Capítulo 1: El vestido azul

Clara tenía treinta y nueve años y una colección de vestidos que nunca había usado. En su armario, colgaba un vestido azul con encaje, comprado hacía más de cinco años para una fiesta que nunca llegó. Al lado, unos zapatos de charol color crema, aún en su caja original, y una botella de perfume francés reservada “para una ocasión especial”.

Cada mañana, antes de ir al trabajo, Clara abría el armario, deslizaba los dedos por las telas suaves y suspiraba. Siempre terminaba eligiendo la misma blusa beige y el pantalón gris. Era cómodo, era seguro, era… cotidiano.

—Algún día —se decía—. Algún día me lo pondré.

Vivía sola en un departamento pequeño, decorado con detalles que hablaban de sueños postergados: una vajilla de porcelana en la vitrina, copas de cristal envueltas en papel, un mantel bordado por su abuela guardado en el fondo de un cajón.

La vida de Clara transcurría entre la oficina, las compras en el supermercado y las llamadas de su madre los domingos por la tarde. Tenía amigas, pero hacía meses que no salía con ellas. Tenía una lista de libros por leer, pero el cansancio siempre le ganaba.

A veces, por las noches, se preguntaba cuándo llegaría esa “ocasión especial” para la que parecía estar guardando todo. Pero nunca encontraba la respuesta.

Capítulo 2: El anuncio inesperado

El lunes por la mañana, Clara llegó a la oficina y encontró un ambiente inusualmente silencioso. Sus compañeros hablaban en voz baja, mirándose unos a otros con preocupación.

—¿Supiste lo de don Ernesto? —le preguntó Lucía, su compañera de escritorio.

—No, ¿qué pasó?

—Le dio un infarto anoche. Está en el hospital.

Clara sintió un escalofrío. Don Ernesto era el jefe de recursos humanos, un hombre siempre sonriente, que contaba chistes malos y traía pastel los viernes. Tenía sesenta y dos años y estaba a punto de jubilarse.

—¿Está bien?

—No se sabe. Dicen que fue grave.

Durante el resto del día, Clara no pudo dejar de pensar en don Ernesto. Recordó que, hacía unas semanas, él le había contado que planeaba hacer un viaje a París con su esposa cuando se jubilara. “Siempre quise ver la Torre Eiffel”, le había dicho, sonriendo.

Esa noche, al llegar a casa, Clara abrió el armario y miró el vestido azul. Lo sacó de la percha y se lo puso frente al espejo. Le quedaba bien, mejor de lo que recordaba. Se miró durante unos minutos, imaginando cómo sería usarlo fuera de casa, en una fiesta, en una cena, en cualquier lugar.

Pero, como siempre, se lo quitó y lo volvió a colgar.

—Todavía no —se dijo—. Todavía no es el momento.

Capítulo 3: La llamada

El miércoles, Clara recibió una llamada de su madre.

—¿Cómo estás, hija?

—Bien, mamá. Lo de siempre. ¿Y tú?

—Aquí, extrañando verte. ¿Cuándo vienes a cenar?

—Pronto, mamá. He estado ocupada.

—Siempre dices lo mismo —suspiró su madre—. ¿Sabes? Hoy encontré la caja de fotos antiguas. Hay una tuya, de niña, usando mi vestido rojo. ¿Te acuerdas?

Clara sonrió. Recordaba ese día perfectamente. Tenía ocho años y se había puesto el vestido de su madre para jugar a ser mayor. Su madre la había dejado maquillarse y usar sus zapatos de tacón. Habían reído juntas, bailando en la sala.

—Sí, me acuerdo.

—Eras tan feliz —dijo su madre—. No esperabas a que hubiera una fiesta para ponerte lo que te gustaba.

Clara se quedó pensando en esas palabras mucho después de colgar.

Capítulo 4: Noticias tristes

El viernes, la noticia llegó: don Ernesto había fallecido.

En la oficina, el ambiente era sombrío. Todos hablaban de lo inesperado de su partida, de cómo siempre había postergado sus sueños para “cuando tuviera tiempo”.

Esa noche, Clara no pudo dormir. Pensó en don Ernesto, en su viaje a París que nunca hizo, en la Torre Eiffel que solo vio en fotos.

Miró su armario, la vajilla, los zapatos, el perfume, el mantel. Pensó en todo lo que había guardado para después, para un futuro incierto.

Y de pronto, sintió miedo. Miedo de que su vida pasara sin haberla vivido de verdad.

Capítulo 5: El cambio

El sábado por la mañana, Clara se despertó temprano. Se duchó, se perfumó con la loción francesa y se puso el vestido azul. Se maquilló, se puso los zapatos nuevos y, por primera vez en años, se sintió hermosa.

Preparó el desayuno usando la vajilla de porcelana. Sirvió el café en las tazas de cristal y puso el mantel bordado en la mesa.

Se sentó a desayunar sola, pero no se sintió sola. Se sintió viva.

