
Dicen que en las haciendas de San Luis Potosí todavía se escuchan los gemidos que nadie quiso oír aquella noche de agosto de 1782. Dicen que el patrón nunca pidió perdón. Dicen que ella nunca volvió a hablar. Y dicen también que cuando el fuego consumió la casa principal tres años después, nadie movió un dedo por apagarlo, porque hay crímenes que la tierra no perdona, aunque la historia los entierre bajo capas de silencio y ceniza.
Si estás escuchando esta historia, suscríbete al canal y cuéntanos desde qué país nos estás viendo. Así podremos seguir desenterrando los pecados que la historia intentó ocultar. Esta es la crónica de Jacinta, una joven esclava de 16 años que fue entregada como regalo de bodas al hijo del hacendado más poderoso de la región.
Una noche que comenzó con rezos y terminó con ocho violaciones consecutivas sin un solo testigo dispuesto a hablar. Una verdad que se guardó en confesionarios, en diarios quemados y en el vientre hinchado de una muchacha que aprendió que la virginidad de una esclava no valía ni una moneda de plata porque en la América colonial el cuerpo de una mujer negra no era suyo, era propiedad.
Era mercancía, era silencio. Prara. El imperio de San Isidro, la hacienda de San Isidro, se alzaba sobre un valle fértil donde crecían la caña de azúcar y el maíz, como si la tierra misma bendijera al patrón. Don Rodrigo de Ahumada y Solís era un hombre respetado en San Luis Potosí, devoto, piadoso, generoso con la Iglesia.
Cada domingo ocupaba el primer banco de la catedral con su esposa doña Inés, a su lado, sus hijos detrás y su reputación intacta como una consagrada. Pero las haciendas no se construyen con oraciones, se levantan con sudor ajeno, con látigos bien calibrados y con el control absoluto sobre quienes no tienen voz ni documento que los proteja.
En el altiplano potosino, las haciendas concentraban tierras que se extendían por miles de hectáreas y los propietarios ejercían un poder casi feudal sobre quienes vivían dentro de sus límites. San Isidro era una de esas haciendas que lo tenía todo. Campos de cultivo que se perdían en el horizonte, establos con más de 200 cabezas de ganado, una capilla privada con retablos dorados y más de 120 trabajadores entre peones indígenas, mestizos y esclavos negros.
La casa principal era una construcción de dos pisos con paredes de piedra de cantera, techos de viga, corredores con arcos y un patio central donde crecía un naranjo que, según decían, tenía más de 100 años. Don Rodrigo había heredado la hacienda de su padre, quien a su vez la había comprado a un comerciante español arruinado por las deudas.
Durante 30 años, don Rodrigo la convirtió en una de las propiedades más prósperas de la región. Vendía maíz, trigo y frijol a las ciudades mineras del norte. Criaba caballos que se vendían hasta en Zacatecas y prestaba dinero a intereses que la Iglesia toleraba siempre que él donara generosamente para la construcción de altares y la celebración de misas.
Pero detrás de esa fachada de prosperidad cristiana, San Isidro era un lugar donde la crueldad se ejercía con normalidad. Los peones indígenas trabajaban de sol a sol por salarios miserables que nunca alcanzaban para pagar las deudas contraídas en la tienda de raya.
Los mestizos que intentaban marcharse eran perseguidos por el mayordomo y castigados públicamente como escarmiento. Y los esclavos negros, apenas una docena en total, eran tratados como ganado. Se les marcaba con hierro candente, se les azotaba por cualquier falta y se les vendía o regalaba según la conveniencia del patrón.
Doña Inés, la esposa de don Rodrigo, era una mujer delgada y pálida que pasaba los días rezando el rosario y supervisando el trabajo doméstico con mirada severa. Tenía cuatro hijos. Fernando el mayor de 24 años, Rodrigo de 20, Isabel de 18 y Antonio de 15. Fernando era el orgullo de la familia, el heredero destinado a continuar el legado de los Ahumada. Había estudiado leyes en la Ciudad de México, frecuentado los salones donde se reunían los criollos más influyentes y aprendido a comportarse con la arrogancia natural de quien nunca ha conocido una negativa.
Era alto, de rostro anguloso, ojos oscuros y fríos y una sonrisa que nunca llegaba al alma. Las familias distinguidas de la región lo consideraban un excelente partido para sus hijas. Pero Fernando tenía algo podrido en su interior, una crueldad silenciosa que disfrazaba con buenos modales y palabras educadas.
