Partí mi primer tronco de leña la mañana después de que mi padre me azotara por no hacerlo.

Tenía diez años. Era finales de septiembre y la escarcha se había apoderado de los cristales de la ventana como una advertencia silenciosa. Me había tapado la cabeza con la manta esa mañana, fingiendo que no escuchaba al gallo, fingiendo que no era yo quien debía apilar la leña junto a la estufa antes de ir a la escuela.

Papá me encontró todavía en la cama. No gritó. No lo necesitaba. El cinturón habló por él, y yo también —directo al montón de leña, con las lágrimas aún ardientes en mis mejillas y los dedos demasiado entumecidos para sujetar bien el hacha.

—No la balancees como si estuvieras enojado con el mundo —dijo, de pie detrás de mí, con su abrigo de lana, los brazos cruzados—. Hazlo como si la respetaras.

Esa frase se me quedó grabada. Más que el cinturón. Más que el frío.

Nunca volví a saltarme la tarea de la leña.

Vivíamos en una pequeña casa de madera, a medio camino de una ladera en el condado de Breathitt, Kentucky. De esas casas donde el invierno llega temprano y se va tarde, donde la nieve se cuela de lado por las grietas de las ventanas y donde el calor no sale de una perilla en la pared, sino del sudor en la espalda y el ritmo de partir troncos.

Papá decía que no partíamos leña para el fuego, sino para la gente que amábamos. Así, por mucho frío que hiciera afuera, nunca se sentirían solos.

Partía antes de la escuela y de nuevo antes de la cena. En verano, apilábamos la leña bajo el cobertizo, tan alto como mi cabeza. Me dejaba marcar la corteza con tiza para contar cuántos trozos había hecho: una marca por cada diez. No era un juego, pero él sabía que los niños necesitan ver el progreso, necesitan saber que se están convirtiendo en algo.

En hombres.

Todavía recuerdo el sonido de su tos antes de morir. No era aguda. Era baja, hueca, como si le hubieran vaciado el pecho y dejado solo espacio vacío.

Siguió trabajando mucho después de que la mina lo hubiera abandonado. La neumoconiosis no pide permiso, y no le importa cuántas bocas alimentaste o a cuántos sermones dominicales nunca faltaste.

Cuando llegó el momento, lo enterramos en el cementerio detrás de la iglesia bautista, donde la hierba solo crece en un lado. Puse un pequeño trozo de fresno en su ataúd —partido por mi mano, la veta limpia mostrando la huella del hacha. No era mucho, pero era todo lo que tenía para darle las gracias.

Los años pasaron como pasan aquí las estaciones —lentos, honestos y llenos de tierra dura.

Después de aquel otoño, la rutina de partir leña se convirtió en algo tan natural como respirar. Me levantaba antes del alba, a veces con el cuerpo entumecido por el frío, otras con los músculos adoloridos por el trabajo del día anterior. Pero nunca más me quedé en la cama cuando el gallo cantaba. Aprendí a observar el cielo, a oler la escarcha en el aire, a saber cuándo la madera estaba lista para ser cortada y cuándo era mejor dejarla secar un poco más.

Papá me enseñó a mirar la veta del tronco, a calcular dónde golpear para que la hendidura se abriera limpia, sin astillas volando por todas partes. Me mostró cómo afilar el hacha, cómo cuidar el mango de madera para que no se astillara ni se resbalara entre las manos. Había una ciencia en todo aquello, una sabiduría que no venía en los libros de la escuela, sino en la repetición diaria, en la paciencia y el respeto por las herramientas.

—El hacha no es tu enemiga —decía papá—. Es tu compañera. Si la tratas bien, te cuidará toda la vida.

A veces, cuando el trabajo era duro y el viento soplaba fuerte desde el norte, pensaba en los hombres que habían construido esa casa antes que nosotros. Imaginaba sus manos, tan agrietadas como las de mi padre, y sus rostros curtidos por el sol y el frío. Sentía que, de alguna manera, yo era parte de una cadena antigua, un eslabón más en la larga historia de sobrevivir en esas colinas.

