Nunca pensé que un simple cerdo me llevaría al infierno y luego me diera la salida. A veces los días empiezan como cualquier otro y sin avisarte cambian tu vida para siempre. Eso me pasó a mí. Y si estás leyendo esto es porque logré escapar. Mi nombre es Mariana. Tenía 17 años cuando todo pasó. Vivía con mi papá, don Fausto, en un rancho olvidado de Sonora, donde lo único que se movía más rápido que el viento eran los chismes.

Teníamos un solo cerdo, un animal gordo, testarudo, al que papá le decía general porque decía que mandaba más que él. Esa mañana general se soltó. Era temprano. Yo apenas estaba barriendo el porche cuando lo vi correr hacia el maisal como alma que lleva el Grité, pero nadie me oyó. Mi papá había salido al pueblo por unas herramientas y mi mamá, bueno, ella ya no estaba desde hacía años.

Agarré el sombrero, me amarré las trenzas y salí tras el animal. Correr detrás de un cerdo no tiene nada de elegante, menos si el condenado va directo al monte. Pensé que solo se había ido a escarvar por ahí, pero no. Cuando lo alcancé, ya estaba en un claro al otro lado del maisal oliendo algo raro.

Había tierra removida como si alguien hubiera acabado ahí. Me acerqué desconfiando. General gruñía rascando. Algo le llamó la atención. Y a mí también. Entre la tierra suelta se veía algo de madera vieja, como una tapa. Me agaché. Toqué. Era una especie de compuerta y tenía un candado roto. ¿Qué es esto?, murmuré. No sabía si abrirlo, pero general ya lo estaba empujando con el hocico.

No podía regresar sin él y menos sin saber qué era eso. Así que lo abrí. Había una escalerilla de metal bajando hacia la oscuridad. Lo normal sería haberme regresado, ir por mi papá. Pero algo me decía que si no bajaba yo en ese momento, nadie lo haría jamás. Tomé aire, me quité las botas y bajé. La humedad era lo primero que se sentía.

El olor a encierro. Luego vino el frío, pero lo que más me estremeció fue el silencio. Ni el cerdo quiso bajar. se quedó arriba gruñiendo nervioso. Llegué al fondo, un túnel estrecho con paredes de piedra y madera podrida. Había lámparas de aceite apagadas, colgadas en clavos oxidados. Caminé y entonces lo vi.

Una puerta de acero cerrada, pero sin seguro. La empujé. La escena al otro lado aún me persigue. Era una habitación con colchonetas, cadenas, comida podrida y ropas. De niña, de mujer. Había fotos en la pared, rostros marcados con cruces rojas, una libreta abierta en una mesa. No quise leerla, ya entendía suficiente. Alguien había usado ese lugar para encerrar mujeres, para hacerles cosas.

Y no era hace mucho. Todo olía a reciente. Retrocedí, tropecé, me golpeé el codo. El dolor me despertó del soc. Me levanté. Iba a correr, pero entonces escuché pasos. Alguien venía desde otro túnel. Me escondí detrás de unos costales aguantando el aliento. Era un hombre alto, con botas pesadas. Llevaba una lámpara y una mochila.

Silvaba. Lo reconocí. Era el serif del pueblo. Don Héctor, amigo de mi papá, me saludaba cada domingo. Me daba dulces cuando era niña. Él era el monstruo. Caminó hasta la mesa, dejó su mochila, abrió la libreta, escribió algo, luego sacó una navaja y una cuerda. No me vio, pero no tardaría en hacerlo. Me quedé quieta esperando el momento exacto para correr y cuando se inclinó a encender una lámpara, salí corriendo por el pasillo. Él gritó algo.

Escuché como pateaba cosas. Venía atrás de mí. Corrí con el alma en la garganta. Subí por la escalera, general aún estaba ahí rechinando. Cuando salí, cerré la compuerta de golpe y empujé un tronco encima. Corrí de vuelta al rancho. Llegué sin aire, sin palabras. Me encerré en el granero llorando como si se me fuera la vida.

Cuando llegó mi papá intenté contarle. Le hablé de la puerta del lugar del serif, pero no me creyó. dijo que era imaginación, que seguro me pegué la cabeza. El Sedif, Mariana, ese hombre me ayudó cuando tú naciste. No insistí, pero ya no dormía. Sabía que me había visto, que sabía quién era yo y tenía razón. Tres días después desapareció una niña del pueblo. Tenía 11 años.

Dicen que la vieron por última vez vendiendo pan en la plaza. Yo sabía que estaba allá abajo, que ese lugar seguía funcionando. Empecé a investigar por mi cuenta a escondidas. Hablaba con las mujeres del pueblo, con las que habían perdido hijas. Noté cosas. Había nombres que se repetían, fotos que desaparecían y siempre, en el fondo el serif.

Una tarde volví al lugar. Fui con una linterna, una pala y el corazón en la mano. General me acompañó. Bajamos. La habitación estaba vacía, limpia, pero encontré otra libreta escondida bajo el colchón. La abrí y ahí estaba mi nombre, mi foto. No entendí por qué, por qué yo volví a casa. Esa noche no dormí. Algo se había quebrado y al día siguiente me llevaron. Fue de mañana.

Dos hombres llegaron. No eran del pueblo. Dijeron que el gobierno necesitaba hablar conmigo, que era importante. Mi papá, sin entender nada, me dejó ir. Pero no era el gobierno, era un encierro, un cuarto sin ventanas. Me ataron. Me preguntaron si había contado algo, si tenía pruebas. Dije que no. Lloré, grité, me golpearon.

Dijeron que no era personal, que solo eran negocios. Pasaron dos días sin comida, sin luz, hasta que una noche alguien abrió la puerta. Era una mujer joven, cansada. con cicatrices. Ven rápido. Me sacó. Corrimos entre árboles. Ella conocía el camino. Me dijo que también estuvo encerrada, que logró escapar, que alguien la ayudó y ahora ella ayudaba a otras. ¿Por qué yo? Le pregunté.

¿Por qué viste? ¿Por qué hablaste? porque ellos saben que tú puedes acabar todo. Me llevó a una cabaña en las montañas. Ahí había más mujeres, jóvenes, despiertas, fuertes, con historias como la mía. Me dieron comida, ropa, me cuidaron y me entrenaron. Me enseñaron a defenderme, a disparar, a esconderme. Aprendí rápido. El miedo era mi maestro.

Pasaron meses. Esperamos el momento justo. Una noche bajamos al pueblo. Éramos siete. Fuimos al túnel, al escondite. Esta vez con gasolina. Encendimos todo. Cuando el fuego subió, el cielo se volvió rojo. Gente salió corriendo. Algunos sabían, otros no. El serif lo encontramos saliendo de su oficina. No corrió, no gritó, solo dijo, “Sabía que volverías.

” No dijimos nada, solo apuntamos. Pero no disparamos. Lo dejamos ahí temblando. El pueblo lo haría pedazos. Nos fuimos. Cambié mi nombre. Crucé la frontera. Empecé desde cero. Trabajé de mesera, de costurera, lo que fuera. Nunca me casé, nunca volví. Pero a veces sueño con general con ese día.

Y me digo que todo empezó con un cerdo necio que quería huir y yo lo seguí. Por eso hoy, si estás leyendo esto, no ignores lo que veas, no calles lo que sepas, porque hasta lo más simple, una cerda corriendo puede mostrarte algo que cambie tu mundo o salve tu vida. M.