La tranquila ciudad de Puebla, en el corazón de México, guardó durante décadas un secreto que helaría la sangre de cualquiera que lo conociera. Esta fotografía tomada en el estudio del fotógrafo Don Abundio Cortés en marzo de 1892 muestra a una mujer de aspecto respetable sosteniendo a dos bebés gemelos envueltos en delicados ropones blancos.

Nadie podría imaginar que apenas tres meses después de capturar esta imagen, esos pequeños inocentes desaparecerían de la faz de la Tierra y que su madre, Catalina Ruiz, se convertiría en el centro del caso criminal más perturbador de la época porfiriana. En la fotografía aparece Catalina Ruiz de Herrera, de 34 años, sentada en una silla ornamentada del estudio fotográfico.

Su rostro muestra una expresión extraña, casi vacía, que en su momento nadie supo interpretar. Lleva un vestido oscuro de cuello alto, como era costumbre en la época, y un collar que perteneció a su difunta madre. En sus brazos sostiene a los gemelos Ana Lucía y José Miguel, de apenas 4 meses de edad. Los bebés están envueltos en telas blancas tan voluminosas que casi ocultan sus pequeños cuerpos.

Si uno observa con detenimiento, hay algo inquietante en la rigidez de los pequeños en la forma en que sus cabezas caen ligeramente hacia atrás. Esta fotografía fue encargada por el esposo de Catalina, don Felipe Herrera, un próspero comerciante de especias que había heredado el negocio familiar.

Felipe estaba orgulloso de su familia y quería preservar este momento para la posteridad. Lo que él no sabía era que su esposa había comenzado a deteriorarse mentalmente desde el difícil parto que casi le cuesta la vida 6 meses antes. Catalina Ruiz había crecido en una familia acomodada de Puebla. Su padre, don Esteban Ruiz, era notario público y su madre, doña Hortensia, descendía de una familia de terratenientes.

Catalina recibió educación en el colegio de las Hermanas de la Caridad, donde aprendió música, bordado y las virtudes propias de una dama de sociedad. Su matrimonio con Felipe Herrera en 188 pareció ser la culminación perfecta de una vida privilegiada. La pareja vivía en una casa señorial en la calle de los Herreros con sirvientes, jardines y todo el respeto de la comunidad.

Pero algo cambió después del nacimiento de los gemelos en noviembre de 1891. El parto fue traumático. Catalina estuvo al borde de la muerte durante tres días, delirando con fiebre mientras las parteras luchaban por salvarla a ella y a los bebés. Cuando finalmente despertó, algo en sus ojos había cambiado an la cocinera.

Jacinta Morales más tarde testificaría que doña Catalina comenzó a actuar de forma extraña. Pasaba horas mirando por la ventana sin hablar. A veces sostenía a los bebés, pero parecía no reconocerlos como si fueran objetos extraños. Los mira como si fueran muñecos, no como sus propios hijos. Le confió Jacinta lavandera, refugio Sánchez.

Don Felipe, preocupado por el estado de su esposa, consultó al Dr. Ignacio Belarde, quien diagnosticó melancolía puerperal, una condición común en las mujeres después del parto. Le recetó reposo, aire fresco y tizanas de hierbas, pero las hierbas no podían curar lo que aquejaba a Catalina Ruiz. El 15 de junio de 1892, don Felipe tuvo que viajar a la Ciudad de México para atender asuntos de negocios urgentes.

Besó a su esposa y a sus hijos, sin saber que nunca volvería a ver a los gemelos con vida. Esa noche, Catalina despidió temprano a los sirvientes, alegando que ella misma cuidaría de los niños. Jacinta, aunque intranquila, obedeció a su patrona. Lo que sucedió en las siguientes horas se reconstruiría después a través de las confesiones fragmentadas de Catalina y las evidencias encontradas en la propiedad.

Catalina había estado escuchando voces durante semanas, voces que le decían que los bebés no eran suyos, que habían sido cambiados por demonios, que su verdadero esposo vendría a buscarla, pero solo si se deshacía de esas criaturas impostoraos. En su mente enferma, Catalina creyó que estaba protegiendo a sus verdaderos hijos al hacer desaparecer a los bebés que tenía en casa.

Tomó a Ana Lucía primero. La pequeña lloraba de hambre, pero Catalina, con una calma aterradora, la envolvió más firmemente en su ropón blanco. Luego caminó hasta el fondo del jardín, donde había un viejo pozo seco que ya no se usaba. Y allí, en la oscuridad de esa noche sin luna, dejó caer a la bebé. El llanto se detuvo después de unos segundos que parecieron eternos. Luego regresó por José Miguel.