Las tardes, después de la escuela, solía ayudar a mamá en la cocina mientras el olor a pan recién horneado llenaba la casa. Ella tarareaba viejas canciones de iglesia mientras removía la olla de frijoles, y yo me sentaba cerca de la estufa, dejando que el calor me devolviera la sensibilidad a los dedos. Mamá siempre decía que el invierno era una prueba para el alma, y que aquellos que sabían compartir el calor nunca pasaban frío de verdad.

En los fines de semana, papá y yo íbamos al bosque a buscar troncos caídos o ramas secas. Me enseñó a distinguir los distintos tipos de madera: el roble, duro y pesado; el arce, más ligero pero igual de resistente; el fresno, que ardía con una llama limpia y duradera. Aprendí a leer el bosque como un libro abierto, a escuchar el crujido de las ramas bajo la nieve y el canto lejano de los pájaros que nunca migraban.

Había momentos de silencio entre nosotros, pero no eran incómodos. Era como si el bosque hablara por sí mismo, llenando el aire de historias antiguas y secretos susurrados entre las hojas. Algunas veces, papá me contaba anécdotas de su infancia, de cuando la vida era incluso más dura que la nuestra, de cómo su propio padre le había enseñado a partir leña con manos temblorosas pero decididas.

—No se trata solo de calentar la casa —me decía—. Se trata de cuidar a los tuyos. Cada tronco que partes es una promesa de que no faltará calor ni comida en la mesa.

Esa idea se me quedó grabada, más profunda que cualquier cicatriz. Empecé a ver el trabajo no como un castigo, sino como una forma de mostrar amor. Cada golpe de hacha era un “te quiero” silencioso, una manera de decir “estoy aquí, y haré lo que haga falta para protegerte”.

Los inviernos en Breathitt County eran largos y a veces crueles. La nieve se acumulaba en los tejados, el viento aullaba por las rendijas de las ventanas, y el hielo formaba carámbanos que colgaban como dientes afilados bajo el alero. Pero dentro de la casa, el fuego crepitaba y el calor se extendía por cada rincón. Mamá tejía mantas de colores vivos, y papá leía la Biblia en voz baja mientras yo me quedaba dormido junto al resplandor naranja de la estufa.

Con el paso de los años, mis manos se hicieron más fuertes, mi espalda más recta. Papá empezó a dejarme encargarme solo del montón de leña, confiando en que ya sabía lo que hacía. Aquello fue un pequeño orgullo, un reconocimiento silencioso de que estaba creciendo, de que me estaba convirtiendo en el hombre que él esperaba.

Pero el tiempo, como la escarcha, no perdona a nadie.

Recuerdo la primera vez que escuché la tos de papá. No le di importancia al principio. Era solo un carraspeo bajo, casi imperceptible, que aparecía al final del día, después de horas de trabajo. Pero con el tiempo, la tos se volvió más frecuente, más profunda. Mamá empezó a mirarlo con preocupación, a dejarle jarabes de hierbas junto a la cama, a insistir en que descansara más.

Papá, terco como siempre, se negaba a dejar de trabajar. Decía que los hombres no se rinden ante un poco de dolor, que había demasiadas cosas por hacer antes de que llegara el invierno. Yo veía cómo sus hombros se encorvaban un poco más cada día, cómo sus pasos se hacían más lentos, pero nunca se quejaba.

Hasta que una tarde, mientras partíamos leña juntos, papá soltó el hacha y se llevó una mano al pecho. Su rostro, normalmente curtido y sereno, se contrajo en una mueca de dolor. Corrí a su lado, asustado, sin saber qué hacer. Mamá salió corriendo de la casa, y entre los dos lo ayudamos a sentarse en el porche.

—Solo es cansancio —murmuró—. Dame un momento.

Pero yo supe, en lo más profundo, que algo había cambiado para siempre.

La enfermedad de papá avanzó como el invierno: al principio lenta y silenciosa, luego implacable. La tos se hizo compañera constante de las noches. A veces lo escuchaba desde mi cama, intentando ahogar el sonido con la almohada, pero era imposible ignorar el eco hueco que atravesaba las paredes delgadas de nuestra casa. Mamá empezó a dormir menos, a levantarse varias veces en la madrugada para prepararle infusiones de tomillo y miel, para sentarse a su lado y sostenerle la mano mientras él luchaba por respirar.