Desde adolescente había abusado de las esclavas y las trabajadoras indígenas de la hacienda, sabiendo que ninguna se atrevería a denunciarlo. Su padre lo sabía, su madre también, pero para ellos eso no era un crimen, era un derecho. Crappres, la llegada de Jacinta, Jacinta había llegado a San Isidro cuando tenía 8 años.
La compraron en el mercado de esclavos de Veracruz junto con su madre, una mujer alta y de ojos tristes llamada Felipa. Ambas fueron traídas en una caravana que tardó 15 días en recorrer los caminos polvorientos que separaban la costa del altiplano. El mercado de Veracruz era un lugar que olía sal, a sudor y a miedo.
Allí se vendían hombres, mujeres y niños traídos de África o nacidos ya en tierras americanas, descendientes de esclavos que nunca conocieron la libertad. Los compradores los examinaban como si fueran animales, les revisaban los dientes, les palpaban los músculos, les miraban la piel en busca de cicatrices o enfermedades. Los precios variaban según la edad, la fuerza y el sexo.
Un hombre joven y robusto podía costar hasta 300 pesos, una mujer fértil 200, un niño 100. Don Rodrigo pagó 180 pesos por Felipa y 80 por Jacinta. Las marcó con el hierro de la hacienda en el hombro izquierdo, justo debajo de la clavícula, una S entrelazada con una I. Las iniciales de San Isidro. Jacinta lloró tanto que el mayordomo tuvo que sujetarle la cabeza contra el suelo mientras el metal ardiente entraba en su piel. El olor a carne quemada se quedó en su memoria para siempre.
Su madre no emitió un solo sonido, solo apretó los puños hasta que las uñas se le clavaron en las palmas. Creció entre la cocina y los corrales, aprendiendo a moler maíz en el metate, a lavar ropa en el río, a caminar con la mirada baja y la boca cerrada. A los 12 años ya sabía que su cuerpo no le pertenecía.
A los 14 ya había visto como el capataz arrastraba a las mujeres jóvenes hacia los campos de noche y como ellas regresaban al amanecer con los vestidos rotos y los ojos vacíos. A los 15 ya conocía el significado del silencio. Era la única arma de supervivencia que tenían, pero Jacinta era distinta. Tenía una belleza que incomodaba.
Piel oscura como la noche sin luna, ojos grandes y brillantes, cintura estrecha y caderas que comenzaban a ensancharse con la madurez. Las otras esclavas la protegían como podían, manteniéndola ocupada en trabajos que la alejaran de los hombres de la hacienda. Su madre la vigilaba constantemente, sabiendo que tarde o temprano alguien la notaría.
Y alguien la notó. Doña Inés, esa muchacha no debe estar en la casa principal”, le dijo una tarde a su esposo mientras bordaba en el corredor. Es demasiado visible. Los hombres la miran. Incluso Fernando. Don Rodrigo asintió distraídamente, pero guardó la observación en su mente, porque cuando su hijo mayor regresó de la Ciudad de México con noticias de su próximo matrimonio con Catalina Mendoza, hija de un comerciante español rico pero sin títulos nobiliarios, el padre supo exactamente qué regalarle. Omur, el regalo envenenado. Fernando tenía 24
años y el orgullo de quien nunca ha conocido una negativa. Había estudiado leyes no porque tuviera vocación jurídica, sino porque era lo que se esperaba de un criollo de su posición. Había pasado tres años en la capital frecuentando teatros, casas de juego y burdeles donde aprendió a tratar a las mujeres como objetos desechables.
Su compromiso con Catalina Mendoza era un arreglo conveniente. Ella traía una dote de 15,000 pesos en efectivo y contactos comerciales con Cádiz. Él aportaba un apellido respetable y la certeza de heredar una de las haciendas más prósperas de San Luis Potosí.
No había amor en esa unión, solo conveniencia como correspondía a los matrimonios de su clase. Pero antes de casarse había una tradición no escrita entre los hombres de su posición. La noche del derecho. No se hablaba de ello abiertamente, no se registraba en ningún documento. Pero todos lo sabían. El hijo del patrón tenía derecho a tomar lo que quisiera de entre las esclavas antes de contraer matrimonio.
Era una especie de rito de paso, un privilegio silencioso que separaba a los amos de los sirvientes, a los hombres de las bestias. En otras haciendas esta práctica era aún más sistemática. Los plantadores alentaban a los esclavos a reproducirse para aumentar su fuerza laboral, emparejando hombres fuertes con mujeres sanas y encerrándolos en barracones para que procrearan hijos que nacerían ya marcados como propiedad.
