Parte 1
El invierno de 2014 envolvía la ciudad en un manto de frío y silencio. Las afueras, donde el viento parecía arrastrar secretos viejos, guardaban un edificio que alguna vez fue una fábrica de textiles. Ahora, solo era un cascarón vacío, habitado por ratas y recuerdos.
Fue allí donde, una mañana gris, el cuerpo de una joven fue hallado. La noticia corrió como pólvora entre los pasillos de la comisaría. El forense, don Esteban, un hombre de manos temblorosas y mirada cansada, apagó su cigarrillo con dedos inseguros antes de comenzar el informe. Todos los presentes notaron el temblor en su voz cuando habló:
—Esta chica… Antes de morir, vivió un infierno.
Nadie preguntó a qué se refería. Bastó mirar las fotos para entender. El rostro de la víctima, Tzu Qiuqiu, estaba marcado por el terror y el dolor. Las pruebas forenses revelaron rastros de drogas, signos de tortura y, como detalle más perturbador, una herida circular en la parte superior del cráneo.
La investigación se estancó desde el principio. Tzu Qiuqiu era huérfana, sin familia ni allegados. El único registro era el de un orfanato privado, que había sido clausurado por tráfico de menores dos años antes. No hubo testigos, ni sospechosos claros; solo rumores y miedo.
El jefe de la policía, Ma An, presionó al equipo de homicidios para resolver el caso. Entre los sospechosos estaban cuatro jóvenes de familias influyentes, pero la falta de pruebas los dejó libres. El caso, conocido como la Masacre 722, quedó archivado, como tantas otras tragedias en la ciudad.
Siete años después, en 2021, el mismo edificio abandonado se convirtió una vez más en escenario de horror. Esta vez, cuatro cuerpos masculinos yacían bajo sábanas blancas, alineados como piezas de ajedrez en el suelo polvoriento. El aire estaba impregnado de un hedor metálico y de miedo.
Yo, Han Ling, detective recién ascendido, observaba la escena mientras bebía el jugo de naranja que mi mentor, An Bao Guo, me había dado. Los policías más veteranos, curtidos por años de casos sangrientos, se encontraban fuera, doblados por náuseas. Era difícil comprender cómo hombres tan experimentados podían perder la compostura así.
—¿Qué ocurre aquí? —pregunté, mirando a mi mentor.
Él me devolvió una mirada llena de significado, luego murmuró:
—Ve y levanta tú mismo la sábana.
No creía en fantasmas ni en leyendas urbanas. Había visto suficiente miseria en mi carrera para saber que el verdadero horror era humano. Me acerqué a uno de los cuerpos y, con un movimiento rápido, levanté la tela. Lo que vi me hizo devolver la sábana de inmediato y salir corriendo al exterior. El jugo de naranja se agitaba en mi estómago como un animal furioso.
Al volver, el rostro de An Bao Guo había recuperado algo de color. Me dio una palmada en el hombro.
—Te falta mucho por aprender, chico.
Apenas tuve tiempo de responder cuando una voz grave resonó desde la entrada.
—¡An Bao Guo!
Era Ma An, el jefe de policía. Su presencia imponía respeto y malestar a partes iguales. Miró el escenario sin acercarse a los cuerpos; la experiencia le bastaba para saber que lo que había dentro era peor que cualquier regaño administrativo.
—Este caso es prioritario —dijo, sin mirar a nadie en particular—. Las víctimas tienen conexiones importantes. Debemos encontrar al culpable y castigarlo sin errores.
Tras dar sus órdenes, Ma An se marchó, dejando tras de sí una nube de tensión. An Bao Guo escupió en el suelo, su rostro sombrío.
—Siempre lo mismo —me dijo—. Como si no supiera hacer mi trabajo.
En la comisaría, la investigación avanzaba a trompicones. Los nombres de las víctimas llenaban la pantalla de mi ordenador: hijos de empresarios, políticos, jueces. An Bao Guo resopló.
—Por eso vino Ma An en persona. Si no, ni se molestaría.
Nunca supe el motivo exacto de la enemistad entre mi mentor y el jefe, pero era evidente que algo oscuro los unía.
Mientras revisábamos los informes, un agente entró corriendo.
