profunda al puro. Mi primo recibió un balazo en el estómago para que muriera despacio. Tú también lo vas a recibir, pero antes quiero que sepas exactamente por qué te está pasando esto. Se acuclilló junto a la cabeza de Ortega, tan cerca que el acendado podía sentir su aliento. Mi primo Dalsín era un buen hombre.
Nunca hizo daño a nadie. Cuando yo era un chamaquillo muerto de hambre, él compartió conmigo el poco pinole que tenía su familia. Me salvó la vida, cabrón, y tú lo mataste solo porque llevaba mi sangre en las venas. Villa se levantó apuntando su pistola hacia el abdomen de Ortega. Esto es por Dalango que valía más que 1000 cabrones como tú.
El disparo resonó como un trueno en la quietud de la noche. La bala perforó el estómago del ascendado, abriéndole un agujero por el que comenzaron a salir los intestinos mezclados con sangre. Ortega arqueó la espalda en un espasmo de dolor inimaginable, pero ya no tenía fuerzas para gritar.
solo pudo emitir un gemido ronco que se fue desvaneciendo hasta convertirse en un estertor. “Ahora vas a morir como murió él”, murmuró Villa guardando la pistola. Despacio, sintiendo cada segundo, sabiendo que nadie va a venir a salvarte. Se alejó de Ortega, dejándolo agonizando en su propia sangre, y se dirigió hacia donde esperaban sus hombres.
Fierro tenía una sonrisa satisfecha en la cara. Había disfrutado cada momento de la venganza. Sabio lloraba en silencio, pero no de tristeza, sino de alivio. Por fin, su hermano Aurelio podía descansar en paz. ¿Qué hacemos con la familia?, preguntó Tomás Urbina, señalando hacia la casa grande, donde la esposa y los hijos de Ortega seguían escondidos, temblando de terror. “Déjalos”, respondió Villa, tirando el puro al suelo y pisándolo.
“Ellos no mataron a mi primo, pero que sepan que si algún día se les ocurre buscar venganza, van a terminar igual que su padre.” Villa caminó hacia la casa grande, seguido por sus hombres. Era hora de completar la destrucción. Entraron como una tormenta, volcando muebles, rompiendo cristales, destrozando todo lo que representaba el poder y la opulencia de los Ortega.
Saquearon las cajas fuertes, encontrando más dinero del que habían visto junto en toda su vida. Pesos de plata, monedas de oro, billetes que Ortega había acumulado chupando la sangre de sus peones durante décadas. Esto se lo vamos a repartir a la peonada”, decidió Villa llenando sus alforjas con el dinero.
Que sepan que cuando se hace justicia todos los que han sufrido reciben su parte. Martiniano apareció cargando latas de petróleo que había encontrado en los almacenes. Quemamos todo, mi general, todo, confirmó Villa, que no quede ni una piedra sobre otra, que cuando la gente pase por aquí dentro de 10 años se acuerde de lo que pasa cuando tocas a la familia Villa.
Empaparon la casa con petróleo, desde los cimientos hasta las vigas del techo. Los muebles de Caoba, los cortinajes de seda, los cuadros de los antepasados españoles, todo fue bañado con el líquido inflamable que convertiría el símbolo del poder de Ortega en cenizas y recuerdos. Villa encendió la primera tea, una rama seca envuelta en trapos empapados de petróleo.
La llama bailó en la oscuridad como un demonio hambriento, ansiosa por devorar todo lo que encontrara a su paso. “Por Dals Arango”, murmuró arrojando la tea encendida hacia el interior de la casa. El fuego se extendió con una voracidad sobrenatural, trepando por las paredes, devorando todo a su paso. En cuestión de minutos, la casa grande era una hoguera gigantesca que iluminaba todo el valle, visible desde leguas de distancia.