Los supervisores evaluaban la calidad de los niños y separaban a las familias según su conveniencia. Era un negocio frío y calculado donde el sufrimiento humano no tenía valor. Don Rodrigo llamó a Jacinta una tarde de julio de 1782. Ella estaba en el patio lavando sábanas cuando el mayordomo, un mestizo gordo y brutal llamado Eusebio, le ordenó presentarse en la biblioteca del patrón.
Jacinta sintió que el corazón se le detenía. Las esclavas solo eran llamadas a la biblioteca cuando algo grave sucedía, cuando iban a ser vendidas, cuando iban a ser castigadas o cuando el patrón tenía planes para ellas. Dejó las sábanas en el lavadero, se secó las manos en el vestido y caminó descalza por los corredores de piedra hasta la puerta de madera maciza que separaba el mundo de los amos del mundo de los esclavos.
Entró con la mirada baja, con el vestido de algodón húmedo pegado al cuerpo, el cabello recogido con un trapo sucio. Don Rodrigo estaba sentado tras su escritorio de caoba con un vaso de brandy en la mano y una expresión que ella no supo descifrar. A su lado de pie junto a la ventana estaba Fernando. “Jacinta”, dijo don Rodrigo sin mirarla a los ojos.
“Mi hijo Fernando se casa en tres meses. Es un hombre de bien educado, cristiano, pero necesita prepararse, conocerse a sí mismo antes de comprometerse ante Dios. Ella no entendió o no quiso entender. Te voy a enviar con él esta noche. Harás lo que te pida. Sin resistencia, sin lágrimas. ¿Entendido?” Jacinta sintió que el suelo se movía bajo sus pies.
Patrón, yo yo nunca he Lo sé, interrumpió don Rodrigo, esta vez mirándola directamente con ojos fríos como el metal. Por eso te elegí. Fernando necesita una virgen limpia, intocada y tú cumples esos requisitos. Fernando se acercó a ella con pasos lentos, examinándola como el comprador examina la mercancía en el mercado. Le levantó la barbilla con un dedo, obligándola a mirarlo. Sonrió. No era una sonrisa amable.
Mi padre tiene razón. Eres perfecta. Nos veremos esta noche. Y Jacinta, espero que seas obediente. No me gustan las esclavas que lloran. Salió de la biblioteca temblando. Su madre la esperaba en la cocina, donde las otras esclavas trabajaban en silencio, todas sabiendo ya lo que iba a suceder.
Felipa abrazó a su hija con fuerza, sin decir nada, porque no había palabras que pudieran cambiar lo que vendría. “Mamá, susurroja cinta, no quiero ir. No quiero.” “Lo sé, hija, pero si no vas, nos matarán a las dos, o peor, nos venderán separadas. Al menos si obedeces, seguiremos juntas. Esa noche, después de que la familia cenara y se retirara a sus habitaciones, Eusebio el mayordomo, llegó a buscar a Jacinta.
La llevó por los corredores oscuros hasta el ala este de la casa principal, donde estaban las habitaciones de los hijos varones. La puerta de la habitación de Fernando estaba entreabierta. Una luz amarillenta de velas escapaba por la rendija. “¡Entra!”, ordenó Eusebio. Y no hagas escándalo. Si gritas, te corto la lengua.
La puerta se cerró detrás de ella con un clic suave y definitivo. Pra la noche sin testigos. Fernando estaba de pie junto a la ventana bebiendo vino directamente de la botella. Vestía solo pantalones y una camisa abierta. La habitación olía a tabaco, a alcohol y a algo más oscuro que Jacinta no supo identificar.
Había una cama grande con docel, un crucifijo en la pared y una mesa con más botellas de vino. Al verla, Fernando sonrió. Así que tú eres el regalo de mi padre. Debo admitir que tiene buen ojo. Eres hermosa para ser negra. Jacinta mantuvo la mirada baja, temblando con las manos apretadas contra el vestido. Mírame cuando te hablo.
Ella levantó los ojos y en ese momento entendió que no había salida, que gritar no serviría de nada, que nadie vendría a ayudarla, porque los cuerpos de las esclavas no les pertenecían, y los hombres como Fernando podían hacer con ellas lo que quisieran sin consecuencia alguna. Quítate el vestido”, ordenó él dando un trago largo de vino.
“Por favor, señor, no me hagas repetirlo.” Con manos temblorosas, Jacinta se quitó el vestido raído y quedó desnuda frente a él. Fernando la examinó lentamente como quien evaluó un caballo antes de comprarlo. Luego se acercó, la agarró del brazo con fuerza suficiente para dejar marcas y la arrastró hacia la cama.