Yo quería ayudar, pero me sentía pequeño e inútil. Lo único que podía hacer era partir más leña, apilarla más alto, asegurarme de que nunca faltara calor en la casa. Cada golpe de hacha era mi forma de pelear contra la enfermedad, de gritarle al frío y a la muerte que aún no era su momento.

Papá dejó de acompañarme al bosque. Desde la ventana, me observaba en silencio, los ojos hundidos pero atentos, como si quisiera grabar en su memoria cada uno de mis movimientos. A veces, cuando regresaba con los brazos cargados de ramas, él me sonreía apenas, pero esa sonrisa era suficiente para hacerme sentir fuerte.

Un día, mientras partía un tronco especialmente grueso, recordé sus palabras:
—No la balancees como si estuvieras enojado con el mundo. Hazlo como si la respetaras.

Me detuve un momento, respiré hondo y miré la veta de la madera. Bajé el hacha con cuidado, no con rabia, y el tronco se abrió limpio, mostrando su corazón claro y perfecto. Sentí una extraña paz, como si en ese instante hubiera entendido algo esencial sobre la vida y la muerte.

Las semanas se sucedieron una tras otra, el frío apretaba y la leña disminuía. La gente del pueblo venía a visitarnos, a traer sopas calientes y palabras amables. Algunos hombres de la iglesia ayudaron a reforzar el techo antes de la primera nevada fuerte. Yo agradecía en silencio, pero en mi interior sentía una rabia sorda, una impotencia que no sabía cómo nombrar.

La última noche de papá fue tranquila. Mamá y yo nos sentamos junto a su cama, escuchando su respiración cada vez más débil. Afuera, la nieve caía en silencio, cubriendo el mundo de blanco. Cuando el sol empezó a asomarse por el horizonte, papá abrió los ojos y me miró. Intentó hablar, pero solo salió un susurro. Me acerqué y tomé su mano. Sentí el calor de sus dedos, frágil pero aún presente.

—Cuida de tu madre —alcanzó a decir, y luego, simplemente, se fue.

No lloré en ese momento. Solo sentí un vacío inmenso, como si el mundo se hubiera detenido. Mamá apoyó la cabeza sobre el pecho de papá y rezó en silencio. Yo salí al porche, dejando que el frío me golpeara el rostro, buscando en el aire helado alguna señal de que todo aquello no era más que una pesadilla.

El entierro fue sencillo. Los vecinos cavaron la tumba detrás de la iglesia bautista, en la ladera donde la hierba solo crece de un lado. Llevé conmigo un trozo de fresno que había partido yo mismo, la veta aún marcada por el filo del hacha. Lo coloqué en el ataúd, junto a las manos de papá. No era mucho, pero era mi manera de decirle gracias, de prometerle que seguiría adelante.

Los días siguientes fueron una mezcla de rutina y ausencia. Mamá y yo nos aferramos a las pequeñas tareas diarias: cuidar el huerto, alimentar a las gallinas, mantener viva la estufa. El trabajo era nuestro refugio, la única forma de no pensar demasiado en el hueco que papá había dejado.

A veces, al partir leña, sentía que él estaba a mi lado, corrigiendo mi postura, recordándome que la fuerza no está en los músculos, sino en la paciencia. Cada tronco que caía partido era un pequeño triunfo sobre el dolor, una prueba de que la vida seguía, aunque ya nada fuera igual.

Con el paso de los meses, el dolor se volvió menos agudo, más soportable. Aprendí a recordar a papá sin que se me cerrara la garganta, a encontrar consuelo en los recuerdos compartidos. Mamá empezó a cantar de nuevo mientras cocinaba, y poco a poco la casa recuperó algo de su antigua calidez.

Pero yo sabía que había cambiado para siempre. Había cruzado una frontera invisible, una línea que separa la infancia de la madurez. Ahora era yo quien partía la leña, quien cuidaba de mamá, quien debía mantener vivo el fuego en medio del invierno.

Y así, entre el crujir de la madera y el murmullo del viento en los árboles, supe que, aunque papá ya no estuviera, su voz seguiría acompañándome toda la vida.

Los años después de la muerte de papá pasaron lentos, pero constantes. El tiempo, en las montañas de Kentucky, parece tener su propio ritmo, marcado por el canto de los grillos en verano y el crujido de la nieve bajo las botas en invierno. Mamá y yo formamos una rutina silenciosa, casi solemne, donde cada día era parecido al anterior, pero nunca igual. La ausencia de papá seguía ahí, como una sombra alargada que a veces pesaba más que la propia leña.