Las llamas lamían el cielo nocturno como lenguas demoníacas, convirtiendo en humo negro todos los años de opresión y crueldad. Los peones salieron de sus jacales atraídos por el resplandor. Al principio se acercaron con cautela, temiendo que fuera una trampa. Pero cuando vieron a Villa repartiendo el dinero de Ortega entre ellos, entendieron que había llegado la liberación.
“Tomen!”, gritaba Villa lanzando puñados de monedas de oro a la multitud. Esto es suyo por derecho. Este cabrón se los robó durante años y ahora se los devuelvo. La peonada gritaba de alegría, bendiciendo el nombre de Villa, recogiendo las monedas como si fueran maná caído del cielo. Niños, mujeres, ancianos, todos participaban en el festín de la justicia redistributiva.
Todos recibían su parte de la riqueza que Ortega había acumulado con su sudor y su sangre. En medio del caos y la celebración, Villa se acercó una última vez al lugar donde agonizaba Ortega. El ascendado aún respiraba, pero apenas sus ojos vidriosos miraban hacia el cielo estrellado, como buscando una redención que nunca llegaría.
¿Oyes eso?, le preguntó Villa señalando hacia los gritos de alegría de los peones. Esa es la gente que tú esclavizaste durante años. Están celebrando tu muerte, cabrón. están felices de verte sufrir como los hiciste sufrir a ellos.” Se inclinó hasta que su boca quedó junto al oído destrozado de Ortega.
Mi primo se llamaba Dals Narango. Era un hombre bueno y tú lo mataste por pura maldad. Ahora te vas a morir sabiendo que perdiste todo. Tu dinero, tu poder, tu familia, tu vida por haber tocado a quien no debías tocar. Ortega intentó mover los labios, tal vez para suplicar perdón una última vez, pero ya no le quedaban fuerzas.
Su respiración se había convertido en un estertor cada vez más débil, cada vez más espaciado. Villa se incorporó, sacó su pistola por última vez y apuntó a la cabeza del moribundo. Que Dios se apiade de tu alma, porque yo no voy a hacerlo. El disparo final resonó por encima del crepitar del fuego y los gritos de júbilo de los peones.
Don Epaminondas Ortega, el hombre que se había creído dueño de vidas ajenas, había pagado finalmente todas sus deudas con la única moneda que aceptaba la justicia del desierto, su propia vida. Villa se alejó del cadáver sin mirar atrás. montó en siete leguas, seguido por sus hombres, mientras la hacienda se consumía a sus espaldas en una hoguera que se vería durante días.
La peonada siguió celebrando, cantando corridos improvisados sobre la justicia de Pancho Villa, sobre el asendado que había caído por tocar a la familia equivocada. Pero Villa ya no escuchaba los cantos. Su mente estaba en paz por primera vez en días, sabiendo que la deuda había sido saldada, que Dalsin podía descansar tranquilo, sabiendo que su muerte había sido vengada.
cabalgaron hacia las montañas, donde los esperaba el resto del ejército villista, dejando atrás solo cenizas, sangre y la certeza de que en el norte de México nadie, absolutamente nadie, tocaba a la familia Villa y vivía para contarlo. Y mientras se alejaban en la oscuridad del desierto, una última llama se alzó más alta que las demás, como si fuera el alma de Dals Narango despidiéndose de este mundo, por fin en paz.
Pero la justicia de Pancho Villa no había terminado. Mientras las llamas consumían los últimos vestigios de la hacienda Ortega, Villa ordenó a sus hombres que cargaran el cadáver mutilado del ascendado en uno de los caballos que habían tomado de los establos. Era importante que el mensaje llegara completo. No bastaba con que Ortega hubiera muerto.
Era necesario que toda la región supiera exactamente cómo y por qué había muerto. ¿A dónde vamos, mi general?, preguntó Fierro, montando su caballo mientras sujetaba las riendas del animal que cargaba el cuerpo sin vida de Ortega. “A San Jerónimo”, respondió Villa con una determinación fría como el acero de su pistola. Al mismo lugar donde mataron a mi primo, es hora de cerrar el círculo.