Lo que sucedió aquella noche no fue registrado en ningún diario. No hubo testigos, no hubo confesión, solo quedaron las marcas en el cuerpo de Jacinta y el recuerdo que la perseguiría hasta la tumba. Fernando la usó ocho veces entre la medianoche y el amanecer. La primera vez ella intentó resistirse, empujándolo con manos débiles. Él le abofeteó la cara con tanta fuerza que le reventó el labio y la tiró contra el colchón.
No me hagas repetirlo”, le susurró al oído mientras la sujetaba con todo su peso y la penetraba sin cuidado, desgarrándola, haciéndola sangrar. Jacinta gritó de dolor. Él le tapó la boca con la mano y siguió hasta terminar dentro de ella. La segunda vez ella lloró en silencio mientras él la tomaba de nuevo. Más despacio esta vez disfrutando cada gemido ahogado.
“Si haces ruido”, le susurró, “Mandaré azotar a tu madre hasta que se le caiga la piel.” ¿Quieres eso? Jacinta negó con la cabeza y mordió la almohada para no gritar. La tercera vez Jacinta dejó de sentir. Su mente se separó de su cuerpo flotando hacia el techo mientras él la usaba. Miraba las vigas de madera oscura y las contaba.
Una, dos, tres, cuatro. Oía los gemidos de Fernando, el crujir de la cama, su propia respiración entrecortada, pero todo parecía lejano, como si le estuviera pasando a otra persona. La cuarta vez, él la volteó boca abajo y la penetró con una violencia que le arrancó un gemido ahogado. “Así me gusta”, dijo él mientras la sujetaba del cabello.
“Que sepas quién manda aquí. Que sepas que no eres nada, solo un agujero para mi placer.” La quinta vez, Jacinta vomitó del dolor y el asco. Él se enfureció y la obligó a limpiar el suelo con su propio vestido antes de continuar, penetrándola mientras ella sollyosaba de rodillas.
La sexta vez ella ya no lloraba, solo miraba la ventana, viendo como la noche se hacía más oscura, esperando que terminara, rezando a un dios que parecía sordo a su sufrimiento. La séptima vez, Fernando la insultó mientras la violaba. La llamó perra, negra, sucia, animal, basura. Le dijo que debía agradecer que un hombre como él, de buena familia y educación, se dignara a tocarla, que otras esclavas pagarían por estar en su lugar, que era un honor que le hacía.
La octava vez, cuando el sol comenzaba a filtrarse por las cortinas y los gallos cantaban anunciando el amanecer, Fernando la tomó una última vez. Ya no había violencia en sus movimientos, solo cansancio y una indiferencia que era peor que el odio. Terminó dentro de ella, se retiró y se levantó como si nada hubiera pasado.
Se vistió frente al espejo, se peinó con cuidado, se puso la chaqueta. Antes de salir de la habitación, se volvió hacia Jacinta, que seguía desnuda en el suelo, sangrando, con moretones por todo el cuerpo y los ojos vidriosos. “Si hablas de esto con alguien”, le dijo con voz tranquila, como quien da instrucciones para la cena.
Te vendo a una mina en Zacatecas. Allí las esclavas duran 6 meses antes de morir de agotamiento. ¿Entiendes? Jacinta asintió débilmente. Bien, ahora vístete y vuelve a tus labores y límpiame esta cama. Está sucia. Salió cerrando la puerta atrás de sí. Jacinta se quedó en el suelo, desnuda, rota, sangrando, con el sabor de la bilis en la boca y la certeza de que algo dentro de ella había muerto esa noche.
Cuando Eusebio entró una hora después para llevarla de regreso a los cuartos de los esclavos, ella no pudo caminar. Tuvo que arrastrarla por los pasillos como un saco, dejando un rastro de sangre sobre las piedras. La dejó tirada en la cocina, donde su madre la encontró hecha un ovillo junto al fogón. Felipa no preguntó nada.
Solo la limpió con agua tibia, le puso compresas de hierbas en las heridas, la vistió con ropa limpia y le susurró al oído mientras la mecía como a una niña. Ahora sabes lo que somos. Ahora sabes que no hay Dios para nosotras. Sasara Nas, el fruto del pecado. Las semanas siguientes fueron una tortura silenciosa. Jacinta intentó volver a su rutina, pero su cuerpo ya no era el mismo.