Pero la vida, incluso en los rincones más duros, siempre encuentra la manera de seguir adelante.

Tenía diecisiete años cuando conocí a Clara. Fue en una feria del condado de Owsley, un día de septiembre en que el aire olía a manzanas y a tierra mojada. Ella estaba ayudando a su madre en un puesto de tartas, las manos cubiertas de harina, el cabello recogido en una trenza que le caía sobre el hombro. Recuerdo que me llamó la atención su risa: clara, sincera, como el agua de un arroyo recién nacido.

Me acerqué con la excusa de comprar una porción de tarta de nuez, aunque no tenía mucho dinero en el bolsillo. Clara me miró de arriba abajo, como si pudiera ver a través de mis nervios y mi timidez.
—¿Eres de Breathitt? —preguntó, y yo asentí, sintiendo que me ruborizaba.
—Dicen que allá los inviernos son más duros —añadió, sonriendo.
—Pero también el fuego es más cálido —me atreví a responder, sorprendiéndome de mi propio atrevimiento.

A partir de ese día, busqué cualquier excusa para cruzar las colinas hasta Owsley. Caminaba kilómetros solo para verla, para escuchar su voz, para compartir con ella historias de mi infancia y sueños para el futuro. Clara tenía una fuerza tranquila, una determinación que no necesitaba palabras grandes ni gestos exagerados. Sus manos, aunque pequeñas, sabían trabajar la tierra, ordeñar vacas, coser y cocinar. Pero lo que más admiraba era su corazón, capaz de encontrar belleza incluso en los días más grises.

Nos casamos en una pequeña iglesia de madera, rodeados de familiares y amigos. El pastor habló de paciencia, de fe y de la importancia de construir juntos un hogar donde el amor fuera más fuerte que cualquier tormenta. Recuerdo el temblor en mis manos al ponerle el anillo, el brillo en sus ojos al decir “sí, quiero”. Después de la ceremonia, bailamos bajo las estrellas, con la música de un violín y el murmullo del viento entre los árboles.

La vida con Clara fue sencilla, pero llena de sentido. Nos instalamos en la casa donde crecí, la misma donde papá había enseñado a respetar el hacha y la leña. Mamá, aunque ya mayor, se alegró de ver la casa llena de risas y voces nuevas. Pronto llegaron los hijos: primero Matthew, luego Samuel y, por último, nuestra pequeña Ruth. Cada uno trajo consigo desafíos y alegrías, noches en vela y mañanas de esperanza.

Criar a los niños en las montañas no era fácil. Los inviernos seguían siendo largos, las cosechas a veces escasas, y el dinero nunca sobraba. Pero Clara y yo compartíamos el trabajo y las preocupaciones. Ella cuidaba el huerto, tejía mantas y preparaba guisos con lo poco que teníamos. Yo partía leña, arreglaba cercas y enseñaba a los niños a respetar la tierra y a los animales. Había días en que el cansancio nos vencía, pero bastaba una mirada, una caricia, para recordar que estábamos juntos en aquello.

Recuerdo especialmente una noche de enero, cuando la nieve cubría la casa y el viento aullaba como un animal herido. La estufa chisporroteaba, y los niños dormían acurrucados bajo las mantas tejidas por Clara. Ella y yo nos sentamos en silencio junto al fuego, compartiendo una taza de café caliente.
—¿Crees que algún día será más fácil? —me preguntó, con la mirada perdida en las llamas.
—Quizá no —respondí, tomando su mano—. Pero mientras estemos juntos, siempre habrá calor en esta casa.

Los años pasaron y los niños crecieron. Matthew, el mayor, heredó la terquedad de su abuelo y la curiosidad de su madre. Samuel era más callado, siempre observando, siempre dispuesto a ayudar sin que se lo pidieran. Ruth, la más pequeña, tenía una risa contagiosa y una energía que iluminaba la casa incluso en los días más oscuros.

En verano, los tres me ayudaban a apilar la leña bajo el cobertizo, marcando los troncos con tiza como yo hacía de niño. Les contaba historias de papá, de cómo cada trozo de leña era una promesa de amor y protección. Quería que entendieran que el trabajo, aunque duro, tenía un sentido más profundo, una raíz que iba más allá del simple esfuerzo físico.

