Nunca hablo de esto. Me da miedo que piensen que estoy loca, que me miren como si hubiera perdido algo más que la calma. Pero lo que viví esa noche sigue tan claro como las luces rojas en el retrovisor cuando frenas de golpe. Fue hace tres años, cuando regresaba de trabajar en la frontera. Llovía a cántaros, como si el cielo también estuviera buscando algo que había perdido. La carretera estaba desierta, envuelta en una niebla que parecía tragarlo todo. Yo tampoco estaba realmente allí. Mi cuerpo manejaba, pero mi mente vagaba sin rumbo. Mi hija había desaparecido días antes. No comía. No dormía. Solo seguía conduciendo, alimentándome de la esperanza como quien bebe de un vaso agrietado: a cada trago, más vacío.

Esa noche, el cielo estaba cubierto de nubes oscuras que parecían presagiar algo. Las gotas de lluvia golpeaban el parabrisas con fuerza, creando un ritmo monótono que se mezclaba con mis pensamientos caóticos. Mientras conducía, las imágenes de mi hija se repetían en mi mente como un eco doloroso. Su risa, su forma de jugar, su mirada llena de vida. Todo eso se había esfumado en un instante, dejándome sola en un mundo que se sentía ajeno. La desesperación me envolvía como una manta pesada, y aunque intentaba concentrarme en la carretera, la niebla y la lluvia me hacían sentir como si estuviera atrapada en una pesadilla de la que no podía despertar.

Fue en una curva que lo vi. Un niño. Empapado. Solo. Descalzo. Su figura era tan delgada que parecía dibujada con lápiz sobre el paisaje gris. Me miró. Tenía unos ojos grandes, oscuros, como dos pozos llenos de historias que no quería contar. No sé por qué frené. Algo en mí, algo muy profundo, gritó que lo hiciera. Tal vez fue la desesperación, o quizás una corazonada que no podía ignorar. Me detuve en seco, y el sonido de los frenos resonó en la soledad de la carretera.

—¿Estás perdido? —pregunté, con la voz rota. Mi corazón latía con fuerza, y una parte de mí temía que el niño no respondiera. Pero él solo respondió:

—Ella está viva. Busca en el río.

Eso fue todo. No dijo su nombre. No pidió ayuda. Solo señaló con el mentón hacia la izquierda y desapareció entre la neblina. Me quedé paralizada, con el motor aún rugiendo, tratando de procesar lo que acababa de escuchar. La lluvia seguía cayendo, y el mundo parecía haberse detenido en ese instante. ¿Quién era ese niño? ¿Por qué había aparecido justo en ese momento? La confusión me invadía, pero algo en sus palabras resonó en mi interior, como un eco lejano que no podía ignorar. Sin pensarlo dos veces, giré el volante y tomé el camino que él había indicado.

Con cada kilómetro que avanzaba, la ansiedad crecía en mi pecho. La niebla se espesaba, y el sonido del agua fluyendo se hacía más fuerte. Mi mente estaba en un torbellino de emociones, mientras mi corazón latía con esperanza y miedo. ¿Podría ser cierto? ¿Podría mi hija estar cerca? La idea de encontrarla me llenó de determinación, y aceleré el paso, dejando que mis instintos me guiaran.

Finalmente, llegué a la orilla del río. La escena era desoladora. El agua corría rápida y furiosa, y las sombras de los árboles se alzaban como gigantes en la penumbra. Miré alrededor, buscando cualquier señal de mi hija, pero solo encontré la soledad del lugar. Sin embargo, recordé las palabras del niño. “Busca en el río.” Con el corazón en la garganta, me acerqué al agua y llamé su nombre, una y otra vez, como si mis gritos pudieran atravesar la corriente y llegar hasta ella.

Fue entonces cuando la vi. Descalza, empapada, temblando como una hoja en la orilla. Viva. Aterrada, pero viva. Como si el río mismo la hubiera escondido entre sus brazos para protegerla del mundo. Mi corazón se detuvo por un instante, y corrí hacia ella, olvidando el frío, la lluvia y todo lo que había estado sintiendo. Cuando la abracé, sentí que todo el dolor y la desesperación se desvanecían. La encontré. Mi niña estaba aquí, en mis brazos, y eso era lo único que importaba.

La llevé a casa, envuelta en una manta, mientras le preguntaba qué había pasado. Ella apenas podía hablar, sus ojos reflejaban el terror de lo que había vivido. Pero sabía que estaba a salvo, y eso me llenaba de alivio. Esa noche, mientras la acurrucaba junto a mí, no podía dejar de pensar en el niño. ¿Quién era? ¿Por qué había aparecido justo en el momento en que más lo necesitaba? Las preguntas danzaban en mi mente, pero la felicidad de tener a mi hija de vuelta ahogaba cualquier duda.