—Jefe An, encontramos esto en el segundo piso de la fábrica.
Era una foto de una pared manchada de sangre. Sobre ella, una frase escrita con letras temblorosas:
“Sacaré la espada dam, la que ustedes arrojaron a la oscuridad, y la colgaré sobre sus cabezas.”
No pude evitar murmurar:
—Qué teatral…
Un bofetón en la cabeza me devolvió a la realidad.
—¿No ves nada raro? —me preguntó An Bao Guo.
Intenté recordar los cuerpos bajo las sábanas. Todos tenían una herida en la coronilla.
—Exacto —asintió mi mentor—. El asesino no ha terminado. La espada dam aún no ha sido colgada. Esto no ha acabado.
La tarde se llenó de reuniones y frustraciones. Los indicios eran escasos; la única conexión era el caso de Tzu Qiuqiu en 2014. Los cuatro hombres asesinados habían sido sospechosos entonces, pero nunca juzgados. Había un quinto nombre en la lista: Zhao Feng, dueño del bar Ángel Caído en la zona sur.
—Debemos encontrarlo y protegerlo —dijo An Bao Guo.
Fuimos directamente al bar. Era de noche, el local vibraba con luces y música. Un universo ajeno al horror que nos esperaba. Mi mentor odiaba ese ambiente; fue directo al mostrador.
—¿Dónde está el dueño? —preguntó, mostrando su placa.
El bartender, un tipo corpulento y seguro, respondió con indiferencia.
—Aquí todo es legal, jefe.
—Cooperar es su obligación —le recordé.
—¿Tienen orden de registro?
—No, pero si insistes, puedo traer a los de narcóticos.
Saqué mi arma y la apunté a su cabeza. El bartender palideció.
—Tranquilo, tranquilo. Los llevo.
Subimos al cuarto piso, donde el ambiente era radicalmente distinto: silencio, olor a sangre. El bartender dudó antes de abrir la puerta.
—¿Pueden no decir que fui yo quien los trajo?
Le di una patada; la puerta se abrió y el hombre cayó al suelo, temblando.
Zhao Feng estaba muerto, sentado en su escritorio, con una herida en la coronilla. La sangre cubría paredes y techo. An Bao Guo frunció el ceño.
—Esto no lo hizo una sola persona —murmuró—. Llama a la central, pide análisis de ADN de los cuatro anteriores. Puede que este sea el escenario original.
El bar fue desalojado. Sentados en la barra, nadie hablaba. Un joven agente, Li Yu Liang, bajó corriendo, pálido.
—En la espalda de Zhao Feng hay una inscripción. Es el juramento de la policía.
An Bao Guo suspiró.
—Vete a descansar, chico.
Me acerqué a mi mentor.
—¿Qué significa esto?
—Zhao Feng fue policía encubierto. Su jefe directo era Ma An.
Me quedé helado.
—¿Sospecha de Ma An?
—Solo es una hipótesis.
La investigación se complicó. Los padres de los cuatro jóvenes muertos hicieron escándalo en la comisaría. Ma An no sabía cómo manejar la situación; eran familias poderosas.
Tras horas de caos, Ma An preguntó por avances.
—Zhao Feng está muerto —respondió An Bao Guo.
Vi una chispa de miedo en los ojos del jefe. El forense entró, agotado, arrojó el informe sobre la mesa.
—Todos murieron por disparos en la cabeza. El arma parece una pistola de policía modificada.
—¿Se ha perdido alguna pistola en los últimos años? —preguntó An Bao Guo.
—No —respondí tras revisar los registros—. Ningún reporte de pérdida en la última década.
—Descansa, Han Ling. Ma An quiere interrogar a todos los policías mañana.
—¿Cree que el asesino es policía?
—No lo sé.
Al día siguiente, me senté frente a Ma An en la sala de interrogatorios.
—¿Dónde estuvo el 13 de julio?
—De voluntario en el hospital.
No obtuve nada útil. Al salir, vi a An Bao Guo en el pasillo. Quería decirme algo, pero solo murmuró:
—Maldito Ma An…
Regresé al equipo. Una pregunta me rondaba: el bartender había olido la sangre, pero no mostró miedo, solo nerviosismo. An Bao Guo me mostró un video de la interrogación.