Pero el mundo fuera de las montañas empezaba a cambiar. Las fábricas y minas cerraban, las oportunidades se volvían escasas. Muchos jóvenes se marchaban a las ciudades, buscando un futuro que aquí parecía cada vez más lejano. Algunos vecinos decían que en las colinas solo quedaban fantasmas, recuerdos de tiempos mejores.

A veces, en las noches de insomnio, pensaba en el futuro de mis hijos. ¿Se quedarían? ¿Buscarían su camino lejos de aquí? No tenía respuestas, solo la certeza de que, mientras estuvieran bajo mi techo, haría todo lo posible para que nunca les faltara calor ni amor.

Los años siguieron su curso, uno tras otro, como las estaciones que se suceden en las montañas. Matthew, Samuel y Ruth crecieron más rápido de lo que Clara y yo hubiéramos querido. De pronto, los pantalones les quedaban cortos y sus voces se volvieron más graves, más seguras. Los tres aprendieron a partir leña, a cuidar el huerto y a respetar la tierra, pero también a soñar con horizontes lejanos, con ciudades que solo conocían por los relatos de los viajeros o las imágenes de las revistas viejas.

Matthew fue el primero en marcharse. Tenía dieciocho años cuando, una mañana de primavera, se despidió con una mochila al hombro y una determinación que reconocí al instante: la misma que había visto en los ojos de su abuelo cuando decidió trabajar en la mina.
—No te preocupes, papá —me dijo, abrazándome fuerte—. Volveré a visitarlos. Pero necesito ver qué hay más allá de las colinas.

Samuel partió poco después, menos seguro, pero igual de decidido. Ruth fue la última en irse, la más apegada a la casa y a su madre. Durante un tiempo, la casa se llenó de cartas y llamadas, de noticias sobre trabajos nuevos, estudios y amistades lejanas. Clara guardaba cada carta en una caja de madera, como si fueran tesoros. Yo las leía en voz alta junto al fuego, imaginando a mis hijos caminando por calles llenas de luces y ruido, tan distintas a los senderos silenciosos de nuestro hogar.

La casa, antes bulliciosa, se volvió tranquila. Clara y yo nos acostumbramos a la soledad compartida, a las tardes largas en que el único sonido era el crepitar de la leña. Pero la vida seguía, y nosotros con ella: el huerto, el gallinero, el pequeño taller donde arreglaba herramientas y tallaba figuras de madera para los nietos que algún día, esperaba, vendrían a visitarnos.

El primero en regresar, años después, fue Matthew. No venía solo: lo acompañaban su esposa, Linda, y su hijo pequeño, Eli. Ver a Matthew convertido en padre fue una experiencia extraña y reconfortante. En sus gestos, en la forma en que cargaba a Eli sobre los hombros, reconocí algo de mi propia juventud, de la esperanza y el miedo que sentí cuando sostuve a mi primer hijo.

Eli tenía seis años la primera vez que pasó un verano completo en la casa. Era un niño curioso, inquieto, con los ojos grandes y el cabello alborotado. Le fascinaba el bosque, los pájaros, los insectos, y hacía preguntas sin parar. Pero lo que más le intrigaba era la leña.
—¿Por qué cortas la madera así, abuelo? —me preguntó una tarde, mientras yo partía un tronco de fresno en el patio trasero.
—Porque así aprendí de mi padre —le respondí, sonriendo—. Y porque es la mejor manera de mantener el fuego encendido.

Eli quiso intentarlo. Le di un hacha pequeña, de mango corto y hoja bien afilada, y le mostré cómo colocar el tronco, cómo levantar el hacha sin miedo pero con respeto. Al principio, falló varias veces, pero no se rindió. Cada vez que la hoja se clavaba en la madera, sus ojos brillaban de orgullo.

—No la balancees como si estuvieras enojado con el mundo —le dije, repitiendo las palabras que mi padre me había dado—. Hazlo como si la respetaras.

Eli asintió, serio, y lo intentó de nuevo. El tronco se partió limpio, y él levantó los brazos en señal de victoria.
—¡Mira, abuelo! ¡Lo logré!
—Lo lograste —le respondí, y sentí un nudo en la garganta, una mezcla de alegría y nostalgia imposible de describir.

