El último ladrido

En la habitación del hospital reinaba un silencio sepulcral. La luz tenue de las lámparas apenas iluminaba el rostro pálido de Alex, un oficial de policía conocido por su valentía y dedicación. Había salvado muchas vidas, pero ahora yacía inmóvil, su respiración débil y casi imperceptible. Las máquinas a su alrededor emitían pitidos rítmicos que se volvían cada vez más inquietantes.

Durante horas, los médicos lucharon por salvarlo. Sin embargo, las heridas de Alex eran demasiado graves. Finalmente, uno de los doctores bajó la cabeza con resignación y susurró:

—Se acabó…

El cirujano apagó el monitor. El corazón de Alex había dejado de latir.

Afuera de la habitación, un pastor alemán esperaba en silencio. Era Rex, el perro de servicio que había acompañado a Alex en incontables misiones. Rex no apartaba la vista de la puerta, como si comprendiera que su compañero estaba en peligro.

Cuando se anunció la muerte, una enfermera, con la voz temblorosa, preguntó:

—¿Puedo dejar entrar al perro para que se despida?

Le abrieron la puerta. Rex entró despacio, sintiendo el peso del momento. Se acercó a la cama, miró a Alex, gimió suavemente y, de repente, comenzó a ladrar con fuerza, desesperado. Saltó a la cama, empujó a su dueño con el hocico, tiró de su ropa con insistencia. En sus ojos había miedo, pero también determinación.

De pronto, los médicos notaron algo extraño. El monitor, que estaba apagado, comenzó a emitir un leve pitido. Uno de los doctores, incrédulo, revisó rápidamente los signos vitales. El corazón de Alex, contra todo pronóstico, había comenzado a latir de nuevo, débil pero constante.

—¡Rápido, prepárense! —gritó el cirujano.

En cuestión de minutos, el equipo médico volvió a la acción. Trabajaron con renovada esperanza, mientras Rex no se apartaba de la cama, vigilando a su amigo.

Horas después, Alex abrió lentamente los ojos. Lo primero que vio fue el hocico húmedo de Rex y sus ojos llenos de lealtad.

—¿Rex…? —susurró con voz débil.

El perro movió la cola con alegría y lamió la mano de Alex, como si supiera que su misión aún no había terminado.

Los médicos, emocionados, no podían creer lo que acababa de suceder. Habían presenciado un milagro: el amor y la lealtad de un perro habían devuelto la vida a su dueño.

Desde ese día, Alex y Rex se volvieron inseparables, más unidos que nunca. Para todos en el hospital, aquel último ladrido no fue una despedida, sino el grito de esperanza que devolvió a un héroe a la vida.