—¿Por qué temías ver a tu jefe?
El bartender, Bender, se encogía de hombros. El policía dejó caer una bolsa de heroína sobre la mesa.
—Es de tu jefe. Si colaboras, puedes reducir tu condena.
Bender, temblando, confesó:
—Le gustaba torturar mujeres.
An Bao Guo apagó el video.
—Los cuatro asesinados solían venir aquí. Hacían lo mismo en la oficina de Zhao Feng. Eran escoria.
Apreté los puños.
—Recuerda, Han Ling: la justicia puede tardar, pero nunca falta.
Me toqué el pecho, donde guardaba mi placa.
—Soy policía. La justicia está aquí.
Me giré para irme, pero mi mentor me detuvo.
—La frase que más odio es esa. Porque significa que somos lentos, que el dolor nunca sana, solo se esconde.
—La justicia no puede llegar tarde —respondí—. Si no, no existe.
El caso estaba estancado. El asesino era hábil, borraba todas las pistas. La única certeza era la herida en la coronilla.
Días después, un hombre se presentó como amigo de Tzu Qiuqiu. En la grabación de la entrevista, contó que la chica tenía un hermano menor, pero nunca lo mencionaba. Trabajaba en un bar, probablemente el Ángel Caído. También tenía un amigo apellidado Wang.
La información era escasa, pero una pista: el bar era el centro de todo.
Hablé con An Bao Guo.
—¿Hay alguna prueba clave del caso de Tzu Qiuqiu?
—Sí. Una grabación.
—¿Dónde está?
—No se encontró nunca.
—¿Seguro que no la destruyeron?
—No. Era el as bajo la manga de Zhao Feng.
—¿Puede estar en manos del asesino?
—Probablemente.
Si encontrábamos la grabación, podríamos cerrar el caso. Pero no teníamos pistas sobre el asesino. Era un círculo vicioso.
—Habrá una pista —dijo An Bao Guo.
—Sí —susurré—. Tiene que haberla.
Parte 2
La atmósfera en el equipo de homicidios se volvía cada vez más pesada. Los días pasaban y la tensión era palpable; nadie dormía bien, nadie comía con apetito. El caso de Tzu Qiuqiu era una herida abierta que nunca había sanado, y ahora la masacre en la fábrica abandonada parecía una continuación sangrienta de aquel horror.
Una tarde lluviosa, mientras revisaba las fotos en la pizarra del despacho, escuché el murmullo de mis compañeros. Algunos decían que el asesino buscaba vengar a Tzu Qiuqiu, que solo cuando todos los culpables estuvieran muertos, las pruebas saldrían a la luz. Nadie lo negaba; todos, en el fondo, sentían que la justicia había fallado a la joven huérfana.
An Bao Guo se acercó y me preguntó en voz baja:
—¿Tienes alguna idea nueva?
Negué con la cabeza, frustrado.
—Seguimos investigando, pero no hay avances.
Han pasado siete años desde 2014, siete años de oscuridad y silencio. De repente, un nombre resonó en mi mente: Wang Sheng. El amigo misterioso de Tzu Qiuqiu, el único que ella mencionaba fuera del círculo escolar.
Me levanté y pedí permiso para descansar un poco. Mi mentor asintió, comprendiendo que la fatiga podía ser tan peligrosa como el asesino mismo.
Mientras caminaba por el pasillo, escuché a otros detectives quejándose de que solo yo podía tomarme un tiempo libre. An Bao Guo los mandó callar de mala manera.
—Él ha perseguido este caso más que cualquiera de ustedes —sentenció.
Me refugié en mis recuerdos. Conocí a Tzu Qiuqiu a finales de 2012. Ambos éramos estudiantes de secundaria, ella en una escuela prestigiosa de la ciudad, yo en una escuela provincial. La primera vez que la vi, trabajaba en una tienda de té. La luz del atardecer iluminaba su rostro y, sin saber por qué, sentí una atracción inmediata.