Durante ese verano, Eli y yo compartimos horas en el bosque. Le mostré cómo distinguir los árboles, cómo escuchar el canto de los pájaros y cómo leer las huellas de los ciervos en el barro. Le conté historias de su bisabuelo, de los inviernos duros y las promesas hechas al calor del fuego. Vi en él la misma curiosidad, la misma necesidad de comprender el mundo a través del trabajo y la observación.

Clara miraba todo aquello con una sonrisa tranquila. A veces, en las noches, mientras Eli dormía profundamente en la habitación que había sido de Matthew, ella y yo nos sentábamos junto a la estufa y hablábamos en voz baja.
—¿Crees que recordará estos veranos cuando sea mayor? —preguntó una noche, acariciando mi mano.
—Estoy seguro de que sí —le respondí—. Los recuerdos que se hacen junto al fuego nunca se olvidan.

Eli se fue en otoño, llevándose consigo una pequeña figura de fresno que yo había tallado para él: un hacha en miniatura, símbolo de todo lo aprendido. Cuando el auto de Matthew desapareció por el camino, sentí una tristeza dulce, pero también una esperanza renovada. La vida seguía, y el ciclo no se detenía. Había transmitido algo importante, algo que no se puede comprar ni vender: el valor del trabajo, el respeto por la tierra, el amor por la familia.

Las cartas de Matthew siguieron llegando, ahora con dibujos de Eli, con relatos de excursiones y aventuras. Supe que mi nieto había empezado a interesarse por la silvicultura, que soñaba con cuidar los bosques y aprender más sobre los árboles. Me sentí orgulloso, como si, a pesar de los años y las distancias, la lección de la leña y la memoria siguiera viva en la sangre de mi familia.

El tiempo, cuando uno es joven, parece un río ancho y lento, imposible de cruzar. Pero con los años, las estaciones se vuelven más cortas y los días se escurren entre los dedos como agua fría de manantial. Clara y yo envejecimos juntos en la casa de siempre, rodeados de recuerdos: la risa de los niños, el aroma del pan recién hecho, el crujido de la leña en las noches de invierno.

La salud de Clara empezó a flaquear en un otoño especialmente lluvioso. Al principio fue solo un cansancio persistente, una tos que no cedía, pero pronto los médicos del pueblo nos dieron la noticia que ninguno quería escuchar. El invierno llegó temprano ese año, y yo encendí la estufa cada mañana antes que el sol asomara, intentando mantener el frío y el miedo lejos de nuestro hogar.

Cuidé de Clara como ella había cuidado de todos nosotros durante tantos años. Le preparaba infusiones, le leía en voz alta cartas de los hijos y nietos, y le contaba historias de cuando éramos jóvenes y el mundo parecía tan grande. A veces, en las noches más largas, ella me tomaba la mano y me pedía que le hablara de los veranos con Eli, de los paseos por el bosque, de la primera vez que partí leña con mi padre.
—No quiero olvidar —decía en voz baja—. Quiero que sigas contándome, aunque ya no pueda verte.

El día que Clara se fue, la casa quedó en silencio. El viento golpeaba las ventanas y la lluvia caía sobre el tejado como un lamento. Me senté junto a la estufa, con las manos vacías, escuchando el eco de su voz en cada rincón. No lloré mucho, al menos no al principio. La tristeza era tan grande y tan honda que parecía no tener salida.

Los hijos y nietos vinieron para el funeral. Eli, ya adolescente, se quedó varios días conmigo, ayudando en las pequeñas tareas de la casa. Una tarde, mientras apilábamos leña bajo el cobertizo, me miró con esa seriedad que solo tienen los jóvenes que han conocido la pérdida.
—Abuelo —dijo, con voz firme—, ¿cómo se sigue adelante después de perder a alguien que amas tanto?

No supe qué responderle de inmediato. Miré el hacha en mis manos, la madera partida, el humo que salía de la chimenea.
—No se olvida —le dije al fin—. Se aprende a vivir con la ausencia, a llenar el vacío con recuerdos y con trabajo. Cada día es distinto, pero el amor que compartimos sigue aquí, en todo lo que hacemos.