Cabalgaron a través del desierto nocturno ocho jinetes llevando la muerte como equipaje, siguiendo los senderos que conectaban la hacienda destruida con el pueblo donde todo había comenzado. El viento nocturno arrastraba aún el olor a humo y cenizas, como si la tierra misma estuviera procesando la violencia que acababa de presenciar.
Llegaron a San Jerónimo cuando las primeras luces del amanecer comenzaban a pintar de rosa las montañas del oriente. El pueblo dormía aún, ignorante de que la historia estaba a punto de completar uno de sus ciclos más sangrientos. Villa conocía ese lugar. Había pasado por allí muchas veces durante sus correrías revolucionarias.
Había bebido agua de su pozo. Había comprado bastos en su tienda. Era un pueblo como tantos otros del norte, donde la gente trabajaba duro y hablaba poco, donde todos se conocían y los secretos duraban lo que tardaba en pasar el primer chisme. En el centro del pueblo se alzaba la plaza donde Dalzin había sido ejecutado.
Era un espacio pequeño, rodeado de casas de adobe y presidido por una capilla modesta y un mezquite centenario que había visto pasar generaciones de pobladores. En esa plaza había jugado cuando era niño. En esa misma plaza había muerto como hombre inocente.
Villa desmontó de siete leguas con la solemnidad de quien realiza un ritual sagrado. Sus hombres lo imitaron, manteniendo el silencio respetuoso que merecía el momento. Entre todos descargaron el cuerpo de Ortega y lo colocaron exactamente en el centro de la plaza, en el mismo lugar donde había caído Din días atrás. Sabio se acercó con una tabla de madera que había encontrado en los restos de un cajón destruido en la hacienda.
Con su navaja había tallado palabras en la superficie áspera, grabando un mensaje que perduraría mucho más que la carne del muerto. ¿Qué dice?, preguntó Villa examinando las letras toscas, pero legibles. Aquí yace donepaminondas Ortega. Mató a un inocente para asustar al pueblo. Ahora el pueblo puede dormir tranquilo. Firmado. Pancho Villa.
Villa asintió con aprobación. El mensaje era perfecto, claro, directo y cargado de significado. Tomó la tabla y la clavó en el pecho del cadáver, usando su cuchillo como martillo, asegurándose de que quedara bien fija, visible para cualquiera que se acercara. El ruido de los martillazos había despertado a algunos madrugadores.
Primero asomó la cabeza un viejo que salía a ordeñar sus cabras. Después una mujer que iba por agua al pozo. Luego un niño curioso que había escuchado voces extrañas. Uno por uno, los habitantes de San Jerónimo fueron congregándose en la plaza, formando un círculo prudente alrededor del espectáculo que Villa había preparado para ellos.
Reconocieron inmediatamente el cuerpo destrozado de don Paminondas Ortega. Algunos se persignaron. Otros contuvieron gritos de horror, pero nadie lloró su muerte. El hacendado había sido temido, no querido, respetado por su poder, no por su bondad. Su muerte representaba el fin de una era de terror que había durado demasiados años. Villa se irgió en el centro de la plaza, rodeado por sus dorados, con el cadáver de su enemigo a sus pies, como una ofrenda a los dioses de la justicia.
Cuando habló, su voz fue lo suficientemente fuerte para que la escuchara todo el pueblo, pero sin gritar. Era la voz de un hombre que sabía que sus palabras tenían peso, que no necesitaba alzar la voz para ser escuchado. “Pueblo de San Jerónimo”, proclamó, “Aquí tienen al hijo de perra que mandó matar a mi primo Dals Narango en esta misma plaza.
Aquí tienen al cabrón que se creía dueño de vidas ajenas, que pensaba que podía matar gente inocente para dar ejemplo. La muchedumbre escuchaba en silencio absoluto. Algunos habían presenciado la ejecución de Dalsin. Otros la habían escuchado contar mil veces. Todos entendían la justicia poética de ver al verdugo convertido en víctima en el mismo lugar donde había derramado sangre inocente.