Sentía dolor al caminar, al sentarse, al respirar. Los moretones tardaron semanas en desaparecer. La herida entre sus piernas sangraba intermitentemente durante días. Tenía pesadillas donde Fernando la perseguía por pasillos infinitos. Despertaba empapada en sudor con ganas de gritar, pero se mordía la lengua hasta sangrar para no hacer ruido.
Y lo peor, no podía contarle a nadie lo que había pasado. Las otras esclavas sabían, por supuesto. Lo veían en sus ojos, en la forma en que se encogía cuando un hombre pasaba cerca, en cómo temblaba al oír la voz de Fernando en los corredores.
Pero nadie hablaba de ello porque todas habían pasado por lo mismo o conocían a alguien que sí era parte del orden natural de las cosas en la hacienda. El patrón tomaba lo que quería, el hijo también y ellas solo podían sobrevivir. Un mes después de aquella noche, Jacinta comenzó a sentir náuseas por las mañanas. No podía retener la comida. El olor del maíz molido la mareaba, los senos le dolían. Su madre lo notó de inmediato.
¿Cuándo fue tu última sangre?, le preguntó Felipa una mañana mientras molían maíz juntas en el patio, lejos de oídos indiscretos. Jacinta se detuvo. No había pensado en eso. No había querido pensar en eso. No lo sé, madre. Hace hace tiempo, desde antes de No pudo terminar la frase, Felipa cerró los ojos y soltó un suspiro largo y amargo, como quien ve cumplirse una maldición anunciada.
Estás embarazada. El mundo se detuvo. Jacinta sintió que todo su ser se desmoronaba. Un hijo de él, del hombre que la había destruido. Un niño que nunca tendría padre reconocido, que nacería esclavo como ella, que cargaría la mancha de su violación como una marca de nacimiento.
¿Qué voy a hacer, madre? susurró con lágrimas cayendo sobre el metate. Felipa la miró con una ternura devastadora, con la tristeza de quien ha visto demasiado sufrimiento y sabe que no tiene solución. Nada, hija, no puedes hacer nada. Si don Rodrigo se entera, te quitará al niño apenas nazca y lo venderá.
O peor, pero si intentas abortar y te descubren, te azotarán hasta matarte. Esa misma noche, Jacinta intentó abortar de todos modos. Una de las esclavas mayores, una mujer llamada Tomasa, que conocía los secretos de las hierbas, le preparó un té amargo hecho con ruda y otras plantas venenosas que debían hacer sangrar el vientre y expulsar al niño.
Jacinta lo bebió todo, tragando el líquido espeso que le quemaba la garganta, rezando para que funcionara, pero no funcionó. Solo le provocó fiebres altísimas, dolores abdominales que la dejaron retorciéndose en el suelo durante tres días. vómitos que la deshidrataron hasta casi matarla.
Su madre tuvo que cuidarla día y noche, mintiendo a los mayordomos diciéndoles que Jacinta tenía paludismo para explicar su ausencia del trabajo. Cuando las fiebres finalmente bajaron, el embarazo seguía allí, obstinado, inevitable. Cuando don Rodrigo se enteró del embarazo dos meses después, cuando el vientre de Jacinta ya no podía ocultarse bajo el vestido holgado, no mostró sorpresa. Era exactamente lo que había esperado que sucediera. Llamó a Jacinta a su despacho una vez más.
“Vas a tener ese niño”, le dijo con frialdad, sin levantar la vista del libro de cuentas que revisaba. “Y cuando nazca lo venderé. Vale dinero un niño mulato sano. Tú seguirás trabajando aquí como siempre. Mi hijo se casa en dos semanas. No quiero que este incidente arruine su reputación ni la ceremonia.
Jacinta levantó la mirada con los ojos llenos de lágrimas contenidas y una furia que empezaba a crecer en su pecho como un fuego lento. Incidente. Él me violó ocho veces, patrón. Ocho. Y usted me entregó a él como si fuera ganado, como si no fuera humana. Don Rodrigo se levantó de su silla con tanta brusquedad que ella retrocedió instintivamente.
Se acercó a ella con el rostro enrojecido de ira y por un momento Jacinta pensó que la golpearía. “Cuida tu lengua, negra insolente”, dijo con voz baja y amenazante. “No fuiste violada, fuiste usada, que es diferente. Eres propiedad de esta familia. Tu cuerpo me pertenece y por extensión pertenece a mi hijo. No tienes derecho a negarte ni a quejarte.