Después supe más. Supe que ese niño había muerto hacía muchos años. Que su madre lo abandonó en el desierto durante una travesía, cuando no pudo cargar con él ni con el hambre. Nadie lo buscó. Nadie lo lloró. Lo encontraron semanas después, con los ojos cerrados como si aún soñara con regresar a casa. La tristeza de su historia me golpeó con fuerza. ¿Cómo era posible que un alma tan joven hubiera tenido que sufrir tanto? Desde entonces, dicen, cuando llueve, protege a los niños perdidos. Aparece en los caminos solitarios. En las curvas. En los cruces sin nombre. Señala con la voz o con el dedo, como una brújula que solo entiende de inocencia.

Y yo, cada noche, le dejo la luz del porche encendida. Por si aún sigue buscando a su madre. Por si alguna vez quiere descansar. Por si el destello cálido de una lámpara puede parecerle, aunque sea por un segundo, el abrazo que nunca tuvo. A veces, mientras me siento en el porche, miro hacia la carretera y espero. Espero que el niño regrese, que encuentre lo que busca. Me aferro a la esperanza de que, de alguna manera, su espíritu esté en paz, aunque su historia haya sido trágica.

Los días se convirtieron en meses, y la vida continuó. Sin embargo, la experiencia de aquella noche quedó grabada en mi memoria como una marca indeleble. A veces, cuando la lluvia caía con fuerza, recordaba al niño y me preguntaba si aún estaba ahí, protegiendo a otros niños perdidos. La idea de que su espíritu vagara por el mundo, ayudando a aquellos que estaban en situaciones desesperadas, me daba consuelo. Sabía que había algo más grande que nosotros, algo que unía nuestras historias de maneras que no siempre podíamos comprender.

La vida en mi hogar se volvió más luminosa después de aquella noche. Mi hija, aunque asustada, comenzó a recuperarse. Con cada día que pasaba, su risa regresaba, y poco a poco, la sombra de la tristeza se desvanecía. Sin embargo, nunca olvidé al niño. Hablaba de él con mi hija, contándole la historia de cómo había aparecido en el momento más oscuro de nuestras vidas. Ella escuchaba atentamente, y en sus ojos podía ver la comprensión de lo que significaba la pérdida y la esperanza.

Una noche, mientras estábamos sentadas en el porche, mi hija miró hacia la carretera y me preguntó: “¿Crees que el niño volverá algún día?” Su pregunta me sorprendió, y por un momento, no supe qué responder. Pero luego sonreí y le dije: “Tal vez. Tal vez él siempre estará aquí, cuidándonos desde lejos.” Ella asintió, y juntos encendimos una vela en memoria del niño. En ese momento, sentí que nuestras historias estaban entrelazadas de una manera que iba más allá de lo físico. Habíamos sido tocadas por algo sobrenatural, algo que nos había cambiado para siempre.

Con el tiempo, la luz del porche se convirtió en un símbolo de esperanza no solo para nosotros, sino para otros en la comunidad. Los vecinos comenzaron a notar que dejábamos la luz encendida, y algunos incluso se unieron a nosotros. Era como si, de alguna manera, todos hubiéramos sido tocados por la historia del niño. Cada vez que alguien pasaba por nuestra casa y veía la luz, se sentía reconfortado, como si estuviera siendo vigilado por una presencia amable.

Las noches de lluvia se convirtieron en rituales. Nos sentábamos en el porche, compartiendo historias y risas, mientras la luz brillaba en la oscuridad. A veces, incluso invitábamos a otros niños a unirse a nosotros, recordándoles que nunca estaban solos. Queríamos que supieran que siempre había un lugar para ellos, un espacio donde podían sentirse seguros y amados.

A medida que pasaban los años, la historia del niño se convirtió en parte de nuestra vida. La gente en el vecindario hablaba de él, y su legado de amor y protección se extendió más allá de nuestra casa. Las luces en los porches de otros hogares comenzaron a brillar también, creando una red de esperanza en la comunidad. Era como si el espíritu del niño hubiera inspirado a otros a cuidar de aquellos que estaban perdidos.

Cada vez que veía una luz encendida en la distancia, sentía que el niño seguía presente, guiando a quienes lo necesitaban. Mi corazón se llenaba de gratitud por haber tenido la oportunidad de conocer su historia, por haber sido tocada por su espíritu. Era un recordatorio constante de que, incluso en los momentos más oscuros, siempre había una chispa de luz que podía guiarnos hacia la esperanza.

Hoy en día, la luz del porche sigue encendida cada noche. A veces, me siento afuera, mirando las estrellas y recordando a mi hija, al niño y a todas las almas que han pasado por nuestras vidas. La lluvia sigue cayendo, pero ya no me asusta. En su lugar, encuentro consuelo en la idea de que el niño sigue cuidando de los perdidos, guiándolos hacia un lugar seguro. Y yo, a mi manera, sigo honrando su memoria, dejando la luz encendida por si alguna vez decide regresar. Porque creo que algunas almas se quedan por amor, por promesas no cumplidas, o por un instinto más fuerte que la muerte: el de cuidar a los que aún pueden ser salvados.