Durante dos meses, visité la tienda casi a diario, buscando excusas para hablar con ella. Pero un día, desapareció. El dueño me contó que alguien la había denunciado por trabajar siendo menor de edad. El hombre estaba furioso:
—Era una chica buena, solo necesitaba el dinero para sobrevivir. Pero siempre hay idiotas que creen que son justicieros y denuncian cosas como “trabajo infantil”. ¿Justicia? ¡Justicia mi trasero!
Busqué su escuela y finalmente logré acercarme. Contra todo pronóstico, Tzu Qiuqiu aceptó salir conmigo. Pero pronto entendí que su necesidad de afecto era tan grande que cualquier muestra de cariño la hacía sentirse viva. Eso me entristecía y me obligaba a ser mejor para ella.
Con el tiempo, se volvió más segura, más radiante. Pero la presión de los estudios y las pequeñas discusiones nos llevaron a tomar una decisión ingenua: separarnos temporalmente. Como muchos adolescentes, creíamos que era lo mejor. No sabía que esa decisión marcaría mi vida para siempre.
La siguiente noticia que recibí de ella fue su muerte.
Solo entonces supe que tenía un hermano menor, enfermo. Ella trabajaba sin descanso para pagarle el tratamiento, algo que yo nunca supe. Me sentí culpable por mi ignorancia.
Cuando me hice policía, juré que haría pagar a todos los responsables. Siete años después, seguía sin pistas. No era que el asesino fuera demasiado hábil, sino que el poder podía enterrar cualquier verdad.
Pensé en tomar la justicia por mi mano. Si no había pruebas, igual merecían morir. Solo quedaba uno: el jefe Ma An.
Me dirigí a su oficina, la pistola apretada contra mi costado. El disparo rompió el silencio de la comisaría.
An Bao Guo fue el primero en entrar. Ma An estaba acorralado, mi arma apuntando a su cabeza.
—¡Wang Sheng! ¿Qué estás haciendo? —gritó mi mentor, los ojos rojos de furia y miedo.
Sonreí con frialdad.
—¿Qué hago? Mejor pregúntale a este bastardo qué ha hecho él.
Sentía el terror de Ma An, y eso me daba valor. La sala se llenó de agentes, pero no dejé que nadie se acercara. Presioné a Ma An contra la pared.
—Confiesa lo que hiciste, o te mato ahora mismo.
—¡No sé de qué hablas! —balbuceó.
Disparé a su pierna. El grito de dolor resonó en todo el edificio. An Bao Guo intentó acercarse, pero disparé cerca de sus pies.
—¡No te acerques!
Volví a mirar a Ma An, mi voz era un susurro helado.
—Esta es tu última oportunidad.
—Está bien, está bien, confieso —gimió—. En 2014, perdí una pistola de policía. Estaba desesperado. Ellos me dijeron que si les ayudaba, todo se resolvería.
—¿Quiénes?
—Trần Khang, Ly Huu Quoc, Trieu Dat Chung. Me pidieron que encubriera las pruebas y les ayudara a escapar del caso. Ellos mataron a Tzu Qiuqiu en el despacho del bar. La torturaron, le inyectaron una dosis letal de droga. Yo ayudé a destruir pruebas y crear coartadas falsas. A cambio, me prometieron ascensos y eliminaron a Au Duong Vu, el mentor de An Bao Guo.
La sala quedó en silencio. An Bao Guo no dijo nada, solo me miró fijamente.
—Busca en el tercer cajón de su escritorio —me dijo.
An Bao Guo fue y encontró un USB. Lo conectó a la televisión. El video mostraba a una chica atada, inconsciente, el rostro difuminado. Los hombres eran los mismos que habían muerto en la fábrica, junto a Zhao Feng. Se veía claramente cómo la maltrataban, cómo la torturaban. Finalmente, Ma An entraba, borracho, y ordenaba que la despertaran. Triệu Phong le arrojó agua fría y la abofeteó. La chica gritaba, pedía ayuda.
—¡Policía, policía! Son unos monstruos…
Ma An se acercó y, como una bestia, la atacó. Los demás reían, jaleaban. Después de diez minutos, Ma An se levantó y la abofeteó.
—No es más que un cadáver.
Triệu Phong se acercó con una jeringa.
—Le inyectaré esto y será feliz como una perra.