Y si vuelves a hablar de esto con alguien o si intentas causarle problemas a Fernando, te mando a azotar hasta que pierdas a esa criatura y la memoria junto con ella. Jacinta salió de allí comprendiendo algo fundamental. No había justicia para ella, no había redención, no había autoridad a la que pudiera acudir.
Ni siquiera el padre Anselmo, el cura que venía a dar misa los domingos y que hablaba del amor de Dios y la misericordia cristiana, haría nada por ayudarla. Porque en el orden colonial los esclavos no eran considerados completamente humanos. Eran almas que podían salvarse mediante el bautismo. Sí, pero sus cuerpos eran propiedad y la propiedad no tiene voz. Cra. La boda y el silencio. La boda de Fernando se celebró el 12 de octubre de 1782 con toda la pompa que la fortuna de los Ahumada permitía.
La capilla de la hacienda, un edificio pequeño pero hermoso, con retablos dorados y pisos de talavera, se llenó de flores blancas, incienso y familias importantes de toda la región. Llegaron en carretas y a caballo desde San Luis Potosí, Matehuala y hasta desde Real de 14. Haendados, comerciantes, funcionarios coloniales, todos vestidos con sus mejores ropas.
El padre Anselmo, un sacerdote viejo y barrigón que cobraba generosamente por sus servicios, ofició la misa con solemnidad y bendijo la unión entre Fernando y Catalina. La novia era una joven española de 18 años, pálida y delicada como una muñeca de porcelana, con el cabello rubio recogido en rizos elaborados y un vestido de seda que había costado más de lo que Jacinta ganaría en toda su vida.
No tenía idea de que su flamante esposo había violado a una esclava dos meses antes. No sabía que mientras ella pronunciaba sus votos de castidad y fidelidad, había una muchacha de 16 años embarazada de su marido sirviendo agua en el banquete. Jacinta fue obligada a trabajar en la celebración.
Caminaba entre los invitados con bandejas de comida, con el vientre ya comenzando a crecer bajo el vestido holgado que su madre le había cocido para disimular. Cada vez que pasaba cerca de Fernando, sentía que el alma se le salía del cuerpo. Él ni siquiera la miraba. Para él ella ya no existía. Era un objeto usado y descartado. Pero Catalina sí la notó.
Durante la cena, mientras los invitados brindaban y reían, la joven esposa observó a Jacinta sirviendo vino y le preguntó a su suegra en voz baja, “Doña Inés, ¿esa muchacha está embarazada?” Doña Inés bebió un sorbo de vino antes de responder sin inmutarse. Sí, cosas que pasan entre los esclavos, ya sabes, son como animales, se reproducen sin control. Pero no te preocupes, querida.
Venderemos al niño apenas nazca. No queremos más bocas que alimentar en la hacienda. Catalina asintió incómoda, pero sin hacer más preguntas. No era su lugar cuestionar el orden de la hacienda. Ella venía a ser esposa, no administradora.
Su trabajo era dar hijos legítimos a Fernando, mantener la casa y comportarse como correspondía a una dama de su posición. Esa noche, mientras los recién casados consumaban su matrimonio en la misma habitación donde Fernando había destrozado a Jacinta, ella estaba en su catre de paja, en el cuarto de los esclavos, llorando en silencio con las manos sobre su vientre hinchado.
Su madre la abrazaba meciéndola como cuando era niña, susurrándole palabras sin sentido que no consolaban nada. Algún día, hija”, susurró Felipa con voz quebrada. “Algún día esto terminará, aunque nosotras no lo veamos.” Algún día. Pero Jacinta ya no creía en algún día. Solo creía en el dolor, en la humillación y en la certeza de que su vida nunca sería suya.
Esperanza perdida. Los meses pasaron con una lentitud agónica. El vientre de Jacinta creció redondo y pesado como una evidencia viviente del crimen que todos fingían no ver. Las otras esclavas la ayudaban cuando podían, le daban comida extra, le permitían descansar cuando el capataz no miraba, le susurraban palabras de consuelo que no sanaban nada, pero al menos hacían el silencio más soportable.
En febrero de 1783, en plena temporada de calor, Jacinta dio a luz. El parto fue largo y brutal, como suelen ser los primeros partos. No hubo partera profesional, solo su madre y dos esclavas mayores que sabían cómo traer niños al mundo con las manos desnudas y rezos olvidados.
La acostaron sobre un petate en el cuarto de los esclavos, le dieron trapos para morder y esperaron mientras el cuerpo de Jacinta se desgarraba tratando de expulsar a la criatura. Jacinta gritó durante horas. gritó maldiciendo a Fernando, a don Rodrigo, a Dios mismo que había permitido que esto sucediera. Gritó hasta quedarse ronca hasta que la voz se lebró y solo pudo gemir.