Después, llamó a su madre.

—¿Te parece si paso a cenar hoy? Llevaré el postre.

Su madre, sorprendida y feliz, aceptó de inmediato.

Clara pasó el resto del día leyendo uno de los libros que tenía pendientes, escuchando música, bailando en la sala como cuando era niña.

Por la tarde, fue a la pastelería y compró una tarta de chocolate. Caminó por el parque, dejando que el sol le calentara la piel, saludando a la gente, sonriendo sin razón.

Al llegar a casa de su madre, recibió un cumplido tras otro.

—¡Qué guapa estás! ¿Es ese el vestido que nunca usabas?

—Sí, mamá. Hoy es una ocasión especial.

—¿Y qué celebramos?

—La vida, mamá. Celebramos la vida.

Capítulo 6: El efecto contagio

A partir de ese día, algo cambió en Clara. Ya no guardaba las cosas “para después”. Usaba su ropa favorita cualquier día, se arreglaba para ir al supermercado, invitaba a sus amigas a cenar usando la vajilla buena.

Poco a poco, su actitud empezó a contagiar a quienes la rodeaban. Su amiga Lucía, que guardaba un perfume caro desde su boda, empezó a usarlo todos los días. Su madre, que tenía una caja de cartas de amor guardadas, se animó a leerlas en voz alta una tarde de domingo.

En la oficina, Clara organizó una comida en honor a don Ernesto. Todos compartieron anécdotas y promesas de no postergar más sus sueños.

—La vida es hoy —dijo Clara, alzando su copa—. No esperemos a que sea demasiado tarde para disfrutarla.

Capítulo 7: El viaje soñado

Unos meses después, Clara recibió una bonificación en el trabajo. En el pasado, habría guardado ese dinero “por si acaso”. Pero esta vez, decidió cumplir un sueño: viajar a París.

Compró el boleto de avión, reservó un hotel cerca del Sena y empacó su vestido azul. Al llegar a la ciudad, recorrió museos, probó pasteles, se sentó en cafés a mirar la vida pasar.

Una tarde, subió a la Torre Eiffel. Desde lo alto, miró la ciudad y pensó en don Ernesto, en su madre, en todas las personas que posponen la felicidad esperando el momento perfecto.

Lloró, pero no de tristeza, sino de gratitud. Por haberse dado permiso de vivir, de disfrutar, de celebrar cada día.

Esa noche, cenó en un restaurante pequeño, usando su vestido azul y los zapatos de charol. Brindó por sí misma, por el presente, por la vida.

Capítulo 8: El regreso

Al volver a casa, Clara siguió celebrando la vida. Empezó a tomar clases de baile, se inscribió en un taller de pintura, se animó a salir con un compañero de trabajo que la invitó a cenar.

Ya no temía al futuro, ni se lamentaba por el pasado. Vivía cada día como una ocasión especial.

Un día, su madre la llamó.

—¿Sabes, hija? Saqué el mantel bordado y lo usé para invitar a mis amigas a tomar el té. Me sentí feliz.

Clara sonrió.

—Me alegra, mamá. La vida es demasiado corta para guardar la felicidad en un cajón.

Capítulo 9: Compartiendo la lección

Clara empezó a escribir un blog llamado “Hoy es una ocasión especial”. Compartía historias, reflexiones, fotos de sus pequeños y grandes momentos de felicidad cotidiana. Pronto, recibió mensajes de personas de todo el mundo que se animaban a usar ese vestido guardado, a llamar a un amigo, a celebrar sin motivo.

Un día, recibió un correo de la hija de don Ernesto. Le agradecía por la comida en honor a su padre y le contaba que, inspirada por ella, había viajado a París con su madre. Habían llevado una foto de don Ernesto y la habían sostenido juntas frente a la Torre Eiffel.

Clara lloró al leer el mensaje. Sintió que, de alguna manera, la lección de vivir el presente se multiplicaba, tocando corazones en lugares lejanos.

Capítulo 10: El presente es un regalo

Años después, Clara seguía celebrando cada día. Había envejecido, sí, pero con la alegría de quien ha exprimido cada gota de vida.

Un día, su sobrina le preguntó:

—Tía Clara, ¿por qué siempre te arreglas tanto? ¿Por qué usas tus cosas bonitas todos los días?

Clara la miró a los ojos y sonrió.

—Porque estar viva es la ocasión más especial que existe. Si esperas el momento perfecto, puede que nunca llegue. El momento es ahora, siempre ahora.

Esa noche, Clara se sentó en su sillón favorito, con una copa de vino y el vestido azul. Miró por la ventana las luces de la ciudad y dio gracias por cada día vivido, por cada alegría y cada tristeza, por no haber guardado su felicidad en el clóset.

Porque la vida, entendió, es demasiado breve para no celebrarla.

Y así, con el corazón ligero y el alma plena, Clara siguió viviendo, sabiendo que **hoy siempre es una ocasión especial**.

**FIN**