
La tarde se derramaba lentamente sobre la vieja mansión de piedra, teniendo los vitrales de la biblioteca con tonos ámbar y rojizos. El aire estaba cargado con el olor a papel antiguo, a tinta seca y a polvo de siglos. Don Alejandro, uno de los polígotas más respetados de Europa, permanecía inclinado sobre un enorme escritorio de roble cubierto de libros, notas y diccionarios abiertos.
Su frente brillaba por el esfuerzo. Entre sus manos temblorosas sostenía un manuscrito cubierto de símbolos extraños, líneas curvas y letras que parecían danzar. sea”, murmuró con fastidio, golpeando suavemente la mesa. Este dialecto no aparece en ningún registro moderno, ni siquiera en mis archivos de monasterio de Monte Casino.
Mientras pasaba las páginas con desesperación, se escucharon pasos suaves en el pasillo. Clara, la hija de la sirvienta, entró tímidamente, llevando una bandeja de tumeante. Su fala modesta rozaba el suelo y una hebra de cabello castaño le caía sobre la mejilla. Tenía la mirada curiosa y un aire sereno que contrastaba con la atención del sabio.
“Disculpe, señor”, dijo en voz baja. Su té. Don Alejandro ni siquiera levantó la vista. “¡Ah, gracias, muchacha, déjalo ahí.” Ella obedeció dejando la bandeja con cuidado. Mientras lo hacía, sus ojos se posaron en el manuscrito abierto. El papel amarillento mostraba líneas de escritura en una caligrafía que parecía viva, casi respirando.
Algo en esos símbolos despertó un recuerdo en su mente. Las noches de su infancia, cuando su madre le enseñaba antiguas palabras susurradas junto a fuego, don Alejandro suspiró y se reclinó en la silla. Oye, dijo de pronto, sin pensar, “tú puedes leer esto. Parece una mezcla de arameo y algo más, pero no logro descifrarlo.
Clara se detuvo. Dudó por un instante, temiendo parecer insolente. Sin embargo, la curiosidad pudo más. Se acercó lentamente, inclinándose sobre el manuscrito. Sus ojos recorrieron las líneas, reconociendo cada símbolo como un viejo amigo. “¿No es arameo, señor?”, dijo con voz tranquila. Es lengua tal, un idioma ceremonial del siglo XI.
Don Alejandro levantó la cabeza sorprendido. La observó con incredulidad. ¿Qué dijiste? ¿Cómo puede saber eso? Clara bajó la mirada algo avergonzada, pero segura. Mi madre me enseñó a leerlo cuando era niña. Ella servía en una casa donde conservaban libros antiguos de ritos religiosos. me enseñó las oraciones, los signos y su significado.
El polígota se levantó de golpe, sus ojos brillando como los de un niño que acaba de descubrir un tesoro perdido. Lingua tal. Nadie ha pronunciado ese nombre en décadas, ni siquiera los académicos lo mencionan. Clara asintió con humildad. Era la lengua que usaban los sabios del templo de Lor para escribir plegarias y cantos.
El silencio llenó la biblioteca. Don Alejandro observó de nuevo el manuscrito, pero esta vez con una mezcla de respeto y asombro hacia la joven. En su mente una idea comenzaba a florecer. Tal vez el conocimiento no siempre habitaba en los libros, sino en las almas que sabían escucharlos. La biblioteca estaba envuelta en un silencio reverente.
Las sombras se habían alargado y la luz de la tarde ya se había desvanecido por completo. Solo una lámpara de aceite colocada sobre el escritorio proyectaba un resplandor dorado sobre los rostros de don Alejandro y Clara. El aire olía frío a tinta fresca y a leve aroma de las flores nocturnas que entraba por la ventana entreabierta.
Don Alejandro, aún incrédulo por lo que había presenciado, observaba la joven con una mezcla de admiración y desconcierto. Frente a él, Clara copiaba símbolos de manuscrito con una delicadeza casi musical, pronunciando cada palabra en voz baja como si rezara. La cadencia de su voz era hipnótica. Cada sílaba parecía devolverle vida a aquel idioma que el tiempo había condenado al olvido.
“¡Increíble”, murmuró don Alejandro finalmente, rompiendo el silencio. “Llevé 20 años estudiando lenguas muertas y tú las traduces en minutos como si el idioma te hablara directamente.” Clara levantó la vista. Sus ojos reflejaban una mezcla de humildad y determinación. “No soy solo la hija de la sirvienta, señor”, respondió con voz serena.
Soy lingü. Aprendí en secreto con los libros que usted ya no usaba. Don Alejandro se quedó inmóvil. Por un momento, no supo qué decir. Recordó cuántas veces había pasado junto a ella sin siquiera notar su presencia, sin imaginar que detrás de ese silencio servicial se escondía una mente brillante.
Lingüista repitió lentamente saboreando la palabra. Tú Clara asintió. Mi madre limpiaba su despacho. Cuando usted viajaba, yo me quedaba leyendo en las noches. Copiaba frases, analizaba los signos y los comparaba con los textos antiguos que guardaba en su estantería del fondo. Fue ahí donde aprendí a amar los idiomas, cada uno con su historia, con su alma.
El hombre apoyó los codos sobre la mesa y entrelas las manos. Su mirada, antes severa, se sorrisó. Entonces, “Parece que hoy el maestro debe aprender de su alumna”, dijo con una leve sonrisa. Clara rió suavemente, sorprendida por la calidez en su voz. “No creo que sea así, señor. Solo he tenido más tiempo para escuchar los silencios de las palabras.
” Durante un largo momento, ambos quedaron en silencio escuchando crepitar el fuego en la chimenea y el susurro del viento contra los ventanales. Don Alejandro se inclinó hacia el manuscrito señalando una línea de símbolos curvos. ¿Qué dice aquí? Clara acercó su rostro rozando con sus dedos la superficie del papel.
Dice, “La voz del conocimiento habita en los humildes y el sabio solo la reconoce cuando calla.” Don Alejandro suspiró. Casi emocionado. Qué ironía, murmuró. Toda mi vida he buscado entender los idiomas de los hombres y hoy tú me enseñas el idioma del alma. Clara sonrió bajando la mirada con modestia. Juntos continuaron traduciendo en manuscrito mientras la cámara se alejaba lentamente, mostrando el resplandor cálido de la lámpara que iluminaba sus rostros.
El sabio y el aprendiz, unidos por el poder eterno del lenguaje.
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