El dolor era insoportable, como si la estuvieran partiendo en dos. Cuando la criatura finalmente salió, cubierta de sangre y líquido amniótico, con el cordón umbilical enrollado en el cuello, Tomasa tuvo que actuar rápido para desenredarlo y hacer que la bebé respirara. Por un momento terrible pensaron que había nacido muerta.
Pero luego la niña tosió, lloró y llenó el cuarto con su grito diminuto y furioso. Felipa limpió a la bebé con agua tibia y se la entregó a Jacinta. Y en ese momento, cuando Jacinta miró el rostro de su hija, sintió algo que no esperaba. Amor. Un amor feroz, desesperado, imposible. La niña tenía la piel más clara que ella, del color del café con leche, los rasgos mezclados, los ojos cerrados y los puños apretados como quien llega al mundo lista para pelear. Tenía el cabello negro y espeso de Jacinta, pero la nariz recta de Fernando.
Era hermosa y terrible al mismo tiempo. Una prueba viviente de la violencia que la había traído al mundo. Jacinta la acunó contra su pecho, temblando, sabiendo que ese momento no duraría. Las lágrimas le caían sobre el rostro de la bebé mientras ella mamaba por primera vez con fuerza aferrándose a la vida.
“¿Cómo la vas a llamar?”, preguntó su madre con lágrimas también en los ojos, sabiendo que ponerle nombre solo haría más doloroso lo que vendría. “Eperanza, susurroja cinta con voz rota, porque si no la llamo así, me muero aquí mismo.” Pero la esperanza duró exactamente tres días. Al cuarto día, don Rodrigo entró al cuarto donde Jacinta descansaba con su hija.
Detrás de él venía un comerciante de esclavos de Querétaro, un hombre gordo con ojos de cerdo y sin escrúpulos que compraba niños para revenderlos en las minas o las casas ricas de la capital. Es hora dijo don Rodrigo sin mirarla a los ojos, como quien anuncia que es hora de sacrificar un animal.
Jacinta se aferró a su hija con todas sus fuerzas, apretándola contra su pecho. No, no, por favor, patrón. Es mi hija, es solo una bebé. Ni siquiera ha abierto los ojos. Bien, por favor. Es una esclava, corrigió él con voz fría como el hielo. Y vale más vendida ahora que criándose aquí comiendo mi comida. Este señor me ofrece 50 pesos por ella. Es un buen precio para una recién nacida mulata.
El comerciante se acercó sonriendo, enseñando dientes amarillentos. Es bonita la criatura. La revenderé fácil en la capital. Las familias ricas gustan de criar criadas desde bebés. Así las educan a su manera. Jacinta empezó a gritar, a suplicar, a llorar. Se arrodilló con la bebé en brazos, besándole la cabeza una y otra vez. Por favor, patrón. Haré cualquier cosa.
Trabajaré el doble. No comeré. Pero no me la quite, es lo único que tengo. Don Rodrigo hizo una seña. Dos hombres peones de la hacienda entraron y sujetaron a Jacinta mientras el comerciante arrancaba esperanza de sus brazos. La niña comenzó a llorar. Un llanto agudo y desesperado. Jacinta gritó como un animal herido, luchando contra los hombres que la sujetaban, arañando, mordiendo, tratando de llegar a su hija. Su madre intentó intervenir y recibió un golpe en la cara que la tiró al suelo. Tomasa y las otras esclavas
solo pudieron mirar llorando en silencio, sabiendo que si intervenían las castigarían a todas. Cuando se llevaron a la niña, sus llantos se alejaron por el corredor hasta desaparecer. Jacinta quedó vacía. No lloró más. No gritó más. Los hombres la soltaron y ella simplemente se quedó sentada en el suelo de tierra con la mirada perdida y los brazos aún extendidos, como si todavía pudiera sentir el peso de su hija. Su madre la llamó.
Las otras esclavas le hablaron, pero Jacinta no respondió. Había dejado de estar presente. Esa noche intentó ahorcarse con una sábana atada a una viga del cuarto de los esclavos. Su madre la encontró a tiempo colgando con los pies a centímetros del suelo, la cara morada, los ojos en blanco. Gritó pidiendo ayuda y entre varias la bajaron. Le dieron respiración, la hicieron volver.