Eli asintió, y juntos seguimos trabajando en silencio. Esa tarde, al ver cómo manejaba el hacha con cuidado y respeto, supe que la herencia más grande que podía dejarle no era la tierra ni la casa, sino las historias, las costumbres, la manera de mirar el mundo y enfrentarlo sin miedo.

Con los años, la soledad se hizo mi compañera. Los días eran largos, pero no vacíos. Me refugiaba en el bosque, caminando por los senderos que conocía de memoria, saludando a los viejos robles y arces como a viejos amigos. A veces, me sentaba en el porche al atardecer, viendo cómo la luz dorada se deslizaba sobre las colinas, y sentía la presencia de Clara, de papá, de todos los que me habían precedido.

Las visitas de Eli se hicieron más frecuentes a medida que crecía. Traía consigo libros sobre árboles, cuadernos llenos de dibujos y preguntas. Quería aprenderlo todo: cómo se lee la edad de un tronco, cómo se reconoce el canto de cada pájaro, cómo se elige la leña perfecta para el invierno. Yo le enseñaba lo que sabía, y él me enseñaba a mirar con ojos nuevos, a no dar nada por sentado.

Una tarde de primavera, mientras Eli y yo plantábamos un fresno joven junto a la casa, me di cuenta de que el ciclo continuaba. La vida, con todas sus pérdidas y alegrías, seguía abriéndose paso.
—¿Por qué plantamos este árbol aquí, abuelo? —preguntó Eli, cubierto de tierra hasta los codos.
—Para que algún día, cuando yo ya no esté, tú puedas sentarte bajo su sombra y recordar —le respondí—. Y para que nunca olvides que, mientras haya árboles y fuego, la memoria de los que amamos sigue viva.

Esa noche, al encender la estufa, sentí el calor de la leña y el de todos los inviernos pasados. Comprendí, por fin, que el verdadero legado de una familia no está en las cosas materiales, sino en los gestos, en las palabras, en el amor que se transmite de generación en generación.

Y así, entre el crujido de la madera y el murmullo del viento, supe que, aunque el tiempo siga avanzando y los rostros cambien, la llama de la memoria nunca se apaga mientras haya alguien dispuesto a mantenerla viva.

Los inviernos ahora son más suaves, o tal vez es mi piel la que se ha vuelto más dura con los años. La casa sigue en pie, aunque los tablones crujen más y las ventanas dejan pasar el viento en las noches de tormenta. Ya no tengo la fuerza de antes; el hacha descansa la mayor parte del tiempo en su gancho, y mi paso es lento, pero cada rincón de este hogar guarda una historia, una huella de quienes fuimos.

Eli viene a visitarme cada vez que puede. Ahora es un hombre joven, fuerte, con manos que conocen el trabajo y ojos que brillan con la misma curiosidad de su niñez. Ha elegido quedarse cerca, cuidar la tierra, plantar árboles y enseñar a los más pequeños del pueblo lo que él aprendió a mi lado. A veces, me sorprendo escuchando su voz en el patio, repitiendo palabras que una vez fueron de mi padre, luego mías, ahora suyas:
—No la balancees como si estuvieras enojado con el mundo. Hazlo como si la respetaras.

En las tardes tranquilas, nos sentamos juntos en el porche, mirando el fresno joven que plantamos años atrás. Eli cuenta historias a sus sobrinos, y yo, en silencio, agradezco por cada momento, por cada recuerdo que se ha vuelto raíz y savia en esta familia.

He comprendido, al final de mi camino, que la verdadera herencia no está en la madera apilada ni en la tierra cultivada, sino en la memoria compartida. Somos, cada uno de nosotros, el resultado de miles de gestos sencillos: una mano que enseña, una voz que consuela, un fuego que arde en la noche para ahuyentar el frío.
La leña que partimos no es solo para el invierno; es también para la memoria, para el alma. Es el puente entre los que se fueron y los que vendrán.

Cuando llegue mi hora, no temo al olvido. Sé que, mientras haya alguien que encienda el fuego, que cuente las historias, que respete la madera y la vida, mi voz seguirá viva en el crujido de cada tronco, en el calor de cada llama.
Y así, generación tras generación, la memoria seguirá ardiendo, iluminando las noches de quienes aún buscan consuelo y sentido en el corazón de las montañas.

RIN