La bruja descarnada

Autor: Marciel G. (Elixir de Miedo)

El vendedor y la carretera

Era 1984. Me llamo Damián Gómez, tengo treinta y cinco años y, para el mundo, era solo un hombre común: casado, padre de dos hijos, vendedor viajero, alguien cuya vida transcurría entre rutas polvorientas, hoteles de paso y el constante vaivén de los kilómetros. Mi trabajo me obligaba a recorrer pueblos y ciudades, a veces durante semanas enteras, y la carretera Santa Ana era mi ruta más frecuente. La conocía como la palma de mi mano, cada curva, cada bache, cada árbol solitario al borde del asfalto.

La noche era mi aliada; el silencio, mi refugio. Había aprendido a no temerle a la oscuridad ni a los misterios que a veces susurran los caminos. Pero aquella noche, todo cambió.

Recuerdo el cielo cubierto de nubes, la luna apenas visible, y ese aire húmedo que presagiaba tormenta. El único sonido era el murmullo suave del motor de mi coche, y el ocasional crujido de las ruedas sobre la gravilla. Iba absorto en mis pensamientos, repasando mentalmente la lista de clientes y los pedidos pendientes, cuando la vi.

A un lado del camino, bajo la luz mortecina de un farol, estaba ella: una figura femenina, joven, de una belleza tan extraña que por un instante pensé que era una visión. Su piel era pálida, casi traslúcida, y llevaba un vestido blanco que le caía hasta los tobillos. Su cabello negro brillaba bajo la escasa luz, y sus ojos, tan oscuros como la noche, parecían mirarme desde otra dimensión.

Reduje la velocidad y me detuve a su lado, bajando la ventanilla con cautela.

—¿Necesitas un aventón? —pregunté, intentando sonar despreocupado, aunque algo en mi interior se removía inquieto.

Ella me miró y sonrió. Su sonrisa era suave, pero había en ella una tristeza antigua, una promesa de secretos. Su voz era melódica, casi hipnótica.

—Sí, por favor. Voy a un lugar cercano.

Le abrí la puerta y subió. El perfume que llevaba era dulce y embriagador, como el de las flores marchitas. Mientras conducía, sentí su mirada fija en mí. Era como si pudiera ver dentro de mi alma.

—¿Quién eres? —pregunté, tratando de romper el extraño hechizo que parecía envolvernos.

—Una viajera de la noche —respondió enigmáticamente, sin apartar la mirada.

Hubo un silencio incómodo. Yo sentía el corazón latir con fuerza, y no era solo por su belleza, sino por una sensación de peligro que no lograba identificar.

—¿Estás casado? —preguntó de pronto, su voz ahora más baja y seductora.

Mentí, sin saber por qué.

—No.

Ella sonrió de nuevo, una sonrisa que prometía mucho más de lo que yo podía imaginar.

El beso y el horror

El trayecto se volvió tenso. Sus miradas, sus gestos, la forma en que jugaba con un mechón de su cabello, todo parecía una invitación. Mi mente luchaba entre la moralidad y el deseo, pero mi cuerpo empezó a sucumbir. Sentí una mezcla de culpa y excitación, un torbellino de emociones que me hacía sudar a pesar del frío nocturno.

Después de unos minutos, detuve el coche en un tramo desierto de la carretera. La tensión era insoportable. Ella se inclinó hacia mí, sus labios encontraron los míos en un beso que sabía a gloria y a pecado. Su tacto era electrizante, y por un momento, olvidé todo: mi esposa, mis hijos, mi vida entera.

Pero pronto, la pasión se transformó en horror. Sentí algo extraño en sus caricias; su piel, antes suave, empezó a desprenderse. Miré hacia abajo y vi, horrorizado, pedazos de carne caer de sus manos sobre las mías. Un olor fétido llenó el coche, un hedor tan fuerte que me hizo náuseas.

—¿Qué estás haciendo? —grité, intentando apartarme.

Pero ella me sostuvo con fuerza. Su piel caía en grandes trozos, dejando al descubierto carne podrida y huesos amarillentos. El sonido de la carne al caer era húmedo, nauseabundo, como el de algo muerto golpeando el suelo.

Levanté la vista y vi sus ojos: ya no eran profundos y seductores, sino vacíos y negros, como pozos sin fondo. Una sonrisa grotesca se formó en su rostro descompuesto.

—¿Qué pasa, Damián? ¿No te gusta lo que ves? —su voz era ahora un susurro escalofriante, como el viento entre las tumbas.

El pánico me invadió. Abrí la puerta del coche y salí corriendo, tropezando con el asfalto, dejando atrás a la criatura que había sido una mujer hermosa. Escuché su risa detrás de mí, una risa que resonaba en la noche como una burla de ultratumba.

Corrí por la carretera oscura, mis pulmones ardiendo, mis piernas temblando. Cada vez que miraba hacia atrás, la veía: su cuerpo cayéndose a pedazos, su carne colgando en jirones. Sus risas y susurros se mezclaban con el viento, llenando el aire de terror.

No importaba cuánto corría, ella siempre estaba detrás, cada vez más cerca.

El pueblo y la leyenda

No sé cuánto tiempo estuve corriendo. La noche parecía no tener fin. Finalmente, divisando unas luces a lo lejos, llegué a un pequeño poblado. Las casas eran humildes, y las calles, de tierra. Unos perros ladraron al verme llegar, cubierto de sudor y con el rostro desencajado por el terror.

La gente empezó a salir de sus casas, alertada por mis gritos.

—¡Ayuda! ¡Por favor, ayúdenme! —grité, mi voz quebrándose.

Un hombre mayor se acercó. Su rostro era severo, pero sus ojos reflejaban preocupación.

—¿Qué te ha pasado, hijo? Estás cubierto de rasguños.