“Miren bien”, continuó Villa señalando el cadáver mutilado. “Esto es lo que les pasa a los que tocan a mi familia. Esto es lo que les pasa a los cabrones que creen que pueden matar gente decente solo porque tienen poder y dinero. Se acercó más a la multitud, bajando la voz hasta convertirla en un murmullo que llegaba a cada rincón de la plaza.
Pero también quiero que sepan esto. Pancho Villa no mata a inocentes, no persigue a la gente trabajadora. Mi pelea es con los ricos cabrones que abusan de ustedes, no con ustedes mismos. Una vieja se adelantó del grupo, una mujer de rostro curtido por años de trabajo y sufrimiento. Era la madre de uno de los vaqueros que Ortega había mandado a azotar hasta la muerte por supuestamente robar maíz para alimentar a sus hijos.
¿Es cierto que quemó la hacienda general? Preguntó con la voz temblorosa de quien no puede creer que sus oraciones hayan sido finalmente escuchadas. Hasta los cimientos, confirmó Villa, no quedó ni una piedra sobre otra, y el dinero que ese ladrón había robado se lo repartía su peonada, dinero que les pertenecía por derecho, que habían ganado con su sudor.
La vieja se persignó y murmuró una oración de agradecimiento. Otros pobladores comenzaron a sonreír, a comentar entre ellos, a expresar una alegría contenida durante años de opresión. Por primera vez en décadas podían hablar mal de Ortega sin temor a represalias. Villa montó de nuevo en siete leguas, seguido por sus hombres. Su trabajo en San Jerónimo había terminado.
El mensaje había sido entregado. La justicia había sido cumplida, la deuda había sido saldada con sangre y fuego. Recuerden esto gritó antes de partir. Recuerden que en el norte de México hay justicia para los que la buscan. Y recuerden que quien toque a un villa va a pagar con su vida.
Espolearon sus caballos y se perdieron en la inmensidad del desierto, levantando una nube de polvo que tardó minutos en asentarse. Pero mucho después de que hubieran desaparecido de la vista, su presencia siguió llenando la plaza de San Jerónimo, materializada en el cadáver de Ortega y en las historias que nacían esa mañana.
Los pobladores se acercaron cautelosamente al cuerpo, leyendo una y otra vez el mensaje clavado en el pecho del muerto. Algunos tocaron las heridas con morbosa fascinación. Otros escupieron sobre el cadáver con años de rencor acumulado. Los niños corrían en círculos gritando Pancho Villa, Pancho Villa. Como si fuera un juego, sin entender completamente lo que habían presenciado, pero intuyendo que había sido algo importante, algo que recordarían toda su vida.
Y así fue como la venganza de Pancho Villa se completó en la plaza de San Jerónimo, donde la sangre inocente de Dalin Narango había clamado justicia desde la tierra seca del desierto. El círculo se había cerrado, la deuda se había pagado y el mensaje había llegado claro a todos los rincones del norte de México.
Tocar a la familia Villa era firmar la propia sentencia de muerte. Años después, cuando los corridos comenzaron a contar esta historia alrededor de las fogatas del desierto, la gente recordaría tres cosas, que Dals Arango había muerto como un santo, que Paminondas Ortega había muerto como un perro y que Pancho Villa nunca olvidaba a los que habían sido buenos con él cuando era solo un niño hambriento llamado Doroteo.
Porque en el desierto, compadre, las deudas de honor se pagan siempre, aunque tengas que perseguir al deudor hasta el mismísimo infierno. Acabas de escuchar el canal Legendarios del Norte y ahora en tu pantalla tienes la próxima historia. Haz clic en ella y nos veremos del otro lado.
Pero si quieres puedes dejar tus comentarios sobre esta increíble historia y luego volver al final del video para seguir escuchando la próxima jornada. Gracias por tu audiencia en el canal Legendarios del Norte.
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