La inyección provocó convulsiones. Pronto, la chica quedó inmóvil. El pánico se apoderó del grupo.
—¡Está muerta! —gritó Triệu Phong.
Ma An, aún borracho, intentó llamar a alguien, pero no a la policía ni a emergencias. Poco después, un hombre mayor entró, furioso, golpeando a todos.
—¡Les dije que se controlaran! ¿Ahora matan a alguien?
Golpeó a Ma An, lo humilló, luego preguntó quién era la chica.
—Una huérfana —respondió Ma An.
—Entonces, desháganse del cuerpo. Dame tu pistola.
—No puedo perder mi arma.
—Haz lo que te digo o te arruino.
El hombre disparó varias veces contra el cadáver, luego devolvió la pistola a uno de los jóvenes.
—Ahora estamos juntos en esto.
El video terminó. Disparé tres veces contra Ma An, directo al pecho. Cayó muerto al instante. Los agentes de la unidad especial dispararon contra mí, una bala atravesó mi mano, pero no me detuve. Saqué la pistola que Ma An había perdido en 2014, apunté a Li Yu Liang, el joven policía que estaba junto a An Bao Guo. Antes de que pudiera disparar, una bala me atravesó la cabeza.
Todo se volvió oscuridad.
An Bao Guo se quedó inmóvil. Miró el cuerpo de Wang Sheng, luego ordenó a Li Yu Liang reunir todas las pruebas y arrestar a los padres de los jóvenes asesinados.
—Están muertos —susurró un agente.
—¿Cuándo?
—Hoy mismo, en la fábrica abandonada. La forma de morir es idéntica.
An Bao Guo disparó al cadáver de Ma An, directo a la frente. Nadie protestó. Era la justicia que merecía.
El caso quedó cerrado. Todas las pruebas estaban claras. Los asesinatos de 2014 y 2021 estaban resueltos. El asesino, Wang Sheng, había ejecutado la justicia, pero seguía siendo un criminal. No pudo ser enterrado en el cementerio de héroes, pero todos los policías asistieron a su funeral.
Después de la ceremonia, solo quedaron An Bao Guo y Li Yu Liang frente a la tumba.
—Este chico siempre fue cercano a mi esposa —dijo el mentor, la voz rota—. Nunca faltó a ningún cumpleaños.
Miró a Li Yu Liang.
—Cuando Ma An murió, no tenía ninguna herida en la cabeza.
Li Yu Liang guardó silencio.
An Bao Guo sonrió con amargura, tocó la insignia en el pecho de Li Yu Liang.
—Los obstinados nunca renuncian a lo que persiguen. Como la herida en la coronilla. La espada damet suena arrogante, ¿no crees?
Rió hasta llorar, luego se marchó.
Li Yu Liang quedó solo ante la tumba. Se agachó, acarició el nombre grabado en la lápida.
—¿Has visto a tu hermana? La extraño.
Se mordió el dedo, dejó caer sangre en la tierra y escribió la frase que apareció en la pared de la fábrica:
“Sacaré la espada dam, la que ustedes arrojaron a la oscuridad, y la colgaré sobre sus cabezas.”
La lluvia borró las letras al instante, como si nunca hubieran existido.
Parte 3 (Final)
El tiempo pasó, pero la herida de la ciudad nunca sanó del todo. El caso de la Masacre 722 y los asesinatos del 2021 se convirtieron en leyenda urbana, una historia que los jóvenes contaban en voz baja, temiendo que la oscuridad de la fábrica abandonada pudiera tragarlos también.
Desde la muerte de Wang Sheng, el equipo de homicidios quedó marcado por el dolor y la culpa. An Bao Guo, ahora envejecido, se sumergió en su trabajo, pero la sombra de su antiguo alumno lo perseguía en cada caso. Li Yu Liang, por su parte, mantenía silencio, guardando los secretos que solo él y los muertos conocían.
Las investigaciones oficiales concluyeron que Wang Sheng había actuado solo, motivado por la venganza y la desesperación. Los medios, alimentados por la presión de las familias influyentes, pintaron la historia como un caso de locura individual. Pero entre los policías, nadie lo creía así. Sabían que el verdadero culpable había sido el sistema, la corrupción, el miedo a perder el poder.