Don Felipe regresó tr días después, el 18 de junio, ansioso por ver a su familia. Lo que encontró fue una casa en silencio sepulcral. Catalina estaba sentada en la sala meciendo una cuna vacía, cantando una nana con voz monótona. Cuando Felipe le preguntó por los niños, ella sonrió. “Los devolví.” Dijo simplemente no eran nuestros.

Los verdaderos vendrán pronto. Felipe sintió que el mundo se derrumbaba a su alrededor. Corrió por toda la casa buscando a los bebés gritando sus nombres. Los sirvientes llegaron. Alertados por el escándalo, fue Jacinta quien encontró los ropones de los niños tirados cerca del pozo viejo. Cuando Felipe bajó con cuerdas y linternas, lo que encontró le arrancó un grito de agonía que se escuchó en toda la cuadra.

Los cuerpos de Ana Lucía y José Miguel yacían en el fondo del pozo, abrazados en una posición que parecía un último intento de protegerse. Mutuamente, habían muerto de la caída y la exposición durante esos tr días. El caso de Catalina Ruiz conmocionó a Puebla y a todo México. Los periódicos publicaron titulares sensacionalistas an madre asesina arroja a sus gemelos a un pozo.

La locura de un aristócrata acaba con dos vidas inocentes. Durante el juicio, múltiples doctores examinaron a Catalina. El Dr. Ezequiel Moreno, especialista en enfermedades mentales formado en París, diagnosticó locura puerperal aguda con manifestaciones delirantes y alucinatorias. Catalina no mostró comprensión de lo que había hecho en el estrado.

Con la misma expresión vacía que tenía en la fotografía, insistía en que había devuelto a las criaturas equivocadaus y esperaba que le trajeran a sus verdaderos hijos. Ellos no lloraban como mis bebés, decía una y otra vez. Sus ojos eran diferentes. No olían como mis niños. Alguien los cambió. El jurado, después de escuchar los testimonios médicos y considerar el estado mental de Catalina, la declaró inimputable por razón de demencia.

Fue internada en el manicomio de la Castañeda en la Ciudad de México, donde pasaría el resto de sus días. Don Felipe Herrera nunca se recuperó de la pérdida. Vendió la casa de la calle de los Herreros, incapaz de vivir en el lugar donde había ocurrido la tragedia. Se mudó a una modesta habitación cerca de la catedral.

Cada domingo visitaba el panteón municipal, donde los gemelos estaban enterrados en un sepulcro con dos ángeles de mármol que él mismo había encargado. Se sentaba allí durante horas hablándoles a sus hijos, pidiéndoles perdón por no haber estado presente para protegerlos. Murió en 1897, a los 39 años de cirrosis hepática. Los médicos dijeron que fue el alcohol, pero quienes lo conocieron sabían que había sido el dolor lo que realmente lo mató.

Después de la tragedia, la fotografía tomada en marzo de 1892 adquirió una cualidad siniestra. Don Abundio Cortés, el fotógrafo, había guardado la placa original, como era su costumbre con todos sus trabajos. Años después, cuando las historias sobre el caso comenzaron a circular, algunas personas juraban que si mirabas la fotografía con detenimiento podías ver que los bebés ya estaban muertos cuando se tomó la imagen.

Otros decían que la expresión de Catalina mostraba claramente que algo andaba mal en su mente, pero estas eran solo supersticiones. La verdad era más simple y más trágica. La fotografía capturaba a una madre enferma sosteniendo a sus bebés vivos sin que nadie supiera reconocer las señales de la tormenta que se avecinaba.

En el manicomio de la castañeda, Catalina Ruiz vivió otros 31 años. Nunca recuperó la cordura. Pasaba los días sentada junto a una ventana meciendo una muñeca que había hecho con trapos, cantándole las mismas nanas que alguna vez cantó a sus verdaderos hijos. Las enfermeras que la cuidaban reportaban que a veces parecía lucida por breves momentos.

En esos instantes, sus ojos se llenaban de un terror y un dolor tan profundos que era insoportable presenciarlo. Pero luego la confusión regresaba como una niebla misericordiosa, protegiéndola de la verdad insoportable de lo que había hecho. Murió en 1923 durante la epidemia de influenza que azotó el manicomio.

Fue enterrada en la fosa común del cementerio del panteón francés, sin nombre, sin lápida. La fotografía de Catalina Ruiz y los gemelos, Ana Lucía y José Miguel permanece en los archivos históricos de Puebla. Un testimonio silencioso de cómo la enfermedad mental, incomprendida y sin tratamiento en aquella época podía destruir familias enteras.

Es también un recordatorio de que detrás de cada rostro, en las fotografías antiguas, hay historias completas, a veces felices, a veces devastadoras, esperando ser contadas o permanecer en silencio por siempre.