Pero Jacinta ya estaba muerta por dentro. Durante los meses siguientes dejó de hablar completamente. Trabajaba como autómata, sin quejarse, sin llorar, sin reaccionar a nada. Molía maíz, lavaba ropa, barría patios, pero sus ojos estaban vacíos. como los de un muerto que sigue caminando.
Las otras esclavas decían que había perdido el alma, que se la habían robado junto con la niña, pero en el fondo de su silencio, en las profundidades de su dolor, algo más oscuro estaba creciendo. No era locura, no era resignación, era odio puro, concentrado, paciente, enalmi, el fuego de la venganza. El 4 de agosto de 1785, exactamente 3 años después de aquella noche en la habitación de Fernando, la casa principal de la hacienda San Isidro ardió hasta los cimientos. Nadie supo oficialmente cómo empezó el fuego.
Algunos dijeron que fue una vela mal apagada en la biblioteca, otros que las brazas del fogón saltaron a las cortinas de la cocina. El padre Anselmo, en el informe que envió al obvispado, escribió que había sido un accidente lamentable, un castigo de Dios por los pecados no confesados de la familia. Pero todos coincidieron en algo inquietante.
Nadie hizo nada por apagarlo. Las esclavas miraron las llamas desde el patio con expresiones neutras, casi satisfechas. Los peones indígenas se quedaron quietos con los cubos de agua en las manos, pero sin usarlos, viendo como el fuego devoraba las habitaciones donde habían sido humillados durante años.
El mayordomo Eusebio gritó órdenes que nadie obedeció y cuando intentó golpear a uno de los peones para obligarlo a actuar, recibió un puñetazo que lo dejó inconsciente en el suelo. Don Rodrigo murió quemado en su habitación, atrapado por las vigas del techo que se derrumbaron sobre él mientras dormía.
Sus gritos se escucharon durante varios minutos terribles antes de que el humo lo silenciara para siempre. Doña Inés logró escapar por una ventana, pero quedó desfigurada por las quemaduras que le cubrieron medio rostro y las manos. Pasaría el resto de su vida escondida rezando en una celda de convento, atormentada por las cicatrices y los recuerdos.
Fernando y Catalina estaban en la Ciudad de México cuando ocurrió el incendio visitando a la familia de ella, por lo que sobrevivieron. Pero cuando regresaron tres semanas después y vieron las ruinas humeantes, supieron que algo había cambiado irreversiblemente. Ya no eran invencibles, ya no eran intocables. El orden que creían eterno había comenzado a resquebrajarse. Jacinta nunca fue acusada de nada. Nunca se probó que ella hubiera encendido el fuego.
No hubo testigos que declararan en su contra, pero las otras esclavas sabían. Su madre sabía y ella sabía. La noche anterior al incendio, Felipa la había encontrado en la cocina después de la medianoche, vertiendo aceite de lámpara en trapos viejos y guardándolos en una canasta. Le había preguntado qué hacía.
Jacinta, que llevaba 3 años sin hablar, la miró con ojos que ya no parecían humanos y dijo con voz ronca, “Quiero ver cómo arde.” Felipa debió haberla detenido, debió haber avisado, pero en cambio asintió lentamente y le dijo, “Entonces arde todo, hija, no dejes nada.” Y ardió.
Después del incendio, Fernando vendió lo que quedaba de la hacienda San Isidro a un comerciante de Zacatecas y se mudó permanentemente a la capital. Nunca volvió a San Luis Potosí. Nunca preguntó por Jacinta ni por ninguno de los esclavos. Nunca supo que fue de la niña que vendieron. Con el tiempo tuvo cinco hijos con Catalina. Llegó a ser regidor del Ayuntamiento de la Ciudad de México y murió en 1821 a los 63 años.
Rico y respetado, sin haber pagado jamás por lo que hizo. Jacinta vivió 11 años más después del incendio. Fue vendida junto con su madre a una hacienda más pequeña cerca de Guadalupe, donde el trabajo era aún más duro y las raciones más escasas. Nunca recuperó el habla completamente, nunca sonrió de nuevo.
Nunca supo que había sido de esperanza, si había sobrevivido, si había sido bien tratada, si había conocido algún momento de felicidad. murió en 1796 a los 33 años de fiebres y agotamiento. Su cuerpo fue enterrado en una fosa común, sin lápida ni ceremonia, como correspondía a los esclavos. No dejó descendencia conocida, no dejó cartas ni testimonios escritos, no dejó nada que la historia oficial pudiera registrar, pero sí dejó algo, una historia que las esclavas se contaban en voz baja, generación tras generación, como advertencia y como consuelo.
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