Entre sollozos y jadeos, intenté explicar lo que había visto.

—Una mujer… hermosa… pero se deshizo… me siguió…

La gente se miró entre sí, murmurando. Una mujer anciana, encorvada y con un pañuelo en la cabeza, se acercó y me miró con tristeza.

—Otro más —dijo, sacudiendo la cabeza—. Eso te pasa por no respetar tu matrimonio. La bruja ha vuelto.

Me quedé allí, temblando, mientras comprendía que la leyenda de la mujer de la carretera era real. Y yo había sido su víctima, una lección de las consecuencias de la infidelidad y el deseo prohibido.

Me ofrecieron refugio en una de las casas. El hombre mayor, que se presentó como Don Ignacio, me ofreció una manta y un vaso de agua.

—No eres el primero, hijo. Esa bruja aparece cada cierto tiempo. Siempre busca a hombres solos, o que creen estar solos. Dicen que en vida fue una mujer traicionada, y que ahora castiga a los infieles.

—Pero… era tan real —balbuceé—. Su belleza… y luego… su carne…

Don Ignacio asintió, con una mirada que parecía atravesar el tiempo.

—Así es como atrapa a sus víctimas. Todos caen por lo mismo. El deseo, la tentación. Pero su verdadero rostro es el de la muerte.

Esa noche no pude dormir. Cada vez que cerraba los ojos, veía su rostro descomponiéndose, sus dedos esqueléticos tocándome, su risa burlona llenando mis oídos.

El regreso y la culpa

A la mañana siguiente, intenté volver a la carretera para buscar mi coche, pero un grupo de hombres del pueblo me detuvo.

—No vuelvas solo —advirtió uno de ellos—. Esa cosa todavía puede estar cerca.

Fuimos en grupo, armados con linternas y palos. Encontramos mi coche tal como lo había dejado, con la puerta abierta y el interior cubierto de manchas oscuras. El olor a podredumbre aún flotaba en el aire.

—No toques nada —dijo Don Ignacio—. Déjalo así. Lo mejor es que no regreses por aquí.

Recogí mis cosas y me fui del pueblo, agradecido pero aterrorizado. Durante el viaje de regreso, no dejé de mirar por el retrovisor, esperando ver su figura en la distancia, acechándome.

Al llegar a casa, mi esposa me recibió con una mezcla de alivio y sospecha. Le conté que había tenido un accidente, que me había perdido en la carretera. No podía decirle la verdad. ¿Quién me creería?

Pero desde aquella noche, mi vida cambió. No podía dormir. Cerraba los ojos y veía su rostro, su carne cayendo, su sonrisa monstruosa. Evitaba los viajes nocturnos, y mi relación con mi esposa se volvió tensa, llena de silencios y miradas furtivas.

Mis hijos notaron mi cambio. Ya no era el padre alegre y confiado de antes. Me volví irritable, desconfiado, siempre al borde del pánico.

La investigación y la maldición

Empecé a investigar la leyenda. Pregunté en otros pueblos, hablé con ancianos y viajeros. Todos conocían la historia de la mujer de la carretera, la bruja descarnada. Algunos decían que era el espíritu de una mujer traicionada por su esposo, que había muerto de dolor y rabia. Otros aseguraban que era un demonio disfrazado, una prueba para los hombres débiles de corazón.

Un hombre, un viejo camionero, me contó su versión:

—Yo la vi hace años. Era joven, hermosa. Me detuve, igual que tú. Pero cuando me di cuenta de quién era, ya era tarde. Logré escapar, pero desde entonces, cada vez que paso por esa carretera, siento su presencia.

—¿Alguna vez desaparece? —pregunté.

—No lo sé. Pero te diré algo: nunca vuelvas a detenerte por nadie en la noche.

El tiempo pasó, pero la pesadilla no me abandonó. En mis sueños, la bruja me perseguía, su carne cayendo en jirones, sus ojos vacíos fijos en los míos. Su risa se mezclaba con el viento, llenando la casa de ecos siniestros.

Intenté buscar ayuda. Fui a ver a un sacerdote, a un curandero, incluso a un psicólogo. Todos me dijeron lo mismo: debía enfrentar mis miedos, confesar mis pecados, buscar el perdón.

Pero yo sabía que, aunque me arrepintiera mil veces, la marca de la bruja ya estaba en mí.

El regreso de la bruja

Una noche, mientras caminaba por el pasillo de mi casa, escuché un susurro. Me detuve, el corazón latiendo con fuerza.

—Damián… —la voz era suave, melódica, pero cargada de una maldad indescriptible—. ¿Me extrañas?

Me volví, y allí estaba, en la penumbra, su figura descompuesta, sus ojos vacíos brillando en la oscuridad.

—Déjame en paz —susurré, retrocediendo.

Ella sonrió, esa sonrisa grotesca que nunca olvidaré.

—Siempre estaré contigo. Hasta el final.

Desperté sudando, el grito atascado en mi garganta. Mi esposa me miraba, preocupada.

—¿Otra pesadilla?

Asentí, sin poder hablar. Sabía que nunca podría librarme de ella.

El precio del deseo

Hoy, muchos años después, sigo viendo su rostro en mis sueños. Sigo escuchando su risa burlona cada vez que la noche cae y el viento sopla fuerte. No importa cuánto lo intente, la imagen de la bruja descarnada me acompaña siempre.

Quizás sea mi castigo. Quizás sea la lección que necesitaba aprender. Pero sé que, mientras viva, jamás olvidaré aquella noche en la carretera de Santa Ana, ni el precio que pagué por un momento de debilidad.

Y así, cada vez que conduzco de noche, miro con recelo la oscuridad. Porque sé que ella sigue ahí, esperando a su próxima víctima.