En los días siguientes, An Bao Guo revisó minuciosamente las pruebas encontradas en la casa de Wang Sheng. El lugar era desolador: sin muebles, sin recuerdos, solo paredes cubiertas de fotografías y un colchón viejo en el suelo. Cada imagen era una pieza del rompecabezas, cada rostro una víctima del silencio.
Entre los documentos, An Bao Guo halló un diario. Las páginas, llenas de rabia y tristeza, contaban la historia de Tzu Qiuqiu y su hermano menor. Habían sobrevivido juntos en el orfanato, siempre cuidándose el uno al otro. Tras la muerte de su hermana, el hermano desapareció. Nadie supo nunca su verdadero nombre, ni dónde fue a parar.
El diario revelaba que Wang Sheng había investigado durante años, siguiendo las pistas que la policía no pudo o no quiso encontrar. Descubrió la red de corrupción que protegía a los asesinos, la complicidad de Ma An, la manipulación de pruebas. Pero también confesaba su miedo: sabía que, aunque matara a todos los culpables, la justicia nunca sería completa. El dolor de perder a Tzu Qiuqiu era insuperable.
Una noche, An Bao Guo soñó con la fábrica abandonada. Caminaba entre los escombros, escuchando los gritos de las víctimas, sintiendo el frío de la muerte. En el sueño, vio a Wang Sheng y a Tzu Qiuqiu juntos, mirándolo con ojos llenos de esperanza. Despertó con lágrimas en los ojos, convencido de que debía hacer algo más.
Convocó a Li Yu Liang a su despacho. El joven policía llegó, serio, con la mirada perdida.
—¿Has leído el diario de Wang Sheng? —preguntó An Bao Guo.
—Sí —respondió Li Yu Liang, apenas audible.
—¿Sabes quién era el hermano de Tzu Qiuqiu?
Li Yu Liang guardó silencio. Luego, con voz temblorosa, respondió:
—Era él. Wang Sheng era el hermano menor.
An Bao Guo sintió un escalofrío. Todo cobraba sentido: la obsesión, el dolor, la determinación. Wang Sheng no solo buscaba justicia para su hermana, sino redención para sí mismo.
—¿Por qué nunca lo dijiste? —preguntó An Bao Guo.
—Porque él me lo pidió. Quería que la verdad saliera a la luz, pero no quería que su historia se convirtiera en espectáculo. Solo quería justicia.
El mentor asintió, comprendiendo finalmente el sacrificio de su alumno.
Los días pasaron y la ciudad volvió lentamente a la normalidad. La fábrica fue demolida, y en su lugar se construyó un parque, como si la vida pudiera florecer sobre la muerte. Pero para los que conocieron la verdad, el recuerdo permanecía intacto.
En el aniversario de la muerte de Wang Sheng, An Bao Guo y Li Yu Liang visitaron la tumba una vez más. El cielo estaba cubierto de nubes, la lluvia caía suavemente sobre la piedra fría.
—La justicia llegó —susurró An Bao Guo—, pero demasiado tarde.
Li Yu Liang se arrodilló, tocó la lápida y murmuró:
—Hermana, lo hice por ti.
Ambos permanecieron en silencio, dejando que la lluvia lavara sus culpas.
Al salir del cementerio, An Bao Guo se detuvo y miró a su alrededor. La ciudad seguía adelante, indiferente al sufrimiento de unos pocos. Pero él sabía que, en algún rincón, la espada damet seguía colgando sobre las cabezas de los culpables, esperando el momento de caer.
Epílogo
Años después, la historia de Tzu Qiuqiu y Wang Sheng se convirtió en una leyenda entre los jóvenes policías. Se decía que, en las noches de tormenta, podía verse una sombra recorriendo el parque donde antes estaba la fábrica. Algunos afirmaban que era el espíritu de la joven buscando justicia, otros que era Wang Sheng vigilando que nadie más sufriera como él.
Pero para An Bao Guo y Li Yu Liang, la leyenda era real. Sabían que la justicia puede llegar tarde, pero nunca debe faltar. Y que, aunque la espada damet fue forjada en la oscuridad, siempre habrá alguien dispuesto a levantarla.
Fin
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